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De la variedad a la unidad (1)
Si se trata de establecer un paralelo entre el espíritu, la sensibilidad, la capacidad emotiva, el ímpetu pasional, etc., etc., etc., es decir entre la contextura temperamental de las comunidades históricas que integraban la fraccionada España de los siglos medios, se encontrará sorprendido por el estrechísimo parentesco espiritual y vital de las mismas
Durante el siglo XII se realizaron dos
uniones, fecundas, a la largo, en el hacer de España. El
matrimonio de doña Petronila de Aragón y de Berenguer IV de
Barcelona impidió que el reino aragonés se uniera al de León y
Castilla y por lo pronto frustró la posible articulación de una
monarquía unitaria en la España central. Pero "Dios
escribe derecho por caminos torcidos", como dice el refrán,
y al cabo esa frustración y el consecuente nacimiento de la
Corona Aragonesa tuvieron en verdad proyecciones históricas
importantísimas para la futura unidad hispana: vincularon
perdurablemente Cataluña a un pueblo cispirenaico de lengua y de
vida diversas de la suya; y esa vinculación hizo nacer y afirmó
en ella un espíritu pactista que, asegurado luego, cuando la
Señoría conquistó Valencia y Baleares, la ató para siempre a
España.
A fines de siglo, para castigar la traición del rey de Navarra,
quien en las horas críticas de la cristiandad española que
precedieron y siguieron a la rota de Alarcos (1195) se había
aliado con los almohades, el castellano Alfonso VIII entró en
son de guerra en tierras vascas. Habían formado parte del reino
de Oviedo en el siglo IX mientras Pamplona se aliaba con los
musulmanes del valle del Ebro; habían integrado en el X la
Castilla condal y sólo tardíamente se habían incorporado a
Navarra. El rey castellano estaba en Vitoria, cuando los
guipuzcoanos pactaron voluntariamente su unión a Castilla. Alava
se unió poco después. El señorío de Vizcaya dependía de la
corona castellana desde el reinado de Alfonso VI desde la
muerte de Sancho el de Peñalén en 1076 y no se había
apartarlo de ella sino algunos años, por la usurpación de
Alfonso el Batallador de Aragón (1109-1134). Y así, a partir
del año 1200, la "Euzcadi" de hoy vivió la misma
historia que el pueblo a cuya formación había contribuído, con
su sangre y con su espíritu, en sus ya lejanos albores: la
historia de Castilla. Al unirla a su vida, Castilla iniciaba su
gran empresa de restaurar la unidad española.
En la primera mitad del siglo XIII todavía hallamos sin embargo
como un eco del antiguo secesionismo castellano. Había muerto
inesperadamente el niño rey Enrique I. Correspondía el trono de
Castilla a su hermana doña Berenguela, que tenía dos hijos de
su matrimonio con Alfonso IX de León, anulado por la Iglesia con
motivo del parentesco que unía entre sí a los esposos. La nueva
reina hizo venir a su primogénito, que estaba con su padre, sin
informar a éste del suceso que motivaba su llamada. El pueblo
castellano llevó al trono a don Fernando. Y el autor de la
"Crónica latina de los reyes de Castilla" según
Cirot, su editor, obispo de Plasencia o de Osma, al relatar
la astucia de doña Berenguela, se congratula de que, gracias a
tal diligencia, los castellanos no hubieran dejado de tener su
propio rey.
En ningún otro de los reinos cristianos de España se habría
pensado a la sazón de modo diferente. La historia había
afirmado la diferenciación estatal de las comunidades políticas
nacidas de la local resistencia originaria contra los musulmanes.
