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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Socializacion de la autoridad

Es la sociedad, no la partitocracia, quien ha de proporcionar los afanes y los hombres auténticamente representativos, promoviendo ante el Poder las necesidades y las aspiraciones, las claves verdaderamente democráticas.

Uno de los temas más tratados en nuestros días es el de la socialización. El término suele referirse a aspectos muy concretos, tales como la producción y distribución de la riqueza, el patrimonio colectivo de la cultura y la participación en el Poder. La socialización de la autoridad lleva a que la sociedad asuma y coopere eficazmente —de manera regular y constante— en funciones que ahora son reservadas al Poder o ejercidas casi exclusiva o predominantemente por sus instrumentos de acción pública.

¿Qué significa, qué puede significar en nuestra hora, hablar de socialización de la autoridad? El concepto no alude a un acto de voluntad política, sino a un proceso de crecimiento y madurez, con repercusiones en las esferas del Estado. Se trata de que hay funciones, actividades públicas, que deben ser recabadas y realizadas por el cuerpo social. ¿Está España ya en el estadio de madurez adecuado para acometer la tarea? Probablemente sí. Pero hay que recordar, a propósito de esto, que el único medio para adquirir de verdad la solvencia es empezando a comportarse solventemente. Sea como fuere, la sociedad española debe ampliar el área de ejercicio de sus funciones como tal sociedad responsable y hecha.

La circunstancia de que en la nación exista todavía una enseñanza decorosa, eficaz y plenamente social, compete, desde luego, al Estado. Pero no hay que perder de vista que el Estado, al obrar en consecuencia con el propósito de perfeccionar la enseñanza, lo que representa en realidad es el bien de la sociedad. Ha de llegar un momento en que el interés de la sociedad sea más viva, concurriendo, con ánimo perfectivo, en los sistemas educativos en un mayor afán de extensión y de solidaridad social. No puede haber sociedad fuerte con enseñanza débil o injusta; hasta ahora, ha sido el Estado quien ha enarbolado el propósito de la enseñanza, de la cultura popular, pero es la sociedad quien debe ir responsabilizándose, a través de sus organismos y corporaciones, de la preocupación educativa, por su importancia para el presente y para el futuro de la comunidad.

Asimismo, el problema de la representación política ha de ser primariamente planteado por el Estado; pero una vez sacado a la luz de las urgencias, es la sociedad quien ha de proporcionar los afanes y los hombres auténticamente representativos, promoviendo ante el Poder las necesidades y las aspiraciones, las claves verdaderamente democráticas. Enseñanza, libertades, cultura, economía, son funciones sociales. Por tanto, la sociedad ha de acceder a ellas, ha de comparecer en el terreno en que tales temas se plantean.

Queda claro que el desarrollo político ha de tener tres etapas: primera, el crecimiento social, la consolidación de unas estructuras convivenciales; segunda, la estabilidad institucional del Estado, que permita el progresivo desenvolvimiento del crecimiento civil; tercera, la transferencia paulatina y garantizada de funciones del Estado a la sociedad. Todo ello supone dos cosas: que el Estado sea fuerte y esté seguro de sí mismo y que la sociedad haya alcanzado su mayoría de edad, habiendo cuajado su progreso en opinión, en conciencia, en corporaciones y en actitudes.

De ahí se desprenderían dos actividades claramente diferenciadas: por una parte, el Estado, encargado de ejercer la autoridad en lo que es propio de la planificación general de la convivencia; en suma, del orden político. Por otra, la esfera de la sociedad, que iría asumiendo poco a poco sus funciones —su colaboración decisiva— de forma responsable y autónoma. Y aquí se abre un amplio campo de cooperación de la sociedad en los planos de la cultura, de la enseñanza, de la economía, de la representación y de la vida civil.

Si tal cualidad es rectamente entendida, pronto se verá que no supone sino un conjunto armonizado entre sus partes. No es que vaya a plantearse un divorcio entre Poder y pueblo; es que hemos llegado ya al momento, al trance histórico en que el conjunto requiere la fortaleza de las partes. El Poder ha de ser firme, pero ha de socializarse. El pueblo, hecho sociedad, ha de empezar a entender que su deber es asumir las responsabilidades particulares entre las que se desenvuelve su vivir. Desde luego con responsabilidad y solvencia. Pero también con autonomía y firmeza, con seguridad y espíritu civil. *


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