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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

De la variedad a la unidad (2)

Y la misma resurrección que le trajo a la vida literaria durante el siglo xv, restauró a la par la significación unitaria del vocablo España y le dotó de un nuevo contenido sentimental y humano

El correr del tiempo en hostil lejanía, dentro de marcos constitucionales y económicos dispares, proyectando su pareja vitalidad hacia horizontes históricos diversos y en perpetua creación de intereses politicos y humanos distintos y a veces encontrados —Castilla fué fiel aliada y la Señoría de Aragón permanente enemiga de Francia; y Portugal se unió a Inglaterra, cien años en guerra con los franceses a su vez aliados de los castellanos— produjo un daño inmenso a la futura unión de los reinos españoles. Porque fué aflojando el parentesco temperamental que a todos vinculaba desde siempre, fué acentuando las diferencias de su contextura vital y fué afirmando la orgullosa concepción de su disimilitud frente a la idea, que parecía marchitarse para siempre, de la superior unidad de España.

Pero el milagro se produjo. La dinastía que regía Aragón se extinguió. La firme solidaridad federal entre los reinos de la Corona de Aragón tras siglos de vida en común, el interés de la burguesía barcelonesa de no perder sus contactos económicos con el traspaís aragonés y el amor a la libertad que a todos animaba —como señala Vicens Vives, creyeron que unos reyes elegidos habían de ser más respetuosos con la ley, puesto que debían su entronización a un pacto, no a la herencia— llevaron al Compromiso de Caspe —compromiso en el sentido antiguo y moderno del vocablo. Un príncipe castellano fué elegido rey y una dinastía castellana rigió en adelante a la Señoría Aragonesa.

De Caspe arranca el nuevo tejer del tapiz de España. De arriba habían venido los impulsos que, durante cientos y cientos de años, habían apartado y diferenciado a las comunidades políticas nacidas de la sincrónica y diversa resistencia originaria contra el moro. De arriba iban a venir en adelante los impulsos favorables al contacto y entrelace y a la vinculación y unión de esas agrupaciones históricas. Los Trastamaras de Aragón no traicionaron a su nuevo reino. Le sirvieron con lealtad y con fervor, continuaron su política tradicional en el Mediterráneo: el castellano Alfonso V de Aragón conquistó Nápoles y la castellana doña Maria —la "buena reina"— gobernó con acierto a la confederación aragonesa. Pero los condes-reyes de la nueva dinastía no pudieron olvidar su tierra nativa y vivieron políticamente a horcajadas sobre la frontera de los dos Estados. Afectiva e interesadamente fueron a la par aragoneses y castellanos.

Los infantes de Aragón revolvieron a Castilla; pero no como sus abuelos Alfonso III, Jaime II, Pedro IV, desde fuera, atentos a los intereses politicos de su Señoría, es decir de la confederación. La revolvieron desde dentro, como magnates castellanos; como la habían revuelto los infantes, los ricoshombres y los señores del país, durante siglos. Esas revueltas no más dignas de simpatía que las otras —los torpes y ora débiles ora crueles reyes hispanos medievales fueron inconscientes y egoístas instrumentos del destino en el eterno caminar de la historia, entonces hacia la creación del estado moderno con la superación del llamado régimen feudal— provocaron sin embargo una intensa y continua corriente de ósmosis y endósmosis, de la Corona de Aragón hacia la de Castilla y de ésta hacia aquélla. Una corriente de hombres, de ideas, de formas literarias... y un entrecruce de hablas; se tradujeron al catalán obras escritas en castellano, algunos catalanes escribieron indistintamente en las dos lenguas y, aunque por excepción, también se dió a veces el caso contrario: en el poeta Pedro Navarro, por ejemplo.

