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Una idea genial: tener hijos Indice de Revistas Los "intelectuales" y el poder.

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

El reyno de Indias.

Análisis filosófico e histórico de las ideas que rompieron la unidad hispanoamericana y la concepción acertada

La primera falsificación en nuestra común historia hispanoamericana ha sido la mutilación de nuestro mapa, esto es, la omisión del enfoque geopolítico: la visión integral y conjunta de las Américas -el antiguo Reyno de Indias-, fragmentado desde el siglo pasado en multitud incontable de repúblicas, en diversa medida artificiales y pretendidamente «soberanas».

El «Reyno de Indias» con todo, no es el producto de la imaginación calenturienta de ningún nostálgico historiador.

Establecido por Don Carlos I de Castilla por Real Cédula de 1519 (ratificada por Ordenanza de Felipe II de 1573) tuvo vigencia jurídica en la Recopilación de las Leyes de Indias de 1682 (Ley I, Título I, Libro III) y en la Novísima Recopilación de 1805 (Ley VIII, Libro III, Título V) y efectivo imperio político hasta su funesta desintegración en las guerras civiles decimonónicas.

Desintegración expresamente prevista como posible por el emperador Carlos V, y a la cual conjuró durante tres centurias con cláusulas fundacionales como ésta: "Y porque es nuestra voluntad y lo hemos prometido y jurado que siempre permanezcan unidas para su mayor perpetuidad y firmeza, prohibimos la enajenación de ellas. Y mandamos que en ningún tiempo puedan ser separadas de nuestra Real Corona de Castilla, desunidas ni divididas en todo o en parte, ni a favor de ninguna persona. Y considerando la fidelidad de nuestros vasallos y los trabajos que los descubridores y pobladores pasaron en su descubrimiento y población para que tengan mayor certeza y confianza de que siempre estarán y permanecerán unidas a nuestra Real Corona, prometemos y damos nuestra fe y palabra real por Nos y por los Reyes, nuestros sucesores, de que para siempre jamás no serán enajenadas ni apartadas, ni en todo, ni en parte... por ninguna causa o razón o a favor de ninguna persona y si Nos o nuestros sucesores hiciéramos alguna donación o enajenación contra lo susodicho sea nula y por tal lo declaramos...".

Fernando VII, cautivo de Napoleón en Bayona, quebrantó -más o menos forzadamente- dicha solemne prohibición. De ahí toman origen nuestros males a partir de 1808.

Mas, la nulidad insalvable con que Carlos I fulminara cualquier eventual enajenación y fractura, constituyó, sin embargo, la fuente de nuestro legitimismo fernandista.

Volvamos, pues, la mirada inquisidora a aquel fecundo pasado común que, pese a las fronteras antojadizas que subsiguieron a las guerras de emancipación, pervive en este presente también radicalmente común, que prepara y anuncia (para bien o para mal de nuestros pueblos) un futuro también común.

El primer sofisma de la historiografía liberal -en que tantos antiliberales han caído- ha sido la fabricación masiva de nuestras campanudas «historias nacionales»: no hay ni puede haber -más que como enfoques parciales pero complementarios- v.g., una historia argentina, o peruana, o colombiana, etc.

Tampoco ha habido en sentido estricto «historias virreynales».

Los antiguos virreynatos americanos no engendraron naciones, ni su fraccionamiento afectó a la integridad de la nación o Estado subsiguiente.

Téngase presente que esos virreynatos o capitanías generales no fueron sino divisiones administrativas, y no políticas, del Reyno de Indias. Este punto capital de la cuestión ha sido poco atendido por nuestros historiadores y constitucionalistas.

El titular de la «soberanía» era (valga la aparente perogrullada) el «Soberano» e, institucionalmente, la Corona, encarnada en él.

Producida la secesión, las divisiones territoriales virreynales (o capitanías y reales audiencias) no sucedieron políticamente a la Corona ni, consiguientemente, la heredaron territorialmente.

De suyo, y dada su indivisa naturaleza política, la Corona no admite «sucesores».

Aconteció, sin embargo (y en general), que las nuevas autoridades, al tiempo de la secesión, asumieron «de hecho» el dominio (más o menos efectivo) sobre aquellas regiones sobre las cuales ejercían nominalmente su acción de gobierno.

Los conflictos limítrofes subsiguientes sólo podían tener algún sentido jurisdiccional en el marco integrador del Imperio. Convertidos en falsos enfrentamientos «nacionales» beneficiaron únicamente a las potencias anglosajonas dominantes.

En líneas generales puede argüirse que la posesión (principio del derecho privado recogido por el derecho internacional público) vale o fija títulos, salvo el caso de flagrante despojo o usurpación manifiesta de una anterior, real y pacífica posesión jurídica y política (como es el ejemplo paradigmático de nuestras Islas Malvinas, ocupadas violentamente por el Reino Unido en 1833).

La posesión efectiva estableció, ordinariamente, los alcances «soberanos» de los nuevos Estados surgidos de la fragmentación.

La no posesión, en cambio, engendró derechos, que llamaré «en expectativa», mantenidos, en tanto que tales, hasta una determinada y concluyente apropiación (sin perjuicio de los reclamos del opositor), tal como, v.g., aconteció con la llegada del Estado chileno trasandino a las bocas del Magallanes o la incorporación, a fines del s. XIX, de la Patagonia austral por parte del Estado argentino cisandino.

Esta es la realidad histórica comprobable en cada situación concreta y, sin perjuicio naturalmente, de las singularidades específicas de cada una de ellas.

La fragmentación del reyno de Indias

La «secesión de la secesión», asimismo, se explica, no por difusos motivos legales, jurídicos o sociológicos, sino por razones de política internacional vinculadas al equilibrio entre las potencias, como es el caso típico de la República Oriental del Uruguay, garantizada en 1830 por Gran Bretaña como artera división política del estuario del Plata, ambicionado por el Imperio del Brasil.

Por lo expuesto, cabe calificar -al menos en tanto que principio- como falacia o ficción legal a la regla enunciada en la cláusula «uti possidetis iuris» (poseeréis como de derecho poseías).

Los Estados americanos, sucesores presuntos de sus espacios verreynales (o capitanías), no poseyeron (ni, por consiguiente, continuaron poseyendo) lo que jamás antes habían poseído.

El único posesor (planteada en estos términos ambiguos la cuestión) había sido la Corona, esto es, el Rey. La posesión legítima lo era del Reyno de Indias en su totalidad nominal inajenable (pese a que, en oportunidades circunstanciales y parciales -como lo sucedido v.g., con la Florida- aquella prudente cláusula carolina hubiese sido violada).

No es menester, por ello, acudir a un recurso retórico para explicar la posterior viabilidad de los Estados americanos y de sus variadas dificultades geopolíticas. Todas ellas se explican, sin más, en el «statu quo» internacional emergente, que es uno de los sabios criterios de política clásica que da sustento actual a la defensa de nuestros Estados locales o «nacionales» frente a la globalización espúrea que los amenaza. Pero, cuya mejor y más eficaz defensa -quede ya dicho- está constituida por la progresiva (pero ininterrumpida) integración en torno a la Corona, principio institucional capaz, por su misma naturaleza supraestadual o supranacional, de fijar pautas comunes de verdadera política exterior frente a los modernos imperialismos que nos acosan, a salvo siempre (y con protección más adecuada) todas las particularidades regionales (o «nacionales») que tengan valor intrínseco de sobrevivencia o perduración.

