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Tres lugares comunes de las leyendas negras Indice de Revistas De la variedad a la unidad (2)

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

De la variedad a la unidad (1)

Si se trata de establecer un paralelo entre el espíritu, la sensibilidad, la capacidad emotiva, el ímpetu pasional, etc., etc., etc., es decir entre la contextura temperamental de las comunidades históricas que integraban la fraccionada España de los siglos medios, se encontrará sorprendido por el estrechísimo parentesco espiritual y vital de las mismas

Durante el siglo XII se realizaron dos uniones, fecundas, a la largo, en el hacer de España. El matrimonio de doña Petronila de Aragón y de Berenguer IV de Barcelona impidió que el reino aragonés se uniera al de León y Castilla y por lo pronto frustró la posible articulación de una monarquía unitaria en la España central. Pero "Dios escribe derecho por caminos torcidos", como dice el refrán, y al cabo esa frustración y el consecuente nacimiento de la Corona Aragonesa tuvieron en verdad proyecciones históricas importantísimas para la futura unidad hispana: vincularon perdurablemente Cataluña a un pueblo cispirenaico de lengua y de vida diversas de la suya; y esa vinculación hizo nacer y afirmó en ella un espíritu pactista que, asegurado luego, cuando la Señoría conquistó Valencia y Baleares, la ató para siempre a España.

A fines de siglo, para castigar la traición del rey de Navarra, quien en las horas críticas de la cristiandad española que precedieron y siguieron a la rota de Alarcos (1195) se había aliado con los almohades, el castellano Alfonso VIII entró en son de guerra en tierras vascas. Habían formado parte del reino de Oviedo en el siglo IX mientras Pamplona se aliaba con los musulmanes del valle del Ebro; habían integrado en el X la Castilla condal y sólo tardíamente se habían incorporado a Navarra. El rey castellano estaba en Vitoria, cuando los guipuzcoanos pactaron voluntariamente su unión a Castilla. Alava se unió poco después. El señorío de Vizcaya dependía de la corona castellana desde el reinado de Alfonso VI —desde la muerte de Sancho el de Peñalén en 1076— y no se había apartarlo de ella sino algunos años, por la usurpación de Alfonso el Batallador de Aragón (1109-1134). Y así, a partir del año 1200, la "Euzcadi" de hoy vivió la misma historia que el pueblo a cuya formación había contribuído, con su sangre y con su espíritu, en sus ya lejanos albores: la historia de Castilla. Al unirla a su vida, Castilla iniciaba su gran empresa de restaurar la unidad española.

En la primera mitad del siglo XIII todavía hallamos sin embargo como un eco del antiguo secesionismo castellano. Había muerto inesperadamente el niño rey Enrique I. Correspondía el trono de Castilla a su hermana doña Berenguela, que tenía dos hijos de su matrimonio con Alfonso IX de León, anulado por la Iglesia con motivo del parentesco que unía entre sí a los esposos. La nueva reina hizo venir a su primogénito, que estaba con su padre, sin informar a éste del suceso que motivaba su llamada. El pueblo castellano llevó al trono a don Fernando. Y el autor de la "Crónica latina de los reyes de Castilla" —según Cirot, su editor, obispo de Plasencia o de Osma—, al relatar la astucia de doña Berenguela, se congratula de que, gracias a tal diligencia, los castellanos no hubieran dejado de tener su propio rey.

En ningún otro de los reinos cristianos de España se habría pensado a la sazón de modo diferente. La historia había afirmado la diferenciación estatal de las comunidades políticas nacidas de la local resistencia originaria contra los musulmanes.

Pero la idea de la unidad de Hispania había sobrevivido a todos los fraccionamientos políticos de la Península. Menéndez Pidal ha señalado la ausencia de enconos regionales y la pervivencia de la conciencia unitaria de España en el Cantar de Mío Cid. El juglar de Medinaceli descubre lo vivaz de tal sentimiento cuando pone en boca de algunos personajes alusiones a España como realidad geográfica, presente siempre en la mente de sus hijos: el conde de Barcelona, cautivado por el Cid, exclama: "Non combré vn bocado por quanta ha en toda España" (v. 1021) y el conde don Garcia se dirige así a Alfonso VI, en las cartas de Toledo: "Merced ya rey, el mejor de toda España" (v. 3271). El cantor del Cid hace pensar a uno y otro conde, en graves instantes de sus vidas, no en sus propias tierras nativas, sino en la superior unidad de Hispania; y va todavía más lejos, cuando presenta a España como ámbito normal de la fama de hechos notables en ella ocurridos: "De questo acorro fablara toda España", dice por ejemplo.

