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No hay remedio dentro de la Constitución.
Las continuas sentencias emitidas por el Tribunal Constitucional dictaminan que dentro de la Constitución no se puede defender la vida del no nacido. Ni se puede defender el matrimonio natural y cristiano. Ni se puede defender que la procreación se lleve a cabo como Dios manda. Aunque algún partido quisiera defender estas cosas, aunque algún partido, aun con mayoría absoluta, tuviese el coraje y la sensatez de penalizar el aborto, no reconocer las parejas de hecho, y prohibir la fecundación artificial; posiblemente bastaría un recurso Constitucional presentado por cualquiera de los grupos de la oposición para echar por tierra tales pretensiones
Hace unos meses, el que fuera cardenal
Primado de España, y arzobispo de Toledo, don Marcelo González
Martín, escribía un valiente artículo en la revista Razón
Española sobre el futuro inmediato del catolicismo en nuestra
Patria, en el que denunciaba el influjo negativo de la
Constitución de 1978.
Recordaba cómo, antes de ser sometida a referendum, Monseñor
Guerra Campos y él redactaron un escrito que firmaron también
algunos otros obispos, en el que señalaban como defectos graves
de la Constitución: la omisión real y no sólo nominal de toda
referencia a Dios; la falta de referencia a los principios
supremos de la ley natural o divina; la carencia de garantía
suficiente sobre libertad de enseñanza; la desprotección frente
a la pretensión de aquellos docentes que quieran proyectar sobre
los alumnos su personal visión o falta de visión moral y
religiosa, violando el derecho inviolable de los padres y los
educadores; la no tutela de los valores morales de la familia ,
dejando abierta la puerta a la ley del divorcio; y en cuanto al
aborto, la ausencia de la claridad y seguridad necesarias, ya que
la fórmula del art. 15 «todos tienen derecho a la vida»,
supone, para su recta intelección, una concepción del hombre
que diversos sectores parlamentarios no comparten.
El tiempo se ha encargado de dar la razón a D. Marcelo.
En efecto, al amparo de la Constitución, y con gobiernos de
centro, de izquierda y de derecha (UCD, PSOE, PP), se ha
promulgado la ley del divorcio, se ha despenalizado el aborto, se
ha legalizado la fecundación in vitro, se ha dificultado la
enseñanza religiosa en las escuelas, se ha permitido la
pornografía, se ha autorizado la comercialización y
distribución a cargo de la Seguridad Social de la píldora
abortiva, y se ha creado una mentalidad permisiva en el orden
moral que causa y causará daños evidentes a la población
española, especialmente, a la juventud.
Si es cierto que por los frutos conocemos si el árbol es bueno o
malo, y esos son los frutos que ha dado nuestra Constitución,
¿cómo hemos de juzgarla?
Eso, por no hablar de la amenaza separatista apoyada en el
reconocimiento constitucional de las llamadas
"nacionalidades" históricas.
Por no hablar de la consolidación de la partitocracia, que no
deja ningún hueco a la participación ciudadana a través de los
cauces naturales o cuerpos intermedios de la sociedad.
Y por no hablar de la consagración del capitalismo liberal con
sus secuelas de desempleo, precariedad laboral y condiciones
infrahumanas de trabajo.
Para que no quepa ninguna duda, recientemente, -como confirmando
aún más que aquellos reparos no eran infundados-, el Tribunal
Constitucional español, en respuesta a un recurso presentado por
el Partido Popular contra la Ley sobre Reproducción Asistida
aprobada por el gobierno socialista de Felipe González en 1988,
ha dictaminado que, «los no nacidos no pueden considerarse en
nuestro ordenamiento constitucional como titulares del derecho
fundamental a la vida que garantiza el art. 15 de la
Constitución».
Por otra parte, en otro lugar de la sentencia afirma que
«nuestra Constitución no ha identificado la familia a la que
manda proteger con la que tiene su origen en el matrimonio, ni
existe ninguna constricción del concepto de familia a la de
origen matrimonial». «Existen otras junto a ella -añade-, como
corresponde a una sociedad plural».
Está claro: Monseñor Marcelo y los obispos que suscribieron sus
advertencias tenían razón. Quienes les acusaban de alarmistas y
exagerados, o quienes no tuvieron la gallardía de secundarles
no.
El origen de los males que aquejan hoy a España, no está pues
en este o aquel partido, en uno u otro gobierno. No.
Está en un ordenamiento jurídico que por estar viciado desde su
raíz, no puede dar más que malos frutos.
Por eso, para quienes defendemos los principios y valores
derivados de la concepción católica de la vida, poco puede
importar quién gane las elecciones generales de marzo de 2000.
