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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Ingredientes fundamentales de la formación

Meditemos sobre nuestros valores. Pidámosle a Dios su ayuda. Examinemos nuestra vida diaria, nuestro hacer y nuestro sentir y en la intimidad de la oración, de nuestro contacto con Dios.

Cada uno de nuestros días de vida evidencian como la gracia capacita, da fuerza, rumbo y destino. Lo vemos a diario. Vemos, además, como algunos avanzan en su vida espiritual a paso de gigante, armonizando así su vida familiar, integrando su vida profesional a su realidad cristiana y contribuyendo efectiva y concretamente al bienestar de nuestra sociedad. Los ejemplos son admirables. Cuantas veces nos hemos encontrado preguntándonos: ¿Como es posible que fulano, con todas sus responsabilidades, pueda sacar tiempo para su familia, para tal o más cual apostolado, obra o gestión y además le sobre tiempo para otras cosas?

Por otro lado, vemos como otros retroceden en todos los ordenes de su vida y vemos como se desubican, vagabundeando irremediablemente hacia un estado de perpetuo infantilismo que los encierra en su "yo" su "ego" donde siempre resulta más fácil decir "yo" y "mío" que decir "tuyo" y decir "nosotros".

Y así convierten, reprochablemente, el instinto de conservación, o sea, la búsqueda del "pan nuestro de cada día" en un esfuerzo dantesco y desmesurado de amasar bienes. Transforman el instinto de propagación que le permite al hombre "multiplicarse sobre la faz de la tierra" (Génesis 6,1), y convierten el propagar en un desenfreno sexual deshumanizante.

Vemos como este grupo en "retroceso" deforman el instinto de poseer en un fin en si mismo, convirtiendo el propósito de su existencia en la acumulación de logros, producción, hacer cosas, donde finalmente se convierten en "trabajólicos", donde la "droga" no es de naturaleza química pero con igual o peor resultado. Esta "droga" del "trabajólico" es terrible porque la sociedad la premia, la acepta y, desgraciadamente, en muchos casos la promueve.

Vale la pena detenernos un poco y ver más detenidamente este esquema de avance y retroceso y ver como "encajamos" nosotros en el.

Génesis 1, 27 nos plantea como Dios nos creó a imagen suya: "Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó". Sin miedo a equivocarnos, por lo tanto, podemos asegurar que está dentro de las capacidades fundamentales del ser humano poder lograr armonía entre su realidad cristiana y su realidad humana. Sin embargo, las diferencias de los avances espirituales de unos y los retrocesos de otros apunta, no a diferencias esenciales en la creación, sino más bien a diferencias en formación, o sea, ese algo que junto al cuerpo y al alma constituye la esencia del ser.

Hay tres ingredientes de fundamental importancia en la formación de la persona:

Los Valores

La Madurez

Su Medio Ambiente

Un valor es algo que la persona ve como un bien para ella y hacia lo cual orienta su existencia. Ese algo que ve hoy, no necesariamente lo vio ayer, ni lo verá mañana, y provee un bienestar, un placer y una satisfacción tal, que lleva a la persona a orientar su existencia hacia ese algo.

Un segundo ingrediente en la formación del ser humano es la madurez. Podemos definir la madurez como el proceso donde la persona va, con el pasar del tiempo, jerarquizando los valores, poniendo los valores en su verdadero y personal orden de importancia. Este proceso de madurez solo termina cuando termina la vida terrenal.

Existen básicamente cuatro etapas en la vida, en la existencia de las personas, de los seres humanos: nacen, crecen, envejecen y mueren. En las etapas de crecer y envejecer, el ser humano se confronta con unos valores, existentes, reales en su yo, pero en cambiante jerarquía. Este cambio en la jerarquía de sus valores es un cambio constante.

Vale la pena puntualizar que los valores no son, necesariamente, ni positivos ni negativos. Con la sola excepción de Dios, el Valor Absoluto, un valor puede ser negativo en un orden jerárquico particular, y bueno y positivo si se pone en su orden jerárquico correcto.

Veamos un ejemplo: el dinero. El apego al dinero, en cualquiera de sus formas (posesión y uso) y sobre todo en su forma más cruda, la avaricia, puede llevar a una persona a robar, matar, descuidar su familia y a muchos otros tipos de comportamiento básicamente deshumanizante. De la misma manera, situado en su justo orden jerárquico, el dinero nos puede llevar a darle seguridad a la familia, crear empleos, mejorar las condiciones de vida, propiciar la justicia social y ejercitar la caridad.

Vemos pues, como si el deseo de poseer más dinero, es precedido en su orden jerárquico de valores por otros valores fundamentalmente correctos y buenos, el dinero puede ser una cosa útil, provechosa y positiva. Dependiendo del sitio que ocupa en nuestra jerarquía de valores, corre la gama de lo infame a lo deseable y virtuoso, como sería el caso al ejercitar la caridad.