Esa idea unitaria se afirma como resultado de la gran labor historiográfica que se lleva a cabo en León y Castilla, durante el siglo XIII, por iniciativa de sus reyes, tras la unión de los dos reinos en 1230. Lucas de Tuy al escribir su Chronicon Mundi se deja ganar por el espíritu de San Isidoro, saturado de orgullo nacional hispánico; y ese orgullo nacional preside la redacción de su obra: la desunión del pueblo español le lleva a la derrota y su unión al éxito.

Don Rodrigo Ximénez de Rada, un navarro castellanizado -nació en Puente la Reina y fue durante largos años arzobispo de Toledo —dió todavía muestras más precisas de su concepción unitaria de España. Tituló su obra Reram in Hispania gestarum Chronicon y escribió en verdad la historia general de la Península hasta sus mismos días.

La llamada Crónica General responde a su título: Estoria de Espanna. Todo el pasado hispánico, desde los fabulosos tiempos primitivos hasta la muerte de Fernando III, desfila por sus páginas. En ellas se entrevera la historia del reino de León y Castilla con la de otros estados cristianos españoles y con la de los musulmanes peninsulares. La Crónica General, comenzada por iniciativa y bajo la dirección de Alfonso X y concluida en la carta de su hijo Sancho IV, refleja además, de continuo, una clara idea de la unidad de España.

Y la historiografía no castellana recogió también el mismo pensamiento. En Portugal se escribió, según Lindley, la segunda gran historia general de España, la llamada Crónica de 1344; en Aragón, Juan Fernández de Heredia, Gran Maestre de Rodas, redactó, hacia 1385, "La grant e verdadera estoria de Espanya" o "Grant cronica de Espanya"; en Navarra, Fray García Enguí, obispo de Bayona y confesor de Carlos III, compuso una "Chronica de los fechos subcedidos en España"; el catalán Ribera de Perpejá escribió la "Cronica de Espanya"; y Masso Torrents y Sánchez Alonso han destacado la influencia ejercida, fuera de Castilla el segundo y en Cataluña el primero —traducciones, préstamos, continuaciones—, por la obra "De rebus Hispaniae" del Toledano y por la "Estoria de Espanna" del Rey Sabio.

La tradición histórica, enraizada en la antigüedad, afirmaba en las mentes de los hombres cultos de todos los reinos cristianos de la Península esa concepción unitaria de Hispania, vencedora de su fraccionamiento político ya secular. Queda dicho antes que los catalanes sintieron con tanta vivacidad como los demás españoles la superior unidad peninsular. Abundan los testimonios de la realidad de tal sentimiento. En la mente y en el corazón de los dos más grandes reyes de la dinastía catalana, Jaime I y Pedro III, anidaba con fuerza. Hace poco he recordado que en 1271, a la salida del concilio de Lyon, tras haber ofrecido la cooperación de sus hombres y de su flota para emprender una cruzada, al retirarse de la asamblea Jaime I exclamó: "Barones, ya podemos marcharnos; hoy a lo menos hemos dejado bien puesto el honor de España". Y queda también dicho que Pedro III juzgó que había salvado el honor de España al acudir, tan heroica como novelescamente, a Burdeos para batirse con Carlos de Anjou, manteniendo su palabra. Jaime I y Pedro III no pensaron en esos dos mementos de su vida en sus reinos peculiares, no pensaron que con sus actos habían honrado a los pueblos que regían; pensaron que sus hechos honraban a la superior comunidad histórica, vital y afectiva de que formaban parte sus estados.

España constituía para esos dos reyes catalanes, no sólo una unidad geográfica, sino una entidad humana, cerrada y unitaria, frente al resto de la cristiandad occidental.

No por la honra sino en interés de esa comunidad histórica y vital —"para salvar a España", esas fueron sus palabras— Jaime I intervino en Murcia y sometió a los moros murcianos alzados contra Alfonso el Sabio. Esa comunidad vital e histórica tenía problemas atañentes a todos sus hijos; por ello otro gran rey catalán, Jaime II, al conocer la muerte de Sancho el Bravo y la subida al trono de Castilla del niño rey Fernando IV, pudo decir que iba a recaer sobre él la carga toda de España. Y el gran historiador catalán Muntaner reclamaba una política conjunta de los cuatro reyes de España, «que son —escribe— d'una carn e d´una sang".