Al principiar el s. XIX (1810) los americanos éramos españoles, no en función de sujetos de la «nación española» (pretensión absurda de las Cortes de Cádiz de 1812), sino en calidad de miembros de una de las Españas plurales: las Españas atlánticas, súbditos, por ende, de un mismo y único Soberano, a título específico y jurídico de Rey de Castilla.

Crisis ideológica

La invasión napoleónica a la península y los trágicos y oscuros sucesos de Bayona, que conllevan a la usurpación y sustitución dinástica, constituyen el detonante de la crisis ideológica incubada desde la segunda mitad del s. XVIII y claramente manifestada durante el mediocre reinado de Carlos IV.

El «despotismo ministerial» de los Borbones no impidió (antes fomentó) la difusión del virus iluminista que afectó marcadamente a un sector importante de la clase dirigente en la España peninsular y en América.

La corrupción intelectual (que es la más grave de las corrupciones porque -como afirma Santo Tomás- no tiene en sí misma remedio) que produce la Ilustración engendra en la esfera política el Liberalismo: etiqueta genérica que incluye la más variada gama de errores teológicos y filosóficos: subjetivismo, individualismo, naturalismo, racionalismo, jansenismo, estatismo, etc.

La causa eficiente de todas estas desviaciones doctrinales (que, en su orden, se presentan como tesis o principios -más bien dogmas- políticos) pertenece al plano contemplativo: es la inmanencia cognoscitiva, que se sistematiza con Descartes (s. XVIII) y desemboca en el idealismo absoluto alemán (Hegel, s. XIX), quintaesencia del iluminismo y fuente común de los panteísmos políticos del s. XX (fascismo, nacional socialismo y socialismo marxista), contra los cuales se alzó doctrinalmente la tradición, tanto en la pluma de sus más caracterizados expositores, cuanto por la acción de su dirigencia delegada cuando aquellos totalitarismos paganos se cebaron en la carne de la España peninsular, como también -recordémoslo- se habían cebado en el Austria católica de Dollfus, el canciller mártir del nazismo.

Porque, si como nos lo enseñó el Padre Sardá y Salvany el «liberalismo es pecado», el «nazismo es un crimen».

El contenido racionalista de la inmanencia cartesiana se origina, a su vez, en el conceptualismo racionalista de la escolástica tardía y, particularmente, en la negación de los co-principios reales del ser: esencia y existencia, tal como aparecen formulados en Francisco Suarez.

El Dieciocho es un siglo de contienda doctrinal entre las tendencias centralizantes de los Borbones (que da lugar, entre otros males, al regalismo) y las corrientes escolásticas dominadas, bien por los principios de un tomismo rígido, bien por los postulados suarecianos (en aquellas aulas regenteadas por la Compañía de Jesús).

En ese concreto contexto de enervamiento intelectual ha de valorarse la difusión de las doctrinas iluministas que llegaban de Francia.

El drama vital de los pueblos íberoamericanos lo constituyó la circunstancia de que la disolución del orden monárquico legítimo coincidiera con la penetración del veneno liberal (triunfante en la revolución francesa).

Empero, aquel mortífero veneno no alcanzó a la población común (las gentes), ni afectó con igual virulencia a las clases dirigentes (nobleza y clero), lo cual explica la recia y decidida reacción popular (en la Península y en América) contra el invasor francés revolucionario, manifestada en el movimiento juntista.

Al producirse el lamentable divorcio entre los estamentos populares y las clases jerárquicas (fenómeno que, por ningún motivo, se debe generalizar ya que se manifestó muy variablemente), éstas, al disociarse de su base popular, se «ideologizarán» y oscilarán, pendularmente, desde las «derechas reaccionarias» hasta las «izquierdas subversivas», sin abandonar jamás el campo de las burguesías «ilustradas», común a ambas.

El pueblo, convertido en «masa», desvinculado de sus líderes naturales y más o menos sometido por instinto de supervivencia a los caudillos locales, conservará (en un proceso de degradación paulatino) los valores centrales y esenciales del Antiguo Régimen, los cuales quedarán marginados del ordenamiento legal que subsigue o sustituye al ordenamiento normativo indiano (Leyes de Indias y legislación castellana supletoria).

Tal el sino trágico de Martín Fierro.

Nace así la correlación entre «pueblos reales» y «ficciones estatales» que todavía hoy dibuja al mapa íberoamericano.

A esas «ficciones legales», recogidas por las constituciones «de papel» (Alberdi), debemos oponerle nuestra constitución natural, clamando -al estilo del franciscano Castañeda en el anárquico Buenos Ayres de 1820-: «Por Castilla somos gente»; y no merced a ningún mito liberal o sajón.

La descripción efectuada no afecta sólo al s. XIX o a la primera mitad del s. XX. Es todavía hoy más actual que nunca, como lo atestiguan las minorías revolucionarias de Cuba, Chiapas, Nicaragua, o la Ciudad Autónoma de Buenos Aires: un mismo origen burgués y universitario, en muchos casos de educación católica, en disenso abismal con el orden concreto de las cosas: punto central de las ideologías utópicas.

No hallo yo diferencia alguna entre los ideólogos del ayer (un Miranda, un Monteagudo, un Castelli) y los infinitos Mirandas, Monteagudos o Castellis de hoy, que han invertebrado a la nación, convirtiéndola en una «sociedad en estado deliberativo».

Tampoco veo diferencias entre los militares de cabezas confusas del pasado (al modo de los Lavalles) y estas Fuerzas Armadas del presente, dislocadas de sus funciones específicas.

Ni la hay tampoco entre los mercantilistas y parásitos de los gobiernos del siglo anterior y los hodiernos Rivadavias al servicio de los «holdings» financieros del planeta.

Asimismo, el prototipo del liberal español comecuras y desarraigado (que tan perfectamente encarna el intuitivo y desprolijo Domingo Faustino Sarmiento) se repite en nuestros días en infinidad de mediocres imitadores que, con aquél, continúan vociferando que «la raza española es incapaz de comprender el gobierno de los hombres libres». ¡Oh supina ignorancia de la historia! ¡Oh desdén inaudito de la propia y libérrima identidad!

Guerras civiles

La crisis política e ideológica del s. XIX sumerge a las Españas en guerras civiles irresolubles que se prolongan con diversa intensidad y características, a lo largo del s. XX.

La presión metafísica del Antiguo Régimen llega vitalmente hasta nuestros días y contra ella se empecinan todas las corrientes de la Revolución.

Aquel orden de la tradición (combatido ferozmente a lo largo de siglo y medio) es la torre evangélica edificada sobre dura roca (Mt, 7, 24-27), que se asienta sobre los pilares ontológicos e inconmovibles de la naturaleza, la historia y la experiencia, a diferencia de la endeble construcción revolucionaria establecida sobre las movedizas arenas de las utopías, las abstracciones y las ideologías.

