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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

La Revolución

La cosmovisión que pone la materia, las cosas y la vida al servicio de la idea es tradicional, y la esencia de lo revolucionario está en poner la idea al servicio de la materia.

Entendemos por revolución el proceso histórico del alejamiento del hombre de Dios. Es una curva que comienza con la caída original y que se cerrará con la Parusía. Esta es la idea más amplia de la revolución, en cuanto referida al hombre: porque todavía podía formularse más totalmente diciendo que es la rebelión de la criatura contra el Creador, proceso que comenzaría con la caída de Luzbel que conocemos por la revelación. Desde este concepto omnicomprensivo y total, vamos a ir haciendo una serie de reducciones sucesivas que nos sitúen en lo que entendemos por pensamiento jurídico-político revolucionario.

La Revolución se caracteriza por la idea de la rebelión del hombre frente a Dios. Pero si nos reducimos a la etapa que comienza con la venida de Cristo a la tierra, podemos decir que la revolución es toda impugnación del cristianismo. Ahora bien, este fenómeno tan viejo como el mundo, va tomando diversas formas de manifestación Naturalmente, la historia es algo viva y no se le pueden aplicar métodos de disección, sino a costa de su vida. Todo fenómeno histórico, y, por tanto, todo fenómeno revolucionario también, está predeterminado, condicionado, explicado, por todos los antecedentes. Desde este punto de vista, la explicación genuina y exhaustiva del fenómeno de la revolución en la época que nos ocupa, exigiría el análisis detallado de toda esa historia de infidelidades del hombre para con Dios, de que Este se queja en los maravillosos y poéticos pasajes del "Cántico de la Viña" (Daniélou).

Como tal empresa no tendría cabida aquí, parece lícito que, sin olvidar el leitmotiv que constituye toda la historia de las prevaricaciones del hombre, nos reduzcamos a un análisis de la forma y el modo de la rebelión del hombre moderno. Nos referimos a ese imponente capítulo de la historia de la Revolución que se abre aproximadamente con la revolución cultural prerrenacentista, y que se cierra, también más o menos, con el materialismo dialéctico marxista: caída de telón que nos sitúa en una época de crisis histórica en que el hombre, o intentará el retorno a Dios, o tendrá que inventar una nueva forma de prevaricación: de todos modos, un nuevo acto, un nuevo capítulo.

El lector habrá observado que en las últimas palabras hemos vuelto a hacer una reducción: no sólo en el tiempo —Edad Moderna—, sino también en el contenido: porque la revolución la hemos empezado a ver sólo desde el punto de vista de las ideas. Esto es, hemos deducido adrede todo el capítulo de la práctica; más precisamente, casi todo el capítulo de la práctica; porque nos vamos a fijar, no en todos los pecados del hombre, sino sólo en uno de ellos: en el pecado intelectual, en el que supone el rechazo total o parcial del testimonio de Dios; en el pecado contra la fe, que por tener lugar en una sociedad ya cristiana, se califica como pecado de herejía, de heterodoxia. Pero —y volvemos a reducir nuestro ámbito de interés— no nos va a importar tampoco, directamente se entiende, todo pecado de heterodoxia, sino sólo las consecuencias éticas, jurídicas y políticas del mismo. O sea, que ahora ya, podemos decir, que entendemos por revolución o por pensamiento revolucionario, en la España histórica el conjunto de ideas que suponen la expresión de unas posturas jurídicas o políticas basadas en dogmas o no-cristianos, o sencillamente anti-cristianos.

Veamos de precisar y matizar la idea mediante la explicación de sus caracteres históricos, y por su comparación con otras elaboraciones doctrinales, e incluso con los conceptos más o menos vulgares del término.

El que digamos que es próximamente en el Renacimiento cuando surge esta forma especial de ideología que va a condicionar directamente el pensamiento jurídico-político revolucionario de la modernidad europea, se debe a que consideramos que el Renacimiento es una época de crisis biológica histórica en la que el natural y normal desarrollo de la sociedad europea aboca a un estado de perfección en su naturaleza, que le plantea una nueva problemática en su espíritu. Es un momento en que hay que proceder a dar un nuevo sentido y orden a la sociedad, porque la estructura natural ha cambiado. Entonces se discuten dos soluciones para el futuro: ¿estructura antropocéntrica o estructura teocéntrica? Hacia 1650, la decisión está tomada:

Europa opta por la estructura antropocéntrica. España había defendido la postura teocéntrica, representada en su idea del imperio universal y en su adscripción a la cultura del barroco. "Era precisamente España -dice Cristopher Dawson— quien representaba el orden europeo existente. Se hallaba aliada con el Papado, el Imperio y las fuerzas organizadas de la Europa católica contra los rebeldes y los herejes que amenazaban su unidad... En el siglo XVII, la cultura barroca tuvo un carácter genuinamente internacional, que no alcanzaron ni la cultura francesa ni la de la Europa protestante" Hasta finales del siglo XVII la revolución jurídico-política no tiene en España más representantes que las normales excepciones dentro de una sociedad viva. Pero a comienzos del siglo XVIII el pensamiento revolucionario va a infectar a España. La época de incubación es la primera mitad del siglo, poco más o menos. Comienza con el cambio de dinastía: El acontecimiento decisivo que cambió todo el curso de la historia española fue una pura casualidad histórica: el cambio de dinastía a la muerte de Carlos II.

