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Oleo de Padró. Museo Marítimo de Barcelona
Oleo de Padró. Museo Marítimo de Barcelona

Soldados catalanes en defensa de su Patria para liberar Cuba de una guerra inspirada por las logias (*) (**) al servicio de una potencia extranjera emergente

La crisis de la identidad europea. Reflexiones desde la tradición benedictina (II)

por Santiago Cantera Montenegro, O.S.B.

Reemprendemos la serie de artículos del ensayo sobre Europa y su crisis de identidad. Hemos visto ya, en una primera parte, el “Pórtico” o introducción, el capítulo titulado “Cimientos: Ser e identidad de Europa” y el encabezado con el nombre de “Pilares, arcos y bóvedas: La formación de Europa”. Pasamos ahora a fijarnos en el mensaje de Europa al mundo.

Tímpanos y capiteles: el mensaje de Europa

En las catedrales del Medievo, románicas y góticas, la decoración y la iconografía transmitían los valores espirituales y morales que debían configurar y regir la sociedad cristiana. Los tímpanos de las puertas y los capíteles que remataban las columnas eran puntos neurálgicos para la realización de esta auténtica pedagogía catequética orientada hacia el pueblo fiel. Las escenas allí representadas adquirían el valor de un libro abierto e ilustrado para que pudiera ser comprendido por los que carecían de conocimiento alguno de lectura y escritura.

Por este motivo denominamos “Tímpanos y capiteles” a este capítulo, en el que deseamos fijarnos en el mensaje que la civilización europea ha podido trasmitir al resto del mundo. Desde nuestro punto de vista, el mensaje de Europa puede resumirse o englobarse en cuatro grandes aspectos: la visión trascendente de la realidad, el puesto central de Dios, el valor del hombre y el origen y composición natural de la sociedad.

Visión trascendente de la realidad.

El cristianismo aportó de manera definitiva a la civilización europea una visión trascendente de la vida, del mundo y de la Historia. El antiguo mundo pagano, ciertamente, ofrecía en su diversidad religiosa unos atisbos de respuestas a las preguntas fundamentales que todo ser humano se plantea sobre el sentido de la vida y de la muerte, sobre la existencia de una realidad ultraterrena y sobre el verdadero valor de lo caduco y terreno. La experiencia religiosa es inherente al ser humano, mientras que el ateísmo doctrinario y sus derivados no son sino un producto de laboratorio ideológico del mundo contemporáneo.

El hombre de la Antigüedad europea, por lo tanto, ya fuera griego o romano, celta o de otra cultura, fue un hombre religioso. El paganismo, en todas sus variantes, suponía la solución a los grandes interrogantes, o más bien el intento de solución. El hombre antiguo creía en numerosos dioses y genios, tanto protectores como malignos, y procuraba atraerse su favor y el de las fuerzas de la Naturaleza, a las que en ocasiones llegaba a divinizar. Todo ello le confería también un modo de afrontar la vida terrena en la totalidad de sus facetas, y al mismo tiempo le llevaba a confiar en las respuestas que las religiones paganas le presentaban ante el problema de la muerte y la posibilidad de la inmortalidad. ¿Qué pueblo no creyó en la vida de ultratumba, como lo demuestran sus sepulturas y sus ritos funerarios?

Sin embargo, lo cierto es que todas aquellas religiones antiguas no acababan de satisfacer el ansia de plenitud y de eternidad que existe en lo más íntimo y profundo del ser humano. Muchas veces, por no decir siempre, se quedaban realmente en un terrenalismo materialista e inmanentista, porque lo único que aparentemente podían ofrecer era la obtención de beneficios temporales y pasajeros, con frecuencia banales, y a lo sumo podían hacer albergar la esperanza de una vida terrena sin demasiados problemas, pero que luego era desmentida con facilidad por los avatares más inesperados.

Por eso, era inevitable que en la sociedad tardoantigua, y más concretamente en la época de la historia de Roma conocida como “del Imperio”, se produjera una verdadera crisis religiosa, la cual desembocó en la decadencia y el abandono progresivo de las viejas prácticas tradicionales paganas y en un descontento y sensación de vacío, que llevaron a la búsqueda de otras alternativas de mayor calado espiritual. Fue así como conocieron su auge los llamados “cultos mistéricos” o “religiones mistéricas”, provenientes del Oriente antiguo: cultos de Isis, Mitra, Dioniso-Baco… Pronto se desarrollaron con un carácter sectario y exótico que, de forma semejante a lo que ha ocurrido recientemente en el Occidente con las religiones del Extremo Oriente y con muchos grupos esotéricos, atrajeron la atención de quienes se sentían carentes de vida interior y deseosos de una experiencia religiosa que diera sentido a su existencia.

Al lado de estos cultos mistéricos, con todo el peligro que contenían y el vacío que a medio y largo plazo también acababan produciendo, se expandió desde el siglo I de nuestra era una religión que ofrecía una respuesta total a todas esas preguntas fundamentales del hombre y que no caía en las extravagancias ni el secretismo de tales cultos: el cristianismo. Si los cristianos llamaban la atención de los paganos, era precisamente por su modo de vida modélico y por su ejemplo como ciudadanos cumplidores de sus deberes. Y si en bastantes ocasiones habían de realizar ocultamente sus ceremonias, era a consecuencia de la persecución oficial. Pero el mensaje de salvación de Cristo estaba abierto a todos los hombres y mujeres de todas las condiciones sociales, razas y culturas, y aspiraba a poder manifestarse abiertamente en libertad. Todo ello, unido evidentemente a la acción de la Providencia, hizo que el cristianismo se convirtiera en la fuerza espiritual que acabase imperando en el mundo romano y que de perseguido pasase a ser adoptado como religión oficial del Estado.

Hay dos factores que nunca se deben olvidar cuando se habla de la conversión del mundo antiguo al cristianismo, porque fueron con frecuencia motivo de reflexión para muchas mentes paganas: el testimonio de la caridad y el testimonio de los mártires. Juliano el Apóstata, como otros muchos paganos antes que él, no podía menos que admirarse ante el modo extraordinario en que los cristianos ejercían la beneficencia, no sólo hacia sus hermanos en la fe, sino hacia todos los hombres; y por eso, algunos de los paganos más duramente debeladores del cristianismo quisieron en ocasiones hacer que surgiera una beneficencia pagana que contrarrestase la fuerza de la cristiana, pero aquello era un imposible. No terminaban de comprender que la raíz de la acción social cristiana estaba en un amor profundísimo al prójimo, al ser humano, en el que se veía la misma imagen de Dios y un hermano redimido por la Sangre de Cristo. Algunos paganos, ciertamente, veían con sus ojos la realidad y exclamaban: “Mirad cómo se aman” [1]. Pero no podían llegar a entender la raíz de ese amor sólo con los ojos y con la razón. No obstante, esa impresión, esa reflexión, ese intento de comprender, condujo a muchos paganos a abrir sus corazones y sus mentes a la acción del Dios cristiano, que derramó sobre ellos su gracia y les llevó la luz de la verdad a través de la Iglesia.

Por lo que se refiere al testimonio de los mártires, es algo que continúa sorprendiendo, más aún cuando el martirio es una realidad que sigue plenamente viva a inicios del siglo XXI y que existirá hasta el final de los tiempos. La asunción del martirio por un cristiano es ciertamente un magnífico testimonio de la fuerza de su fe y de la verdad del mensaje de Cristo: serían incomprensibles, si no, la entereza, la capacidad de perdón para con el perseguidor, la esperanza y la alegría con que un mártir cristiano afronta el tormento y la muerte. Y esto era lo que causaba una honda impresión entre la población pagana del Imperio Romano. ¿Cómo podían aquellos hombres y mujeres, a veces niños aún, cantar ante la muerte, ir con valor y llenos de felicidad hacia un final cruel de su vida y no temer o vencer inexplicablemente el miedo al fuego, a la espada o a las fieras? No pocas conversiones al cristianismo se produjeron a partir de estos hechos, como parece ser el caso de Tertuliano, quien precisamente escribió aquella famosa sentencia: “¡es semilla la sangre de los cristianos!” [2]. En verdad, pues, el testimonio de los mártires era y es un testimonio de la existencia de Dios, de que el mundo presente no lo es todo, de que hay una vida ultraterrena, de que merece la pena ganar la eternidad. Es, en definitiva, un testimonio elocuentísimo de esa visión trascendente de la realidad a la que nos referimos en este punto.

Se hace evidente que, ante el vacío provocado en lo más profundo del hombre por el paganismo antiguo, junto con la insatisfacción que a medio y largo plazo habían de producir también las religiones mistéricas (aparte de otros defectos inmediatos), y teniendo presente, por otro lado, la fuerza atrayente del cristianismo y de sus testimonios más llamativos (la caridad y el martirio), éste había de triunfar en el mundo antiguo y dar origen a una nueva civilización impregnada de sus valores. Sólo una religión que no ponía todas sus miras en satisfacciones temporales ni en un superficialismo de la inmortalidad podía responder de un modo absoluto a las expectativas humanas de plenitud y felicidad.

Por eso mismo, el cristianismo triunfaría igualmente sobre el paganismo germánico, eslavo y de otros pueblos europeos que fueron siendo evangelizados al final de la Edad Antigua y en el Medievo. ¿Cómo podían resistir a largo plazo los druidas celtas de Irlanda ante el testimonio de vida de los monjes cristianos que poblaron la isla? ¿Qué podía hacer la noción de un paraíso materialista lleno de comida, bebida y walkirias para los guerreros, frente a la esperanza en una dicha eterna abierta a todos los hombres y mujeres y cuyo gozo supremo sería la posesión de un Dios que es Amor?

***

El cristianismo, ciertamente, es la religión de la esperanza, mucho más que ninguna otra. No en balde, la doctrina católica enseña que una de las tres virtudes teologales es la esperanza. El cristiano cree y espera confiadamente en un Dios que es Amor: se sabe amado por Dios y a su vez ama a Dios, y por eso es consciente de que puede confiar en Él y esperarlo todo de Él; espera confiadamente en su auxilio para su caminar en este mundo terreno y, sobre todo, espera que al final del mismo le conceda vivir feliz y eternamente con Él.

La vida eterna, para el cristiano, no es una escapatoria o una forma de distraer ni de disminuir su empeño por las realidades terrenas, como muchas veces se ha pretendido decir. Para el cristiano, por el contrario, el premio o el castigo, la dicha o la condenación eternas, dependerán en gran medida del uso de su libertad en la vida terrena y, por lo tanto, de sus buenas o malas acciones. Sabe que cuenta con un recurso fundamental, sin el que nada puede hacer, que es la gracia divina. Pero también es consciente de que debe cooperar a la acción de la gracia con su libertad, la cual está orientada al ejercicio del bien. De esta manera, la vida eterna no constituye un obstáculo a la construcción de un mundo terreno mejor, sino que se convierte en un verdadero estímulo a la acción. La doctrina católica tiene muy en cuenta, como es conocido, el valor de las obras. No es una doctrina de la inacción y de la pasividad, al estilo de muchas del Extremo Oriente y del “quietismo” que surgió en Francia y España en el siglo XVII y que la Iglesia Católica condenó como herético. La esperanza en la vida eterna, por tanto, motiva la recta actuación en la presente. Pero a su vez, esa esperanza en la eternidad hace ponderar justamente lo terreno y temporal, evitando sobrevalorarlo de forma desmedida, que es lo que han hecho todos los materialismos, siempre con unos resultados bien tristes para el ser humano.

La valoración de lo temporal como lo que es, es decir, algo transitorio y pasajero, pero con lo que puede ganarse la dicha eterna si se usa rectamente de ello, es lo que hizo que fueran los cristianos y no los paganos los que pusieran en marcha toda una serie de obras de beneficencia con las que jamás había soñado el mundo pagano. Muchos potentados convertidos al cristianismo dejaron de vivir para el lujo y el ocio y encauzaron sus riquezas a la fundación de hospitales, la concesión de libertad y de un medio de vida digno a sus esclavos, la realización de grandes y numerosas limosnas, etc. Es el caso, por ejemplo, del círculo romano de San Jerónimo.

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No obstante, se puede objetar: si se acaba de decir que la mirada hacia la eternidad, propia del cristianismo, no supone una huida de la realidad terrena y de sus problemas, sino que incluso es un estímulo para una mejor y más eficaz actuación sobre lo temporal, ¿cómo es que en la Tradición cristiana existen con gran fuerza las ideas de la fuga mundi, esto es, de la “huida del mundo”, y del contemptus mundi, del “desprecio del mundo”? Es más, son conceptos muy arraigados entre los monjes, de los cuales se ha exaltado toda su labor en la configuración de la civilización europea.

La respuesta a esta cuestión está en la recta comprensión de tales ideas, que conviene aclarar.

Correctamente interpretada y enfocada, la fuga mundi no consiste en despreocuparse de los problemas de los hombres ni en desentenderse de toda una serie de dificultades, lo cual sería una forma de egoísmo, aun por muy espiritualizado que se presentase. Bien considerado, el concepto hace referencia al deseo y a la necesidad que todo hombre tiene realmente de dedicar al menos un tiempo a encontrarse consigo mismo y con Dios, y esto requiere siempre un apartamiento, un retiro de la vida ajetreada y bulliciosa del mundo, porque donde uno puede encontrarse consigo mismo y con Dios es en la soledad y el silencio (silencio interior, sobre todo, pero al que ayuda el exterior). Y ahí precisamente, en ese encuentro retirado, es donde puede un alma hablar a Dios acerca de los hombres y rogarle por ellos. En este sentido, pues, debe entenderse correctamente la fuga mundi, y así decía un autor monástico oriental de época patrística, Evagrio Póntico, que “monje es aquel que, separado de todo, está unido a todos” [3]. De hecho, es nada menos que Jesucristo quien, como Maestro supremo, dio también sus lecciones sobre este modo de actuar con su propio ejemplo: cuando deseaba orar, se retiraba a solas al monte, o bien buscaba el silencio de la noche o se iba a un lugar donde no le hallaran los hombres… y allí se encontraba con el Padre… y luego, tras esos tiempos intensos de oración, realizaba sus grandes acciones y sus obras externas: elección de los Apóstoles, predicación, etc. Esto enseña, por tanto, que la vida contemplativa, que mira a lo trascendente y eterno, que apunta a Dios mismo, es el fundamento de todo apostolado y de toda acción transformadora del mundo presente. ¿Cómo mejorar el mundo si no hay un referente supremo al que tender?

La fuga mundi ha sido un concepto muy arraigado en toda la Tradición monástica desde los “Padres del Desierto”, pero también fuera del monacato fue asumido y definido pronto. Por ejemplo, San Ambrosio de Milán escribió un breve tratado De fuga mundi, y una de las mayores joyas de la espiritualidad cristiana de todos los tiempos, el conocido “Kempis”, lleva por título original De contemptu mundi, “Del desprecio del mundo”.

Ahora bien, al mencionar este segundo concepto tan unido al de la huida del mundo, cabe objetar nuevamente y con razón: si se habla de “desprecio”, es que hay una visión negativa del mundo.