Muntaner hubiera podido extender esa unidad a los pueblos regidos por esos reyes, porque en verdad todos ellos eran de una carne y de una sangre. Y de un espíritu y de una sensibilidad, habría podido decir también. España, la España honrada y salvada por Jaime I, estaba fraccionada en reinos diferentes, pero esa pluralidad de estados, ¿implicaba una idéntica diferenciación de las comunidades humanas que vivían dentro de sus fronteras? La respuesta a esta pregunta requiere una investigación que está por realizar; no puedo acometerla aquí, exige un libro.

He hablado al comenzar éste de cómo cabe establecer una jerarquización múltiple entre las agrupaciones que viven estilos de vida diferentes.

Podemos descender desde la diferenciación del ángel, el hombre y la bestia, hasta el enfrentamiento de las contexturas vitales de quienes viven en dos valles cercanos. Dentro de las agrupaciones orgánicas que parezcan más trabadas y unitarias, Galicia, Asturias, León, las dos Castillas, Vascongadas, Navarra, Aragón, Cataluña, Baleares, Valencia, Murcia, Andalucía, Extremadura, Portugal, ¿cuántas esenciales diferencias pueden destacarse entre sus múltiples zonas dispares? A la inversa, me parece seguro que quien emprenda la tarea —difícil pero no imposible para un español, fácil para un extranjero, por serlo, libre de los amores y de los enconos regionales hispanos— de establecer un paralelo entre el espíritu, la sensibilidad, la capacidad emotiva, el ímpetu pasional, etc., etc., etc., es decir entre la contextura temperamental de las comunidades históricas que integraban la fraccionada España de los siglos medios, se encontrará sorprendido por el estrechísimo parentesco espiritual y vital de las mismas. Si no se detiene en sus diferentes superestructuras y sabe penetrar hasta el cogollo de sus almas colectivas, al auscultar con atención la aparente inarmonía de sus voces, llegará a asombrarle la unidad de acordes de la gran sinfonía española medieval.

Muchas veces —no siempre con rigor— se han señalado las diferencias sociales, políticas, culturales... que caracterizaron a los distintos reinos hispano-cristianos; nadie, que yo sepa, ha establecido con claridad y precisión los supuestos antagonismos y los supuestos contrastes temperamentales que se supone distinguieron a los pueblos. La consideración de algunos problemas del pasado de España me ha forzado en ocasiones a realizar por mi cuenta —en forma somera, claro está, dado lo proteico de este libro— el paralelo que sugiero a los estudiosos españoles y no españoles. Y en tales casos, de continuo, he podido comprobar la analogía, no sólo de las ideas matrices de todos esos grupos históricos —las ideas son siempre patrimonio comunal de las gentes más dispares en una misma época— sino de sus más peculiares reacciones, sentimientos, apetencias, impulsos, ideales, rencores, sañas...

He ido registrando de paso muchas de esas analogías ultimamente al presentar a Cataluña en España. El parangón puede llevarse mucho más lejos. Queda señalado el hispanismo integral del catalán Raimundo Lulio. En las crónicas de Jaime I: y de Muntaner se hallan algunas de las más peculiares características de los escritores españoles de todos los tiempos. A ambos "el intento de expresar el objeto de su observación o de su pensamiento se les enreda con la expresión del simultáneo oleaje de su experiencia íntima". Muntaner está presente en su obra con todo su ser, como lo están en las suyas entre otros castellanos de su siglo: don Juan Manuel y el canciller Ayala. Los artistas de Cataluña y de Castilla muestran a veces parojos barroquismo y patetismo y el mismo gusto por el retrato y por la captación de las cosas menudas. Su común yo explosivo los lleva en ocasiones a firmar su obra escultórica (San Cugat del Vallés) o a representarse realizándola ( San Vicente de Avila). Recordemos, las dos manifestaciones de religiosidad vasallática del tahur catalán y de los andaluces sitiados por el moro; la equiparación del honor de Celestina en Castilla con el del verdugo en Cataluña; el verter de su fuerza intelectiva por el catalán Eximenis, el castellano Sánchez de Arévalo y el portugués Alvaro Pelayo hacia especulaciones filosófico-jurídico-morales no demasiado disímiles; la pareja inclinación hacia las aventuras del comercio exterior, con preferencia a las quietas tareas industriales, de las dos grandes capitales económicas de Castilla y Cataluña: Burgos y Barcelona; la altura análoga alcanzada por el antisemitismo en todos los pueblos hispanos medievales, tal vez con la única excepción de Galicia, por lo insignificante en ella de las masas judías; la coincidencia del grito anárquico de los salmantinos del siglo XII: "Todos somos caudillos de nuestras cabezas", con las anárquicas palabras del aragonés Servet: "a medida que desaparezcan todos los motivos para que haya gobierno se abolirá todo poder y toda autoridad". y el paralelo podría ampliarse muchísimo y a todos los peninsulares.