Esa doble corriente fué fecunda y aun decisive en el hacer de España. Al cabo de media siglo de señorío de los Trastamaras en Castilla, en Aragón y en Navarra, el entrecruce de los intereses dinásticos, los contactos politicos, las frecuentaciones cortesanas y nobiliarias, los ininterrumpidos acercamientos humanos fueron creando un clima propicio para la comprensión y la concreción de la superior unidad española. Hacia 1463 un señor aragonés, cortesano y poeta, al servicio de Catalina de Foix, hija de Juan II y regente de Navarra, reunió en el llamado Cancionero de Herberay una larga serie de poesías en castellano, de autores de la vieja y la nueva generación, nacidos en todas las regiones de España, desde Galicia a Cataluña. Hugo de Urríes, su probable autor, reprodujo composiciones de los viejos maestros Macías, Juan Rodriguez del Padrón, Santillana y Juan de Mena; de conversos castellanos como el bachiller Alfonso de la Torre, preceptor del príncipe de Viana, el bufón Juan de Valladolid y el poeta que se hizo monje Juan de Macuela; de converses aragoneses como Pedro de Santa Fe; de grandes señores de Castilla como Alfonso Enríquez, Rodrigo Manrique, Lope de Estúñiga, Juan de Pimentel, Garcia de Padilla, Diego Gómez de Sandoval, Gonzalo de Avila; de poetas de Aragón como Pedro de Vacas, Juan de Dueñas,..., del valenciano Suero de Ribera, del navarro Carlos de Arellano, de los catalanes Pere Torrella, Pedro Navarro, Gregorio... Aubrun, que acaba de estudiar y de editor el cancionero de Herberay, califica de "española" la joven generación poética que en él aparece. "Nous disons —escribe—'espagnole', car elle est à la confluence unique de deux inspirations diverses, aragonaise et castillane, elles memes issues de sources napolitaine, provençale, francaise et galaico-portugaise .. Cette génération se caractérise d'abord por l'unité de son inspiration, signe avant coureur de l'unité spiritnelle et corporelle de l'Espagne." Y el mismo Aubrun califica el año 1468—fecha del Cancionero- como el de la unidad espiritual de España.

Durante el bache —ya señalado y explicado— que la superior unidad afectiva supraregnícola española sufrió en el siglo XIV, la voz España, perdiendo su sentido histórico unitario, pasó a veces a identificarse con Castilla. Con tal significado la emplearon algunos poetas aduladores castellanos: el autor del Poema de Alfonso XI llamó a éste con frecuencia rey de España; y otorgaron el mismo título a Enrique III: Pedro Ferruz, Villasandino y Baena —ha reunido sus citas Rosa Lida. E hicieron otro tanto, fuera del ámbito peninsular, algunos autores como Mateo Villani (t 1363) hasta los que llegó quizás el eco de la superior riqueza y potencia castellanas, a través tal vez de la reacción hostil de otros peninsulares ante tal realidad. Ocurrió entonces como con la idea imperial leonesa, más afirmada en los textos cuanto menor fundamento politico podía hallar en el cada día más debilitado reino de León; Castilla comenzó a ser identificada con España cuando su auténtica potencia política había empezado a declinar frente a la potencia de los reinos hermanos.

Con los cambios del siglo xv recobró la voz España su viejo medieval significado. La vuelta a la antigüedad, en el pre-Renacimiento, movió a algunos autores castellanos a emplear a veces el plural las Españas desde hacía siglos olvidado. Pero reapareció, contra lo que piensa Rosa Lida, sin ninguna significación política, como un eco del renovado gusto por la lectura de los autores clásicos. Y la misma resurrección que le trajo a la vida literaria durante el siglo xv, restauró a la por la significación unitaria del vocablo España y le dotó de un nuevo contenido sentimental y humano.

El mismo marqués de Santillana, que había usado el plural latinizante las Españas, que nunca confundió España con Castilla y que siempre otorgó a aquélla los límites geográficos de la vieja Hispania, escribió una dolorida lamentación de Spania —la incluyó Hugo de Urríes (?) en su cancionero— y empleó como vocativos equivalentes estas emotivas palabras: "¡O patria mía! ¡España!"

No fueron tan lejos los otros escritores castellanos del Cuatrocientos.

Juan de Mena dedicó el laberinto "A1 muy prepotente don Johan el segundo . . al gran Rey d'Espanya, al Cesar nouelo"; y en su lisonja extendió el título a su esposa y la llamó "ynclita reyna de España". Pero no sé si esa adulación implicaba la identificación intencionada de España y Castilla, porque también escribió:

"de España non solo mas de todo el mundo rey se mostraua, segund su manera".

Mena y otros poetas no menus fáciles al ditirambo, si no llegaron a escribir como Santillana: ''¡Oh patria mía! ¡España!", tuvieron conciencia de la unidad espiritual y humana de España: Mena calificó, por ejemplo, a Juan II, de "lunbre de España" y en un anónimo "Dezir de la Fortuna", incluído en el Cancionero de Hugo de Urríes ( ? ), se llama a don Alvaro de Lana: "El mayor hombre d'Espanya." El estudio de la historia antigua de España y sobre todo el de la Hispania gótica, ya desgajada del cuerpo del Imperio de Roma y formando una única unidad estatal, llena además de nostalgia a los hombres cultos de la época: a don Alonso de Cartagena y a Mosén Diego de Valera entre otros.