Pero la idea de la unidad de Hispania había sobrevivido a todos
los fraccionamientos políticos de la Península. Menéndez Pidal
ha señalado la ausencia de enconos regionales y la pervivencia
de la conciencia unitaria de España en el Cantar de Mío Cid. El
juglar de Medinaceli descubre lo vivaz de tal sentimiento cuando
pone en boca de algunos personajes alusiones a España como
realidad geográfica, presente siempre en la mente de sus hijos:
el conde de Barcelona, cautivado por el Cid, exclama: "Non
combré vn bocado por quanta ha en toda España" (v. 1021) y
el conde don Garcia se dirige así a Alfonso VI, en las cartas de
Toledo: "Merced ya rey, el mejor de toda España" (v.
3271). El cantor del Cid hace pensar a uno y otro conde, en
graves instantes de sus vidas, no en sus propias tierras nativas,
sino en la superior unidad de Hispania; y va todavía más lejos,
cuando presenta a España como ámbito normal de la fama de
hechos notables en ella ocurridos: "De questo acorro fablara
toda España", dice por ejemplo.
Esa idea unitaria se afirma como resultado de la gran labor
historiográfica que se lleva a cabo en León y Castilla, durante
el siglo XIII, por iniciativa de sus reyes, tras la unión de los
dos reinos en 1230. Lucas de Tuy al escribir su Chronicon Mundi
se deja ganar por el espíritu de San Isidoro, saturado de
orgullo nacional hispánico; y ese orgullo nacional preside la
redacción de su obra: la desunión del pueblo español le lleva
a la derrota y su unión al éxito.
Don Rodrigo Ximénez de Rada, un navarro castellanizado -nació
en Puente la Reina y fue durante largos años arzobispo de Toledo
dió todavía muestras más precisas de su concepción
unitaria de España. Tituló su obra Reram in Hispania gestarum
Chronicon y escribió en verdad la historia general de la
Península hasta sus mismos días.
La llamada Crónica General responde a su título: Estoria de
Espanna. Todo el pasado hispánico, desde los fabulosos tiempos
primitivos hasta la muerte de Fernando III, desfila por sus
páginas. En ellas se entrevera la historia del reino de León y
Castilla con la de otros estados cristianos españoles y con la
de los musulmanes peninsulares. La Crónica General, comenzada
por iniciativa y bajo la dirección de Alfonso X y concluida en
la carta de su hijo Sancho IV, refleja además, de continuo, una
clara idea de la unidad de España.
Y la historiografía no castellana recogió también el mismo
pensamiento. En Portugal se escribió, según Lindley, la segunda
gran historia general de España, la llamada Crónica de 1344; en
Aragón, Juan Fernández de Heredia, Gran Maestre de Rodas,
redactó, hacia 1385, "La grant e verdadera estoria de
Espanya" o "Grant cronica de Espanya"; en Navarra,
Fray García Enguí, obispo de Bayona y confesor de Carlos III,
compuso una "Chronica de los fechos subcedidos en
España"; el catalán Ribera de Perpejá escribió la
"Cronica de Espanya"; y Masso Torrents y Sánchez
Alonso han destacado la influencia ejercida, fuera de Castilla el
segundo y en Cataluña el primero traducciones, préstamos,
continuaciones, por la obra "De rebus Hispaniae"
del Toledano y por la "Estoria de Espanna" del Rey
Sabio.
La tradición histórica, enraizada en la antigüedad, afirmaba
en las mentes de los hombres cultos de todos los reinos
cristianos de la Península esa concepción unitaria de Hispania,
vencedora de su fraccionamiento político ya secular. Queda dicho
antes que los catalanes sintieron con tanta vivacidad como los
demás españoles la superior unidad peninsular. Abundan los
testimonios de la realidad de tal sentimiento. En la mente y en
el corazón de los dos más grandes reyes de la dinastía
catalana, Jaime I y Pedro III, anidaba con fuerza. Hace poco he
recordado que en 1271, a la salida del concilio de Lyon, tras
haber ofrecido la cooperación de sus hombres y de su flota para
emprender una cruzada, al retirarse de la asamblea Jaime I
exclamó: "Barones, ya podemos marcharnos; hoy a lo menos
hemos dejado bien puesto el honor de España". Y queda
también dicho que Pedro III juzgó que había salvado el honor
de España al acudir, tan heroica como novelescamente, a Burdeos
para batirse con Carlos de Anjou, manteniendo su palabra. Jaime I
y Pedro III no pensaron en esos dos mementos de su vida en sus
reinos peculiares, no pensaron que con sus actos habían honrado
a los pueblos que regían; pensaron que sus hechos honraban a la
superior comunidad histórica, vital y afectiva de que formaban
parte sus estados.