Aquellas «guerras civiles» de la Revolución (en visión que ya nos brindara en 1922 Marius André) desembocan en la «independencia» de los principales núcleos revolucionarios. Al margen de la voluntad específica de éstos para separarse (no siempre claramente comprendida en los niveles populares como es el caso elocuente de Méjico y el Alto Perú), la continuidad monárquica se tornó inviable por diversas situaciones históricas, condicionadas siempre por el tono ideológico impreso por el liberalismo:

I) En primer lugar, el zanjón divisorio socavado por las Cortes de Cádiz al decretar la unificación de la «Nación española», haciendo tabla rasa de la organización institucional existente y ahondando la separación entre «españoles peninsulares» y «españoles americanos».

«Golpe de estado institucional» le llamó (con agudeza) Felipe Ferreiro y suministró los motivos «legales» que justificaron el comienzo de la, impropiamente, llamada «guerra de emancipación».

1812 es precisamente el año en que el enigmático San Martín da principio de ejecución al plan general de sublevación, que o bien se inspiró o bien es el mismo que el plan escocés Maitland, hallado y publicado por Rodolfo Terragno.

II) La incomprensión de Fernando VII con relación al verdadero significado de las Juntas formadas en América en su nombre. Incomprensión fatal que, dadas las características tornadizas del monarca, era difícilmente superable.

III) En este mismo plano el retorno de Fernando VII a las prácticas abusivas del «despotismo ministerial» no facilitó, para nada, la comprensión y posible solución del conflicto americano.

IV) Ha de notarse que, cualquiera sea el nombre, aún impreciso, que los redactores del Manifiesto de los Persas (1814) se dieron a sí mismos («absolutistas») queda siempre bien en claro (de la acabada lectura de todo el Documento) que no se propiciaba la vuelta al estado anterior al diluvio de 1808, sino la progresiva y remozada restauración del régimen institucional abandonado por los Borbones.

V) El predominio intelectual de los liberales durante el decenio de 1810-1820 (no obstante el gobierno absoluto instaurado por el Rey en consonancia con las exigencias del Congreso de Viena) generó una atmósfera de duplicidad, principalmente en el ambiente militar, con referencia a los sucesos americanos. En el interior de dicha duplicidad (en algunos casos verdaderos actos de traición y felonía) ha de verse la mano de la Logia (masónica), en gran medida documentada por la moderna historiografía.

VI) En este orden nótese que casi todos los militares que luchan en América, y de manera particular los más sobresalientes, son militares españoles. Y más concretamente aún: son militares del ejército español; se han formado en España, han luchado en España, primero contra los británicos, luego contra los franceses. Sólo un anacronismo (verdadero dislate) hará de ellos ciudadanos «venezolanos» o «argentinos», como son los casos emblemáticos de Bolivar y de San Martín.

VII) Estos militares «españoles» se enfrentan a otros militares «españoles», en ocasiones con ejércitos cuya base popular combate nominalmente a favor del Rey.

VIII) El «Ejército», como institución de naturaleza política y pretoriana, aparece en las Españas después del vendaval napoleónico. No existe como tal en el Antiguo Régimen.

Sus jefes se contaminaron al contacto con los oficiales británicos y, casi sin excepción, fueron captados por las logias durante el transcurso de la guerra anglo-española contra Napoleón.

Esto explica claramente la naturaleza liberal congénita del Ejército metropolitano y de sus hijuelas americanas, naturaleza que nunca logró superar y que va, desde un Maroto, Espartero o Serrano. O bien, desde las crónicas y fracasadas intervenciones golpistas de siglo y medio hasta la novedosa actividad antinarcótica de los ejércitos hispanoamericanos.

IX) ¿Qué diferencias sicológicas se podrán encontrar entre los «generales», «generalísimos» o «mariscales» que, sin solución de continuidad, «se pronuncian» en la Metrópoli y en América a lo largo del siglo XIX? Todos ellos, en mayor o en menor medida, son el prototipo del militarote liberal, prepotente y sabelotodo... y en muchas oportunidades... también masón, marionetas burlescas en manos del imperialismo yanki.

¡Qué lejos estamos de Don Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán!

X) Dije alguna vez que el estallido de la Corona provocó el «caudillismo» y es esto tan verdadero que las «democracias latinoamericanas» (para desesperación de los constitucionalistas liberales) jamás han logrado superar esa impronta de cuna que sus ejércitos «libertadores» les han impreso en los albores de la «emancipación» del «Amo español», convirtiendo a la unidad plurisecular y fecunda de la monarquía católica en el coto de caza de las Naciones anglosajonas.

Incomprensión fatal

Aquel malentendido trágico entre el Rey y su pueblo (en 1814) impulsó a éste a prescindir de aquél para poder salvaguardar los otros objetivos del trilema tradicional. Ahora, ya sin el Rey, defender y conservar a Dios y a la Patria. Esfuerzo heroico de todos los Pueblos Americanos hasta este hoy de apostasía sincretista y mimética.

Esfuerzo en gran medida vano, porque la desunión que subsiguió a la ausencia del Rey -eje común de la compleja organización institucional hispánica- hizo cruda verdad la profecía de nuestro Martín Fierro:

"Los hermanos sean unidos
porque esa es la ley primera;
tengan unión verdadera,
en cualquier tiempo que sea,
porque si entre ellos pelean
los devoran los de ajuera".

Así, pues, más allá de las planificaciones específicamente militares y del plan global de interferencia británica (veta ésta abierta a la avidez de los investigadores) la guerra de independencia, tal como se presentó, fue una «cuestión de hecho», fruto, en primera instancia, de la catástrofe de la monarquía española en Bayona y que abrió el cauce a las guerras intestinas que llenan tan dolorosamente todo el siglo XIX hispanoamericano y que constituyen la razón principal de la crónica inestabilidad de las repúblicas surgidas en su consecuencia, como tantas veces lo he destacado.

La excepción del Brasil, salvado de la balcanización general merced al sistema monárquico, es un ejemplo notorio de la seriedad del desastre mejicano (devorado por los poderosos E.E.U.U.); o centroamericano (cuya partición instigó la misma potencia); o sudamericano: campo de acción propicio de la Gran Bretaña, principalmente en el estratégico Cono Sur.

Esta afirmación de carácter institucional en nada modifica la apreciación política que merezca la proclividad británica de los Braganza en su conflicto geopolítico con la Confederación Argentina y el Estado Oriental y las simpatías de estirpe que sintamos por los «gaúchos» separatistas del Rio Grande do Sul, cuya segregación -con todo- Rosas se negó a reconocer en razón del «statu quo» europeo al que tenían acceso los Braganza.

"En América española -señala Griffin- la abolición de la monarquía significó una ruptura mucho mayor con el pasado que en el caso de los Estados Unidos, o más claramente aún, en el caso del Brasil. En los tiempos coloniales el rey había sido no sólo la incuestionable fuente de toda la secular autoridad, había sido también el Ungido del Señor... La consumación de la Independencia y la adopción de la forma republicana de gobierno (la monarquía hecha en el país probó ser ilusoria) significaba que había una crisis total del Estado. Los primeros gobiernos republicanos carecían totalmente de la clase de sanción moral que la monarquía española había gozado. Se mantuvieron muchas de las leyes coloniales y los procedimientos, pero el Estado se halló en muchos casos acéfalo y el mito de la soberanía popular no fue efectivo..." (Charles Griffin, El período nacional en la historia del nuevo mundo, cit. por Ots Capdequi en El Estado español en Indias, p. 184).

