Portada revista 38

Españoles en las cruzadas Indice de Revistas La ley del más puro. Derecho penal y bien común.

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Las pautas morales.

La libertad no es ningún valor ético, sino una condición necesaria para la responsabilidad del hombre, y, en consecuencia, una aspiración humana legítima puesto que nuestros actos adquieren su auténtica dimensión si se desarrollan en libertad.

En un extracto que hace "The Times" de la biografía de John Gielgud (el actor que interpretaba a Casio en "Julio César" de Joseph L. Mankiewicz, y el protagonista de "Agente secreto" de Alfred Hitchcock, entre otros filmes, aparte su labor teatral, que es donde más destacó) se refiere el autor, Sheridan Morley, al año 1953 como trágico para la vida del actor a causa de un incidente que no pudo olvidar en toda su vida: fué detenido por abordar en un urinario público a un joven con propósitos de sodomía. Esto ocurrió en el mes de Octubre, y unos meses antes la Reina le había concedido el título de "Sir". Además, ese mismo año había tenido buenos éxitos en su carrera de actor, por ejemplo en su interpretación citada en "Julio César", y estaba ganando bastante dinero. En esa situación favorable para su vida artística y sus finanzas, el incidente supuso un auténtico hachazo.

El juez, que en ningún momento dió señales de haber oído hablar de él, se contentó con aplicarle una multa de diez libras y dirigirle una admonición: "Vea a un doctor tan pronto como salga de aquí y pídale consejo. Si se lo da, sígalo, pues su conducta es peligrosa para otros hombres, sobre todo para los jóvenes, y esto está resultando una plaga en esta vecindad".

La mala suerte de Gielgud fué que un periodista presenció el juicio, y en los días siguientes su caso apareció en toda la Prensa.

El biógrafo presenta este desgraciado asunto como algo propio de aquellos años previos a la revolución social de los sesenta, y comenta que difícilmente la gente de hoy puede imaginarse lo que eran tales años. Y celebra que aquel tiempo pasó ya.

El señor Morley puede pensar lo que quiera, pero uno puede legítimamente especular sobre el valor real de sus opiniones y otras semejantes. Es decir, si estamos conformes en que vivimos en una época de decadencia, de transición quizás, ¿cómo debemos justipreciar los juicios surgidos de este ambiente? ¿según las pautas existentes ahora? Pero ¿podemos utilizar pautas que, por surgir de una sociedad deteriorada, han de ser igualmente deterioradas?

Que vivimos en época de colapso de los valores cristianos es una evidencia, por lo que no es necesario pararse a demostrarlo. Y que esta circunstancia supone que esta época es decadente desde ese punto de vista respecto de tiempos pasados, lo admitirán hasta los progresistas. Lo que estos argüirán es que la desaparición de los valores cristianos supone, en otro sentido, un avance y un logro; que ha decaído un determinado código de costumbres, pero han florecido la libertad y la tolerancia; y que, en realidad, ha subsistido lo que de mejor había en el cristianismo.

Sobre la libertad hay que decir que no es ningún valor ético, sino una condición necesaria para la responsabilidad del hombre, y, en consecuencia, una aspiración humana legítima puesto que nuestros actos adquieren su auténtica dimensión si se desarrollan en libertad. Pero la naturaleza de nuestros actos en libertad resulta muy diversa, desde la ayuda a los necesitados hasta la comisión de crímenes, por lo que la necesidad de una pauta de conducta ética resulta bastante clara. Respecto de la tolerancia: se trata de un valor engañoso, puesto que no es posible ser tolerante con el crimen, los abusos y el vicio. No tiene ningún sentido la tolerancia indiscriminada, que supone licencia y disolución. En cuanto a la pervivencia de lo mejor del cristianismo: se percibe que lo que se llama cristianismo hoy es el resultado de un vaciado doctrinal, efectuado por eclesiásticos expertos en mercadotecnia, con el resultado de la supresión de todo lo que pudiera resultarnos desagradable, según la opinión de estos expertos, como pueden ser el pecado, el castigo y las penas. Y los progresistas, aún los que son ateos o agnósticos, se apuntan, naturalmente, a este cristianismo blando y desnaturalizado que sólo habla de amor e invita a la relajación.

