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Acciones de efectos buenos y malos.
Como combinar algunos actos que pueden ser contradictorios o parecer opuestos si se quire ser consecuente con una posición etica y moral correcta
Es claro que no hay quien hable en serio
de «ética» sin que reconozca, como principio más primario de
la ley moral, la necesidad de hacer siempre el bien y evitar el
mal en toda su amplitud.
Sin embargo, debido a la limitación humana no sólo es preciso a
veces renunciar a ciertos valores deseables para realizar otros
más altos, sino también arriesgarse a poner una buena acción
de la que seguramente se seguirán efectos malos. No pocas veces
se plantean problemas morales como los siguientes: ¿es bueno
vender una escopeta de caza que acaso se use para matar personas?
¿o fármacos que pueden curar, pero también dañar? ¿se puede
arriesgar la propia vida o la ajena para realizar un bien muy
importante? ¿es moralmente licito el aborto en caso de que sea
inevitable al curar una enfermedad grave de la madre?
Se trata de preguntas que plantean ciertos casos que son limite,
extremos, anómalos, pero no infrecuentes. En la práctica, hay
quienes aprovechan para fines injustos el bien que otros hacen.
De otra parte hay acciones de doble o múltiple efecto: de ellas
se derivan bienes, pero también males. La persona con sentido
ético se pregunta entonces si es lícito hacer ese bien
importante del que pueden seguirse males, incluso en el sentido
más estricto del término, es decir, pecados.
Estos, son casos que han de iluminarse con los principios que ha
sostenido siempre la ética católica, cnnfirme a la recta razón
v a la revelación divina. Son los siguientes:
I. Siempre debe quererse el bien, nunca el mal
El mal es siempre una inadmisible ofensa a Dios y, al mismo
tiempo, un daño para la persona que lo realiza. Por tanto, en
modo alguno debe estar el mal en nuestra intención. Si en
algunos casos debemos tolerar algún efecto malo de nuestras
acciones buenas, habrá de ser con la condición de que el efecto
malo no sea intentado, sino sólo permitido, después de agotar
todos los recursos, si los hay, para evitar la acción de doble
efecto. El efecto malo habrá de lamentarse de veras, sin
hipocresías, como tributo que se padece y sufre al hacer el bien
necesario.
II. Jamás se puede hacer un mal para conseguir un bien
El fin bueno no justifica medios malos. Si se negara este
principio universalmente reconocido, podrían justificarse en la
práctica todas las aberraciones morales, todas las injusticias
todos los crímenes. Hasta Hitler y Stalin quizá invocarían
nobles ideales, fines magníficos que justificarían sus
genocidios .
Aristóteles decía que el bien nace de causas enteramente
buenas; en cambio, para que proceda el mal basta que una sola
causa sea mala (Bonum consurgit ex integra causa, malum autem ex
quoqumque). Para que un guiso sea bueno, digestivo, es menester
que sean buenos todos sus ingredientes. Y es claro que los medios
se suman como ingredientes o causas a la unidad que constituye el
acto humano.
El fin no sólo no justifica los medios injustos, sino que él
mismo se adultera al derivarse de ellos.
Así, por ejemplo, si se pretendiera defender el bien de «la
humanidad» eliminando vidas humanas inocentes, se estaría
revelando que lo pretendido no era realmente el bien de «la
humanidad», sino de un sector de ella, privilegiado y
discriminante por injustas razones. Evidentemente, hacer el mal
«para conseguir el bien» encierra una absurda contradicción
ética en el seno del mismo acto humano.
No hace mucho tiempo que un considerable número de personas
murieron en nuestro país a causa de un mal ingrediente de buenos
alimentos: el aceite de colza adulterado. Si después de esa
experiencia, alguien afirmase: «a mí lo que me importa es el
huevo frito; ¡qué más da si el aceite contiene tóxico o
no!», con razón lo tendríamos por loco o necio.
Si otro dijese: «lo que ahora me interesa a mi es gozar, no me
importa cómo; veré ese programa de televisión: no me importa
que esté intoxicado o no, manipulado, orientado a socavar el
orden moral objetivo; no me interesa considerar si ofendo a Dios
o al diablo»; no habríamos de tenerlo por menos loco que el
anterior, por diferentes que fueran las especies de locura.