España constituía para esos dos reyes catalanes, no sólo una
unidad geográfica, sino una entidad humana, cerrada y unitaria,
frente al resto de la cristiandad occidental.
No por la honra sino en interés de esa comunidad histórica y
vital "para salvar a España", esas fueron sus
palabras Jaime I intervino en Murcia y sometió a los moros
murcianos alzados contra Alfonso el Sabio. Esa comunidad vital e
histórica tenía problemas atañentes a todos sus hijos; por
ello otro gran rey catalán, Jaime II, al conocer la muerte de
Sancho el Bravo y la subida al trono de Castilla del niño rey
Fernando IV, pudo decir que iba a recaer sobre él la carga toda
de España. Y el gran historiador catalán Muntaner reclamaba una
política conjunta de los cuatro reyes de España, «que son
escribe d'una carn e d´una sang".
Muntaner hubiera podido extender esa unidad a los pueblos regidos
por esos reyes, porque en verdad todos ellos eran de una carne y
de una sangre. Y de un espíritu y de una sensibilidad, habría
podido decir también. España, la España honrada y salvada por
Jaime I, estaba fraccionada en reinos diferentes, pero esa
pluralidad de estados, ¿implicaba una idéntica diferenciación
de las comunidades humanas que vivían dentro de sus fronteras?
La respuesta a esta pregunta requiere una investigación que
está por realizar; no puedo acometerla aquí, exige un libro.
He hablado al comenzar éste de cómo cabe establecer una
jerarquización múltiple entre las agrupaciones que viven
estilos de vida diferentes.
Podemos descender desde la diferenciación del ángel, el hombre
y la bestia, hasta el enfrentamiento de las contexturas vitales
de quienes viven en dos valles cercanos. Dentro de las
agrupaciones orgánicas que parezcan más trabadas y unitarias,
Galicia, Asturias, León, las dos Castillas, Vascongadas,
Navarra, Aragón, Cataluña, Baleares, Valencia, Murcia,
Andalucía, Extremadura, Portugal, ¿cuántas esenciales
diferencias pueden destacarse entre sus múltiples zonas
dispares? A la inversa, me parece seguro que quien emprenda la
tarea difícil pero no imposible para un español, fácil
para un extranjero, por serlo, libre de los amores y de los
enconos regionales hispanos de establecer un paralelo entre
el espíritu, la sensibilidad, la capacidad emotiva, el ímpetu
pasional, etc., etc., etc., es decir entre la contextura
temperamental de las comunidades históricas que integraban la
fraccionada España de los siglos medios, se encontrará
sorprendido por el estrechísimo parentesco espiritual y vital de
las mismas. Si no se detiene en sus diferentes superestructuras y
sabe penetrar hasta el cogollo de sus almas colectivas, al
auscultar con atención la aparente inarmonía de sus voces,
llegará a asombrarle la unidad de acordes de la gran sinfonía
española medieval.
Muchas veces no siempre con rigor se han señalado
las diferencias sociales, políticas, culturales... que
caracterizaron a los distintos reinos hispano-cristianos; nadie,
que yo sepa, ha establecido con claridad y precisión los
supuestos antagonismos y los supuestos contrastes temperamentales
que se supone distinguieron a los pueblos. La consideración de
algunos problemas del pasado de España me ha forzado en
ocasiones a realizar por mi cuenta en forma somera, claro
está, dado lo proteico de este libro el paralelo que
sugiero a los estudiosos españoles y no españoles. Y en tales
casos, de continuo, he podido comprobar la analogía, no sólo de
las ideas matrices de todos esos grupos históricos las
ideas son siempre patrimonio comunal de las gentes más dispares
en una misma época sino de sus más peculiares reacciones,
sentimientos, apetencias, impulsos, ideales, rencores, sañas...