Los caudillos

"Hemos arado en el mar", diría Simón Bolívar en su lecho de muerte. No fue menester esperar una generación. El fracaso estruendoso fue visible para sus mismos protagonistas.

De cada militar intrépido nacería un caudillo o, muchas veces, un «caudillejo». El proceso americano es funcionalmente análogo al proceso peninsular, como que brotan de un mismo conflicto generador.

En España advendrá por imperio militar el trienio liberal (1821-1823) y desde 1833 hasta 1923 (e incluso 1936 ya que el golpe de estado republicano inicial sólo se convirtió en Alzamiento merced al concurso activo de la Comunión Tradicionalista, preparada por Fal Conde y el Gral. Sanjurjo con las masas carlistas manifestándose en Pamplona) la ininterrumpida intervención del Ejército en los asuntos políticos del Estado; no en vano el modelo español de «pronunciamiento» inspirará a los imitadores americanos. (Basta pensar, entre nosotros, en el famoso «pronunciamiento» de Urquiza en 1852, tan decantado como cosa original por los historiadores nativos).

En América cada «caudillejo» administrará su propio feudo y, con una visión mezquina de la totalidad, fomentará una ilusoria «soberanía nacional» que sólo se opondrá a los hermanos comunes de la gran confraternidad hispanoamericana, pero jamás a los verdaderos garantes del desencuentro: los Estados anglosajones.

Excepción gloriosa es, en ese marco de rivalidad, estrechez y anarquía, la extraordinaria figura de Don Juan Manuel de Rosas (el Hernandarias del siglo XIX), uno de los pocos verdaderos caudillos americanos que enfrentó (y enfrentó con éxito) al Reino Unido y a la Francia revolucionaria coaligados, incluso en un marco de incomprensión por parte de sus colegas federales que le eran más próximos.

En Juan Manuel jamás se eclipsó el sentido geopolítico (y aún dinástico) de la antigua totalidad, pero político realista y clásico como fue, claramente advirtió que el carácter casi irreversible del proceso desintegrador únicamente se podía contener salvando -en cuanto de él dependía- el espacio geográfico instalado por el genio previsor de Carlos III (inspirado por Ceballos) en la gigantesca Cuenca hidrográfica del Plata.

No hay en Juan Manuel gestos «nacionalistas», ni reivindicaciones «patrioteras» o «virreynalistas». Su manejo de los conflictos con los unitarios de Montevideo, con el Paraguay y con el Alto Perú (Bolivia) es una prueba cabal de lo que digo.

En todos los casos se percibe un notorio sentido de empirismo político, ubicado en el cuadro concreto del «status quo» ya entonces instalado.

También su programa de «conquista del desierto», es una clara señal de que difícilmente se podía reclamar como propio aquello sobre lo cual no se ejercía señorío.

"Ingenieros -recordaba Julio Irazuzta- tergiversaba sobre los detalles, pero no se equivocaba sobre el conjunto, al considerar la época de Rosas como una restauración del antiguo régimen" (Vida política de Juan Manuel de Rosas, T.I, p. 28).

Ese estilo convocador americanista (y ese fue el lenguaje publicista y común de la época) es el mismo que reconocerá en un inesperado y glorioso 2 de Abril de 1982, fecha que las generaciones futuras de la siega (porque la siega advendrá cuando la mies fecunde) tendrán como hito demarcador del resurgir integral y magnífico de la América española.

En Don Juan Manuel se encarna el Restaurador de las Leyes, en aquel Buenos Ayres de la década de 1820 desquiciado por la anarquía y por el estado declinante y terrorista (recuérdese tan sólo el fusilamiento del gobernador legal Manuel Dorrego), a que le habían sometido los Varela, los Del Carril, los Agüero, la logia liberal -unitaria en general-, antepasados perfectos de los autores del «estatutejo» que reniega del nombre trinitario de la ciudad a la que pretende regir y cuyo «código de convivencia» (como si la solidaria fundación de Don Juan de Garay fuese un anónimo consorcio) es la hechura exacta del «soviet» que la tiraniza.

Es la crisis ideológica de principios del XIX y el desprestigio personal del monarca (que arrastra en su eclipse a la misma Corona) lo que da, valga la paradoja, «estabilidad» a las guerras civiles que ambas causas, simultáneamente, desencadenan, suscitando el recurrente surgimiento de «caudillos populares» o «caudillos elitistas» (un Facundo Quiroga o un Juan Lavalle).

En rigor de verdad, el fenómeno no era absolutamente nuevo en América. Recordemos las «guerras civiles» libradas durante el s. XVI por los diversos conquistadores (remitámonos, por ejemplo, a la espantosa lucha entre pizarristas y almagristas en el Perú).

Aquel desorden de guerreros ambiciosos (aunque en su estilo -que es el estilo de aquel formidable siglo- generosos y leales) renace, a modo de enfermedad congénita, en ese malhadado siglo XIX.

El juntismo

Pero así como el solo prestigio institucional de la lejana (geográficamente lejana) Corona bastó para someter a aquellos ariscos combatientes del XVI, del mismo modo la inacción incomprensible del Soberano (por los motivos antes someramente expuestos) dará ocasión a que la independencia de hecho alcanzada por el cautiverio de aquél deviniera (o se convirtiera) en declaraciones formales de independencia, como la muy concreta del Congreso reunido en Tucumán que la declaró en 1816 respecto de todas las «Provincias de Sudamérica» (y no como aquí se usa celebrar: la de la, entonces inexistente, «República Argentina»).

Incomprensible inacción o injustificada incomprensión del Rey Fernando VII, que no aprovechó la corriente de afecto, confianza y devoción que un siglo [XVI y XVII] de Austrias meticulosos (a la cabeza Felipe II) y otro [XVIII] de Borbones administradores (prolijos burócratas; con Carlos III como modelo) habían establecido entre el Monarca (rey de Indias a fuer de Rey castellano) y sus más que leales vasallos indianos. Extremo de continuidad institucional que hizo de aquel Reyno, el Reyno de Indias, un ámbito común (ahora que se suspira por la integración) de floreciente vida espiritual, cultural, artística, social, económica.

Fue la Corona la que contuvo (sin un solo soldado, como lo recordaba siempre don Felipe Ferreiro) los gérmenes disgregadores que -como ya lo noté- al doble conjuro de la incapacidad real (un Carlos IV dominado por el siniestro Godoy y un voluble Fernando VII) se desbordarán inconteniblemente a partir de 1812, fecha verdaderamente clave en razón de la nefasta Constitución liberal española que fijó las bases de la disolución final de un Imperio.

1810 representa todavía el esfuerzo legitimista (más o menos sincero según los personajes) por encauzar en la persona del Rey cautivo ese pandemonium de fuerzas atomizantes que subsistieron siempre al socaire de rivalidades de campanario (muchas veces -v.g. Buenos Ayres y Montevideo- de carácter casi puramente económico).