No debemos hacer el mal para que venga el bien, decía
precisamente San Pablo (1). Sería como poner una enorme bomba en
los cimientos del orden moral. Podríamos llegar con coherencia a
lo que humorísticamente sugería Chesterton: como las cabezas no
se adaptan a la clase de sombreros de moda, deben cortarse las
cabezas de la gente, como medio indispensable para hacer frente
al déficit o pérdidas causadas por el llamado Problema del
Sombrero.
lll. Se debe valorar cada acto en su singularidad
El hombre es responsable de cada uno de los actos que realiza
libremente. Cada uno tiene su valor moral propio, aunque se halle
en conexión con un conjunto de actos de diverso valor. Por
tanto, no se puede apelar al llamado «principio de totalidad»
para justificar actos sustancialmente malos.
Pablo Vl, fundándose--como él mismo hace notar--«en la
doctrina de la Iglesia, de la cual es el Sucesor de Pedro, con
sus Hermanos en el Episcopado, depositario e intérprete» (2),
salía al paso de este error, aplicado a la vida conyugal, en su
Encíclica Humanae vitae, tantas veces remachada por Juan Pablo
II: «Tampoco se pueden invocar como razones válidas, para
justificar los actos conyugales intencionalmente infecundos, el
mal menor o el hecho de que tales actos constituirían un todo
con los actos fecundos anteriores o que seguirían después, y
que, por tanto, compartirían la única e idéntica bondad moral.
En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal moral menor a
fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no
es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para
conseguir el bien, es decir, hacer objeto de un acto positivo de
voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo
indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese
salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social. Es
por tanto un error pensar que un acto conyugal, hecho
voluntariamente deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto
de la vida conyugal fecunda» (3).
Los términos son inequívocos: aunque pueda haber dificultades
superlativas, nunca hay razones suficientes para hacer, con un
acto positivo de voluntad, lo que es sustancialmente malo. Se
puede a veces tolerar el mal que sucede sin querer, pero nunca
hacer voluntariamente el mal, ni siquiera para que se siguiera un
bien colosal, ni para evitar una catástrofe cósmica.
IV. A veces puede tolerarse el efecto malo que acaso se siga de
una accion buena
Siguiendo, como ejemplo, el caso contemplado en el apartado
anterior: «La Iglesia, en cambio, no considera de ningún modo
ilícito el uso de medios terapéuticos verdaderamente necesarios
para curar enfermedades del organismo, a pesar de que se siguiese
un impedimento, aun previsto, para la procreación, con tal de
que ese impedimento no sea, por cualquier motivo, directamente
querido» (4). Las palabras están muy medidas y no debe perderse
ninguna. Se trata de una acción que tiene:
--un fin bueno: la salud del organismo;
--la intención buena: curar, no impedir la concepción;
--el medio empleado, bueno: su efecto inmediato es curativo,
aunque tiene un efecto secundario--que sucede a modo de
accidente--malo y no deseado: impedir la procreación.
Con estas condiciones y razones proporcionalmente graves, es
lícito permitir o tolerar la esterilización.
Caso sustancialmente diverso es el de los anticonceptivos--de
cualquier especie que sean--que no tienen efectos curativos de
enfermedad alguna, sino el mero impedimento de la fecundidad de
un acto intrínsecamente ordenado a ella. Aquí tenemos:
--el fin malo: la alteración voluntaria del orden natural,
creado por Dios para el bien integral de la persona humana.
--la intención, mala (aunque pueda coexistir con otras
intenciones buenas): la consecución del mal fin, cegar
artificiosamente las fuentes de la vida.
--el efecto inmediato es malo: no cura enfermedad alguna el
organismo, sólo impide la consecuencia natural del uso del
matrimonio.
Por eso, insiste Juan Pablo II, «la contracepción debe
juzgarse, objetivamente, tan profundamente ilícita que jamás
puede, por razón alguna, ser justificada. Pensar o decir lo
contrario equivale a defender que en la vida humana se pueden
producir situaciones en las cuales es lícito no reconocer a Dios
como Dios» (5). Seria absurdo decir a estas alturas que la
doctrina de la Iglesia sobre el tema aún no está definida. Las
dificultades que plantea una obligada continencia no deben
temerse: «¡Todo es posible para el que cree!» (6). Dios no
deja de prestar su omnipotencia a quien la necesita y la solicita
con humildad.