Los mismos españoles de entonces sintieron a veces que algunos caracteres les eran comunes a todos: el Arcipreste de Hita escribió, por ejemplo:

Más orgullo é más bryo tienes que toda España (804 b) Con buen serviçio vençen cavalleros d'España (621 c)

Sí; por bajo de sus múltiples diferencias menores aproximaban a los pueblos cristianos de la España medieval muchos rasgos temperamentales esenciales. Todos se sentían torturados por la soberbia, la pasión, la audacia, el espíritu aventurero; todos mostraban áspera rudeza, análoga exaltación de un arriscado y anárquico yo y pareja sensibilidad religiosa; todos anteponían el fuero al huevo y sabían enfrentar a la muerte con coraje; todos proyectaban su vitalidad hacia empresas de voluntad más que hacia las tareas del espíritu; todos gustaban más de la moral que de la filosofía y triunfaban en las disciplinas y en las actividades reguladoras de la convivencia colectiva más que en las puras especulaciones científicas y en el estudio del hombre y de la naturaleza; todos sintieron con fuerza el orgullo y la dignidad de la persona humana integral y en todos se generalizó haste en las masas el sentido caballeresco del honor.. .

Por todo ello me atrevo a pensar que no sólo "siempre" sino en todos los reinos hispanos medievales, "han tenido pica las ocas", como dice el proverbio catalán. Ha sido la historia, la que con su complicado y maravilloso juego de fuerzas —en ella la herencia temperamental pone en acción la turbina de la vida espiritual y material de los pueblos; turbina que a su vez genera energías cuyo entrecruce y acumulación crea la corriente vital del temperamento nacional y de la contextura orgánica de la comunidad—, ha sido la historia la que ha ido acentuando o atenuando diferencias o contrastes entre las diversas agrupaciones históricas en que Hispania se halló fraccionada durante los siglos medievales.Para juzgar del íntimo parentesco de esas agrupaciones importa no olvidar el tremendo entrecruce de masas humanas que se produjo en la Peninsula a lo largo de esos siglos. Primero, de Sur a Norte: con la doble emigracián de muchedumbre de refugiados hispanos y godos, durante las primeras décadas del señorío musulmán en Hispania; y, en seguida, con la de numerosos mozárabes y numerosos judíos, cuando les fué difícil la vida en tierras islamitas. Y después, de Norte a Sur, en el curso de las largas jornadas de la reconquista y repoblación del país, desde Covadonga hasta Granada. Galicia, por ejemplo, fué en el siglo VIII segunda patria para muchas gentes acogidas al reparo de sus montes; y desde el IX, ubérrima proveedora de repobladores para todas las nuevas tierras de España —para la meseta del Duero, para las ciudades del Tajo y del Guadiana y para Andalucía. Y Vasconia fué no menos fecunda madre de colonizadores que Galicia. En mi tierra de Avila se entreveran, por ejemplo, con los hispanoromanos y los godos, los montañeses, los castellanos, los gallegos y los navarros. Y así en todas. Y si los unían las sangres, los unió más tarde la igualdad de vida en las etapas sucesivas de la lucha contra el moro —tras la batalla, la puebla y tras la puebla, la batalla.

El íntimo parentesco temperamental de las comunidades humanas regidas por diferentes organizaciones políticas fué sin embargo débil aglutinante para el hacer de España. El milenario espiritu secesionista de todos los peninsulares, que su común soberbia exacerbaba; los crecientes orgullos colectivos de los reinos que la historia había ido creando y afirmando, y los puntillosos intereses dinásticos, exaltados por la misma condición de españoles de los príncipes, hicieron incluso imprevisible durante siglos la idea de la articulación unitaria de los diversos pueblos de España. Había surgido un sistema federal en la llamada Corona Aragonesa, pero nada hacía adivinar que esa organización pudiera extenderse a las otras monarquías españolas. La más fuerte y rica de todas ellas, Castilla, se había constituído sobre la base de la fusión política en un solo haz de los dos reinos, castellano y leonés, en 1230, y se había afirmado mediante la conquista y la asimilación de las tierras islámicas del sur. A mediados del siglo XIII la supremacía peninsular del reino de Castilla y León era evidente Pero los reyes y los grandes magnates castellano-leoneses dilapidaron esa superioridad con sus torpezas y sus ambiciones, mientras los condes-reyes de la Señoría de Aragón creaban su imperio mediterráneo y aprovechaban, con habilidad y sin escrúpulos, las discordias civiles de la potencia hegemónica para debilitarla, interviniendo en ellas.