He ido registrando de paso muchas de esas analogías ultimamente
al presentar a Cataluña en España. El parangón puede llevarse
mucho más lejos. Queda señalado el hispanismo integral del
catalán Raimundo Lulio. En las crónicas de Jaime I: y de
Muntaner se hallan algunas de las más peculiares
características de los escritores españoles de todos los
tiempos. A ambos "el intento de expresar el objeto de su
observación o de su pensamiento se les enreda con la expresión
del simultáneo oleaje de su experiencia íntima". Muntaner
está presente en su obra con todo su ser, como lo están en las
suyas entre otros castellanos de su siglo: don Juan Manuel y el
canciller Ayala. Los artistas de Cataluña y de Castilla muestran
a veces parojos barroquismo y patetismo y el mismo gusto por el
retrato y por la captación de las cosas menudas. Su común yo
explosivo los lleva en ocasiones a firmar su obra escultórica
(San Cugat del Vallés) o a representarse realizándola ( San
Vicente de Avila). Recordemos, las dos manifestaciones de
religiosidad vasallática del tahur catalán y de los andaluces
sitiados por el moro; la equiparación del honor de Celestina en
Castilla con el del verdugo en Cataluña; el verter de su fuerza
intelectiva por el catalán Eximenis, el castellano Sánchez de
Arévalo y el portugués Alvaro Pelayo hacia especulaciones
filosófico-jurídico-morales no demasiado disímiles; la pareja
inclinación hacia las aventuras del comercio exterior, con
preferencia a las quietas tareas industriales, de las dos grandes
capitales económicas de Castilla y Cataluña: Burgos y
Barcelona; la altura análoga alcanzada por el antisemitismo en
todos los pueblos hispanos medievales, tal vez con la única
excepción de Galicia, por lo insignificante en ella de las masas
judías; la coincidencia del grito anárquico de los salmantinos
del siglo XII: "Todos somos caudillos de nuestras
cabezas", con las anárquicas palabras del aragonés Servet:
"a medida que desaparezcan todos los motivos para que haya
gobierno se abolirá todo poder y toda autoridad". y el
paralelo podría ampliarse muchísimo y a todos los peninsulares.
Los mismos españoles de entonces sintieron a veces que algunos
caracteres les eran comunes a todos: el Arcipreste de Hita
escribió, por ejemplo:
Más orgullo é más bryo tienes que toda España (804 b) Con
buen serviçio vençen cavalleros d'España (621 c)
Sí; por bajo de sus múltiples diferencias menores aproximaban a
los pueblos cristianos de la España medieval muchos rasgos
temperamentales esenciales. Todos se sentían torturados por la
soberbia, la pasión, la audacia, el espíritu aventurero; todos
mostraban áspera rudeza, análoga exaltación de un arriscado y
anárquico yo y pareja sensibilidad religiosa; todos anteponían
el fuero al huevo y sabían enfrentar a la muerte con coraje;
todos proyectaban su vitalidad hacia empresas de voluntad más
que hacia las tareas del espíritu; todos gustaban más de la
moral que de la filosofía y triunfaban en las disciplinas y en
las actividades reguladoras de la convivencia colectiva más que
en las puras especulaciones científicas y en el estudio del
hombre y de la naturaleza; todos sintieron con fuerza el orgullo
y la dignidad de la persona humana integral y en todos se
generalizó haste en las masas el sentido caballeresco del
honor.. .