En resumen: sólo pueden tolerarse las malas consecuencias que se
derivan de un acto cuando éste produce de por sí, de modo
necesario e inmediato, un efecto bueno; y en virtud de
particulares circunstancias que se dan contra la voluntad del que
obra.
Otro ejemplo: el tabernero puede vender vino a una persona que
suele emborracharse, porque el efecto que se sigue de tal acto es
lícito y honesto. Que el cliente se emborrache no depende del
tabernero, ni va unido necesariamente a la venta del vino. No
obstante, si el tabernero, sin grave incómodo, puede negarse a
vender en ese caso concreto, debe hacerlo. Porque es preciso
tener en cuenta otro principio a la hora de resolver el problema
de la licitud en la tolerancia de accidentales pero previsibles
efectos malos:
V. Ha de haber causa proporcionalmente grave
Ha de haber, como es lógico, una causa proporcionalmente grave a
la entidad del daño y a la
probabilidad con que puede seguirse de la acción buena. Hace
falta una razón positiva que compense con el bien que se
pretende realizar, la gravedad de los males que le puedan
suceder. Esta razón positiva y compensadora del efecto malo,
deberá juzgarla en cada caso --después de solicitar consejo
oportuno, si es menester-- la persona agente, teniendo siempre en
cuenta que tal razón «debe ser tanto más importante cuanto
más graves sean las consecuencias previstas, cuanto más
próxima y estrecha es la conexión causal entre el acto y las
malas consecuencias» (7).
Vl. Agotar los medios para evitar el mal
No debe olvidarse que el mal, aunque esté fuera de la intención
del que realiza esas acciones de doble efecto (sólo es
voluntario indirecto), siempre es «malo», y aunque se produzca
sin culpa del agente, es materia de pecado, como en el caso del
tabernero; y cabe el riesgo de que éste se insensibilice ante el
pecado del que se emborracha con sus vinos, y llegue a
convertirse en cómplice culpable.
En resumen:
Un acto que produce indirectamente efectos malos, sólo puede ser
lícito cuando reúne los siguientes requisitos:
1) Que el acto en sí sea bueno o al menos indiferente.
2) Que el efecto inmediato, directo, de la acción sea el bueno.
Nunca el efecto bueno puede ser causado por el malo.
3) Que el fin de quien obra sea honesto.
4) Que las circunstancias sean proporcionalmente graves.
Un caso particular: el aborto indirecto
Evidentemente, la provocación voluntaria y directa del aborto es
siempre un asesinato, un pecado gravísimo. Jamás se podrá
justificar moralmente, por bueno que fuese el fin: sería
justificar por el fin un medio intrínsecamente malo.
El llamado «aborto terapéutico», perpetrado con el fin de
interrumpir un embarazo que se considera peligroso para la vida
de la madre, es siempre un homicidio directo: la intervención
médica tiene un efecto único inmediato (y hay una finalidad
única directa de la voluntad eficaz de ese acto), que es
eliminar una vida inocente y con pleno derecho a vivir. Cierto
que se considera lamentable tal homicidio, porque sobre todo se
intenta salvar a la madre. Pero la acción primera no hace más
que matar directamente a un inocente, y tal cosa es absolutamente
mala. No sería lícito ni para salvar a la entera humanidad.
Muchas manzanas valen más que una sola manzana. Pero la persona
no es una cosa; y si se comprende lo que es una persona y su
dignidad--creada a imagen y semejanza de Dios--se comprenderá
que muchas personas no valen más que una sola. La vida humana
sólo es de Dios, y sólo Dios es Señor de la vida y de la
muerte.
Caso totalmente distinto es el del tratamiento médico o
intervención quirúrgica para remediar un mal cierto y grave de
una mujer embarazada, previendo que con tal intervención se
provocaría ocasionalmente un aborto. No se trata de curar a la
madre por medio de la muerte del niño, sino de realizar una
acción en sí misma buena, por ejemplo, extirpar un tumor
maligno, que accidentalmente puede causar la muerte del niño. Es
lo que se llama «aborto indirecto», que es lícito (8):
--si la vida de la madre urge a la intervención;
--si no existe otro procedimiento eficaz que no arriesgue la vida
del feto;
--si no se puede esperar a que el feto sea viable .