En efecto, el propio Jesucristo afirma a sus discípulos: “Si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a Mí. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo que era suyo, pero como no sois del mundo, sino que Yo os entresaqué del mundo, por eso os odia el mundo.” [4] Y también les avisa: “En el mundo tendréis apretura, pero tened valor, Yo he vencido al mundo” [5]. Son las palabras que dirige a sus Apóstoles en el Sermón de la Última Cena, recogidas por San Juan, y en ellas se expresa claramente ese principio, asumido por la Iglesia Católica, de “estar en el mundo, pero sin ser del mundo”. Cristo, ciertamente, envió a los Apóstoles al mundo, igual que Él vino al mundo, pero no perteneció al mundo. También San Juan, en su primera carta, habla de la “victoria sobre el mundo”: “ésta es la victoria que venció al mundo: nuestra fe”[6].

Comentando esto, un destacado autor espiritual benedictino del siglo XX, el abad Beato Columba Marmión, dice que por “el mundo” hay que entender a los hombres que viven la vida material mirando sólo a lo terrenal, y que “el mundo”, de este modo, tiene unos principios y unos prejuicios inspirados en “la concupiscencia de los ojos, la concupiscencia de la carne y la soberbia en la vida” [7]. Por lo tanto, según Dom Marmión, “el mundo” desprecia las máximas evangélicas y para él la Cruz es locura y escándalo. Este mundo halaga al hombre natural y le solicita con sus atractivos: le ofrece riquezas, honores y placeres. Pero el monje, y el cristiano en general, al seguir a Cristo y adherirse a Él sólo, desprecia “el mundo” y sus halagos y así obtiene, por la fe en Jesucristo, “la victoria sobre el mundo” [8].

Por eso, lejos de desentenderse de las apreturas y luchas de sus hermanos cristianos que están en “el mundo” sin ser de él, y lejos asimismo de olvidarse de los hombres que son víctimas del “mundo” y de las esclavitudes que éste crea al haber asumido consciente o inconscientemente sus “ideales”, el monje, en su vocación de oración y de entrega diaria, les encomienda cada día al Padre de todos para que, siguiendo el ejemplo del Hijo, logren vencer “al mundo” con la asistencia del Espíritu Santo. El monje pide a Dios que los hombres no olviden que en este “mundo” están de paso y que Él les ha prometido a todos la vida eterna y que, por lo tanto, a ella deben apuntar, teniendo presente que además han de esforzarse por mejorar la realidad terrena mientras están en ella, de acuerdo con los valores evangélicos y con su plasmación en la doctrina de la Iglesia. Además, el monje es consciente de que su “vida está escondida con Cristo en Dios” [9], según la definición paulina, y que, al igual que sucedía cuando Jesús se retiraba a orar y le buscaban y encontraban, es un verdadero testimonio vivo de la existencia de Dios y de las realidades eternas, pues si no, no tendría razón de ser la vida monástica. El silencio del monje es así elocuente, su retiro es un grito al “mundo” y su renuncia es un clamor de una opción por el Cielo; el monje, si vive fielmente su vocación, da un testimonio auténtico de la primacía de Dios y del Reino de los Cielos.

Éste fue realmente “el secreto de los monjes” que edificaron la civilización europea en la Edad Media: como ha dicho un abad francés de nuestro tiempo, “los monjes hicieron Europa, pero no lo hicieron expresamente”; su aventura era interior, espiritual, pues el único móvil en ellos fue la sed de Absoluto; pero tal sed, que les convirtió en testigos inmóviles de un mundo venidero, les llevó a construir una nueva civilización sobre la Tierra, porque los monasterios se erigieron en puertos de paz y estabilidad, centros de cultura y escuelas, y sus religiosos fueron los sabios y los educadores de Europa [10].

Ciertamente, San Benito señaló de forma clara en su Regula monachorum cuál debía ser la aspiración de los monjes que se acogieran a ella, cuando al marcarles el camino de la vida monástica les aseguró que, de seguirlo fielmente, “participaremos en los sufrimientos de Cristo con la paciencia, para que merezcamos compartir también su reino” [11]. Y concluyendo su magnífico texto espiritual-legislativo, exhorta y desea a sus discípulos “que no antepongan absolutamente nada a Cristo, el cual nos lleve a todos juntos a la vida eterna” [12].

En cuanto al deber de mejorar y transformar las realidades terrenas, el cristianismo sabe que no podrá ser según los esquemas del “mundo”, porque éstos más bien son la causa de sus males, ya que se enraízan en la soberbia humana que quiere construir “el mundo” sin Dios. Por lo tanto, habrá de hacerse conforme a los principios evangélicos como los recoge y enseña la doctrina de la Iglesia, según se ha dicho. Cuando se hace con criterios meramente humanos al margen de Dios, sucede lo que se ha podido ver con esas doctrinas “del mundo” que soñaban construir un paraíso terrenal sin Dios, tal como pretendía el marxismo en sus diversas variantes: ha fracasado estrepitosamente en el mismo plano económico en que centraba su fundamento y sus fines, no originando más que miseria y caos, por no hablar de la sangre que ha derramado.

***

El principio directorio de buscar ante todo los bienes eternos fue asentado de manera bien clara por Jesucristo y corroborado por San Pablo: “Así, pues, si resucitasteis con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; aspirad a las cosas de arriba, no a las que están sobre la Tierra” [13]. Significa la valoración de lo terrenal como lo que realmente es: algo transitorio y pasajero, a lo que no hay que apegarse, pero que se debe emplear rectamente para el fin superior de obtener los bienes celestiales. Y el mejor uso de las cosas temporales es el que se orienta en la dirección de la caridad hacia quienes están más privados de ellas. Es decir, el anhelo de la eternidad no significa una despreocupación respecto de los necesitados, sino que precisamente es un impulso al ejercicio de la justicia y de la beneficencia. Jesucristo dio todo su ejemplo con sus milagros, con sus palabras y con sus gestos, que revelaban un amor sincero por los más desvalidos. Y San Pablo, por su parte, también promovió la recaudación y distribución de limosnas. Así, pues, en el Maestro Divino y en el Apóstol de los Gentiles hallamos exhortaciones y modelos magníficos para la orientación de la acción transformadora del mundo presente por parte de los cristianos.

Muchas podrían ser las citas de los Padres de la Iglesia con relación a la prioridad de la búsqueda de los bienes supremos y eternos, que sería plenamente asumida como un principio configurador de la civilización europea surgida en el Medievo. Por ejemplo, San Agustín advierte que “quien desea ser feliz debe procurarse bienes permanentes que no le puedan ser arrebatados por ningún revés de la fortuna” y, puesto que Dios es eterno y siempre permanece, es feliz el que posee a Dios [14]. Numerosas y elocuentes podrían ser las citas de sus Confessiones, algunas de ellas muy conocidas. Asimismo, en las siguientes palabras, notablemente famosas, describe lo que será aquel “nuestro sábado [eterno, la dicha del Cielo], cuyo término no será la tarde, sino el día del Señor, como día octavo eterno, que ha sido consagrado por la resurrección de Cristo, significando el eterno descanso no sólo del espíritu, sino también del cuerpo. Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos. He aquí lo que habrá al fin, mas sin fin. Pues, ¿qué otro puede ser nuestro fin sino llegar al reino que no tiene fin?” [15]

Otro de los Santos Padres más leídos e influyentes en la Cristiandad medieval, San Gregorio Magno, insistía con mucha frecuencia en el valor superior de las cosas celestiales y eternas. Se observa con facilidad, por ejemplo, en sus Homiliae XL in Evangelia, que tuvieron un gran éxito popular. En ellas no deja de recordar: “¿Qué es la vida mortal sino un camino?”, y añade que, como camino que es, tiene un fin [16]. Por eso es oportuno evitar el amor a lo terreno y temporal, al que van unidas la soberbia, la envidia y la lujuria, y aprender a vencerse a sí mismo por amor de Dios y con la esperanza del premio eterno prometido [17]. Son muchos los lugares de estas homilias donde el primer Papa-monje exhorta a obrar el bien y apartarse del mal, con la esperanza en la vida eterna con que Dios premiará a los que sean fieles a Él.

Entre los escolásticos, en unos términos que nos recuerdan a San Agustín, San Anselmo exclama así al dirigirse a Dios: “Yo te buscaré deseándote, te desearé buscándote, te encontraré amándote, te amaré encontrándote” [18].

Tanto en la Patrística como en la Escolástica nos encontramos con un número bastante abundante de tratados De vita beata, que evidentemente cifran la felicidad del hombre en la posesión de Dios en la vida eterna.

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Desde luego, esta visión trascendente de la vida humana fue la que impregnó las concepciones de la sociedad europea medieval. Pero no sólo se configuró una óptica tal con respecto a la vida del hombre, sino también con relación a la Historia de la Humanidad entera, según la plasmó San Agustín en su De civitate Dei. A esta cuestión, como ya hemos indicado en otra parte del ensayo, dedicamos en su día un artículo en la revista Arbil [19]. De él recogemos unos párrafos que sirvan de resumen y de presentación general.

Ciertamente, el tratado De civitate Dei ofrece una visión cristiana de la Historia, por lo que ha sido considerado muchas veces como la primera filosofía o teología de la Historia. San Agustín trata de desvincular la Historia de Roma y la Historia de la Salvación: para él, si bien ambas pueden estar interrelacionadas en ciertos aspectos y siempre han quedado bajo la mirada providente de Dios, la vida o la muerte del Imperio Romano no es algo trascendental para el desarrollo del plan salvífico universal de Dios, a diferencia de lo que creían otros autores. La Historia de la Salvación presenta la oferta de esa Salvación que la venida de Jesucristo supone para el hombre, abriéndole la puerta a la vida eterna. Así, la Obra Redentora de Jesucristo es el eje central de la Historia; y la Historia humana, tanto personal como colectiva, posee una trascendencia, ya que se orienta hacia la eternidad.

San Agustín sostiene la intervención de Dios en la Historia y en la vida del hombre para ayudarle a salvarse. De este Dios providente procede toda autoridad terrena, tanto la que se ejerce bien como la que lo hace mal, y todo acontecimiento depende de Él, pues actúa para buenos y malos, para promover la salvación de todos ellos (voluntad salvífica universal). Sin embargo, la Providencia no niega la libertad humana, sino que Dios, conocedor de todas las causas, conoce la voluntad del hombre, que es causa de sus actos; y así conoce los actos que éste realizará. El hombre es libre, libremente escoge entre el bien y el mal, y Dios conoce y permite su elección. No existe, pues, ningún fatalismo que determine al hombre, sino plena armonía entre la libre voluntad humana y la Presciencia divina.

Esa libertad, con la posibilidad de elección entre lo bueno o lo malo, da lugar a dos ciudades: “dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celeste” [20]. Y como no sólo el hombre es libre, sino que también lo es el ángel, las dos ciudades existen tanto entre los hombres como entre los ángeles. Pero, mientras que en éstos se hallan separadas, entre nosotros se encuentran mezcladas (permixtae).

La “Ciudad de Dios”, “Ciudad celeste” o “Jerusalén celeste” se caracteriza por la humildad, el temor de Dios y el amor de Dios y de la verdadera felicidad. Es eterna, con plena felicidad y amor a la verdad. Su fin es la dicha eterna, la vida eterna con Dios, el Cielo. En cambio, la “Ciudad terrena”, “Ciudad del diablo” o “Babilonia terrena” se basa en la soberbia, el amor propio, el ansia de gloria y de poder, etc. Su fin es la pena eterna, el Infierno, la vida eterna sin Dios.

Satanás con sus ángeles fue el primero en rebelarse por soberbia contra Dios y se constituyó en Príncipe del mal (habiendo sido creado bueno, se produjo su conversión al mal por su soberbia) y Príncipe de la “Ciudad terrena” o Príncipe del mundo, tal como se le denomina. Entre los hombres, San Agustín muestra seis edades, desde Abel y los siguientes fieles de Dios que formaron la “Ciudad de Dios”, y Caín y sus continuadores, amantes de sí mismos y miembros de la “Ciudad terrena”. El fin de la Historia es la séptima edad, la edad eterna o sábado eterno (el siete es el número perfecto y el sábado es el día perfecto, en el que Dios descansó tras la Creación).

De esta aproximación general, se pueden extraer, a nuestro parecer, varias notas o rasgos que definen la interpretación agustiniana de la Historia y que en el artículo referido se analizan más detalladamente:

a) Providencialismo: la consideración de Dios como Ser Supremo providente, sin el cual la Historia no tiene el más mínimo sentido. Sólo reconociendo la existencia y la importancia de la Providencia se podrá comprender realmente la Historia.

b) El libre albedrío: el valor de la libertad humana, que no es negada por la Providencia divina y que hace a Dios y al hombre agentes de la Historia.

c) El doble volitivismo (entendiendo aquí este término en el sentido de los dos amores: de Dios y de sí mismo): los dos amores dan lugar a dos grandes tipos de filosofías de la vida, dos grandes tipos de concepciones del mundo. Más que aplicarse a sociedades concretas, se observan en los hombres individuales que se hallan entremezclados en la sociedad.

d) El valor trascendente de la Historia: la Historia no puede ser un círculo sin fin, sino un camino hacia un fin que le dé sentido. Jesucristo y su Obra Redentora constituyen el eje del desarrollo histórico.

e) En definitiva, es una visión que habla de una Historia del Hombre como persona y como comunidad, en la que el alma es su fundamento, pues busca o rechaza a Dios.

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Por lo tanto, la civilización europea se vio definida en gran medida por una concepción trascendente de la vida, del mundo y de la Historia. La muerte, para el europeo medieval y moderno, como hombre impregnado de fe cristiana en toda su visión de la realidad, no aparecía como el final de todo ni como un punto terrible de llegada y en el que se acababa la felicidad. Al contrario, la muerte se alzaba como un tránsito a la eternidad, como una puerta que un día sería necesario atravesar y que daba acceso a una vida superior y sin fin. Por eso, el europeo era consciente de que, a lo largo de su vida terrena, debía actuar conforme al fin para el que había sido creado, de tal modo que pudiera arribar bien preparado a un momento tan esencial en la consecución de su dicha completa. Las nociones del juicio personal y del Juicio Final emergían como un factor que estimulaba la responsabilidad del hombre individual en su actuación presente y ante su futuro.

En el arte, en la literatura, en los documentos que reflejan de forma principal la actitud ante la vida y ante la muerte, estas realidades aparecen perfectamente expresadas. Y ya que aquí hemos querido fijarnos en cierto modo en las catedrales del Medievo europeo, ¿cómo no recordar los tímpanos de las portadas, principalmente en las románicas, donde con frecuencia se representa la escena del Juicio Final? En realidad, el templo románico en su conjunto, bien sea una catedral urbana, bien una iglesia abacial de un monasterio, bien una pequeña parroquia rural, permite observar la atmósfera de sobrenaturalidad en que el europeo de entonces se movía: la manera en que la luz y la sombra crean un ambiente de recogimiento espiritual, la decoración de los capiteles de las columnas, la sobriedad de las formas, la centralidad del culto y del misterio sacramental, junto con otros muchos rasgos más, son tal vez el testimonio más elocuente de cómo se percibía y se vivía en la sociedad lo que estamos diciendo.

Por otro lado, también es posible ver en la esbeltez y en la elevación de las catedrales góticas un reflejo completo de una sociedad que, aún por encima de las realidades terrenas que no desprecia radicalmente, apunta hacia los valores supremos y aspira a la vida eterna. Evidentemente, es una sociedad que ha evolucionado desde los tiempos del románico, pero que continúa teniendo en Dios y en el Cielo su meta última. El gótico, desde nuestro punto de vista, revela y a la vez alienta esa elevación de los espíritus. Cuando los burgueses de una ciudad en la que florece el comercio y se afianza la autonomía municipal financian la construcción de una nueva catedral en estilo gótico, además de desear que sea conocido de todos el prestigio creciente de su ciudad, están poniendo su dinero para la edificación de un templo dedicado a Dios y en el que, ya en su interior, ya en su cementerio, serán después recogidos sus restos para esperar allí la resurrección del cuerpo y su reunión con el alma.