Por todo ello me atrevo a pensar que no sólo "siempre"
sino en todos los reinos hispanos medievales, "han tenido
pica las ocas", como dice el proverbio catalán. Ha sido la
historia, la que con su complicado y maravilloso juego de fuerzas
en ella la herencia temperamental pone en acción la
turbina de la vida espiritual y material de los pueblos; turbina
que a su vez genera energías cuyo entrecruce y acumulación crea
la corriente vital del temperamento nacional y de la contextura
orgánica de la comunidad, ha sido la historia la que ha
ido acentuando o atenuando diferencias o contrastes entre las
diversas agrupaciones históricas en que Hispania se halló
fraccionada durante los siglos medievales.Para juzgar del íntimo
parentesco de esas agrupaciones importa no olvidar el tremendo
entrecruce de masas humanas que se produjo en la Peninsula a lo
largo de esos siglos. Primero, de Sur a Norte: con la doble
emigracián de muchedumbre de refugiados hispanos y godos,
durante las primeras décadas del señorío musulmán en
Hispania; y, en seguida, con la de numerosos mozárabes y
numerosos judíos, cuando les fué difícil la vida en tierras
islamitas. Y después, de Norte a Sur, en el curso de las largas
jornadas de la reconquista y repoblación del país, desde
Covadonga hasta Granada. Galicia, por ejemplo, fué en el siglo
VIII segunda patria para muchas gentes acogidas al reparo de sus
montes; y desde el IX, ubérrima proveedora de repobladores para
todas las nuevas tierras de España para la meseta del
Duero, para las ciudades del Tajo y del Guadiana y para
Andalucía. Y Vasconia fué no menos fecunda madre de
colonizadores que Galicia. En mi tierra de Avila se entreveran,
por ejemplo, con los hispanoromanos y los godos, los montañeses,
los castellanos, los gallegos y los navarros. Y así en todas. Y
si los unían las sangres, los unió más tarde la igualdad de
vida en las etapas sucesivas de la lucha contra el moro
tras la batalla, la puebla y tras la puebla, la batalla.
El íntimo parentesco temperamental de las comunidades humanas
regidas por diferentes organizaciones políticas fué sin embargo
débil aglutinante para el hacer de España. El milenario
espiritu secesionista de todos los peninsulares, que su común
soberbia exacerbaba; los crecientes orgullos colectivos de los
reinos que la historia había ido creando y afirmando, y los
puntillosos intereses dinásticos, exaltados por la misma
condición de españoles de los príncipes, hicieron incluso
imprevisible durante siglos la idea de la articulación unitaria
de los diversos pueblos de España. Había surgido un sistema
federal en la llamada Corona Aragonesa, pero nada hacía adivinar
que esa organización pudiera extenderse a las otras monarquías
españolas. La más fuerte y rica de todas ellas, Castilla, se
había constituído sobre la base de la fusión política en un
solo haz de los dos reinos, castellano y leonés, en 1230, y se
había afirmado mediante la conquista y la asimilación de las
tierras islámicas del sur. A mediados del siglo XIII la
supremacía peninsular del reino de Castilla y León era evidente
Pero los reyes y los grandes magnates castellano-leoneses
dilapidaron esa superioridad con sus torpezas y sus ambiciones,
mientras los condes-reyes de la Señoría de Aragón creaban su
imperio mediterráneo y aprovechaban, con habilidad y sin
escrúpulos, las discordias civiles de la potencia hegemónica
para debilitarla, interviniendo en ellas.
España tiene una larga cuenta contra Sancho IV el Bravo o, lo
que es igual, el Furioso. Su impaciente ambición le llevó a
alzarse contra su padre Alfonso X y a revolver el reino.
Triunfó, pero no era lo bastante firme de voluntad para ser
prudente, ni lo bastante inteligente para ser astuto. Oscilaba
entre la debilidad y la cólera. Se entregó a un favorito, con
lo que irritó a muchos; y lo mató luego, con lo que se
enemistó con sus poderosos familiares. Tan pronto se mostraba
arrogante y haste cruel ordenó la muerte de cuatrocientos
ciudadanos de Talavera como cedía ante un apremio urgente.