Existe un concepto de revolución que es sinónimo de movimiento acelerado, y tenemos que referirnos a él porque precisamente este carácter de aceleración de un movimiento que se supone constante, ha hecho que el concepto de revolución haya pasado a la ciencia histórica y a la política y el derecho en el sentido de proceso limitado en el tiempo, en el que el movimiento evolutivo normal de la sociedad, en sus instituciones jurídicas y políticas, sufre una repentina aceleración. Aceleración que provoca una serie de desajustes que en definitiva se revelan con desorden social. Es una idea cuya imagen precede de la consagrada expresión que caracteriza a los hechos ocurridos en Francia, a finales del siglo XVIII, con el nombre de ``revolución francesa". Este concepto de revolución no coincide evidentemente con el que nosotros manejamos. Pero, sin embargo, tiene con él ciertas analogías.

Quizá haya alguien que se pregunte cómo un concepto primariamente teológico pueda servirnos para una elaboración iusfilosófica. Realmente, si la revolución es el movimiento anticristiano, su historia estricta durante los últimos siglos correspondería a la historia de la Iglesia. Pero, si no olvidamos que la Iglesia es la ciudad de Dios, y que una parte de ella se desarrolla en este mundo, referida al hombre como individuo, a la sociedad como tal y a la historia que los entrelaza mutuamente, comprenderemos cómo la revolución tuvo necesariamente que combatir también, junto con los puntos de vista dogmáticos de la ciudad de Dios, sus conclusiones y determinaciones jurídico-políticas. La revolución creó su dogma y su moral propios, y para realizarlos, luchó por un orden jurídico y político nuevo: el de la ciudad de los hombres. Había un orden cristiano jurídico-político que constituía los cimientos de la ciudad de Dios. Pero ésta fue bombardeada y demolida, y tras hacerse un nuevo plano, se edificó la ciudad de los hombres. Como a nosotros no nos interesa directamente más que el estudio de las consecuencias jurídico-politicas, en la esfera del pensamiento , utilizamos el calificativo de revolucionario en un sentido analógico al de heterodoxo, pero no idéntico.

Revolucionario será, no el heterodoxo formal religioso, sino una especie de heterodoxia material religiosa consistente en defender concepciones del derecho y de la política en la base de las cuales hay unos principios filosófico-teológicos, que no están de acuerdo con los principios filosófico-teológicos de la cosmovisión cristiana, o que se oponen decididamente a aquéllos. Naturalmente, esta posición implica toda una concepción ontológica que rechaza de plano el relativismo gnoseológico y metafísico como radicalmente insuficiente para captar el mundo del espíritu y que afirma, siguiendo la grandiosa cosmovisión de la tradición cristiana, una estructuración jerárquica del ser, y dentro de él, del espíritu. Por lo quo no admite que puedan establecerse compartimentos estancos dentro de éste, sino que ve un fluir vital de las ideas recorriendo una escala, en la que el plano de lo jurídico-político se apoya sobre el escalón de la filosofía ética y la teología moral, y, a su vez éste sobre el de la metafísica y la teología dogmática.

No hay ni puede haber ciencia del derecho sin filosofía del derecho, ni filosofía jurídica sin metafísica, ni metafísica sin teología. Y si no puede existir lo jurídico-político sin teología, es que ésta supone una condición determinante de aquél.

Una condición que ha de ser tenida en cuenta ineludiblemente, si se quiere llegar al nervio mismo de lo políticojurídico. Nuestro criterio, nuestro concepto de revolución, no es, pues, algo ilegítimo o metajurídico, sino el camino que nos sitúa en el núcleo mismo de la especulación sobre el derecho y el Estado.

La cosmovisión que pone la materia, las cosas y la vida al servicio de la idea es tradicional, y la esencia de lo revolucionario está en poner la idea al servicio de la materia. Mientras que la tradición piensa que el mundo material, naturaleza inferior, es algo que está para ser ordenado y al servicio del mundo espiritual, naturaleza superior, la revolución invierte el problema. Precisamente, porque la inversión total del problema es completamente absurda y absolutamente inimaginable, es por lo que hasta en las concepciones más materialistas, por ejemplo, la marxista, tiene que existir un momento contradictorio que justifique por un principio ético, la justicia social, todo el sistema mecanicista. Y es, en definitiva, este elemento ético subsistente en la revolución, el que ha hecho posible toda una serie de literatura apologética de la misma, hecha sin duda con la mejor voluntad, pero que adolece de un desconocimiento real de lo que es, de verdad, la revolución. Prueba de esto, puede ser el cambio que supone en este problema la larga producción de un Giorgio del Vecchio. Una vez más en la historia, un hermoso sentimiento romántico le ganó la partida al todavía más hermoso esplendor de la razón, hacienda posible esa idea de "La Rívoluzione como ideale" de que nos habla Antonio Gambino.

No se puede confundir el concepto de revolución que definimos con aquel otro de la revolución social, a que se refiere, por ejemplo, Fernández de Castro en su Teoría sobre la revolución. La revolución social, actitud política y jurídica que postula una mejor ordenación de la sociedad, no es la revolución ideológica a que nos referiremos. Si a la realización de la justicia social se le quiere llamar revolución social, la tradición es revolucionaria.

Pero la revolución a la que se opone la tradición con su crítica, su preocupación religiosa y su esperanza de llegar a establecer un orden que subvenga mejor las necesidades humanas, es aquella otra revolución cuyo concepto hemos expuesto.

Francisco Puy
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