Por supuesto, los enterramientos y los testamentos que les preceden son otro testimonio elocuente de las miras hacia la eternidad que dominaban en la civilización europea en su identidad más auténtica. Los testamentos, que comienzan con invocaciones religiosas y encomendando el alma a Dios Uno y Trino, además de hacer una profesión de fe, muestran siempre un número más o menos importante de mandas piadosas, caritativas y relativas al enterramiento: encargos de misas y otros sufragios por la salvación del alma del difunto, modo de recibir sepultura, donaciones a iglesias y monasterios o a centros de beneficencia, fundación de conventos y de hospitales, etc. Es tal vez una de las mejores muestras de cómo se enfoca el recto uso de los bienes terrenos a la hora de la verdad, en el momento de la muerte. Asimismo, los enterramientos hablan muchas veces por sí solos, tanto al exterior como quizá aún más en el interior de la caja mortuoria del sepulcro: ¿qué decir de la humildad de las mortajas que no pocas veces se eligen, sobre todo hábitos de Órdenes religiosas por parte de seglares? ¿Para qué, ciertamente, iban a valer a los miembros de clases altas los vestidos lujosos que en esta vida podían haber llevado? A la hora de la verdad, el hombre y la mujer europeos adquirían plena conciencia del auténtico valor de las cosas y de la vida. No raras veces, y no por formalismos jurídicos, se observan en los testamentos sinceras peticiones de perdón a Dios y al prójimo ofendido y se leen arrepentimientos finales por no haber empleado mejor el tiempo de la vida terrena.

***

Para terminar este punto, parece oportuno hacer referencia a otro aspecto más, tal cual es la idea del fin del mundo, en parte ya apuntada. No es el caso entrar en ella en detalle, pero sí decir que, según hemos visto, se halla presente en la civilización europea, como lo reflejan en la Edad Media las escenas del Juicio Final y todas las representaciones apocalípticas.

No obstante, hay que advertir que, en el seno de la Cristiandad, surgieron con relativa frecuencia grupos heterodoxos que anunciaban el próximo fin y la recapitulación del mundo, dando lugar o acogiéndose a tendencias que cabe denominar como “apocalipticismos” y “milenarismos”. La Iglesia Católica siempre los miró con precaución y desconfianza y con frecuencia los condenó como heréticos. Esto, por tanto, debe hacernos comprender que existe una enorme diferencia entre la verdadera fe de la Iglesia, que afirma que ciertamente el mundo presente no será eterno, y las doctrinas de esos grupos, que en todos los casos se decantaron por ideas imaginarias y tremendistas.

El puesto central de Dios.

Como resulta lógico, una civilización que posee una visión trascendente de la vida, del mundo y de la Historia, que pone sus metas últimas en las realidades ultraterrenas y que considera la existencia de un Dios personal que es la razón suprema de todo ello, no puede sino concederle a Él el puesto central. Por muy elevada que sea la estima que tal civilización tenga acerca del valor del ser humano, se hace evidente que siempre habrá de ser mayor la que muestre hacia Dios, sin quien el hombre no poseería ninguna dignidad propia y ni siquiera la existencia.

La sociedad cristiana medieval, en la que estamos cifrando en buena medida los elementos que configuran y caracterizan realmente la civilización europea, ofrece un modelo teocéntrico. Para el europeo medieval, que mira al más allá, que apunta hacia la vida eterna, que tiene una concepción trascendente de la vida y de las cosas de la Tierra, es Dios, y sólo Dios, quien concede la felicidad verdadera al hombre. El Dios Uno y Trino ha creado al hombre para que sea eternamente feliz, ha querido redimirle amorosamente del pecado de Adán y de sus consecuencias para que recupere esa vocación a la felicidad eterna, y le concede los dones y las gracias que necesita para alcanzar tal meta. El Dios cristiano es un Padre que ama a sus hijos los hombres, a los que ha enviado a su Hijo Unigénito para que muera en la Cruz y los salve, y a los que otorga la asistencia eficaz del Espíritu Santo en orden a su santificación. Por todo ello, Dios es el fin de todas las acciones del hombre, pues a Él le debe todo y sólo de Él, con Él y en Él podrá el hombre vivir feliz por los siglos de los siglos.

La Europa medieval gira en torno a la realidad de Dios y los europeos del Medievo viven con sus miras puestas en Él. No sólo los clérigos, los teólogos y los místicos lo hacen, sino todos los hombres y toda la sociedad europea de la época. Y en gran medida, esto se mantendrá en un muy alto porcentaje durante la Modernidad hasta el siglo XIX, e incluso en muchos países y regiones hasta el XX. Aunque una parte importante de los filósofos modernos proclame la centralidad del hombre y anhele el desplazamiento de Dios a un lugar periférico, la masa de la población europea será religiosa hasta tiempos muy recientes y, consecuentemente, concederá a Dios el puesto central.

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Se puede decir que el teocentrismo europeo, como es propio del cristianismo, es en gran medida un teocentrismo cristocéntrico: Jesucristo es a la vez Dios y Hombre. Es el Dios humanado que posibilita al hombre recuperar la imagen divina y vivir eternamente con Dios gracias a su Obra Redentora. Él es el Hombre perfecto y el Modelo supremo del ser humano.

El cristocentrismo es una verdad teológica y una vivencia espiritual. Es una verdad teológica porque, además de lo que acabamos de decir, no hay que olvidar que ha sido Jesucristo quien ha traído la plenitud del mensaje de Salvación; en torno a Él gira toda la Revelación de Dios a través de la Sagrada Escritura. Cristo nos ha devuelto la filiación divina y nos ha reconciliado con el Padre, y es por Cristo por quien hemos podido recibir al Espíritu Santo, el cual alienta la Iglesia, fundada por Cristo. Sólo por medio de la Iglesia, vivificada por el Espíritu Santo que Cristo nos ha atraído, el hombre puede participar de los instrumentos de salvación que le conducen a la vida eterna. ¿Qué habríamos podido hacer sin Jesucristo?

Por eso mismo, cuando se meditan estas realidades, al interiorizar estas verdades de la Teología, se viven en lo más profundo del corazón y el ser humano pasa a vivir espiritualmente de Jesucristo y por Jesucristo para Dios. Así el cristocentrismo se convierte también en una vivencia espiritual, en una experiencia del alma cristiana, que acaba impregnando todo el conjunto del ser humano y de sus acciones externas, tanto de culto como de cualquier otra faceta.

Tal vez una de las más elocuentes expresiones de este cristocentrismo que configuró de forma importantísima a nuestra Europa fue la que formuló San Benito en su Regla monástica, cuando ordenó a sus monjes “no anteponer nada al amor de Cristo” (nihil amori christi praeponere), “nada absolutamente antepongan a Cristo” (Christo omnino nihil praeponant) [21]. Toda la Regla, desde luego, está atravesada de esta directriz espiritual y ha venido definiendo la vida de los monjes benedictinos y su acción sobre el continente europeo: por este cristocentrismo han atendido a los enfermos como al mismo Cristo (sicut revera Christo, ita eis serviatur) [22], han recibido a los huéspedes como a Cristo (tamquam Christus suscipiantur) [23] y han enfocado toda su vida como una milicia al servicio de Cristo Rey y Señor (Domino Christo vero regi militaturus) [24]. Cabría recoger otras citas más, pero éstas parecen suficientes y permiten observar con claridad cuál fue la motivación profunda que animaba a aquellos monjes que, sin pretenderlo, construyeron una civilización. Asimismo, en otras Reglas monásticas es posible percibir un cristocentrismo más o menos semejante. Pero baste ahora recordar, por el relieve que tuvieron en la difusión del Evangelio y en la edificación de la civilización cristiana en Europa, que los monjes irlandeses realizaban sus largos viajes de peregrinación propter Christum, a causa de Cristo.

En general, el cristocentrismo se ha de encontrar siempre en el cristianismo. Por eso, en la Europa medieval es posible observar la proliferación de tratados cristológicos, y en la Baja Edad Media se llevó a cabo la redacción y difusión de Vitae Christi y de la famosa Imitación de Cristo o De contemptu mundi.

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Si se para un poco a pensar, se observará que, para todo aquel que afirme la existencia de Dios, el teocentrismo es una consecuencia lógica y coherente. Resulta un absurdo que una persona que sostenga que Dios existe, defienda al mismo tiempo cualquier forma de antropocentrismo. Si Dios existe realmente, ¿cómo es posible negarle la centralidad? Y en todo caso, conceder al hombre la centralidad es llevar a cabo una divinización ilegítima e irreal del ser humano.

El antropocentrismo no es una postura conforme a la realidad, sino ilusoria. Es una quimera ideológica de los tiempos modernos, pero que ya tuvo sus precedentes en la Antigüedad. No obstante, en lo que atañe a los hechos prácticos, es verdad que actitudes antropocéntricas se han producido siempre en la Historia humana y siempre han concluido en auténticos dramas para el hombre.

El antropocentrismo, inevitablemente, conduce a formas extremas de individualismo o de colectivismo, negadoras las unas del valor y la necesidad de la sociedad, y las otras del valor y la dignidad de la persona. Al poner todas sus expectativas en este mundo terreno y en el logro de la plenitud del hombre en él, el antropocentrismo lleva a exaltar al máximo, bien al hombre individual como ser supremo, bien a una masa colectiva de hombres como divinidad anónima y tiránica. Nos encontramos así ante la exaltación del “hombre-yo” o la del “hombre-masa” u “hombre-especie”.

En el mundo antiguo, los sofistas griegos, a los que se oponía el honesto Sócrates, llegaron a defender formas extremas de relativismo e individualismo, en consonancia con las posibilidades de alcanzar el éxito en la democracia ateniense. Aquel principio famoso de uno sus más conocidos representantes, Protágoras, “el hombre es la medida de todas las cosas” [25], bien puede entenderse como “yo soy la medida de todas las cosas”. En gran medida, los sofistas formaban políticos que habían de hacerse un puesto y triunfar en el seno de la democracia y gracias a ella. Por eso, Sócrates defendió frente a ellos la verdad y el bien moral, con una actitud coherente y valiente que le costó la vida.

En el mundo moderno europeo, a partir del Renacimiento comenzó a avanzar con fuerza creciente una tendencia antropocéntrica que fue dando lugar a diversas variantes. No todo el humanismo renacentista fue antropocéntrico, como con frecuencia se cree, pues no hay más que ver el caso español para comprobar que no fue así. Pero sí una parte importante del humanismo del Renacimiento cifró todas sus metas en el hombre. Luego, el racionalismo supondría la exaltación de la razón humana frente a Dios, la Ilustración anhelaría la construcción de un mundo del hombre para el hombre y el liberalismo alcanzaría las más altas cimas del individualismo, al ensalzar las libertades individuales de un modo absoluto y justificar la explotación del hombre por el hombre (basándose paradójicamente en principios de igualdad jurídica y libertad individual) en su forma económica, que fue y es el capitalismo. En el campo de la Filosofía, el individualismo también conocería formas extremas como las soflamas de Nietzsche sobre el “superhombre”, pero habría de llevar consecuentemente a actitudes de un absoluto descontento y de una angustia existencial ante la suerte de ese “hombre-yo”, que se hace por fin consciente de sus limitaciones, pero sin saber dar con la respuesta al porqué de ellas y de su náusea vital: nos hallamos así ante Sartre y Camus, entre otros.

Ahora bien, como decimos, al lado de un antropocentrismo que deriva por la vertiente del extremismo individualista, es posible, y de hecho se ha dado, otro que lo hace por la línea del extremismo colectivista, en el cual el hombre individual, la persona humana, desaparece no ya al final de un proceso en el que se encuentra con su nada, sino desde el principio mismo, porque es negada su dignidad en beneficio de una entidad comunitaria suprema y anónima. El hombre, en este caso, tiene el mismo valor que una hormiga en su comunidad: ha de limitarse a cumplir su función sin preguntarse nada ni aspirar a algo más; su vida nace y concluye en esa colectividad y no tiene mayor valor que el de servir a ella. Éste es el antropocentrismo del “hombre-masa” o del “hombre-especie”, el propio del materialismo marxista, del nacionalismo y del positivismo cientificista. La persona queda en estos casos absorbida por la colectividad, la cual suplanta a Dios como lo suplanta el ego en el antropocentrismo individualista. Y así, en definitiva, totalitarismo e individualismo suponen en la teoría y en la práctica una auténtica negación de lo que es en realidad el ser humano, de su dignidad como persona y de su carácter social rectamente entendidos.

Cabe recordar que ya en la Antigüedad existieron modelos colectivistas totalitarios, de los que tal vez el más destacado fue el lacedemonio o espartano, y en el plano de lo teórico el de Platón, que debía mucho a aquél en su inspiración. En el mundo moderno, la supeditación completa del hombre individual a la raza o al Estado comunista se han traducido en tragedias espantosas en el siglo XX.

En fin, parece lógico entonces comprender y afirmar que sólo una sociedad que tenga a Dios como centro será capaz de comprender la realidad y de medir y estimar rectamente el valor del hombre y de las cosas. Reconocer la centralidad de Dios no es negar al hombre ni acabar con su dignidad, sino estar abierto a la realidad objetiva. Reconocer la centralidad de Dios llevará en consecuencia a entender y apreciar la importancia que para Dios tuvo la creación del hombre, el amor que le guarda y el fin elevadísimo al que le ha llamado. Por lo tanto, sólo así será posible penetrar en la profunda dignidad del hombre, cuando se tenga presente su estrecha relación con Dios; jamás se podrá hacer si ésta es negada. Aquella actitud positiva es la que asumió, vivió y difundió la auténtica civilización europea.

El valor del hombre.

La preocupación por el hombre y el descubrimiento y afirmación de su valor y dignidad es sin duda uno de los elementos más característicos de la civilización europea. Así lo ven tanto los defensores de las raíces y de la esencia cristianas de Europa, como aquellos otros que pretenden fundamentar la nueva Europa sobre las bases de la “Declaración de los Derechos del Hombre” que proclamó la Revolución Francesa. No obstante, esto mismo hace fácilmente comprensible que el modo de entender ese valor y dignidad del hombre, y al propio hombre en sí, habrá de ser distinto entre una y otra óptica. En cualquier caso, valga por el momento decir que la afirmación y defensa del valor del hombre, así como la difusión de este principio, han supuesto una de las aportaciones mayores de Europa a la Historia de la Humanidad. A excepción de las regiones del mundo donde se ha expandido y asentado el cristianismo (pues en éste, como veremos, está la clave sustancial), y tal vez también con la salvedad del confucionismo chino (pero no de la civilización china en su conjunto, ya que el taoísmo y otras corrientes configuradoras de ella apuntan en otras líneas), creemos que resulta muy difícil, por no decir imposible, encontrar una civilización que haya poseído una concepción tan elevada del hombre y que la haya extendido a otras áreas de la Tierra como lo ha hecho Europa.