No puedo seguir la pista de cómo sentían a España en Portugal y en Cataluña en vísperas de la unión de Aragón y de Castilla con el matrimonio de los Reyes Católicos. Esa indagación permitiría comprobar si, como ha dicho Ortega y Gasset, sólo cabezas castellanas han concebido la idea de la España integral. No sé; sospecho que Maravall —no he podido leer su anunciado libro— habrá hallado pruebas de que también fuera del reino de Castilla se sentía a España unitariamente. Así la sintieron a lo menos los historiadores catalanes del siglo xv.

El que más hizo por la unión de las dos coronas aragonesa y castellana fué un hombre nacido en Castilla pero que pasó casi toda su vida fuera de alla. Me refiero a Juan II de Aragón. En su excelente libro sobre él, Vicens Vives ha destacado en qué apremiantes circunstancias, con qué constancia, con qué sacrificio, con qué hábil astucia... concibió, planeó y negoció el matrimonio de su hijo Fernando con la infanta castellana. No reparó en insistir, transigir, renunciar cuando fué preciso; ni en adular a unos ni en comprar a otros cuando fué necesario. Y todo en medio de su lucha con los rebeldes y con el mismo Luis XI. Lo había apuntado Jiménez Soler, no podemos hoy dudar de que Juan II fué el gran artífice de la unidad de España.

¿De la unidad de España? Sí. Se ha negado que el matrimonio de Isabel y Fernando hiciera a España y se ha acusado a ambos de no haber concebido la idea de formar una solo nación. Tales negaciones y acusaciones de algunos aragoneses y de algunos catalanes, son tan injustas como las loas de muchos otros españoles a la realidad del nacimiento de España por obra de los Reyes Católicos. Si los hombres no fuéramos los seres más absurdos y contradictorios del universo y si no estuviera ya agotada nuestra capacidad de asombro y de sorpresa, pocas actitudes críticas podrían suscitarnos mayor admiración. Porque se irritan de que Fernando e Isabel dejaran intacto el doble armazón estatal de los reinos que su boda había unido, quienes van más allá del federalismo al uso en nuestros días y quisieran que sólo un leve y tenue hilo vinculara las que llaman nacionalidades hispanas. Y se exaltan jubilosos ante la obra de los Reyes Católicos, que en verdad realizaron una pura y balbuciente unión personal de sus dos monarquías, quienes desearían que España fuese integralmente unitaria y centralista. Ni unos ni otros tienen razón; como no la tienen quienes lloran todavía el supuesto o auténtico despojo de doña Juana la Beltraneja y dedican más páginas a presentar el proceso histórico del mismo que a la misma obra de España bajo el reinado de los Reyes Católicos. Como si los hombres hubiéramos podido llegar desde la edad de las cavernas hasta nuestra era atómica sin que la historia hubiese presenciado millones y millones de injustos quebrantamientos de las más varias normas jurídicas. Para vivir conforme a la más pura, prístina, inmaculada y virginal legalidad tendríamos que seguir viviendo aún conforme a la articulación originaria de la tribu o tal vez en un régimen todavía más remoto y simple. Y como no tienen razón tampoco los gallegos para renegar de los Reyes Católicos, soberanos que combatieron con rigor a los magnates bandoleros; a los feroces caciques que los tiranizaban por entonces, nietos y abuelos, a la por, de quienes los habían oprimido y los siguieron oprimiendo con violencia desde dentro de su solar regnícola.

Para la conjunta estructuración de España como una unidad vital e histórica dieron los Reyes Católicos el primer peso. Un paso no muy largo, porque no pudieron darle mayor, pero que fué sin embargo el decisivo.

El que permitió a España pasar el Rubicón de su fraccionamiento.

No pudieron darle mayor, acabo de escribir. Y así es. Se olvida de ordinario que Isabel y Fernando se enfrentaron con una España inexistente y múltiple, desintegrada en reinos diversos, celosos, vigilantes y hostiles, separados por muchos siglos de vida independiente, con organizaciones sociales y políticas dispares, con alianzas internacionales encontradas, con ideates diferentes y con economías inarmónicas.