Veamos que los casos de aborto indirecto y aborto directo son
radicalmente distintos en el orden moral:
En el 1°: el efecto inmediato es la vida (de la madre).
En el 2°: el efecto inmediato es la muerte (del niño).
En el 1°: la intervención excluye la muerte del niño.
En el 2°: la intención incluye (como medio) la muerte del
niño.
En el 1°: el medio es bueno: el fármaco o intervención
quirúrgica que son curativos.
En el 2°: el medio es malo: eliminar al niño, matar.
En el 1.°: el efecto bueno no es consecuencia del malo.
En el 2.°: el efecto bueno es consecuencia del malo.
El 1.° se puede realizar si hay circunstancias proporcionalmente
graves;
el 2.° nunca («Quién procura el aborto --dice el cánon 1398
del nuevo Código de Derecho Canónico-- si éste se produce,
incurre en excomunión latae sententiae).
Venta de objetos destinados a realizar acciones moralmente malas
Es claro que «nunca es lícito vender cosas que, por su misma
naturaleza, no tienen más que un uso malo» (9), como la venta
de veneno que sólo sirve para matar al hombre.
Vender, ceder la propiedad de un objeto a cambio de un precio, es
una acción moralmente lícita en sí. Pero la moralidad resulta
afectada --como ya vimos (10)-- por las circunstancias, entre
las que se cuenta el qué; en nuestro caso: qué es lo que se
vende, cuál es su cualidad, inseparable y determinante de la
venta.
El Magisterio de la Iglesia confirma este criterio general
aplicado a los farmacéuticos: «A veces, tenéis que oponeros a
la importunidad, a la presión y a las peticiones de clientes que
llegan a vosotros con el fin de haceros cómplices de sus
intenciones criminales. Pero vosotros sabéis que cuando un
producto, por su naturaleza y por la intención del cliente,
está indudablemente destinado a una finalidad criminal, no
podéis, bajo ningún pretexto o presión, acceder a tomar parte
en esos atentados contra la vida, contra la integridad de los
individuos o contra la propagación de la salud corporal o mental
de la humanidad» (11).
De modo que nunca es lícito vender una cosa que el hombre no
puede usar sin pecar: fármacos o dispositivos destinados
únicamente al aborto o a impedir la generación; vestidos
manifiestamente provocativos; libros, revistas, periódicos,
películas, etc.
De otra parte, es de advertir que la responsabilidad moral en la
acción de vender se debe considerar de modo diverso según que
quien venda sea propietario de la cosa en venta o, por el
contrario, un intermediario o un simple empleado a sueldo fijo,
etc. Del empleado, por ejemplo, puede decirse que, en sentido
estricto, no vende, porque la cosa vendida no es suya ni es para
él su precio. Coopera con el vendedor; por eso su caso hay que
contemplarlo a la luz de los principios del voluntario indirecto
aplicados a la cooperación al mal.
Antonio OROZCO ARVO
(I) Cfr. Rom 3, 8; (2) PABLO Vl, Humanae vitae, n. 31 (3) Ibid.,
n. 14; los subrayados son nuestros, (4) Ibidem, n. 15 (5) JUAN
PABLO II, Discurso, 17-lX-1983; (6) Mc 9, 23; (7)
MAUSBACH-ERMERKE, Teología Moral calólica, t. 1, Pamplona 1971,
p. 379; (8) Cfr. M. ZALBA, Voluntario directo e indirecto, Gran
Enciclopedia Rialp, t. 23, p. 6887; (9) PRUMER, Manuale
Theologiae Moralis, 1, n. 623; cfr. V ERMEERSCH, Theologiae
Moralis principia, responsa, consilia, 11, n. 137;
LANZA-PALAZZINI, Theologia Moralis, ll, ll. 177, 2; NOLDIN, Summa
Theologiae Moralis, 11, n. 126, a; (10) DOCUMENTACION DOCTRlNAL,
n° 44: (11) PIO Xll, Alocución. 2-lX-1950; cfr. Alocucion,
Il-IX-1954..
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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