Las juntas de 1810 constituyen el último esfuerzo común por salvaguardar la integridad de la Monarquía, y si bien el sometimiento a la lejana Corona (ahora espiritual e institucionalmente lejana) progresivamente se debilitó, empero, el sentimiento instintivo de la población (enfeudado -por ausencia de su único verdadero protector: el Rey- a sus minorías burguesas) conservó durante décadas la nostalgia de la unidad perdida; y americanos, a secas, fuimos los que habitamos las tres Américas -desde la California al Cabo de Hornos- hasta que la nación anglosajona que despojara territorialmente a Méjico, nos despojara, quizás para siempre, de nuestro gentilicio, convirtiéndonos en americanos de segunda categoría.

La primacía de la Corona garantizó -a lo largo de tres siglos- la continuidad institucional, la unidad política y la totalidad territorial.

Los infortunados conflictos europeos, y no la lenta maduración de algún grupo revolucionario, produjo lo que Chiaramonte adecuadamente llamó el "brusco estallido de la independencia". Ella no es fruto de una deliberada y previa proposición doctrinaria: ni la acción ideológica de la Ilustración (que es la tesis de nuestra historiografía liberal), ni el nunca bien documentado influjo del Padre Suárez (que es la posición de G. Furlong) ni, tampoco, el resultado de los estudios escolásticos con fuente en Santo Tomás (original enfoque de Enrique De Gandía).

Los sucesos americanos de 1810 no responden a pautas filosóficas ni teoréticas; obedecen, más bien, -como lo vengo notando- a una determinada situación fáctica de corte político y pragmático.

El Juntismo es inexplicable fuera del contexto de la Ley de Siete Partidas como ya, lúcidamente, lo advirtiera Juan Bautista Alberdi, y dentro de este marco legal (por ende, en Mayo no hay en Buenos Ayres, propiamente hablando, ninguna revolución) las Juntas de España y las Juntas americanas respondieron analógicamente a una misma coyuntura: un legitimismo fernandista en oposición al carácter intruso de los Napoleónidas (José I).

El día en que, particularmente los argentinos, dejemos de «ideologizar» a Mayo, encontraremos las raíces comunes de nuestra identidad íberoamericana compartida.

El ya citado Chiaramonte nos ilustrará, en un párrafo conciso, acerca de la condición nacional tal como, en verdad y fuera de todo anacronismo, se vivía y se trasuntaba al alborear el s. XIX: "Sin embargo, el único sentimiento nacional presente en los hombres de la época es el sentimiento nacional español, mientras que el patriotismo «argentino» tan invocado en las páginas del «Telégrafo Mercantil» designa uno de los tantos particularismos existentes en América hispana y coexistentes con el más amplio sentimiento de la nacionalidad española. Pues la voz «argentina»... denomina sólo a Buenos Aires y el territorio cercano a ella, así como «argentinos» se aplica a los criollos y españoles que viven allí, con excepción de las castas..." (Chiaramonte José C., La Ilustración en el Río de la Plata, p. 19).

La democracia caudillista que emerge de la anarquía desatada a consecuencia de la Independencia se enmarca en la esfera del municipio feudal indiano, tal como, en la práctica, se desenvolvió en América, una vez efectuado el traspaso legal por Castilla.

Este crecimiento ha sido sagazmente analizado, entre nosotros, por el insigne historiador José María Rosa.

En su ya clásico Del Municipio indiano a la Provincia argentina apunta: "Los municipios indianos del s. XVI y XVII no se asemejan a los españoles del mismo tiempo. En cambio, y mucho, a las «cibdades» de la Castilla medieval con sus milicias combativas, caudillos conductores de la hueste, alcaldes elegidos por el común, distribuyendo justicia según los usos lugareños y regimientos de vecinos que administran la ciudad por voluntad de sus convecinos. En una palabra la «república» de los vetustos fueros del s. XI al XIV resurge en Indias. Debió producirse este salto atrás por la semejanza de la conquista de Indias con la reconquista española. Los pobladores del XVI, como sus bisabuelos del XI, llegaban a tierras lejanas a asentar en lugares peligrosos que exigían el ejercicio constante de las armas. La ciudad indiana tuvo necesariamente que ser una ciudadela dispuesta para el combate, como lo había sido la castellana de otros siglos: la poblaban guerreros y la gobernaban capitanes. Los fundadores del Nuevo Mundo como los del mundo viejo, ganaban a punta de espada el derecho a manejar su bastión avanzado de la cristiandad. La misma ley histórica que creara a la libertad foral de las «cibdades» castellanas dio nacimiento a la autonomía de las ciudades Indianas. Milicia y caudillo fueron en las unas como en las otras, la realidad de la conquista..." (p. 16/17).

En el mismo sentido se expide Ots Capdequi al expresar que "En las nuevas ciudades de Indias estas mismas instituciones municipales, caducas en la Metrópoli, cobraron savia joven en un mundo de características sociales y económicas tan distintas, y jugaron un papel importantísimo en la vida pública de los nuevos territorios descubiertos...", y si bien decayeron con las tendencias centralizadoras de la Corona, con todo, el mismo autor acota que "... Es necesario llegar a los años precursores de la independencia para que los cabildos municipales vuelvan a recobrar su perdida significación, haciéndose intérpretes de los anhelos generales de la ciudad..." (El Estado español en Indias, p. 61/62).

Empero, aquel fenómeno tan peculiar -milicia y caudillo-(que dejará hasta el día de hoy una huella indeleble en la realidad institucional americana) se consolida durante los siglos subsiguientes adquiriendo estabilidad en razón de que, así como en Castilla predominó el Rey por sobre un Juan de Padilla, también en América predominó la Corona, hasta que el desgraciado suceso de Bayona reanimó las adormecidas fuerzas centrífugas.

Este caudillismo indómito, sólo sofrenado por la autoridad moral y el prestigio político de la Corona, atizado por las potencias sajonas dominantes, marcará el derrotero de las más diversas repúblicas «coloniales» en que, precipitada y desordenadamente, se fragmentó al antiguo y exuberante Reyno de Indias.

El ocaso de la cristiandad

El proceso, con todo (y ya lo dije antes), es en gran medida semejante al desarrollado en la España metropolitana postfernandina, bien que en ella la inmediación de la Corona (usurpada en la línea Isabelina-Alfonsina) contuviera, más en la apariencia que en los hechos, el fantasma de la desintegración.

El ejemplo más característico de ello lo brinda la caótica situación atravesada por la península en la década de 1870 (expatriación de Isabel II, golpe de estado, dictadura del Gral. Serrano, anarquía callejera, efímero reinado de Amadeo I, primera república, federalismos y cantonalismo, etc.).

El esfuerzo heroico del carlismo de esa época (1872/1876), con Carlos VII, aunque fracasase ante la pretendida «restauración» de Sagunto, puso las bases del relativo «orden» que los Alfonsos (XII y XIII) intentaron imponer, mediante la alternancia partidocrática de liberales y conservadores. «Orden» que, naturalmente, no impidió el desarrollo paulatino de la revolución (que explotaría en la gran contienda civil de 1936) y la disolución o decadencia final de España en el plano internacional.