Un tercer ingrediente en la formación de una persona es su medio ambiente. Si la madurez es el proceso de jerarquizar nuestros valores, el medio ambiente donde uno se desenvuelve es el agente catalítico de continuo movimiento y cambio. La continua fuente de insumo sensorial y conceptual, confunde, hipnotiza y dificulta, al nublar la visión jerárquica de nuestros valores, el proceso de maduración del individuo.

El medio ambiente tiraniza los sentidos, exponiéndolos cruelmente a un constante bombardeo de alternativas conflictivas entre si, las cuales corren la gama desde lo puramente conceptual a lo subjetivamente sensorial y afectivo. Ideas, gratificaciones instantáneas, sensaciones de afecto, sexuales, sensoriales, cosas materiales, informática, nos bombardean continuamente y dificultan la capacidad humana de jerarquizar nuestros valores.

Es otras palabras, dificultan, sino casi imposibilitan, el proceso de ponerle orden a nuestros valores.

Las drogas, incluyendo enfáticamente el alcohol, con su efecto casi inmediato en el proceso mental, hacen trizas, casi instantáneamente, nuestro orden jerárquico de valores.

La televisión, con su "control remoto", cambia nuestro estado de animo. Nos lleva de la pena, al coraje, a la alegría, la indiferencia y finalmente nos insensibiliza, dejándonos como autómatas afectivos, trastocando continuamente el orden jerárquico de nuestros valores. Corremos el peligro de que nuestros valores cambien de orden con la misma rapidez con la cual usamos el "remote control" de nuestros televisores.

Este bombardeo no se limita a cosas materiales. Vivimos en un medio ambiente con un grado de insumo informativo que sobrecarga nuestra capacidad. Los "video tapes" con su "fast forward" y "rewind", refuerzan con repetitiva crueldad principios y valores ajenos, sin parar, sin final. Nos vemos así rodeados de un cambio constante de proporciones geométricas que detiene el proceso de madurez y amenaza con ponerlo en retroceso.

Nuevos valores, endiosados por un mundo consumerista, reemplazan en el orden jerárquico a nuestros valores tradicionales, creando a su vez otros cambios. Al no poder, o no lograr, terminar el proceso de meditar sobre nuestros valores, adoptamos los nuevos que nos brindan gratificación instantánea, relegando a una escala cada vez más baja, nuestros valores elementales y entre ellos el Valor Absoluto... centrar nuestras vidas en el servicio a Dios.

Partiendo de ese Valor Absoluto que tan espléndidamente expresa San Ignacio en la parte Principio y Fundamento de sus Ejercicios Espirituales (EE23): "El hombre es creado ... para servir a Dios nuestro Señor" debemos llevar a cabo un continuo proceso de discernimiento sobre nuestros valores, jerarquizando (poniéndolos en orden) para lograr armonizar nuestra naturaleza como la más amada creación de Dios.

Meditemos sobre nuestros valores. Pidámosle a Dios su ayuda. Examinemos nuestra vida diaria, nuestro hacer y nuestro sentir y en la intimidad de la oración, de nuestro contacto con Dios, busquemos SU mensaje en la respuesta a estas preguntas:

¿De qué cosas en mi pasado me alegro más? ¿Que cosas me entristecen más?

¿Qué cosas le pido a Dios?

¿De qué temas hablo? ¿Qué leo, qué películas veo, qué programas de TV veo?

¿En qué gasto mi dinero?

¿Qué amistades tengo?, ¿Qué busco en ellas?

¿En cuales aspectos de una persona me suelo fijar más?

¿Cuales personajes históricos admiro más?, ¿Por qué?

¿Cuales son las personas que admiro más?, ¿Por qué?

¿Qué admiro más en mi padre?, ¿en mi madre?, ¿hermanos o hermanas?, ¿amigos?, ¿hijos?

¿Qué me molesta más en mi padre?, ¿en mi madre?,¿hermanos o hermanas?, ¿amigos?, ¿hijos?

Al pensar en el matrimonio, ¿en qué me fijé en la que sería, o es, mi esposa?,

¿Qué echo de menos en mi vida?

Si muero esta noche, ¿qué querría que recordaran de mi?, ¿Qué preferiría que olvidaran?

Después de analizar los componentes de las respuestas sinceras a estas preguntas, poniendo el fruto de ellas en su justo y correcto orden, hagamos el ejercicio de dedicarle algún tiempo adicional a... escribir la homilía de nuestro funeral.

Hecho esto, meditemos sobre nuestras vidas, dediquemos nuestro esfuerzo a jerarquizar nuestros valores y pronto llegaremos a la realización de la importancia del Valor Absoluto como punto de partida y comienzo de todo el ordenamiento de nuestra existencia.

Solo así lograremos armonía en nuestras vidas.

Jorge L. Beléndez *


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