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Es innegable que la antigua Grecia mostró un interés fundamental por el problema del hombre, como se observa en su filosofía, en su literatura y en su arte, además de otras facetas de su cultura. Hemos hecho referencia poco antes a los sofistas, y no hay que perder de vista que con ellos propiamente se inaugura el período socrático de la filosofía griega, caracterizado por una orientación hacia la cuestión del hombre, tanto en el aspecto teórico como en el práctico. Para comprender el ascenso de la toma de conciencia del hombre en la antigua civilización griega, son sumamente elocuentes las palabras que el maestro de la tragedia helénica, Sófocles (muerto nonagenario hacia el 406 a. C.), pone en boca del coro en Antígona [26], y que no nos resistimos a recoger:

“Muchas cosas hay portentosas, pero ninguna tan portentosa como el hombre; él, que ayudado por el noto tempestuoso llega al otro extremo de la espumosa mar, atravesándola a pesar de las olas que rugen, descomunales [27]; él, que fatiga la sublimísima divina tierra, inconsumible, inagotable, con el ir y venir del arado, año tras año, recorriéndola con sus mulas. Con sus trampas captura a la tribu de pájaros incapaces de pensar y al pueblo de los animales salvajes y a los peces que viven en el mar, en las mallas de sus trenzadas redes, el ingenioso hombre que con su ingenio domina al salvaje animal montaraz; capaz de uncir con un yugo que su cuello por ambos lados sujete al caballo de poblada crin y al toro también infatigable de la sierra; y la palabra por sí mismo ha aprendido y el pensamiento, rápido como el viento, y el carácter que regula la vida en sociedad, y a huir de la intemperie desapacible bajo los dardos de la nieve y de la lluvia: recursos tiene para todo, y, sin recursos, en nada se aventura hacia el futuro; sólo la muerte no ha conseguido evitar, pero sí se ha agenciado formas de eludir las enfermedades inevitables. Referente a la sabia inventiva, ha logrado conocimientos técnicos más allá de lo esperable y a veces los encamina hacia el mal, otras veces hacia el bien. Si cumple los usos locales y la justicia por divinos juramentos confirmada, a la cima llega de la ciudadanía; si, atrevido, del crimen hace su compañía, sin ciudad queda: ni se siente en mi mesa ni tenga pensamientos iguales a los míos, quien tal haga.”

Sófocles, por tanto, se admira ante el hombre, su misterio y su grandeza, y no pierde de vista su gran limitación en la vida presente: la muerte. De los antiguos griegos viene la comprensión del hombre como “animal racional mortal”, definición asumida por el pensamiento cristiano, si bien completada. Y Aristóteles, que tanto atendió a la cuestión moral y a ella dedicó varias obras, afirma con claridad: “así como el hombre es el mejor de los animales una vez que se ha perfeccionado, así también es el peor de todos cuando se aparta de la ley y la justicia” [28]. Es decir, el hombre es un animal que tiene una capacidad de perfectibilidad muy superior a la del resto; pero de que se oriente adecuadamente a su fin y actúe conforme a los principios morales que han de regir su acción, o de que se salga de este orden natural y moral, dependerá que ciertamente avance en su perfeccionamiento o que, por el contrario, pueda rebajarse hasta un grado ínfimo.

El valor del hombre también aparece expresado en el arte helénico, de un modo especial en la escultura, donde se manifiesta la perfección y la belleza estética del cuerpo humano, tanto masculino como femenino, a la vez que de fondo se trasluce el carácter racional que define el alma y todo el conjunto del hombre. Incluso cuando se representa un hombre en actitud de ejercicio o de combate, con frecuencia se ve al ser que reflexiona en su mente sobre el modo en que debe hacerlo, como cabría observar en el Auriga de Delfos o en el Discóbolo de Mirón. La plasmación de un canon responde a un ideal del ser humano, varón o mujer, y sobre todo al ideal de su belleza física, como es el caso de la Venus de Milo. Además, el hombre no sólo aparece representado en esculturas exentas, sino también en relieves que decoran, por ejemplo, los templos, y que con cierta frecuencia tratan el tema de la lucha de hombres con bestias mitológicas, el combate del hombre racional y civilizado contra la barbarie. En el plano religioso, los mismos dioses, como era frecuente en la Antigüedad y en las religiones paganas, eran concebidos de manera antropomórfica, y por eso acababan siendo depositarios no sólo de las virtudes humanas, sino asimismo de los peores defectos, vicios y pasiones en que puede incurrir y caer el hombre.

Esto nos hace comprender que, en realidad, la visión del hombre que poseyó la cultura griega, en gran medida asumida por la romana, ofrecía no pocas limitaciones. Una de ellas, por ejemplo, es la valoración en torno al cuerpo. Si por una parte se produjo con cierta frecuencia una tendencia al culto al cuerpo y a la exaltación de los placeres carnales sin un dominio de la razón, lo cual es algo que acaba denigrando la dignidad humana, por otro lado la filosofía de Platón creó una visión negativa del cuerpo como “cárcel del alma” y llegó a decir que “en su totalidad, la ocupación de un hombre semejante [filósofo] no versa sobre el cuerpo, sino, al contrario, en estar separado lo más posible de él y en aplicarse al alma” [29]. La visión platónica, como es sabido, hablaba de la transmigración y reencarnación de las almas, siendo esta reencarnación como un castigo para ellas.

De otra parte, también nos encontramos con otras limitaciones serias en la valoración del hombre en la antigua Grecia, sobre todo con relación a los esclavos, que no eran tenidos tanto por seres humanos como por cosas vivientes. En la famosa y tan cacareada democracia ateniense no todos gozaban de los mismos derechos, pues los metecos o extranjeros y los esclavos no tenían aquellos que poseían los ciudadanos libres, entre los cuales, además, existían diferencias económicas y sociales importantes. Asimismo, en la igualdad de los homoioi (“iguales”) espartanos, sólo eran “iguales” éstos, los esparciatas, pues ni los periecos (campesinos libres) ni los hilotas (población sometida y semiesclava) disfrutaban de derechos políticos ni de las relativas o supuestas ventajas del régimen comunista. Y en el terreno de la especulación, el propio Aristóteles afirmaba la inferioridad del esclavo [30] y llegaba a definirlo como “un artículo de propiedad dotado de vida”, como una herramienta o un instrumento con vida [31].

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En la civilización romana, nos hallamos en buena medida ante la recepción del legado cultural helénico y su compenetración con el propio del Lacio y con el etrusco e itálico. Adquiere gran importancia, como veremos después, la cuestión de la ciudadanía, que es la que de una manera definitiva parece conferir en realidad la condición humana. Entre las figuras más destacadas del pensamiento romano, cabe resaltar las siguientes palabras de Cicerón, que señala la diferencia entre el hombre y los animales, fundamentada esencialmente en la racionalidad:

“En primer lugar, todos los animales han recibido de la naturaleza el instinto de conservar su vida y su cuerpo, de huir de todo lo que les puede ser perjudicial, de buscar y prevenir lo necesario para mantenerse, como el sustento, el abrigo y otras cosas semejantes. También ha inspirado a todos el apetito, cuyo objeto es la propagación, y un cierto cuidado con los frutos de este instinto. Pero hay esta gran diferencia entre el hombre y la bestia: que ésta, no teniendo otro guía que el sentido, se acomoda a sólo aquello que se le pone delante, con muy corto sentimiento de lo pasado y futuro. Mas al hombre, que participa de las luces de la razón, por la cual conoce las causas de las cosas y sus consecuencias, no se le ocultan sus progresos ni antecedentes; compara los semejantes y une a las cosas presentes y las futuras; registra fácilmente todo el curso de la vida y previene lo necesario para pasarla.” [32]

Por lo tanto, Cicerón se hace eco de esa definición del hombre como “animal racional mortal”. Y en virtud precisamente del hecho de estar dotado de razón, observa que “especialmente es propia del hombre la averiguación de la verdad”, y que “no es tampoco pequeño efecto de la fuerza de nuestra naturaleza y de la razón que sólo el hombre entre todos los animales es capaz de conocer el orden, el decoro y aquella regla y medida que debe guardarse en las palabras y en las obras” [33].

Ahora bien, al igual que en el mundo griego, en el romano nos encontramos con serias limitaciones si queremos descubrir una aún más profunda y sustancial valoración de la dignidad del ser humano, y de ahí deriva una limitación en la universalidad de su reconocimiento a todo hombre.

Por un lado, porque el ideal del hombre perfecto y su bienaventuranza se ve con frecuencia restringido a unos pocos: al sabio, al filósofo, heredando una visión de bastantes de las escuelas filosóficas griegas. En el ámbito romano, esto resulta clarísimo cuando nos aproximamos a la lectura de los autores estoicos, quienes, a pesar de acertar en muchas de sus apreciaciones, incurrieron en varios errores, entre ellos el de un humanismo elitista. El cordobés Séneca, por ejemplo, traza el prototipo del hombre dichoso: “Quiero, pues, que llamemos bienaventurado al hombre que no tiene por mal o por bien sino el tener bueno o malo el ánimo, y al que siendo venerador de lo bueno y estando contento con la virtud, no le ensoberbecen ni abaten los bienes de la fortuna, y al que no conoce otro mayor bien que el que se pueda dar a sí mismo, y al que tiene por sumo deleite el desprecio de los deleites”. En otro lugar añade: “Y ninguno que estuviere apartado de la verdad se podrá llamar bienaventurado, y sólo lo será el que tuviere la vida estable y firme y el juicio cierto y recto, porque el ánimo estará entonces limpio y libre de todos los males […]” [34]. Ciertamente, estas ideas de Séneca son acertadas en una buena dosis, aunque fallan sobre todo en dos aspectos: uno, que viene a cifrar toda la felicidad en la vida presente y olvida en parte que su plenitud sólo podrá alcanzarse en la vida eterna, porque la terrena ofrece sus limitaciones inherentes a ella misma; y el segundo, que el ideal lo considera únicamente posible para unos pocos, para los sabios o filósofos.

Por otro lado, la gran carencia que encontramos en la concepción romana del hombre es que, siendo una civilización que miraba a la universalidad, sin embargo no concedía a todos y cada uno de los hombres pertenecientes a su Imperio idéntico valor ni la misma dignidad. No sólo, como diremos en el punto siguiente, por lo que atañe a las diferencias en cuanto a las categorías de ciudadanía, sino porque incluso llegaba a negar cualquier tipo de ciudadanía a aquellos que tenían la desgracia de nacer o de ser hechos esclavos. La civilización romana, con todas sus magníficas aportaciones a la Historia de la Humanidad, fue sin embargo una civilización acentuadamente esclavista y que no reconocía un ser humano en el esclavo, sino un instrumento de trabajo con vida, una cosa y objeto de propiedad con vida, como lo podía ser más o menos un caballo o un buey. Por eso, los más salvajes espectáculos basados en el sufrimiento y el derramamiento de sangre humana para diversión de los ciudadanos, tales como las luchas de gladiadores y luego los martirios de cristianos arrojados a las fieras, pudieron arraigar y tener tanto éxito en aquella civilización que, en otros aspectos, había alcanzado tan elevados niveles.

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Fue el cristianismo la fuerza emergente y la savia renovadora que vino a completar y perfeccionar la visión clásica del hombre. Heredero de la Revelación veterotestamentaria confiada primero al pueblo de Israel, entendió al hombre como un ser creado a imagen y semejanza de Dios, quien le otorgó además el dominio sobre la Tierra [35]. A diferencia de las mitologías politeístas antiguas, que narraban la creación del mundo y del hombre como un acto voluntarista de uno o varios dioses o como el fruto del azar causado por las acciones de éstos, la descripción bíblica [36] nos descubre que en la Creación ha intervenido el entendimiento omnisciente de Dios y su voluntad omnipotente, y que la razón profunda de llevarla a cabo ha sido su Bondad infinita. Esto, ciertamente, es lo que se trasluce en la complacencia divina al término de cada día cuando contempla su obra (“Y vio Dios que estaba bien” / “Y vio Dios que era bueno”) [37] y al final de toda ella en su conjunto (“Entonces examinó Dios todo cuanto había hecho, y he aquí que estaba muy bien”) [38]. También se observa en la indicación que en algún caso se hace de que Dios bendice a sus criaturas, singularmente al hombre y la mujer [39]. Y ese Amor de Dios al ser humano se percibe además con nitidez en la narración de su creación, en la concesión del dominio sobre la Tierra, en la colocación en el Edén y en todos los dones que le otorga, sobre todo el del conocimiento y el trato íntimo de Él mismo. Esta visión del Amor de Dios al hombre (hombre y mujer) estaba en realidad ausente en las mitologías paganas, en las que el hombre debía con frecuencia esconderse del capricho egoísta de los dioses y de sus iras injustas. En cuanto a las corrientes filosóficas del mundo clásico, o bien carecían de la noción de un Dios único personal, o bien afirmaban su existencia e incluso su Providencia, pero sin llegar a descubrir su Amor infinito por el hombre.

Como en el mundo clásico grecorromano, también se observa que la concepción bíblica del hombre considera su racionalidad como un elemento esencialmente distintivo con respecto a los otros animales, y así lo recuerda el salmo 31: “No seas sin juicio, como es el caballo o el mulo” [40]. Pero entre estas composiciones poético-religiosas, sin duda resalta por su belleza y profundidad la manera en que el salmo 8 canta la majestad de Dios Creador y Providente y la dignidad del hombre que Él ha creado con singular benevolencia: “¡Oh Yahveh, Señor nuestro! / ¡Cuán ilustre es tu nombre / por todo el universo! / Tu majestad ensalza por cima de los cielos […]. / ¿Qué cosa será el hombre para que hagas recuerdo / de él? ¿Qué el hijo del hombre para estar a él atento? / Algo menor le hiciste que los ángeles bellos; / de gloria y majestad le coronaste luego. / En la obra de tus manos le concediste imperio; / debajo de sus plantas toda cosa le has puesto […].”

El pecado original, cometido por soberbia y orgullo contra Dios al desobedecer su mandato, trajo terribles consecuencias para el ser humano por la pérdida de muchos de los dones que había recibido y, sobre todo, porque supuso una ruptura con Dios mismo [41]. Eso hizo que la imagen y semejanza de Dios en el hombre se empañara y que la naturaleza del hombre quedase herida, con una inclinación al mal que, sin embargo, no destruye en él la posibilidad de obrar libremente el bien. Para poder realizar el bien, Dios le concedió primero la Ley; pero al enviar después al mundo a su Hijo Unigénito, Jesucristo, para que se hiciera Hombre y redimiera con su Pasión, Muerte y Resurrección al hombre caído, otorgó a éste el don inmensamente mayor de la gracia sobrenatural, la cual le permite obrar el bien, participar nuevamente de la vida divina y poder alcanzar finalmente la dicha eterna junto a Dios.