Declinación de la Hispanidad toda, que también arrastró a América, sometida a las políticas humillantes y desestructurantes de Washington y que va, desde los despojos brutales del viejo virreynato de Méjico hasta la inicua guerra petrolífera entre bolivianos y paraguayos.

Líneas disolventes que emanaban (y emanan) de la «Casa Blanca» (tan adecuadamente estudiadas por nuestro Carlos Ibarguren en su siempre recomendable obra De Monroe a la buena vecindad) y que sólo tuvieron como freno las corrientes geo-políticas y geo-económicas del Reino Unido con su influjo hegemónico y decisivo en el Cono Sur continental (ABC): Brasil, Argentina, Uruguay y Chile.

Apogeo del espejismo de una «América blanca» al sur del Río Bravo (una de las tantas zonceras criollas inventariadas por el impagable Arturo Jauretche) consolidada en una minoritaria clase dirigente rioplatense, ociosa y frívola, mimetizada con los cánones «culturales» de Londres y París y divorciada de la realidad sociológica de las masas nativas.

Lejos estamos de aquellos años (fines del s. XVIII) en que "La América española -al decir de José María Rosa- había llegado a lo que es hoy el desiderátum de las naciones: a bastarse a sí misma, a la autarquía. ¿La causa? El monopolio español: el tan mentado, tan desprestigiado monopolio español... (que) produjo... sobre todo industrialmente, la autonomía de América..." (Defensa y pérdida de nuestra independencia económica, p. 12/13).

Tres ejes coordinados marcan así el nacimiento y configuración de ese terrible «complejo de inferioridad» que constituye, por así decirlo, el anticarácter sacramental de toda la «tilinguería latinoamericana» de izquierdas y derechas (y más aún de las primeras que de las segundas, máxime si son revolucionarias):

A) La usurpación dinástica, que se inicia con Isabel II y que con esta infausta soberana marcará también su propio bastardismo biológico. Usurpación consentida por la entente de las potencias europeas revolucionarias y por la presión indirecta de Gran Bretaña, decisiva también a la hora de comprender los fracasos militares del carlismo.

B) La presencia masónica (política, militar y financiera) de los E.E.U.U. en todas las cuestiones «latinoamericanas», no dominadas desde Londres. Evóquese a Méjico, Nicaragua, Panamá, Santo Domingo, etc.

Sólo esto: no hay Plutarco Calles en Méjico (anticlericalismo, indigenismo, socialismo), sin la acción disolvente y directa de la Masonería norteamericana. No hay canal de Panamá sin el ataque letal a la integridad territorial de la Nueva Granada.

C) La acción directiva del Reino Unido, económicamente determinante en la destrucción del Paraguay, la instalación de una oligarquía anglófila chilena y el dominio económico exclusivo en el estuario del Plata (Uruguay y Argentina).

A este respecto señala Pedro de Paoli: "Socialmente (hablando) las masas populares con la independencia política... salieron perdiendo. Las oligarquías criollas que enseguida surgieron en cada república se mostraron más despiadadas y explotadoras que la española, indolente y pacífica, al par que celosa guardiana del poderío español, lo que constituía una valla para la intromisión inglesa en América, intromisión siempre nefasta al pueblo latinoamericano..." (Sarmiento, Ed. Theoria, p. 71).

Dominio económico que se mantiene indiscutido hasta la crisis mundial de 1945 y que ahora se resuelve en las redes globalizadas de las potencias financieras, pero con un dominio geopolítico, todavía hoy intocado, en el Atlántico Sur, con su fundamental proyección hacia la Antártida.

La España del 98 que cae de rodillas ante el coloso sajón del Norte es también la España americana.

No sin dolor insólito la espada que la hunde y la desangra se clava -precisamente-, no en Navarra, no en Galicia, no en Castilla, no en Cataluña, no en Canarias, sino en nuestra mágica Cuba, en nuestro Puerto Rico borinqueño, en nuestras lejanas (pero jamás olvidadas) Filipinas hispánicas.

El mensaje tradicional

Es el único verdadero cuerpo de las Españas vivientes el que se conmueve y sacude. Es ese antiguo y delicado cuerpo mestizo decapitado por la revolución. Es una España (son unas Españas), invertebrada (Ortega) la que emerge de aquellas contiendas civiles que llenan el s. XIX y parte del XX.

Y, por esto mismo, el mensaje tradicional es tan americano como español, es -si se quiere- más americano que español, porque la fractura de América sólo podrá superarse alguna vez por la voz convocante de aquella Corona que le dio ser y vida.

Sólo el legitimismo político vio lo esencial del integral problema hispanoamericano: sin Rey legítimo no habrá verdadera restauración.

Sin la legitimidad que brota del orden divino y natural jamás España recuperará su vocación evangélica: ser instrumento providencial en la edificación de la Cristiandad temporal.

Esta es la única integración a la que aspiramos: la paz de Cristo en el Reino de Cristo.

Cualquier otra integración que no se apoye en esta piedra angular, camufla y prepara el imperio despótico y plebeyo del Anticristo.

Ya San Pío X alertaba en su encíclica E Supremi Apostolatus de 1903 que el "Hijo de perdición (de que habla San Pablo) parece ya encontrarse entre nosotros".

Y, sin duda alguna que -haya o no nacido ya físicamente- el clima intelectual y moral que le precederá y le acompañará durante todo su perversísimo reinado hállase instalado en el planeta, difundido, sin posibilidad de disenso alguno, por los medios masivos de comunicación social, puestos todos (casi sin excepción) a su satánico servicio.

La herejía del Anticristo -descrita por San Pablo en la 2da. Carta a los Tesalonicenses (cap. II)- no es otra que la adoración idolátrica del Hombre "Hasta sentarse en el templo de Dios mostrándose como si fuera Dios" (2,4).

Tiempo en que, como gravemente profetiza San Pablo, "Los hombres no podrán sufrir la sana doctrina, sino que, teniendo una comezón extrema de oír, recurrirán a una caterva de maestros (que los adularán) según sus propias concupiscencias. Cerrarán sus oídos a la verdad y los aplicarán a las fábulas" (II Tim. 4, 3-5).

Empero, el Papa santo nos infunde coraje al recordarnos que "(más) cerca está la derrota cuando el hombre, alucinado por la esperanza del triunfo, se levanta con mayor audacia".

También Juan Pablo II en Dominum et Vivificantem rescata la "Dimensión esjatológica" -son palabras suyas- que caracteriza dirigidas al nuevo milenio, suspirando con el Espíritu y la Esposa (Apoc. 22,17) «¡Ven, Señor Jesús!»: "Oración que se orienta hacia un momento concreto de la historia en el que se pone de relieve la «plenitud de los tiempos» marcada por el año dos mil".

Así, pues, en esta babel sincretista y veleidosamente ecuménica (que canaliza -con todos sus viejos errores y nuevas necedades- la «new age»), será menester clamar, una vez más, y clamarlo -si Dios nos auxiliara- hasta el supremo homenaje del martirio, que sólo Cristo Jesús es el único Señor de los milenios, que sólo Él es el único Mediador entre el Padre y los hombres, que fuera de Él absolutamente "Ningún Nombre se nos ha dado bajo el cielo mediante el cual podamos ser salvados" (Act. 4,12).