Al advenimiento de los Reyes Católicos las comunidades regionales de España se diferenciaban menos entre sí que las del país más unitario y centralista de Europa, Francia. Las apartaban menores diferencias étnicas y culturales que a marselleses de bretones, a borgoñones de aquitanos o a provenzales de normandos. Antes de nuestra era, porque España era el fondo del saco del mundo, y con ocasión de la reconquista, por la obligada repoblación de las tierras ganadas al Islam, se habían producido en la Peninsula más intensas y prolongadas migraciones y contactos humanos que en ningún otro pueblo de Occidente. He señalado muchas voces la importancia histórica de ese doble proceso. Con excepción de las gentes del norte cántabro y pirenaico, ninguno de los otros grupos populares de Hispania habitaba sino desde hacía unos pocos siglos —los andaluces y los valencianos desde hacía poco más de dos— en el solar histórico que ocupaban al advenimiento de los Reyes Católicos. Y, como hace poco he registrado, tanto en las tierras norteñas como en las de nueva y novísima colonización se habían reunido pobladores de estirpe muy heterogénea. No es difícil caleular los resultados de ese colosal trasiego humano y de esa heterogeneidad, en orden a la aproximación sanguínea y espiritual de todas.

Los vinculaba prietamente la comunal tarea única que, con intensidad dispar pero sin excepción alguna, habían realizado durante siglos: la guerra contra el moro y la repoblación del país ganado al enemigo. Y los unían las proyecciones de esa tarea común sobre su manera de ester en la vida.

Pero por estrecha que fuera esa vinculación , era enorme el peso muerto con que la historia apartada de los diversos reinos hispanos lastraba el intento de unificar España. No obstante las grandes diferencias culturales, étnicas, temperamentales, de misión histórica, de contextura vital, etc que habían distinguido a los diversos pueblos y regiones de la Francia medieval, siempre había habido un rex francorum, que había tenido un papel unificador y catalizador en la articulación feudal de la nación. Ese rey pudo hacer Francia transformando en efectiva su autoridad nominal sobre algunas zonas del país que habían estado regidas por sus grandes vasallos. Fué una tarea difícil, pero consistió en añadir a un poder central, nunca caduco teoréticamente, provincias que habían gozado haste allí de una mayor o manor autonomía vasallática. La igualdad jurídica de los reinos hispanos y la vida inconexa de las colectividades que habitaban dentro de sus fronteras hizo extremadamente ardua la unificación de España. Si las minorías cultas comprendían la superior solidaridad española —recordemos las palabras del marqués de Santillana—, la gran mayoría de cada uno de los pueblos sentía con fuerza la tradición de extranjería que los había separado durante siglos.

Ni siquiera se liberaron de esa tradición los castellanos En los comienzos del reinado cuidaron, tal vez con excesivo celo, de salvaguardar los derechos de soberanía de la reina propietaria con limitación precisa de los del rey consorte, lo qu e implicó, lógicamente, la afirmación de la vida política separada de las dos monarquías a lo largo del reinado de los dos soberanos. Y no llevaron luego a bien la disposición de los Reyes Católicos en las Cortes de Toledo de 1480 autorizando la salida a Aragón de carnes, cueros y otras varies mercaderías cuya saca fuera del reino estaba prohibida de antiguo. En las Cortes de Burgos de 1512 pidieron a don Fernando que revocase la autorización de exportarlas para evitar su carestía. El rey les respondió: "Que por las Cortes de Toledo se hizo esta ley aviendo consideracion de la hunion y hermandad que estos rreynos tienen con Aragon, y que reuocarse no se podria hazer sin cavsar algun escandalo."

Los Reyes Católicos no pudieron enfrentar esa fortísima corriente de opinión de la que ellos mismos, naturalmente, eran prisioneros. Se dieron cuenta de que era tan imposible articular sus reinos en una unidad estatal, siquiera fuera en la más liviana forma federativa, como imprescindible aproximar a sus súbditos y crear en ellos intereses e ideates comunes.

Es sabido que la sentencia arbitral del cardenal Mendoza y del arzobispo Carrillo de Albornoz, dictada el 4 de enero de 1475, y el poder dado por la reina Isabel al rey don Fernando, fechado en 28 de abril del mismo año, establecieron la diarquía como forma de gobierno y esa fué después la forma de regimiento de las dos coronas reunidas. Pero no crearon instituciones estatales comunes. Los naturales de cada reino conservaron su propia y dispar ciudadanía y se rigieron por sus leyes peculiares. Ninguno podía desempeñar cargos públicos fuera de su país. Barreras aduaneras siguieron separándolos. Las ganancias territoriales por los Reyes Católicos logradas no constituyeron un patrimonio politico común; unas se incorporaron a Castilla: Canarias, Granada y las Indias; otras se unieron a Aragón: Nápoles y las plazas de Africa. Y ni siquiera Navarra al ser conquistada formó una entidad gubernamental aparte; fué en seguida vinculada a la corona castellana. Jurídicamente, aunque juntas bajo un mismo señorío, los reinos heredados o ganados por Fernando e Isabel no constituyeron por tanto una auténtica unidad estatal.