La Encarnación del Hijo de Dios en el seno de la Virgen María fue un acontecimiento que superó y supera toda capacidad humana de comprensión. Jesucristo, al asumir la naturaleza humana, no perdió la naturaleza divina, sino que una y otra quedaron unidas en su única persona divina, la segunda de la Trinidad. Es así perfecto Dios y perfecto Hombre. Él es, ciertamente, el Hombre perfecto, el modelo para el hombre, de lo cual se deriva una consecuencia lógica: para que el ser humano logre su propia perfección, habrá de configurarse con Jesucristo. Esa perfección humana será entonces una perfección en Dios, que únicamente podrá ser consumada en la gloria eterna y llegará a su plenitud cuando, habiendo ya resucitado el cuerpo, éste, ahora en condición gloriosa, se una de nuevo al alma que lo informaba y se una íntimamente a Dios: ésta será la deificación del hombre, a la que Dios mismo le destinó. Participar profundamente de la vida divina: tal es la dignidad que Dios ha querido para el hombre desde la eternidad. ¿Acaso puede encontrarse algo semejante en las religiones paganas de la antigua Europa y en otras religiones del mundo? Porque además, a diferencia de lo que se encuentra en el hinduismo, por poner un ejemplo, en esta visión cristiana el hombre no desaparece disuelto en un Absoluto impersonal, sino que su personalidad humana permanece y se plenifica en su unión con las tres divinas personas. Ésta es una diferencia esencial entre la deificación como la concibe el cristianismo católico y las ideas sostenidas por el panteísmo.

La Redención obrada por Jesucristo, por tanto, ha supuesto la restauración del hombre, que debe proseguir personalmente cada ser humano con la ayuda de la gracia que Él nos ha atraído y que ahora derrama sobre nosotros el Espíritu Santo por medio de la Iglesia. Y como la Redención de Cristo ha tenido un carácter universal, de ella se benefician todos los hombres: Dios “quiere que todos los hombres sean salvos y lleguen al pleno conocimiento de la verdad. Porque uno es Dios, uno también el Mediador de Dios y de los hombres, un hombre, Cristo Jesús, que se dio a Sí mismo como precio de rescate por todos” [42]. Por eso, “no hay ya judío ni gentil, no hay esclavo ni libre, no hay varón ni hembra, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” [43].

Todo lo que le faltaba a la concepción clásica grecorromana del hombre, lo aportó, completó y perfeccionó el cristianismo. Éste tuvo un papel fundamental en la progresiva reducción de la esclavitud en el tránsito del mundo tardoantiguo al medieval y en la adopción de medidas humanizadoras en la legislación romana a partir de Constantino, desde las leyes de 315-316. Por ejemplo, se promulgaron algunas muy notables protegiendo al campesino contra las usurpaciones de los propietarios ricos, a los hijos huérfanos de madre frente al padre que aspirase a hacerse con su hacienda, o prohibiendo marcar a los delincuentes en el rostro porque éste “ha sido formado a imagen de la belleza celeste”. Las manumisiones de esclavos no sólo fueron una realidad llevada a cabo por patricios convertidos a la fe de Cristo, sino también favorecidas por el Derecho del Estado desde estos años, gracias a la influencia cristiana en él. Se eliminó además la pena de crucifixión para los esclavos y se les protegió contra los abusos de sus dueños, a la par que se daban disposiciones para impedir la brutalidad de los carceleros hacia los prisioneros.

Los Padres de la Iglesia con frecuencia resaltaron la dignidad del hombre conforme a la visión cristiana, y así San Gregorio Magno llegaba a considerar que ahora los ángeles veneran la naturaleza humana como superior a la suya, por haberla asumido y ensalzado el Rey del Cielo, el Hombre-Dios [44]. El primer papa-monje, en las propiedades que constituían el Patrimonium Petri, realizó una importante labor de mejora de las condiciones sociales y laborales de quienes trabajaban en ellas, al mismo tiempo que con los recursos obtenidos de su rendimiento financiaba múltiples y grandes obras de beneficencia en Roma y su entorno.

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Pero, por si fuera poco, el cristianismo fue además el que descubrió y desarrolló el concepto de “persona” referido al ser humano, y ésta es sin lugar a dudas una de las aportaciones mayores que la civilización europea, impregnada de cristianismo hasta la médula, ha podido hacer al mundo entero.

El concepto fue elaborado a partir de la teología trinitaria y cristológica, con motivo fundamentalmente de las discusiones sobre la existencia, la divinidad y las relaciones de las tres personas de la Santísima Trinidad, y de los debates habidos acerca de las naturalezas y de la persona de Jesucristo, que tuvieron lugar en los primeros siglos del cristianismo. El desarrollo y la clarificación de los términos ousía e hipóstasis en griego y substantia, essentia y persona en latín, fue posible gracias al pensamiento teológico cristiano. A partir de estas cuestiones y de su puesta en relación con la Antropología, fue como se pudo llegar a la definición y la profundización del concepto de persona humana, que alcanzó su plenitud en la Escolástica.

Por ejemplo, San Anselmo recuerda que se ha señalado como un principio básico en Antropología el que afirma: “todo individuo humano es una persona” [45]. No obstante, advierte que esta noción ha creado equívocos entre algunos a la hora de referirlo tal cual a Jesucristo, pues en Él, realmente, se han unido la naturaleza divina y la naturaleza humana en la única persona divina del Verbo.

La cristianización de la metafísica aristotélica, tal como la realizó en un primer momento Boecio y más tarde en grado sumo Santo Tomás de Aquino, hizo que éste, el “Doctor Angélico”, llegase a un grado difícil de superar en la comprensión adecuada del concepto de persona. A partir de él, lo cierto es que la única manera posible de profundizar en dicho concepto no ha sido otra que sobre la base de sus enseñanzas al respecto. De este modo, el auténtico tomismo es el que, a lo largo de los siglos siguientes, con mayor acierto ha tratado la realidad de la persona humana y su dignidad.

El concepto de persona, en la metafísica tomista, deriva de la noción del ser. La sustancia se define como el ser que existe en sí mismo o el ser que para existir no necesita de sujeto de inhesión [46]. La subsistencia propia de la sustancia se da de manera perfectísima en el supuesto y la persona. El supuesto (sub-positum) es toda sustancia singular, completa según su especie, que no existe unida físicamente a otra, sino aislada de todas las demás y formando por sí sola un todo incomunicable; la incomunicabilidad es esencial al supuesto. Y la persona es el supuesto o hipóstasis racional, que Boecio definió, según su conocida fórmula, como “sustancia individual de naturaleza racional” (rationalis naturae individua substantia) [47]. Es, por lo tanto, una sustancia completa e individua, que excluye toda comunicabilidad. Santo Tomás incide en que “persona” significa lo más perfecto que hay en toda naturaleza, es decir, el ser subsistente en la naturaleza racional; y al significar una substancia particular, dotada de dignidad, ello explica que este término de “persona” se aplique solamente a la naturaleza intelectual [48].

Además, Santo Tomás asevera que “el hombre es una persona, no por la sola alma, sino por el alma y el cuerpo” [49], con lo cual realza el valor del cuerpo humano y su importancia esencial de cara a la plenitud del hombre. Como es sabido, el Aquinate sostiene la unión sustancial (no accidental, frente al platonismo) del alma y del cuerpo en el hombre. Y sobre esta base metafísica, se hace evidente la verdad de la doctrina teológica católica acerca de la resurrección del cuerpo y de la dicha eterna del hombre completo: resulta necesaria la resurrección de la carne para que el ser humano sea completamente persona y pueda disfrutar plenamente de la felicidad eterna tal como Dios lo ha dispuesto para él. Como ha indicado Michele Federico Sciacca, “la doctrina tomista sobre el compuesto humano –la esencia del hombre consiste en la composición de alma y cuerpo– […] es uno de los puntos más originales de la Ontología del Aquinate, el quicio de su antropología especulativa” [50]. En efecto, “estamos en presencia de una nueva síntesis de elementos del ‘naturalismo’ aristotélico y del ‘espiritualismo’ platónico” y “la tesis fundamental es ésta: el hombre, por su corporeidad, está enraizado en el mundo material; pero por su alma intelectual, trasciende la naturaleza y es, respecto de la misma, autónomo e independiente” [51].

Como podemos ver, “así la metafísica del ser justifica la dignidad y perfección de la persona humana, mostrando su profunda unidad, ya que su ‘naturaleza’ y su vida no quedan separados de su espíritu” [52]. Ciertamente, el término persona lleva consigo la connotación de dignidad; se trata de una dignidad metafísica, fundamentada en el ser: “la dignidad metafísica de la persona humana, raíz de las demás esferas humanas de dignidad y de dignificación” [53]. Y es que “la persona humana se constituye […] por la ordenación trascendental de la substancia individual de naturaleza racional al propio acto de existir. Hay dos aspectos o dimensiones en ella, uno cuasi genérico y entitativo, el subsistens distinctum; y otro cuasi específico, la naturaleza racional. La singular dignidad le viene a la persona humana de ambos elementos constitutivos o perfectivos, aunque de distinto orden: uno entitativo-dinánimo superior en su orden: el ser de naturaleza racional o intelectual, superior a la de los demás seres creados no intelectuales […]. Otro es entitativo, de persistencia en el existir, participado del Ser por esencia, y en su duración eterna in posterum […]” [54].

La racionalidad, en efecto, es una perfección que supone una mayor participación en el ser que los demás individuos, y de ahí el que se le confiera un “nombre de dignidad”, cual es el de persona. Ahora bien, esto no implica una quimérica separación de la persona con respecto al individuo, como bien ha resaltado Eudaldo Forment frente a las opiniones erróneas en que ha incurrido el denominado “personalismo cristiano” de Maritain y Mounier: “Es totalmente imposible, por tanto, separar la persona del individuo. No es concebible que el hombre no sea persona, o deje de serlo, y sea solamente individuo; porque si no fuera, o cesara, de ser persona no sería tampoco individuo. Y, a la inversa, si no fuese, o continuase siendo, individuo, de ninguna manera podría ser persona.” [55]

La persona, pues, hace relación al ser y goza de una dignidad metafísica, porque es un ser participado en mayor medida que los restantes seres. Por eso hace relación a Dios, su Creador, que es el Ser Supremo. Y por eso también la dignidad de la persona humana está por encima de los reduccionismos a los que el hombre ha quedado sometido con harta frecuencia en los tiempos modernos por parte de las corrientes subjetivistas. La persona no se constituye por la conciencia actual de sí, ni la identidad de la persona por la continuidad de la misma conciencia, pues de seguirse esto, se llegaría a defender, tal como se ha llegado a hacer, que el hombre no es persona cuando carece de conciencia actual de sí mismo (por ejemplo, en la demencia o cuando padece alguna lesión cerebral que altera el conocimiento de la propia identidad). Tales posturas reduccionistas, basadas filosóficamente en el pensamiento de Descartes, de Locke, de Kant y de tantos otros, acaban justificando en sus últimos derroteros la eliminación física o, al menos, la marginación social de aquellos individuos humanos que no poseen en plenitud conciencia de sí mismos: dementes, disminuidos, niños no nacidos e incluso nacidos ya, ancianos, etc. Por el contrario, la philosophia perennis cristiana, la que la Iglesia Católica hace suya, reconoce que la dignidad metafísica de la persona nace del ser y no en último grado de la autoconciencia.

En cuanto a la incomunicabilidad del ser, no obsta para que la metafísica tomista enseñe que la persona humana sea capaz de una comunicación de vida personal, precisamente porque es la vida personal (la vida propia del hombre) la que posibilita el amor de amistad y el amor de benevolencia [56].

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Según acabamos de ver, pese a algunas influencias dualistas de origen fundamentalmente platónico en los primeros siglos del cristianismo (por otro lado nunca determinantes en la doctrina oficial de la Iglesia), que fueron superadas con pleno acierto por Santo Tomás, la visión cristiana ofrece una concepción positiva del cuerpo humano, reconoce su dignidad como obra de Dios y afirma que, tras su corrupción en el sepulcro, resurgirá y será nuevamente informado por el alma para disfrutar de una existencia sublime y eterna junto al Creador.

No obstante, el cristianismo católico, al igual que evita caer en un espiritualismo de tipo platónico y en posturas dualistas de corte maniqueo que tienen una consideración negativa del cuerpo humano y de todo lo material, también rechaza el sensualismo y toda forma de culto al cuerpo que vaya en detrimento de la vida del alma y del ser completo del hombre. La fe católica sabe y enseña que el hombre, a consecuencia del pecado original, ha visto herida su naturaleza, tanto en el cuerpo como en el alma.

En efecto, el pecado original ha dañado el uso perfecto de la capacidad intelectiva y volitiva del alma humana y no le permite orientarse del modo debido hacia su fin último, que es Dios. Asimismo, ha provocado un desorden en la realidad corporal del hombre y ha desatado en ella las tendencias, apetitos, instintos y pasiones más propiamente animales. Por eso se hace necesario que, en el uso de su libertad y con el imprescindible auxilio de la gracia sobrenatural que Dios le otorga, el hombre lleve a cabo la restauración de la imagen divina en sí mismo, sometiendo rectamente las tendencias naturales del cuerpo, no anulándolas, sino educándolas y orientándolas hacia sus fines auténticos; deberá lograr el dominio de la razón y de la voluntad sobre ellas, a la vez que habrá de conseguir que la voluntad sea guiada por la razón y que ésta asuma como verdaderos los principios de la fe revelada y a ellos se adhiera.

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Puesto que nos hemos referido a la razón y a su importancia rectora en la vida del hombre, debemos incidir en el valor que el pensamiento europeo le ha conferido desde la cultura helénica, como ya hemos venido viendo. Tanto es así, que la definición clásica de “hombre” no fue otra que la de “animal racional mortal”. Es decir, la cualidad racional ha sido tenida como esencial al hombre, y esencial lo es igualmente a su condición de persona, según se ha dicho también.

Desde los primeros pasos de la Patrística, los autores cristianos abordaron el asunto de las relaciones entre la razón y la fe. Salvo algunos casos en los que se consideró la existencia de una oposición que hacía de la primera un elemento negativo y de la segunda el único por el que había de regirse el hombre, en general se comprendió que debía existir y de hecho existe una armonía entre las dos, si bien, lógicamente, con un predominio de la fe. Tal cosa fue la que enseñó en varias ocasiones San Agustín, sobre todo a través de ese famoso principio: “entiende para creer, cree para entender” (intellige ut credas, crede ut intelligas) [57]. Asimismo, San Anselmo abordó numerosas veces las relaciones entre fe y razón, el papel de cada una y su armonía y complementariedad; deseaba comprender, explicar y demostrar con los argumentos de la razón la veracidad de la fe católica (nostrae fidei rationem studemus inquirere) [58], sin olvidar nunca la primacía de ésta. Se ha hecho famosa, sin duda, la expresión con que inicialmente pensó titular su Proslogion: “la fe que busca entender” (valga esta traducción), fides quaerens intellectum [59]. Y Santo Tomás alcanzó plenamente el logro de la armonía fe-razón al plantear y desarrollar el puesto de una y de otra en el estudio de la Teología, teniendo como axioma que, “como la gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona, conviene que la razón natural esté al servicio de la fe (oportet quod naturalis ratio subserviat fidei), lo mismo que la natural inclinación de la voluntad sirve a la caridad” [60].

Por lo tanto, esta actitud cristiana no es otra cosa que un reconocimiento de la capacidad racional con que Dios ha dotado al hombre y que le permite llegar al conocimiento de sí mismo, del mundo que le rodea y de su Creador. Gracias a esta visión positiva de la razón humana, se hacen posibles la Teología y la Filosofía, así como las demás ciencias. Frente a lo que con frecuencia se ha dicho, el pensamiento cristiano medieval hizo viable también el desarrollo de la Ciencia moderna, pues el famoso principio escolástico nihil est in intellectu quod non prius fuerit in sensu, no hace sino reconocer el valor de los sentidos para el conocimiento de la realidad exterior, realidad cuyo valor objetivo precisamente se afirma rotundamente en el realismo tomista [61], pero que de manera contraria será negado en los tiempos modernos por las corrientes de corte subjetivista. Parece evidente, en verdad, que el subjetivismo ha de dificultar más bien el desarrollo de la Ciencia y su conocimiento de la Naturaleza, al considerar que las cosas exteriores son propiamente conformadas e incluso creadas por la mente del sujeto.