En esta «feria de todas la religiones» (según la gráfica imagen de Jacques Ploncard D'Assac), la única, la casta, la virginal Esposa del Cordero ha sido colocada en el serrallo vil donde yacen las concubinas, degradada por la traición de sus legítimos custodios.

"Cristo, virgen en su Carne -atesta San Jerónimo- es monógamo en su espíritu, ya que ha desposado una sola Iglesia".

El «pluralismo» -que es de suyo un mal (pasible a lo sumo de ser tolerado por fuerza mayor)- se nos propone oficialmente como un bien.

Pluralismo monista, por lo demás, negación rotunda de toda genuina pluralidad metafísica.

Ese «pluralismo» religioso y doctrinal, al cual -por ahora con violencia moral- se nos presiona a entrar, tiene sólo un nombre en la terminología teológica: apostasía. Las Santas Escrituras llaman a la perversión de la «viña escogida», a la idolatría de la Esposa: "Fornicar con los reyes de la tierra".

Este lenguaje, que parece duro, es, sin embargo, el lenguaje del Espíritu Santo.

Restauración de la cristiandad

Una sola cosa es, por lo tanto, necesaria. Sólo una nos urge, de manera particular a los laicos: la restauración política de la Cristiandad temporal. En ella, con todos los defectos propios de las obras humanas, salvan los hombres fácilmente sus almas.

Con todo, a esta altura de la decadencia, esa restauración ha de tener por meta principal la formación doctrinal de las inteligencias. Lo propio de la inteligencia es «ordenar», y donde el orden intelectual está ausente suenan a falsete los gritos de guerra.

"Hubo un tiempo (expresa León XIII en Inmortale Dei) en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad... organizado de este modo el Estado produjo bienes superiores a toda esperanza...".

¿Y qué produce, en cambio, el Estado de las apostasías?

En la fidelísima Cuba, cuarenta años de revolución han dejado la escalofriante estadística de 32% de católicos nominales. Y este es, justamente, el modelo que se nos propone desde la «teología de la liberación». He ahí el espejo grato al «socialismo cristiano», infiltrado hoy en gran parte de la Iglesia Católica.

Ahora bien, ¿cuál es la realidad en nuestras sociedades sometidas al predominio de la «economía liberal de mercado»? La respuesta es desoladora.

Aquí también ha soplado el vendaval de la Revolución, y no el soplo santificador del Espíritu Santo.

En esta sociedad de consumo masivo -donde la visita dominical al «shopping» ha suplantado a la misa dominical-, ¿cuál es la formación doctrinal que reciben nuestros pueblos?

Capitalistas en sus economías (perversamente capitalistas en sus modernas burguesías apátridas, insensibles al clamor de los pobres), han sido, no obstante, intelectualmente captados por el marxismo. Un marxismo que, renunciando a alcanzar sus utópicos y descabellados objetivos económicos, ha vestido la toga de Gramsci y, con sus métodos sutiles y capciosos de penetración, domina ahora toda la dimensión «cultural» de nuestras patrias, particularmente de sus clases consumistas y dirigentes.

Los más pobres son todavía en nuestros días (treinta años después de la ola de «cheguevarismo») víctimas propiciatorias de una minoría de intelectualoides disfrazados de capitanes.

Méjico no necesita a los «Comandantes Marcos», le alcanzan y sobran los corajudos Cristeros de Cristo Rey, en cuyas carnes mordió con fiereza el «terrorismo de Estado», herencia, la más espantosa, de la Revolución francesa, aplicado por primera vez contra los humildes campesinos católicos de La Vendée.

En nuestro suelo es el mismo Juan Pablo II quien nos propone como primer beato «argentino» a un mártir de la Cruzada española (Héctor Valdivieso Sáez); paradoja apostólica que nuestras clases dirigentes -huérfanas del «sense of humour» divino y acartonadas en su solemnidad sarmientina- han sido incapaces de percibir y saborear.

Es urgente, es imperioso, es imprescindible, que restauremos la Cristiandad. Desde lo doctrinal, desde lo político, desde lo jurídico, desde lo moral, desde lo económico, desde lo cultural.

Restaurar la Cristiandad es principiar por enseñar el catecismo. Así se construyó la Cristiandad europea durante la Edad oscura (Belloc). Así la edificó España en América. Sólo así lograremos reconquistarla.

Los padres en sus hogares, los maestros en sus aulas, los comunicadores sociales en sus medios gráficos, radiofónicos y televisivos, los sacerdotes en sus homilías, los médicos en sus hospitales, los jueces en sus sentencias, los políticos en sus magistraturas, los legisladores en sus leyes, los militares en sus funciones, los catequistas en sus clases, los escritores en sus libros, los artistas en sus expresiones de arte, todos sin excepción, han de enseñar la «santa doctrina». La de siempre. Aquella que se contiene en el brevísimo «Astete» que construyó y consolidó el Reyno de Indias.

También lo han de predicar los tradicionalistas, mas en las trincheras donde se libran los combates de verdad y no en la curialesca refutación a los maniqueos de cartón.

(Curiosamente, la Junta porteña de 1810 imponía a los niños y jóvenes la enseñanza del catecismo con la obra «Tratado de las obligaciones del hombre», no de los «derechos humanos». Como lo advertía San Antonio María Claret en el siglo pasado: "El mundo está saturado de sociología y falto de catecismo").

Es una obra de justicia, pero también de misericordia: "Enseñar al que no sabe". Y el hombre de nuestros centros bursátiles, de nuestros parlamentos deliberativos, de nuestros mercados globalizados, de nuestros medios informáticos, de nuestras «discoteques» y hoteles de lujo, de nuestras instituciones profanas y vacías no sabe que:

"La ciencia más acabada
es que el hombre en gracia acabe,
pues al fin de la jornada,
aquél que se salva, sabe,
y el que no, no sabe nada".

Nosotros bien podemos gritar también a los poderes públicos: "¡Déjennos hacer la experiencia de la Cristiandad!".

Esa Cristiandad que se expresa en el Santuario neogótico de Luján, erigido como voto de protesta nacional contra la legislación antirreligiosa de la generación de 1880. Allí, en las vidrieras de una de sus naves laterales encuéntranse, proclamando la factibilidad de la magna empresa, las imágenes de los emperadores Constantino y Carlomagno, principales forjadores de una Europa cristiana.

(Delicada presencia, por lo demás, de la Francia católica y legitimista en nuestras pampas americanas, intencionalmente querida por el ejecutor de aquella Obra imponente: el Padre Salvaire).

La encarnación de la corona

Ahora bien, la monarquía tradiciónal es la «representación física de la tradición» es la forma natural de la sociedad hispanoamericana, entendiendo por forma la insuperable definición que nos dejara Leonardo Castellani: "La estructura esencial de cada cosa".

Esa representación física se opone a todo el aparataje abstracto, normativista y subjetivo de las ideologías utópicas de la Revolución, cualquiera sea su signo ideológico.

Es una suerte de encarnación de lo político que sostiene y modela a toda la organización social del mismo modo analógico en que la Encarnación del Verbo alcanza y santifica el orden completo de las cosas creadas.