España tiene una larga cuenta contra Sancho IV el Bravo o, lo que es igual, el Furioso. Su impaciente ambición le llevó a alzarse contra su padre Alfonso X y a revolver el reino. Triunfó, pero no era lo bastante firme de voluntad para ser prudente, ni lo bastante inteligente para ser astuto. Oscilaba entre la debilidad y la cólera. Se entregó a un favorito, con lo que irritó a muchos; y lo mató luego, con lo que se enemistó con sus poderosos familiares. Tan pronto se mostraba arrogante y haste cruel —ordenó la muerte de cuatrocientos ciudadanos de Talavera— como cedía ante un apremio urgente. Calculó mal las posibilidades de victoria de los reyes de Francia y Aragón; calculó aun peor los daños que aquél, sin fronteras apenas con Castilla, y éste, su vecino peninsular, podían hacer a su reino. Y, olvidando sus deberes de solidaridad con el país hermano, se alió con la monarquía ultrapirenaica, en mementos muy graves para la Corona Aragonesa, y creó un agudo motivo de resentimiento contra él en los condes-reyes. Y más tarde, cuando Jaime II, aparentando olvidarlo, negoció con él, se dejó engañar y entregó al aragonés los Anjou que tenía en su poder y que constituían en sus manos un importante triunfo en el juego politico peninsular.

También contra Jaime II de Aragón tiene España una sombría cuenta. Tras haber engañado a Sancho IV, cuando poco después moría éste, antepuso un innoble deseo de vengar pasados agravios a sus deberes de hispánica solidaridad. Y aprovechando la difícil situación del rey niño Fernando IV y de su madre, la prudente doña Maria de Molina, atizó la discordia civil que destrozó a Castilla; reconoció al pretendiente don Alfonso de la Cerda, lo ayudó y a los magnates castellanos rebeldes e invadió por su cuenta el reino de Murcia. Su deuda con España es doblemente grave porque tenía una alta y clara idea de la comunidad espiritual, vital e histórica que ella constituía. Y porque, aparte de hacer arder a Castilla en una sangrienta llamarada, llegó a poner en peligro la frontera con el moro. En medio de la discordia por él azuzada fué difícil acudir, en defensa del Estrecho, a la sombra de gobierno castellano que, hundido en el pantano de la crisis, se debatía en la impotencia allá lejos, al Norte del Duero. Y todo para obtener, como compensación de tanto mal a España, la zona septentrional del reino de Murcia.

Y es mayor aun el crédito infausto que España puede presentar contra la serie de infantes, ricoshombres o señores castellano-leoneses que, por pura ambición de poder y de riqueza, fueron desleales y traidores —muy pocos podrían rechazar en justicia estos epítetos —no sólo a su rey sino a Castilla y por ende a toda la comunidad histórica española. Al hundir al reino en la guerra civil durante el reinado de Fernando IV y la minoría de Alfonso XI, no sólo interrumpieron la gran empresa nacional de la reconquista —la rebeldía de don Juan Manuel hizo fracasar, por ejemplo, la campaña castellano-aragonesa contra Algeciras y Almería—: quebraron ala por la supremacía de Castilla en la Peninsula y dificultaron la unificación de España.

La aguda sensibilidad política del pueblo castellano, de la que ya me he ocupado, y la presencia de doña Maria de Molina salvaron la unidad del reino. Jaime II en las postrimerías de su reinado cambió de política frente a Castilla. Esta fué gobernada durante algunas décadas por un rey enérgico y activo, Allonso XI. Pedro I en los primeros años de su reinado afirmó la supremacía castellana en la Peninsula en su antihispánica pero victoriosa guerra contra Pedro IV de Aragón. Mas su vesania atizó la siempre latente rebeldía nobiliaria, el aragonés aprovechó astutamente la ocasión para liberarse de la garra del Rey Cruel y otra vez Castilla se hundió en la discordia, que ni siquiera terminó con el fratricidio de Montiel.

Todo este largo rosario de sucesos y el fracaso de Juan I de Castilla en Portugal, mantuvieron el equilibrio de poder entre los tres grandes reinos cristianos de Hispania. Mas al prolongar su apartamiento y al afirmar su enemistad en guerras entre ellos, entonces exteriores, pero que hoy nos parecen fraternas -sólo ciego a los intereses colectivos de todos los hispanos (escupiéndose a sí mismo, podríamos decir) puede ningún peninsular regodearse al recordarlas—, hicieron cada vez más difícil la unidad de España



A. Sánchez*


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