El benedictino P. Stanley L. Jaki, destacado filósofo de la Ciencia, ha resaltado cómo, por el contrario de lo que el positivismo contemporáneo ha aseverado con frecuencia, el nacimiento de la Ciencia moderna se produjo en un ambiente cultural impregnado de fe, singularmente definido por la doctrina cristiana de un Creador personal y racional del Universo, tal como lo advirtió Whitehead en sus conferencias de 1925: la fe firme de la Edad Media europea favorecía una línea de pensamiento, un clima de confianza intelectual y de optimismo y condujo a la actividad emprendedora en el campo científico y a la determinación de buscar la racionalidad de todos los procesos de la Naturaleza [62]. Aquella Europa que vivía sus siglos de fe, consideraba el mundo como la obra de un Creador racional y comprendía que los hombres debían conservarla, como hijos de un Creador todopoderoso y bueno, de un Dios que es Padre para con los hombres; esto infundía la confianza en el resultado final del afán humano por lograr un auténtico conocimiento científico [63]. Por otro lado, en consonancia con lo que hemos indicado en el párrafo anterior, el P. Jaki afirma que, si no se asegura la existencia de la realidad, la llamada objetividad científica o empírica carece de fundamento firme en que basarse [64].

¿Quién se atreve a negar hoy que el desarrollo científico ha sido una de las mayores aportaciones de Europa a la Historia de la Humanidad? Además, en la Europa cristiana del Medievo, especialmente desde los siglos XII y XIII, también hubo un desarrollo tecnológico en la agricultura, en la navegación y en otros muchos campos, que abrió paso a los espectaculares avances de la técnica en los tiempos modernos.

En definitiva, el reconocimiento del conocimiento sensible, de la razón humana y de la existencia de un Dios Creador, tal como lo hizo el pensamiento cristiano medieval, posibilitó el desarrollo de la Ciencia moderna y de la Cultura. En la Edad Media se produjo asimismo el nacimiento de las universidades, en las cuales se estudiaron y se enseñaron la Teología, la Filosofía, el Derecho, la Medicina y otras artes y disciplinas. En ellas alcanzó su apogeo la Escolástica, que venía labrándose sobre todo desde las escuelas monásticas altomedievales, y se recuperó de un modo muy importante el legado cultural clásico, al que se unió el proveniente del mundo árabe y del hebreo. Sin la valoración positiva del hombre y de sus cualidades no habría sido posible nada de esto. Si tal apreciación se dio, fue gracias fundamentalmente a la visión antropológica del cristianismo.

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En fin, conviene destacar un aspecto más, aunque en buena medida ha ido quedando ya visto: la comprensión cristiana de la perfectibilidad del hombre, tanto en la vida presente como en la eterna a la que está llamado.

Como ser dotado de una dignidad especial, como hijo de Dios e imagen suya, el hombre posee una perfección mayor que otras criaturas. A pesar de su caída original y de sus efectos sobre todo el género humano, no ha desaparecido en él la huella de la Bondad creadora de Dios ni la aspiración última a ese Bien Supremo y Eterno. Aun con las consecuencias del pecado original, sus capacidades no han sido del todo anuladas, y con la ayuda imprescindible de la gracia divina puede crecer tanto en su vida natural como en la sobrenatural. La Obra Salvadora de Cristo ha facilitado la restauración de la imagen divina del hombre y requiere la libre colaboración de cada uno.

El hombre, pues, puede avanzar en su conocimiento de las cosas, le cabe crecer en su saber acerca de sí mismo, del mundo y de Dios, y es capaz de dedicarse a la actividad científica y cultural, gracias a sus capacidades naturales. Puede además mejorar en el camino de la virtud, tender con mayor acierto hacia el bien, hacerse virtuoso e incluso santo. Puede, en fin, alcanzar la vida eterna y gozar eternamente de Dios.

Origen y composición natural de la sociedad.

El mundo europeo, hasta la aparición de ciertas corrientes de pensamiento en la época moderna, siempre concibió la sociedad humana como una realidad natural, tanto por su origen como por su composición y funcionamiento internos. La civilización griega (salvo algunas excepciones, sobre todo entre ciertos sofistas), la civilización romana y la civilización cristiana europea así lo entendieron y nunca lo pusieron en duda, porque comprendieron al hombre como un ser social por naturaleza.

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La civilización helénica, hasta la época de dominio macedónico, fue una civilización de ciudades-estado. La vida, los intereses, las adversidades y los proyectos de la ciudad-estado incumbían a sus ciudadanos, independientemente del modelo político imperante en ella. No se podía pensar en un hombre que viviera al margen de este ámbito social. Por lo tanto, para todos y cada uno de los antiguos griegos, la sociedad organizada era una institución natural al hombre, el cual era a su vez un ser naturalmente social y político. Y por eso se desarrolló un patriotismo natural de la ciudad-estado, a la par que existía una conciencia nacional panhelénica. Ésta quedó manifiesta en las Guerras Médicas frente a Persia, en las Olimpíadas y en el culto del santuario de Delfos, pero experimentó duros momentos de crisis como las Guerras del Peloponeso. En cuanto al patriotismo de la ciudad-estado, resultaba evidente en la llamada a filas en los momentos de necesidad (formación de las falanges hoplitas y otras unidades de ciudadanos), en el entusiasmo puesto en los conflictos y en las diferentes formas de participación en las instituciones políticas. Hay que tener muy en cuenta que la civilización griega conoció un desarrollo notabilísimo de muy diversos modos de organización política del Estado (propiamente ciudades-estado, es decir, una ciudad capital con un territorio circundante más o menos amplio): monarquía, aristocracia, oligarquía, tiranía, democracia, formas mixtas, etc. Por eso algunos autores de la época dedicaron estudios al funcionamiento de las más importantes, como La República de los lacedemonios de Jenofonte, La República de los atenienses del Pseudo-Jenofonte y la Constitución de Atenas de Aristóteles. La vida social y política, ciertamente, adquiría una relevancia fundamental en la civilización helénica, y la participación democrática de los ciudadanos sin duda lo reflejaba, tal como es posible observar en el caso ateniense y, a su modo, en el espartano o lacedemonio.

En el campo de la Filosofía, Platón expuso con bastante claridad en La República la visión de la naturaleza social y política del hombre, teniendo en consideración su incapacidad para vivir sin recibir la ayuda de los demás: “A mi entender –repliqué yo–, la ciudad toma su origen de la impotencia de cada uno de nosotros para bastarse a sí mismo y de la necesidad que siente de muchas cosas. […] Por consiguiente, cada cual va uniéndose a aquel que satisface sus necesidades, y así ocurre en múltiples casos, hasta el punto de que, al tener todos necesidades de muchas cosas, agrúpanse en una sola vivienda con miras a un auxilio en común, con lo que surge ya lo que denominamos ciudad.” [65] Es muy bonito ver cómo va presentando a continuación el nacimiento de una ciudad y los primeros oficios en ella, y cómo progresivamente se va haciendo más compleja y ordenada su organización, con una necesaria especialización del trabajo y de las diversas funciones. De hecho, la República platónica será una sociedad política organizada en grupos sociales cuya complementariedad hará posible el buen funcionamiento del conjunto, que viene a ser así una agrupación viva, como lo es el cuerpo humano. Otra cosa ya es la valoración que quepa hacer sobre la bondad o maldad del Estado de Platón y su acierto o su error con relación al mismo, pero ello no quita el que atine con verdad en partir de la naturaleza social del hombre y en considerar el consiguiente origen natural de la sociedad humana.

Por su parte, Aristóteles define al hombre como “un animal político” o social (zoón politikón) y asegura que lo es en mayor grado que cualquier abeja o cualquier animal gregario [66]. Nada más abrirse su magna obra Política, el lector se encuentra con que el Estagirita se ocupa del origen natural de la sociedad humana y del Estado como forma más desarrollada y perfecta de ésta, y afirma que tiene siempre un fin, el cual corresponde en realidad a la perfección del hombre: “Toda ciudad o Estado es, como podemos ver, una especie de comunidad, y toda comunidad se ha formado teniendo como fin un determinado bien –ya que todas las acciones de la especie humana en su totalidad se hacen con la vista puesta en algo que los hombres creen ser un bien–. Es, por tanto, evidente que, mientras que todas las comunidades tienden a algún bien, la comunidad superior a todas y que incluye en sí todas las demás debe hacer esto en un grado supremo por encima de todas, y aspira al más alto de todos los bienes; y ésa es la comunidad llamada el Estado, la asociación política.” [67] Debemos advertir que Aristóteles, como buen griego, cuando habla del Estado tiene presente principalmente la ciudad-estado.

¿Y cómo se llega a la aparición del Estado, según él? Se llega por la complejidad creciente del entramado social, el cual surge naturalmente por la condición social y política del hombre y para que éste pueda ver cubiertas sus necesidades y alcanzar sus fines, sobre todo el fin último de su propia perfectibilidad y felicidad. Recogiendo sus palabras: “En este tema, como en los demás, el mejor método de investigación es estudiar las cosas en el proceso de su desarrollo desde el comienzo. Así, pues, la primera unión de personas a que da origen la necesidad es la que se da entre aquellos seres que son incapaces de vivir el uno sin el otro, es decir, es la unión del varón y la hembra para la continuidad de la especie –y eso no por un propósito deliberado, sino porque en el hombre, igual que en los demás animales y las plantas, hay un instinto natural que desea dejar detrás de sí otro ser de la misma clase que uno mismo […]. Por consiguiente, la comunidad que brota naturalmente para atender las cosas cotidianas es la casa o familia […]. Por otra parte, la comunidad primaria constituida por varias familias para satisfacción de las necesidades meramente cotidianas es el pueblo […] o aldea […]. Finalmente, la comunidad compuesta de varios pueblos o aldeas es la ciudad-estado. Ésa ha conseguido al fin el límite de una autosuficiencia virtualmente completa, y así, habiendo comenzado a existir simplemente para proveer la vida, existe actualmente para atender a una vida buena [en cuanto al fin del hombre y la virtud]. De aquí que toda ciudad-estado existe por naturaleza en la misma medida en que existe naturalmente la primera de las comunidades; la ciudad-estado, en efecto, es el fin de las otras comunidades, y la naturaleza es un fin, ya que aquello que es cada cosa una vez ha completado su desarrollo decimos que es su naturaleza […]. Por otra parte, el motivo por el cual una cosa existe, su fin, es su bien principal […]. Según esto, pues, es evidente que la ciudad-estado es una cosa natural y que el hombre es por naturaleza un animal político o social.” [68]

Nos parece que no necesitan comentarios estas afirmaciones bien fundamentadas de Aristóteles, salvo quizá la ya indicada de que concebía propiamente el Estado como la ciudad-estado. Desde luego, se observa que entiende la sociedad humana como una realidad natural porque es natural al hombre el vivir en sociedad. Por otro lado, no está de más señalar que, a pesar de que entre los antiguos griegos, sobre todo en fase de decadencia, eran bastante habituales la homosexualidad y la pederastia homosexual (casi siempre es homosexual), y a diferencia de lo que hoy nos tratan de hacer creer muchos medios de comunicación, Aristóteles, con una mente bien sensata y equilibrada, no considera natural la unión de dos personas del mismo sexo, sino la del varón y la hembra, porque la propia tendencia natural a la continuación de la especie así lo exige.

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La civilización romana comprendió igualmente la sociabilidad del hombre como una realidad natural e inherente a él y tuvo al Estado (res publica) por formación socio-política más perfecta. La idea de la res publica es fundamental en Roma: implica que “la cosa pública” a todos compete y todos se ven por eso obligados hacia ella, tanto en el cumplimiento de sus respectivas funciones como en la presencia en las diversas vías de participación ciudadana (comitia, etc.) y en la prestación del largo servicio militar. El populus romanus, bien que con frecuencia manipulado demagógicamente, es el fundamento humano de la res publica, en la que las instituciones dotadas de potestas y auctoritas han de actuar para su bien. La res publica, ciertamente, surge como una entidad natural por la asociación natural de los hombres que componen el populus.

Además, la civilización romana incide particularmente en la importancia de la vida ciudadana, dado que ella misma ha nacido de una ciudad, la Urbs por antonomasia. De ahí la concesión del derecho de ciudadanía, ya romana, ya latina. El hombre propiamente con derechos políticos es el cives, el ciudadano, un hombre dotado de virtudes, porque la vida en sociedad, la vida social, es la garante de su cualidad de tal. La vida social y política origina el desarrollo de la lex y del ius. El romano no concibe que la vida en comunidad pueda desenvolverse sin un adecuado ordenamiento conforme a la naturaleza del hombre y a su bien particular y común.

Por otro lado, no debe olvidarse que en el seno de la sociedad funcionan y se expanden organizaciones de tipo asociativo o corporativo, como los collegia, que revelan que el conjunto social total no puede desarrollarse por una imposición absoluta del Estado, sino que éste ha de permitir la vida autónoma y orgánica de la sociedad y de sus miembros.