La primacía de la contemplación

Aquella «amathía» señalada por Platón, esa «indocilidad» congénita de la Revolución ante el orden misterioso del ser, ese «no querer ver» y, consiguientemente, ese «no querer someterse» ante la divina Presencia, que el orden natural y la Revelación nos manifiestan, constituye la característica ceguera y obstinación del hombre contemporáneo.

No se superará, ciertamente, con el retorno al conceptualismo escolástico de los s. XVII y XVIII, antecedente universitario del racionalismo posterior.

No. La filosofía cristiana debe retornar a la contemplación fecunda y gozosa que jamás debió abandonar, la que brota del «corazón» pascaliano, aquella «thélesis» helénica, iluminada por Santo Tomás de Aquino (ajeno al amargo sabor de las fórmulas secas) y que su genio metafísico sintetizara en la expresión: "Voluntas ut intellectus".

Este es el bravo desafío para nuestros jóvenes discípulos: no más la repetición monocorde y automática de conceptos ajenos, sino la búsqueda constante y luminosa de la verdad, del bien, de la belleza, que conlleva a la «theoría» o visión rutilante del Creador y de sus creaturas.

En estas horas de tinieblas digamos también nosotros con la voz de la Iglesia (Vísperas de los miércoles): "Expelle noctem cordium" (arroja la noche de nuestros corazones) y, con el Himno de Pentecostés: "Infunde amorem cordibus" (infunde en ellos el fuego sagrado de tu amor), porque únicamente donde sopla el Espíritu de Dios, alienta allí la verdadera libertad: "Ubi Spiritus Domini, ibi libertas" (Lec. VI, II Dom. de Adviento).

Abandonemos, entonces (en la certera fórmula del cardenal Newman) "La prisión de nuestros propios razonamientos" y, solidarios entre sí, seamos los testigos animosos del ser, aplicándonos el consejo patrístico: "En lo necesario unidad, en lo opinable libertad, en todo la caridad" (In necesariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas).

Este es el modo natural y sobrenatural de proponer y explicar el tradicionalismo a los oídos americanos: porque aquella monarquía legítima, que es la síntesis de nuestra verdad, de nuestro bien y de nuestra belleza específicos (la cosmovisión americana que nos propusiera el gran maestro Nimio de Anquín, o bien Carlos Alberto Disandro, príncipe de humanistas, y también, recientemente, el profesor Caturelli), porque esa institución raigal (que no es adorno sino sustancia) estuvo en nuestro pasado común, configurándolo y constituyéndonos en el ser, y deberá estar en nuestro futuro, si hemos de conservar, en la era de las globalizaciones, nuestra propia identidad, sin caer en los alienantes espejismos de las imitaciones.

Seamos hoy, entonces, lo que fuimos. Aseguremos de este modo, nuestro futuro singular.

Nos hemos dejado seducir por las ideologías. También en nuestras filas ha penetrado el enemigo dialéctico. A diferencia del exquisito poema de Kavafis «los bárbaros han llegado» y se han instalado en el interior de la Ciudad.

Con mi voz se alza esta noche la voz de la tradición que no muere.

Esta trágica centuria que ya fenece ha contemplado: dos guerras de exterminio a escala mundial, el furor antirreligioso más diabólico en Méjico y en España (décadas de 1920 y 1930), la persecución sistemática en las naciones del ahora disuelto bloque soviético, los campos de concentración, los bombardeos atómicos, las guerras subversivas, el terrorismo político, las masacres colectivas, la flamante agresión informática, la marginación de poblaciones enteras, el genocidio legal del aborto, la promoción mediática de las más inconcebibles perversiones morales, el monopolio planetario de la información y, por ende, la uniformización de las conciencias.

Ninguna de las causas filosóficas y teológicas que desencadenaron estos siniestros ha sido removida; antes bien, son objeto, ya no de loa, sino de idolátrico culto. Una vez más se cumple aquella sentencia mellana: "Levantaron monumentos a las premisas y cadalsos a las consecuencias".

Conclusión: la resurrección de las Españas

El siglo XXI adviene en medio de los más sombríos pronósticos. La euforia filantrópica que lo acompaña es la prueba cabal y contundente de nuestro humano pesimismo.

De semejante modo comenzó, cronológicamente -embriagado en las bacanales delirantes del progreso indefinido-, el que ahora concluye; hasta que la debacle del 14' colocó en el centro de la catástrofe a los, hasta entonces, despreciados profetas del dolor: Donoso Cortés, Kierkergaard y León Bloy.

También ahora, quizás, aparezcamos como una voz disonante en el concierto de «las visiones falsas y seductoras» (2,14), a que alude Jeremías en sus Lamentaciones.

Nuestro mensaje, sin embargo, nace desde la Esperanza sobrenatural y se apoya en el triunfo definitivo de la Cruz: "Per crucem ad lucem".

En el único que es, que era y que ya viene. "Mirad que vengo pronto" (Apoc. 22,21).

En este orden, que es el orden vital, el siglo XXI nos pertenece.

La tradición no es, por lo tanto, una ensoñación, no es una ilusión óptica, ni un fantasma nostálgico que surge del olvido.

Tampoco es -como me propuse mostrar- una cuestión exclusivamente «española».

Entendemos nuestro tradicionalismo como un planteo pendiente de nuestra común historia íberoamericana. El nuestro es un tradicionalismo americanista, ajeno por completo a los viejos debates y cuyos derroteros contingentes son solamente conocidos por Dios.

Mas, la tradición no es un lujo, un no sé qué de esteticismo decadente o de romántica mirada detenida en el ayer.

La tradición es un constitutivo esencial de nuestra naturaleza humana y si de ella nos despojáramos -según la bravía expresión de Vázquez de Mella- restaría únicamente un ser mutilado, privado y desnudo de toda su propia, específica e insustituible identidad existencial.

De modo tal que no miramos a la historia por nostalgia, sino por necesidad.

Los "Mil cachorros sueltos del león español", que Rubén Darío cantaba en su "Oda a Roosvelt", en la medida en que juntos vuelvan a ser «el león español», enfrentarán seguros el milenio que viene.

Unidos en Cristo o dominados.

En cinco siglos sólo la Corona institucional, encarnada en el Rey, ha sido en América el eje común de la unidad.

Sepamos ver en esto el servicio insustituible que la historia, «magistra vitae» (maestra de la vida), nos ofrece.

Las ideologías empecinadas en falsificarla nos han arrebatado nuestra antigua condición de hijos legítimos, "Y si hijos, también herederos", parafraseando el lenguaje paulino.

"Somos una nación mistificada", repetía siempre nuestro Leonardo Castellani. He aquí el origen de todos nuestros males.

Carlos Obligado describe, en su delicado poema Patria, el desarrollo de esta mistificación. Aquello que el poeta profiere de su tierra argentina, si vale para ella, es porque vale primero para toda la América hispana:

"Tal se te finge en tácita conjura,
siempre a tu Dios y a tu pasado extraña,
siempre como te urde y desfigura
diabólica y masónica patraña,
jamás sincera, entera y verdadera:
¡fundada en Cristo por misión de España!"


Dr. Ricardo Fraga..


Una idea genial: tener hijos Portada revista 28 Los "intelectuales" y el poder.

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