Sabemos que, salvo un milagro, el Gobierno recaerá nuevamente en
el Partido Popular o en el PSOE, dependiendo, si ninguno de los
dos obtiene mayoría absoluta, del apoyo de los nacionalistas.
Ninguno de los partidos hoy representados en el arco
parlamentario reúne las exigencias mínimas en cuanto a la
defensa de los valores se refiere. No sólo porque no puedan
hacer nada, sino porque no quieren.
Pero es que, además, aunque quisieran, difícilmente podrían en
el marco Constitucional en el que tan gustosamente se hallan
encajados.
Ya hemos visto lo que dice el Tribunal Constitucional: dentro de
la Constitución no se puede defender la vida del no nacido. Ni
se puede defender el matrimonio natural y cristiano. Ni se puede
defender que la procreación se lleve a cabo como Dios manda.
Aunque algún partido quisiera defender estas cosas, aunque
algún partido, aun con mayoría absoluta, tuviese el coraje y la
sensatez de penalizar el aborto, no reconocer las parejas de
hecho, y prohibir la fecundación artificial; posiblemente
bastaría un recurso Constitucional presentado por cualquiera de
los grupos de la oposición para echar por tierra tales
pretensiones.
Ya es penoso, por otra parte, que la vida de los inocentes o la
salud moral de nuestro pueblo estén pendientes cada cuatro años
de la voluntad general, de los pactos políticos, de las
estrategias partidistas, de las interpretaciones de un Tribunal,
o de los acuerdos internacionales.
Hay cuestiones que deben sustraerse al consenso y a la opinión,
porque están por encima del consenso y de la opinión, aunque
sea de una mayoría. Y la Constitución no lo ha hecho.
Dentro del Sistema, bajo la Constitución de 1978 -que todos los
partidos parlamentarios aceptan o cuando menos acatan- no tienen
cabida los valores .
Y mientras no nos demos cuenta, mientras no seamos lo
suficientemente objetivos e imparciales para reconocerlo,
seguiremos apuntalando el Sistema por medio de apaños;
retorcimientos de conciencia; medias tintas; velas a Dios y al
diablo; males "menores" y votos "útiles".
Votar a un partido como mal menor, puede llegar a ser el mayor de
los males. Porque estamos permitiendo que la actual situación se
consolide. ¿Es que ya nos hemos resignado a admitir el aborto
como algo inevitable? ¿Es que debemos renunciar a la posibilidad
de su prohibición total? Si hoy votamos al PP, para que no
triunfe el PSOE porque éste último es partidario de un nuevo
caso de despenalización del aborto, y el PP gana, habremos
conseguido retrasar la ampliación, pero la actual ley seguirá
en vigor, se asesinarán tantos niños como si se hubiese
admitido el cuarto caso, la amenaza del PSOE se repetirá en las
siguientes elecciones, volveremos a votar al PP y así la ley del
aborto se perpetuará hasta el fin de los tiempos.
Esto en el mejor de los casos, porque ya hemos visto como el
Partido Popular, por atraerse a un electorado de
centro-izquierda, no sólo ha conservado las leyes y ha tolerado
las aberraciones anticristianas y antinaturales heredadas de las
épocas de la UCD y el PSOE, sino que ha ido más lejos que
ellos, con la autorización de la comercialización de la
píldora abortiva.
Y es que el temor a perder votos influye más en los dirigentes
del PP que las convicciones morales.
Mucho más respetable sería el mal menor que supondría el
riesgo de que la izquierda llegue al poder y se instale en él
durante algún tiempo, por abandonar al PP para cerrar filas en
torno a hombres políticos de fe y asociaciones y partidos
políticos confesionalmente católicos (que pueden ser diversos y
plurales en lo contingente, pero habría que procurar que se
unieran, al menos coyunturalmente, para el logro de lo esencial)
que vayan preparándose con nuestro auxilio y con la ayuda de
Dios para la reconstrucción de la sociedad; para la conquista
del poder; para apartar de la vida pública a liberales,
socialistas, nacionalistas y demás enemigos por acción u
omisión de los valores cristianos; para sustituir esta
Constitución perversa por una Ley fundamental acorde con la
Constitución histórica de España; para derribar este sistema,
y ese Nuevo Orden sincretista, relativista, liberal,
partitocrático y capital-socialista que se nos quiere imponer, y
elevar sobre sus ruinas un orden social cristiano.
Grupos políticos católicos los hay, y si ninguno nos satisface
debiéramos crearlos pero no depositar la confianza en quienes no
lo son o en quienes, aún peor, instrumentalizan la Religión y
los valores para captar adhesiones de los ingenuos y luego obran
en contra de tales valores. Pero mientras sigamos otorgando el
voto "útil" al mal "menor", estaremos
restando fuerzas a tales grupos políticos católicos y las cosas
no sólo seguirán igual sino que irán a peor.
José María Permuy.
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