Cicerón considera el papel esencial de la cualidad racional del hombre en el origen y el desenvolvimiento de la sociedad humana: “La misma naturaleza, por medio de la luz de la razón, concilia unos hombres con otros, así para el habla recíproca como para la vida sociable, y engendra un amor especial para con los hijos, obligándonos a desear que haya unión y sociedad entre los hombres, y a poder a ser participantes de la misma sociedad, y también a que por esto procuremos apercibirnos de lo necesario para el sustento y porte, no sólo de nosotros, sino también de nuestras mujeres, nuestros hijos y de todos aquellos a quienes amamos y debemos proteger […].” [69]

Frente a cualquier tipo de individualismo, afirma el carácter social del hombre y considera el amor filial a los padres y a la Patria como una realidad natural: “Mas por cuanto, según dijo muy bien Platón, no hemos nacido para nosotros únicamente, sino que una parte de nuestro nacimiento la debemos a nuestra Patria, otra a nuestros padres y otra a los amigos, y según asientan los estoicos, todo cuanto produce la tierra fue criado para el uso de los hombres, y los hombres para los hombres, de forma que puedan servirse de provecho a sí y a los demás: en esto debemos seguir por maestra a la naturaleza, promover la utilidad común con el mutuo comercio de las obligaciones, así en el dar como en el recibir, y estrechar esta sociedad unida por la naturaleza con toda nuestra industria, nuestro trabajo y nuestras facultades.” [70]

Cicerón afirma asimismo el origen y el carácter natural de la sociedad humana, desde el matrimonio y la familia hasta la sociedad universal, si bien en el libro en que aquí nos fijamos la va presentando de mayor a menor, para luego hacerlo del modo inverso: “El primero [de los principios fundamentales de la vida sociable] es aquel que forma con tan estrecho vínculo la sociedad universal del género humano, y consiste en la razón y el habla que […] concilia los hombres entre sí y los une en una sociedad natural” [71]. “Son muchos los grados de la sociedad humana. Porque descendiendo de aquella infinita y universal, la más inmediata es la de una misma nación, la de una misma tierra, la de una misma lengua, por la cual se unen mucho unos hombres con otros. Pero todavía es más estrecha la de una misma ciudad, porque son muchas las cosas que tienen comunes los ciudadanos […]. Aún es más de adentro la de los parientes, que reduce a un estrecho punto la sociedad universal de todos los hombres. Porque como sea propio de todos los animales el deseo de multiplicarse, la primera sociedad está en el matrimonio; la segunda, en los hijos, de que se forma una casa y un todo común, y éste es el principio de las ciudades, y como seminario de la república; síguense después los hermanos, sus hijos y los hijos de éstos, que no cabiendo ya en una casa, se extienden y reparten en otras, a manera de colonias. Después los casamientos y entronques con otras familias, de que resultan otros muchos parientes, la cual propagación y descendencia es causa y origen de las repúblicas. El vínculo de la sangre es uno de los que más estrechan la unión y la benevolencia de unos hombres con otros, a lo cual contribuye mucho tener en su familia los mismos monumentos, la misma religión y las mismas sepulturas.” [72]

Muy bellas son algunas apreciaciones ciceronianas sobre lo que la naturaleza social del hombre exige a éste para el correcto y fraternal funcionamiento de la sociedad en sus distintos niveles. Así, al referirse a la sociedad humana universal, “que abraza todo el género humano”, dice que en ella “deben ser comunes todas aquellas cosas que crió la naturaleza para el uso común, de suerte que en orden a la separación de ellas, tengan las leyes civiles su vigor y su efecto en las posesiones particulares, y en los demás se observe puntualmente aquel adagio griego en que se dice: ‘Los bienes de los amigos son comunes’” [73]. Por otro lado, como buen seguidor del estoicismo, resalta especialmente el valor humano de la amistad entre hombres virtuosos: “Mas entre todas las sociedades ninguna es más sólida y estimable que la que componen los hombres de bien, parecidos en costumbres, con la unión de la amistad. Porque la virtud […], cuando la vemos en otro, nos mueve y nos hace amar a aquel en quien nos parece que se halla. […] No hay cosa más amable y atractiva que la semejanza de costumbres de los buenos.” [74] Comprende además Cicerón la importancia de que en la sociedad cada uno cumpla adecuadamente sus deberes: “También es grande la unión que resulta de los recíprocos oficios, que siendo muchos y correspondidos, unen a aquellos entre quienes pasan con una amistad muy firme y verdadera” [75].

No obstante, como buen romano, no podía faltar en él una consideración tan hermosa como la siguiente: “Pero recorramos con los ojos del ánimo y de la razón todas las diferentes sociedades, y hallaremos que la más estrecha, la que con más amor nos une, es la que tenemos los hombres con la república. Muy amados son los padres, los hijos, los parientes y los amigos, pero todos estos amores los encierra y abraza en sí el amor de la Patria, por la cual, ¿qué hombre de bien dudará exponer su vida si con esto le puede ser de provecho? Tanto más abominable la crueldad de aquellos que la han tiranizado con todo género de maldades, y que se han ocupado, y aún ahora se ocupan, en arruinarla enteramente.” [76]

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Aun donde no se ha desarrollado una reflexión filosófica y un pensamiento sobre el hombre, la sociedad y la política, resulta evidente que toda persona percibe el carácter natural de la vida social y de las relaciones entre los seres humanos, del matrimonio y la familia y de la comunidad a la que se pertenece. Al sentido común no le es dado concebir la sociedad como una mera agrupación contractual que puede ser organizada o disuelta según el particular parecer y conveniencia de sus individuos, de un modo convencional. Por el contrario, este sentido común, que percibe la realidad natural de la sociedad, se observa claramente en los pueblos germánicos y eslavos que contribuyeron con su aporte propio a la formación de la civilización europea. En ellos no se había desarrollado la reflexión filosófica cuando vivían en sus regiones de origen ni cuando fueron arribando a tierras mejores del Imperio Romano o de otras partes del continente europeo, pero todos sus miembros entendían que pertenecían a un pueblo al que se debían y por cuyo bien común habían de esforzarse y de sacrificarse.

Algunas manifestaciones de ese espíritu gregario y de pertenencia a una estirpe son evidentes de manera especial: la venganza de la ofensa sufrida por un miembro del grupo o de la familia, la fidelidad y obediencia al jefe o rey del pueblo (incluso hasta el punto de abrazar una nueva fe religiosa siguiendo su ejemplo), el servicio casi constante de las armas conforme al carácter guerrero de estas gentes, la participación en las asambleas populares (no sin razón se ha visto en los thing del norte vikingo de Europa uno de los precedentes de los actuales parlamentos, si bien con bastantes matizaciones), etc. De todas formas, tal como sucedió con frecuencia en la España visigótica, tampoco se ha de perder de vista la existencia de facciones internas en el seno de las sociedades germánicas y eslavas, que daban lugar a revueltas políticas, intrigas palaciegas, refriegas sangrientas y guerras civiles que engendraban una acentuada inestabilidad; por lo general, tales fenómenos giraban en torno a dos estirpes o familias principales, con las cuales había unos lazos singulares de solidaridad por parte de otras familias dependientes.

Por lo tanto, la familia nuclear y la familia amplia, la estirpe y el clan, el pueblo o gens, son realidades sociales del mundo germánico y eslavo, que sus miembros miran como agrupaciones naturales de vida, a las que pertenecen por nacimiento y de las cuales no se pueden desgajar por simple voluntad individual. Podemos afirmar, pues, que en la mente germánica y eslava, el hombre es igualmente un ser social por naturaleza y que la sociedad humana es una exigencia y una realidad natural para él.

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El cristianismo, una vez más, vino a completar toda esta visión helénica, romana, germánica y eslava, coincidiendo con la de cada una de estas civilizaciones y culturas en la concepción natural de la sociedad humana por el carácter naturalmente social del hombre. Heredando a su vez la visión hebrea, al acoger la revelación bíblica, el pensamiento cristiano no podía sino comprender al hombre como un ser social, tal como Dios mismo lo quiso en la Creación: “Luego díjose Yahveh Dios: ‘No es bueno que el hombre esté solo; le haré una ayuda semejante a él’” [77], y por eso creó a la mujer; al contemplarla, el hombre exclamó admirado: “¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!” [78] Y de esta manera, la unión entre el hombre y la mujer surge como una realidad natural querida por Dios, hasta tal punto que “por eso abandonará el varón a su padre y a su madre y se unirá con su mujer, formando ambos una sola carne” [79]. El matrimonio, pues, tal como queda de manifiesto en la Sagrada Escritura, es una sociedad natural, de la cual se deriva naturalmente toda otra sociedad humana, comenzando por la familia: “Creó, pues, Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó. Y los bendijo Dios y les dijo: ‘Procread y multiplicaos, y henchid la tierra y sojuzgadla, y dominad en los peces del mar, y en las aves del cielo, y en toda bestia que se mueve sobre la tierra.’” [80]

Los judíos entendieron la sociedad humana como algo natural y la propia sociedad judía como el pueblo elegido de Dios. La presentación de las primeras sociedades patriarcales hace evidente ambas realidades. Por ello, al pensamiento cristiano primitivo no le resultaba extraño, conforme a la cosmovisión bíblica, comprender igualmente al hombre como un ser naturalmente social y la sociedad humana como su consecuencia.

Uno de los más egregios Padres de la Iglesia y de los más influyentes legisladores del monacato, San Basilio Magno, después de resaltar la dignidad del hombre, viene a considerar que uno de los principales fundamentos de la vida monástica cenobítica se halla en que el hombre es un ser sociable y manso, lo cual hace que nada sea más conforme a nuestra naturaleza que frecuentarnos mutuamente, buscarnos los unos a los otros y amar a nuestro semejante, porque Dios ha puesto en nosotros el germen de todo esto y nos lo ha ordenado, tal como se ve en el mandamiento nuevo de Cristo, el mandamiento del amor [81]. Por eso incide en el valor y las ventajas de la vida común, concretamente para el monje, y desarrolla una visión orgánico-corporativa de la comunidad monástica a partir de esa naturaleza social del hombre y de la noción del Cuerpo Místico de Cristo [82].

Santo Tomás de Aquino, sintetizando a la perfección la visión cristiana con la clásica, especialmente la aristotélica, recuerda que el hombre, como ser racional, dirige por la razón sus actos al fin que le conviene y afirma que “es natural al hombre el ser un animal social y político, que vive en comunidad, más que todos los otros animales. Esto es evidente si consideramos sus mismas necesidades naturales. Pues la naturaleza misma proveyó a otros animales de sustento, los cubrió con la piel, los dotó de defensas en los dientes, cuernos, uñas, o por lo menos en la velocidad de su fuga. Mas el hombre no fue provisto por la naturaleza de nada de esto, sino que en su lugar se le dio la razón. Por ella puede proporcionarse a sí mismo todo mediante la industria de sus manos, aunque para hacerlo no es suficiente un hombre solo. Un hombre solo no podría recorrer su camino. Por ello es natural al hombre vivir asociado con sus semejantes. […] Es, pues, necesario que el hombre viva en sociedad, y que uno se ayude al otro, y que cada uno se desarrolle en un campo de conocimientos, como uno en la medicina, otro en esto y otro en aquello, etc.” Además, en virtud de la palabra, “el hombre supera a todos [los animales] en comunicabilidad, aun a los animales que viven gregariamente”. Y lo mismo que es natural al hombre vivir en sociedad, lo es que tenga un guía dentro de la multitud: es decir, la autoridad política surge como una realidad igualmente natural [83].

***

La Edad Media de la Europa cristiana conoció el desarrollo de las teorías trinitarias y orgánico-corporativas con relación al orden social. La sociedad se concebía habitualmente en esta época, y así lo reflejan tales ideas, como un organismo vivo, como un cuerpo, en relación con el concepto eclesiológico paulino del Cuerpo Místico de Cristo (de ahí la idea corporativa que informaría las cofradías, los gremios, los municipios, las universidades…). También se distinguía en ella un orden tripartito, como imagen de la Santísima Trinidad y de acuerdo con la complementariedad entre los tres grupos, órdenes o estamentos. La visión más típica del Alto Medievo es la división en monjes y clérigos (oratores), guerreros (bellatores) y campesinos o trabajadores (laboratores); pero no era la única, sobre todo desde el siglo XII, aunque generalmente se mantuvo el reparto en un orden tripartito. Algunos autores destacaron de un modo especial por sus consideraciones acerca del orden social, como Adalberón de Laón y Juan de Salisbury. Entre los estudiosos y teóricos sociales de la época contemporánea, muchos se fijaron desde el siglo XIX en aquellas ideas, sobre todo en las de tipo orgánico-corporativo, y en su plasmación real, para resaltar su validez supratemporal y la posibilidad e incluso la necesidad de volver la mirada hacia ellas con el fin de, adaptándolas adecuadamente a los nuevos tiempos, lograr la paz, la justicia y el orden sociales: tal es el caso, por ejemplo, de Karl von Vogelsang y el marqués de La Tour du Pin entre los católico-sociales, de Cole entre los social-gremialistas, o de otros como Otto von Gierke y Othmar Spann, aparte de un número muy elevado de varios más.

Ahora bien, no fue únicamente en el campo teórico donde se desarrolló un concepto orgánico o corporativo de la sociedad, sino que ésta realmente funcionó de esa manera. Precisamente, si tal concepto se trató en el terreno de las ideas, fue porque los pensadores y estudiosos lo percibían y lo vivían en la realidad de cada día. La Plena Edad Media asistió al nacimiento, crecimiento y auge de numerosísimas entidades corporativas, de verdaderos cuerpos sociales a través de los cuales el hombre individual ocupaba una función y se integraba en el conjunto total de la sociedad y del orden político y económico.

Dentro del marco general de un renacimiento urbano y comercial, nos encontramos en el siglo XII con la aparición de una serie de asociaciones corporativas de carácter laboral y religioso, pero es en el XIII cuando se multiplican. Según los casos y las regiones, se las conoce como “guildas”, “gremios” y “cofradías” profesionales, aparte de otros nombres. Agrupaban a los artesanos y mercaderes por oficios y estuvieron imbuidas de espíritu cristiano. Se basaban en una necesidad de colaboración y de comunidad y en un sentido muy agudo de la solidaridad y de la fraternidad cristianas. Reunían a patronos y obreros de un mismo oficio y tenían por fin asegurar la calidad y la honestidad del trabajo: vigilancia sobre la fabricación, los precios y las ventas, suprimiendo la competencia y luchando fuertemente contra el fraude. Así se convirtieron en las verdaderas protagonistas de la vida económica de las ciudades y en un auténtico poder social que había de ser tenido en cuenta por la autoridad política, la cual en ocasiones fue inicialmente remisa, pero al final hubo de reconocerlas e incluso apoyarse en ellas.

Las cofradías, a diferencia de las guildas y los gremios, podían tener un componente profesional y religioso o únicamente religioso, aunque era frecuente la unión de ambos. Las corporaciones de carácter religioso y las que unían lo piadoso con lo laboral jugaron un papel considerable en la Plena y la Baja Edad Media europeas. En el siglo XV alcanzaron su consolidación y en muchas partes, entre ellas España, la agremiación se hizo del todo obligatoria para los trabajadores de los distintos sectores profesionales. En gran medida favoreció la cristianización del mundo artesanal y comercial, y de hecho estas asociaciones nacían siempre con un espíritu religioso y en no pocas ocasiones eran creadas incluso por Órdenes mendicantes. Asimismo, las cofradías de carácter piadoso se expandieron por el mundo rural, y las marineras y de pescadores encuadraron a los trabajadores del mar con finalidades religiosas, económico-laborales y de previsión social.

De entre las entidades corporativas que en esta época fueron definiendo la vida socio-económica, no ha de olvidarse a otras que configuraron el campo de la cultura: los nacientes estudios generales y universidades. Alfonso X el Sabio, rey de Castilla y León, ofrece esta definición: “Estudio es ayuntamiento de maestros et de escolares, que es fecho en algúnt logar con voluntad et con entendimiento de aprender los saberes”; señala que puede tratarse de un “estudio general”, el cual debe ser establecido por mandato pontificio, imperial o real, o bien un “estudio particular”, que puede ser erigido por un obispo o un concejo (municipio) [84]. Conviene incidir en el hecho de que la orden de aprobación para la erección del estudio, ya general, ya particular, que es otorgada por la autoridad, lo que hace es reconocer la iniciativa de maestros y escolares y darle legalidad. Es decir, que la autoridad política o eclesiástica deja su libre funcionamiento a la iniciativa que parte de la sociedad.

Al lado de la vida propia de los gremios y cofradías y de las universidades y estudios, se desarrolló la de los municipios, comunas, etc. Es decir, si en el ámbito profesional y del saber surgieron y crecieron esas asociaciones de forma natural, la realidad de la vida local autónoma se hizo evidente por igual. Más aún, en muchos casos los gremios y cofradías configuraron esta vida local y asumieron el papel director o, al menos, un puesto de alto relieve en ella. Además, el poder político supremo, la monarquía, hubo de tener en cuenta la fuerza cada vez mayor de los municipios y por eso no fue raro que incluso se apoyase en ellos para hacer frente a los poderes señoriales de tinte feudal a los que trataba de someter a su verdadera soberanía. Incluso a un nivel superior al local, se observa con frecuencia la formación de juntas, hermandades, etc., que agrupaban a los municipios y los vecinos de una comarca, una provincia o una región y que estaban dotadas asimismo de una auténtica vida propia, como lo reflejan sus reuniones, las decisiones que adoptaban sobre usos de montes y bienes comunes, la creación de unidades de orden público para la lucha contra el bandidaje, etc.