Calculó mal las posibilidades de victoria de los reyes de
Francia y Aragón; calculó aun peor los daños que aquél, sin
fronteras apenas con Castilla, y éste, su vecino peninsular,
podían hacer a su reino. Y, olvidando sus deberes de solidaridad
con el país hermano, se alió con la monarquía ultrapirenaica,
en mementos muy graves para la Corona Aragonesa, y creó un agudo
motivo de resentimiento contra él en los condes-reyes. Y más
tarde, cuando Jaime II, aparentando olvidarlo, negoció con él,
se dejó engañar y entregó al aragonés los Anjou que tenía en
su poder y que constituían en sus manos un importante triunfo en
el juego politico peninsular.
También contra Jaime II de Aragón tiene España una sombría
cuenta. Tras haber engañado a Sancho IV, cuando poco después
moría éste, antepuso un innoble deseo de vengar pasados
agravios a sus deberes de hispánica solidaridad. Y aprovechando
la difícil situación del rey niño Fernando IV y de su madre,
la prudente doña Maria de Molina, atizó la discordia civil que
destrozó a Castilla; reconoció al pretendiente don Alfonso de
la Cerda, lo ayudó y a los magnates castellanos rebeldes e
invadió por su cuenta el reino de Murcia. Su deuda con España
es doblemente grave porque tenía una alta y clara idea de la
comunidad espiritual, vital e histórica que ella constituía. Y
porque, aparte de hacer arder a Castilla en una sangrienta
llamarada, llegó a poner en peligro la frontera con el moro. En
medio de la discordia por él azuzada fué difícil acudir, en
defensa del Estrecho, a la sombra de gobierno castellano que,
hundido en el pantano de la crisis, se debatía en la impotencia
allá lejos, al Norte del Duero. Y todo para obtener, como
compensación de tanto mal a España, la zona septentrional del
reino de Murcia.
Y es mayor aun el crédito infausto que España puede presentar
contra la serie de infantes, ricoshombres o señores
castellano-leoneses que, por pura ambición de poder y de
riqueza, fueron desleales y traidores muy pocos podrían
rechazar en justicia estos epítetos no sólo a su rey sino
a Castilla y por ende a toda la comunidad histórica española.
Al hundir al reino en la guerra civil durante el reinado de
Fernando IV y la minoría de Alfonso XI, no sólo interrumpieron
la gran empresa nacional de la reconquista la rebeldía de
don Juan Manuel hizo fracasar, por ejemplo, la campaña
castellano-aragonesa contra Algeciras y Almería: quebraron
ala por la supremacía de Castilla en la Peninsula y dificultaron
la unificación de España.
La aguda sensibilidad política del pueblo castellano, de la que
ya me he ocupado, y la presencia de doña Maria de Molina
salvaron la unidad del reino. Jaime II en las postrimerías de su
reinado cambió de política frente a Castilla. Esta fué
gobernada durante algunas décadas por un rey enérgico y activo,
Allonso XI. Pedro I en los primeros años de su reinado afirmó
la supremacía castellana en la Peninsula en su antihispánica
pero victoriosa guerra contra Pedro IV de Aragón. Mas su vesania
atizó la siempre latente rebeldía nobiliaria, el aragonés
aprovechó astutamente la ocasión para liberarse de la garra del
Rey Cruel y otra vez Castilla se hundió en la discordia, que ni
siquiera terminó con el fratricidio de Montiel.
Todo este largo rosario de sucesos y el fracaso de Juan I de
Castilla en Portugal, mantuvieron el equilibrio de poder entre
los tres grandes reinos cristianos de Hispania. Mas al prolongar
su apartamiento y al afirmar su enemistad en guerras entre ellos,
entonces exteriores, pero que hoy nos parecen fraternas -sólo
ciego a los intereses colectivos de todos los hispanos
(escupiéndose a sí mismo, podríamos decir) puede ningún
peninsular regodearse al recordarlas, hicieron cada vez
más difícil la unidad de España
A. Sánchez*
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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