La mera unión personal de las dos monarquías era hoja propicia a ser aventada por el viento más leve. Los Reyes Católicos confiaban en el mañana. Lo tenue del vínculo establecido entre sus reinos favorecía además la unidad peninsular a que aspiraban. Su política matrimonial portuguesa podía conducir al enlace de los tres reinos hispánicos y el respeto a la personalidad de los ya unidos podía facilitar el nuevo ayuntamiento. Durante algunos meses un niño, el príncipe don Miguel, llegó a ser príncipe heredero de las tres coronas de Portugal, Castilla y Aragón.

Pero Isabel y Fernando no dejaron librada al azar la consolidación de su obra. "Pares, por la gracia de Dios, los nuestros reinos de Castilla e de Leon e de Aragon son unidos, e tenemos esperanza que, por su piedad, de aquí adelante estarán en unión... asi es razón que todos los naturales dellos se traten e comuniquen en sus tratos e facimientos", decían en la ley III del Ordenamiento de las Cortes de Toledo de 1480. Así iniciaron la empresa de trabar a sus pueblos. Mas, ¿cómo conseguir su efectiva solidaridad?

La libertad de tráfico decretada entre Castilla y Aragón sólo a la largo podía provocarla. Tampoco podía acelerarla la renovación de la vida cultural del país por ellos emprendida, aunque al interesar por las mismas tareas del espíritu a las minorías intelectuales de sus dos monarquías no dejaran de contribuir al acercamiento de sus súbditos.

Los Reyes Católicos buscaron por ello otros fundentes más rápidos. Los hallaron en la exaltación del prestigio de la realeza en toda España, mediante una política de restauración de la paz pública y de la justicia comunal, de sometimiento de los altaneros magnates a la ley, de saneamiento del erario y de mejora del nivel de vida colectivo; y mediante la inteligente explotación de los comunes rasgos temperamentales de sus súbditos: del dinamismo guerrero que a todos sacudía y de la singular exaltación religiosa que a todos torturaba.

Las medidas de buen gobierno, al acrecentar el crédito personal de la monarquía en el país, ataban a todos los reinos por la general simpatía hacia el nuevo orden de cosas que su unión había procurado. La satisfacción de las inclinaciones temperamentales de todos contribuía a afirmar en ellos sentimientos e ideates colectivos. Por ello, a un tiempo emprendieron la pacificación y saneamiento interior del país y dos políticas enlazadas y complementarias: La conquista del reino de Granada y la drástica persecución de la' hierética pravedad" de los conversos judaizantes. Ambas políticas eran populares en toda la Peninsula . Pensadores y poetas cas tellanos venían clamando durante todo un siglo por la conclusión de la reconquista, tal aventura no dejaba indiferentes a los súbditos de la Corona de Aragón y la lucha con los moros era además un buen palenque para que castellanos y aragoneses se acercaran en una empresa común El antisemitismo de las masas, mezcla de antipatía religiosa al pueblo deicida y de odio a los hebreos, sus explotadores seculares, triunfaba en toda la Peninsula; en los mismos años tuvieron los reyes que enfrentar la decidida actitud antijudaica de la clerecía y del pueblo en Zaragoza y en Zamora. E Isabel y Fernando abandonaron la tradicional tolerancia de las dos realezas de Aragón y de Castilla y la tradicional protección de ambos a sus súbditos judíos, tanto a los que se habían convertido al cristianismo como a los que seguían fieles a su fe; establecieron la Inquisición, para castigar la falsía herética de los primeros; acabaron decretando la expulsión de los segundos y procuraron así un cauce común a los comunes sentimientos del vulgo intolerante de su doble monarquía. Y continuaron echando leña al fuego de los entusiasmos colectivos de sus súbditos mediante una política de expansión en el Mediterráneo y de prestigio en Europa toda, siguiendo las directrices de la tradición catalano-aragonesa y abriendo a la par nuevas válvulas de escape al activismo hispano.

Cierto que los medios elegidos por los Reyes Católicos para acercar a aragoneses y castellanos eran extremadamente peligrosos para el porvenir de España —atenuaban la sensibilidad política de los españoles, deformaban su sensibilidad religiosa y exaltaban su ímpetu imperial. Pero no tenían otros a su alcance para crear ideales, sentimientos, emulaciones e intereses colectivos entre sus súbditos dispares. La extranjería era muy vieja y estaba muy arraigada. Su unión era recentísima y precaria. Y ni aquélla ni ésta brindaban bases muy sólidas para aventurarse por otros caminos que por los por ellos elegidos.

A. Sánchez..*


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