El hombre, tal como es posible observar en el ascendente modelo plenomedieval, se ve integrado en el lugar y en el territorio donde nace y/o donde reside y en la profesión que desempeña, y por medio de las asociaciones que revelan la vida de estos ámbitos sociales, se halla integrado a su vez en el conjunto total de la sociedad. De esta manera, la sociedad funciona como un verdadero organismo vivo, como un cuerpo compuesto de miembros (los cuerpos intermedios), los cuales por su parte están conformados por personas y familias.

Las agrupaciones sociales naturales (profesionales, universitarias, municipales, comarcales, regionales…) se fueron integrando en el naciente Estado monárquico de la Plena Edad Media y aportaron una vertebración social al mismo. Lejos de una presión estatalista sobre el individuo y sobre la sociedad, el nuevo Estado reconoció la realidad social existente y se apoyó en ella para limitar las tentativas de los poderes señoriales. Los monarcas aprobaron o concedieron unas normas propias de derecho a las organizaciones sociales, conscientes de que estaban dotadas de una vida propia y de que, de la unión de todas ellas y del cumplimiento de sus respectivas funciones, dependía la vida de todo el conjunto social. Ciertamente, esto suponía el reconocimiento de lo que siglos más tarde la Doctrina Social de la Iglesia definiría como “principio de subsidiariedad”. Los “fueros”, las “cartas de privilegio” y otros documentos jurídicos en favor de las agrupaciones naturales de la vida social, son en gran medida una manifestación de la armonía existente entre autoridad y subsidiariedad. Las Cortes, los Estados Generales, los Parlamentos y Dietas y otras asambleas similares, que en esta época fueron apareciendo y desarrollándose, reflejaron cada vez más la realidad social a través de los “brazos” y miembros que las componían.

De este modo, pues, entre la persona y el Estado, con el reconocimiento de la dignidad de aquélla y de la soberanía de quien está a la cabeza de éste, emergen unos cuerpos intermedios que nacen por razones naturales derivadas del carácter social del hombre y que se constituyen para el logro de los fines comunes de un grupo social y para la defensa de sus intereses. No se niega el valor y el objeto del naciente Estado, pero se es consciente de que no goza de un poder absoluto sobre la vida social y sobre las personas. El hombre, ante el Estado, queda protegido y representado por la agrupación social que le acoge en su seno.

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Santiago Cantera Montenegro, O.S.B.



[1] TERTULIANO, Apologeticum, XXXIX, 7; manejamos la ed. de TERTULIANO, El Apologético, intr., trad. y notas de Julio Andión Marán, Madrid, Ciudad Nueva, 1997, p. 149.

[2] TERTULIANO, Apologeticum, L, 13; en ed. cit., p. 186.

[3] EVAGRIO PÓNTICO, Sobre la oración, nº 124; en Obras espirituales, ed. de José I. González Villanueva (O.S.B.) y Juan Pablo Rubio Sadia (O.S.B.), Madrid, Ciudad Nueva, 1995, p. 266.

[4] Io 15,18-19.

[5] Io 16,33.

[6] 1 Io 5,4-5.

[7] 1 Io 2,16.

[8] MARMION, Columba (O.S.B.), Jesucristo, ideal del monje. Conferencias espirituales sobre la vida monástica y religiosa, Barcelona, Editorial Litúrgica, 1956 (3ª ed.), p. 116; parte II, cap. 5-1.

[9] Col 3,3.

[10] UN MOINE BÉNÉDICTIN (Dom Gérard Calvet), La vocation monastique, Le Barroux, Sainte-Madeleine, 1990, pp. 39-42; la cita textual entrecomillada, en p. 42.

[11] SAN BENITO, Regula monachorum, (en adelante, RB) Pról., 50.

[12] RB LXXII, 11-12.

[13] Col 3,1-2.

[14] SAN AGUSTÍN, De vita beata, II, 11; en Obras de San Agustín, t. I (bajo la dirección del P. Félix García, O.S.A.), Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos (B.A.C.), 1946, pp. 638/639.

[15] SAN AGUSTÍN, De civitate Dei, XXII, 30, 5; en Obras de San Agustín, t. XVI y XVII (introducción y notas del P. Victorino Capánaga, O.R.S.A.), Madrid, B.A.C., 1977-78 (3 edición), concretamente t. XVII, pp. 957-958. En latín, estas conocidas y preciosas sentencias rezan así: Ibi vacabimus, et videbimus; videbimus, et amabimus; amabimus, et laudabimus. Ecce quod erit fine sine fine.

[16] SAN GREGORIO MAGNO, Homilia I In Evangelia, 3; en Obras de San Gregorio Magno, ed. de Paulino Gallardo y Melquiades Andrés, Madrid, B.A.C., 1958, p. 539.

[17] SAN GREGORIO MAGNO, Homilia IV in Evangelia, 4; en Obras de San Gregorio Magno, ed. cit., pp. 548-549.

[18] SAN ANSELMO, Proslogion, I; en Obras Completas de San Anselmo, t. I (ed. de Julián Alameda, O.S.B.), Madrid, B.A.C., 1952, pp. 364-365. La cita latina: Quaeram Te desiderando, desiderem quaerendo, inveniam amando, amem inveniendo.

[19] “El tratado De civitate Dei y la interpretación agustiniana de la Historia”, en Arbil. Anotaciones de Pensamiento y Crítica (Revista virtual, por Internet), nº 76 (diciembre 2004), artículo elaborado en colaboración con Alejandro RODRÍGUEZ DE LA PEÑA.

[20] SAN AGUSTÍN, De civitate Dei, libro XIV, cap. 28; en ed. cit., t. XVII, p. 137.

[21] RB, respectivamente IV, 21 y LXXII, 11.

[22] RB XXXVI, 1.

[23] RB LIII, 1 y también 7 y 15.

[24] RB, Pról., 3.

[25] Citado textualmente por Sócrates en el diálogo de PLATÓN, Teeteto o de la Ciencia, 151 e - 152 a; en PLATÓN, Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1972, p. 898. La frase también ha sido transmitida por otros pasajes griegos, incluso del mismo Platón, y en un fragmento conservado de una obra del propio Protágoras.

[26] SÓFOCLES, Ayax. Antigona. Edipo rey, ed. de Carlos Miralles Sola, con prólogo de José María Pemán e introducción de José Alsina Clota, Estella, Salvat - Alianza, 1969, pp. 87-88.

[27] Nótese cómo refleja la dedicación marítima y el dominio de la navegación por los antiguos griegos.

[28] ARISTÓTELES, Política, libro I, cap. 1; en ARISTÓTELES, Obras, ed. de Francisco de P. Samaranch, Madrid, Aguilar, 1964, p. 1415.

[29] PLATÓN, Fedón o Del alma, 64; en PLATÓN, Obras Completas, ed. cit., p. 615.

[30] ARISTÓTELES, Política, lib. I, cap. 1; en ARISTÓTELES, Obras, ed. cit., pp. 1413-1414.

[31] ARISTÓTELES, Política, lib. I, cap. 2; en ARISTÓTELES, Obras, ed. cit., p. 1416.

[32] CICERÓN, Marco Tulio, Los oficios, lib. I, cap. 4; manejamos la ed. de CICERÓN, Los oficios, Madrid, Espasa-Calpe (col. Austral), 1959 (3ª ed.), pp. 29-30.

[33] CICERÓN, Los oficios, lib. I, cap. 4; ed. cit., pp. 30-31.

[34] SÉNECA, Lucio Anneo, De la vida bienaventurada, las dos citas son, respectivamente, de los caps. 4 y 5; manejamos la ed. de SÉNECA, Tratados morales, México, Espasa-Calpe Mexicana, 1961 (4ª ed.), pp. 26 y 27.

[35] Gn 1,26-30.

[36] Gn 1-2.

[37] Gn 1,4.9.12.18.21.25.

[38] Gn 1,31.

[39] Gn 1,22.28.

[40] Ps 31,9.

[41] Gn 3.

[42] 1Tim 2,3-6.

[43] Gal 3,28.

[44] SAN GREGORIO MAGNO, Homilia VIII in Evangelia, 2; en Obras de San Gregorio Magno, ed. cit., p. 565.

[45] SAN ANSELMO, Epistola de Incarnatione Verbi, I y IX; en Obras Completas de San Anselmo, t. I, pp. 694/695-696/697 y 722/723. La cita latina: omnis enim individuus homo est persona, y también omnis homo individuus esse persona cognoscitur.

[46] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 3, a. 4, ad 1. Manejamos la ed. bilingüe latín-español de la Biblioteca de Autores Cristianos: SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, texto latino de la ed. crítica Leonina, trad. y anotaciones por una comisión de PP. Dominicos presidida por Fr. Francisco Barbado Viejo (O.P.), obispo de Salamanca, con intr. general de Fr. Santiago Ramírez (O.P.), 16 vols., Madrid, B.A.C., 1947-60. La definición expresada aparece aquí traducida de la siguiente manera: “algo a lo cual nada se añade”, aliquid cui non fit additio, y se explica que tal es “el ser sin adición”, esse sine additio, ya sea el ser divino, ya el ser en general; en la ed. cit., t. I (“Tratado de Dios Uno en esencia”, Madrid, 1947), pp. 184/185-186/187.

[47] Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 29, a. 1; en la ed. cit., t. II (“Tratado de la Santísima Trinidad” y “Tratado de la Creación en general”, Madrid, 1953), p. 96.

[48] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 29, a. 3 in c, e ibíd. ad 2; persona significat id quod est perfectissimum in tota natura, scilicet subsistens in rationali natura. En la ed. cit., t. II, pp. 104-106.

[49] SANTO TOMÁS DE AQUINO, In quattuor libros Sententiarum, III Sent., d. 5, q. 3, a. 2; cf. FORMENT, Eudaldo, Lecciones de Metafísica, Madrid, Rialp, 1992, p. 340.

[50] SCIACCA, Michele Federico, Perspectiva de la metafísica de Santo Tomás, Madrid, Speiro, 1976, p. 143.

[51] SCIACCA, M. F., Perspectiva…, p. 144.

[52] FORMENT, Eudaldo, Introducción a la Metafísica, Barcelona, Universitat de Barcelona, 1984 (2ª ed.), p. 174.

[53] RODRÍGUEZ, Victorino, O.P., Estudios de antropología teológica, Madrid, Speiro, 1991, p. 30.

[54] RODRÍGUEZ, V., Estudios…, pp. 30-31.

[55] FORMENT, E., Lecciones…, p. 345.

[56] El profesor Forment ha profundizado en el tema de la persona en varios estudios, incluso monográficos, pero pensamos que es especialmente recomendable su lección X (“Metafísica y persona”) de las Lecciones de Metafísica ya citadas. En cuanto al P. Victorino Rodríguez, no podemos menos de aconsejar el capítulo I (“Estructura metafísica de la persona humana”) de los también mencionados Estudios de antropología teológica.

[57] Enunciado, por ejemplo, en SAN AGUSTÍN, Sermo XLIII, especialmente 4 y 7; en Obras de San Agustín, t. VII (“Sermones”, trad. y pról. de Fr. Amador del Fueyo, O.S.A.), Madrid, B.A.C., 1950, pp. 736/737 y 740/741.

[58] La cita, en SAN ANSELMO, Cur Deus homo, I, 2; en Obras Completas de San Anselmo, pp. 748/749.

[59] SAN ANSELMO, Proslogion, Proemio; en Obras Completas de San Anselmo, pp. 360/361.

[60] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 1, a. 8; en la ed. cit., t. I, pp. 92/93.

[61] Por ejemplo, el Doctor Angélico afirma que “lo natural del entendimiento es llegar a lo inteligible por medio de lo sensible, ya que todos nuestros conocimientos empiezan en los sentidos” (est autem naturale homini ut per sensibilia ad intelligibilia veniat: quia omnis nostra cognitio a sensu initium habet); SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 1, a. 9 in c; en la ed. cit., t. I, pp. 94/95.

[62] JAKI, Stanley L. (O.S.B.), Ciencia, Fe, Cultura, Madrid, Palabra, 1990, pp. 128-129.

[63] JAKI, S. L., Ciencia…, p. 131.

[64] JAKI, S. L., Ciencia…, p. 113.

[65] PLATÓN, La República, o De la Justicia (o El Estado), lib. II, cap. XI, 369 b-c; en PLATÓN, Obras Completas, ed. cit., pp 690-691.

[66] ARISTÓTELES, Política, lib. I, cap. 1; en ARISTÓTELES, Obras, ed. cit., pp. 1414-1415.

[67] ARISTÓTELES, Política, lib. I, cap. 1; en ARISTÓTELES, Obras, ed. cit., p. 1413.

[68] ARISTÓTELES, Política, lib. I, cap. 1; en ARISTÓTELES, Obras, ed. cit., pp. 1413-1414.

[69] CICERÓN, Los oficios, lib. I, cap. 4; ed. cit., p. 30.

[70] CICERÓN, Los oficios, lib. I, cap. 7; ed. cit., p. 34.

[71] CICERÓN, Los oficios, lib. I, cap. 16; ed. cit., p. 44.

[72] CICERÓN, Los oficios, lib. I, cap. 17; ed. cit., pp. 45-46.

[73] CICERÓN, Los oficios, lib. I, cap. 16; ed. cit., p. 45.

[74] CICERÓN, Los oficios, lib. I, cap. 17; ed. cit., p. 46.

[75] CICERÓN, Los oficios, lib. I, cap. 17; ed. cit., pp. 46-47.

[76] CICERÓN, Los oficios, lib. I, cap. 17; ed. cit., p. 47.

[77] Gn 2,18.

[78] Gn 2,23.

[79] Gn 2,24.

[80] Gn 1,27-28.

[81] SAN BASILIO MAGNO, Grandes Reglas, 3; en SAINT BASILE, Les Règles monastiques, ed. de Léon Lèbe (O.S.B.) y Olivier Rousseau (O.S.B.), Maredosus, Éditions de Maredsous, 1969, pp. 55-56.

[82] SAN BASILIO MAGNO, Grandes Reglas, por ejemplo 7; en SAINT BASILE, Les Règles…, pp. 64-68.

[83] SANTO TOMÁS DE AQUINO, De regimine principum, lib. I, cap. 1, 2-6; manejamos dos ediciones en español: la de TOMÁS DE AQUINO, Tratado de la Ley, Tratado de la Justicia, Opúsculo sobre el gobierno de los príncipes, trad. e intr. de Carlos Ignacio González (S.J.), México, Porrúa, 1985, pp. 257-258; y SANTO TOMÁS DE AQUINO, El régimen político, intr., versión y comentarios de Victorino Rodríguez (O.P.), Madrid, Fuerza Nueva, 1978, pp. 24-26. Ésta ed. del P. Rodríguez cuenta con sus interesantes glosas y recoge sin embargo una versión más breve, que es en realidad la auténtica del Doctor Angélico, pues no llegó a terminar la obra; la versión completa, recogida en la ed. del jesuita P. González, fue ya elaborada por Tolomeo de Luca, siendo de inferior valor.

[84] ALFONSO X, Las siete Partidas, Partida II, Título XXXI, Ley I; cf. MITRE FERNÁNDEZ, Emilio, Textos y documentos de época medieval (análisis y comentario), Barcelona, Ariel, 1992, p. 130.


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