La opinión de los progresistas no puede ser tomada en consideración, porque obedece a pautas que surgen del ocaso de una civilización, y no de su robustez y afirmamiento. En efecto, si queremos, por ejemplo, comprender el espíritu de la civilización romana, aquello que la hizo superior a cualquier otra de las precedentes, deberemos trasladarnos a los tiempos de la República o estudiar a aquellas figuras posteriores que aún conservaban el vigor, la austeridad y la elevación de los tiempos republicanos. Y, sin duda, el criterio de estas personas será mucho más valioso y acertado que el que pudieran tener los descaecidos hijos del Imperio. ¿Acaso no tienen mayor validez las ideas de Marco Aurelio, concordantes con los valores de la República, que las del degenerado Cómodo, producto relevante de la corrupción de costumbres de la época imperial? ¿Qué duda puede caber de que el único criterio válido, imperecedero, es el que nace de aquellas ideas filosóficas y religiosas que hayan sido el fundamento del auge y fortalecimiento de una alta civilización? Si aplicamos esto, que es de sentido común, al Occidente cristiano, poco aprecio podremos tener de las ideas progresistas de la actualidad, que surgen de la revolución social disolutoria de los años sesenta; uno de los movimientos más nefastos y estériles de la Historia.

Estéril porque, en principio, se revolvía contra la sociedad capitalista, con el resultado de que nunca el capitalismo ha sido más poderoso que en la actualidad, pastoreando a unas sociedades sin ideales, desnortadas, y, encima, envanecidas de una pretendida condición de rebeldes por haber derribado la "moral burguesa". Nunca tuvo el capitalismo más oportunidades para prácticas salvajes, al no enfrentársele normas restrictivas de ninguna clase, precisamente por haber sido disuelta dicha moral. Nunca el capitalismo fué más fuerte. Por tanto, además de haber sido un movimiento nefasto en lo moral, ha resultado contraproducente para sus presuntos fines.

Una de las consecuencias de esta disolución del código moral tradicional es la confusión, el trastocamiento de los términos que definen política e ideológicamente a las personas. La calificación de moderado, centrista, izquierdista, conservador, ultramontano, extrema derecha, etc., no tienen el mismo significado que hace cuarenta o cincuenta años. Habiéndose deslizado la sociedad decididamente hacia la izquierda (en el plano de las costumbres, como compensación de su nula crítica del capitalismo), cualquiera que no haya seguido ese deslizamiento y mantenga puntos de vista tradicionales, será calificado de reaccionario y extremista de derecha. Con razón, puesto que su ubicación real en la sociedad, al deslizarse ésta hacia su izquierda, habrá de ser en el extremo de la derecha. El juez que multó a John Gielgud y le conminó a un cambio de conducta no puede hoy sino ser considerado como ultraconservador, como así parece que lo juzga Morley. Pero de nuevo hay que puntualizar que es nulo el valor de las formulaciones que emanen de una sociedad que, en su sombrío ocaso (aunque enmascarado con el brillo del progreso material), utiliza pautas necesariamente equivocadas. ¿Qué respeto, qué contemplaciones se pueden dedicar a una sociedad como la del Viejo Continente, cuyo Parlamento Europeo recomendó a sus Estados miembros en resolución del pasado 16 de Marzo que equiparasen legalmente los matrimonios de homosexuales con los tradicionales y que suprimiesen el límite de edad del menor para las relaciones homosexuales? Las pautas del vicio no pueden ser tenidas en cuenta por las personas equilibradas. Sería tanto como si el citado Marco Aurelio, para escribir sus "Pensamientos", hubiese prestado atención a las instrucciones éticas que le hubiera podido impartir su degenerado hijo Cómodo.

El juez del caso Gielgud fué cortés y considerado. Y hasta benévolo. Le aconsejó al actor según las pautas de la moral auténtica. El editor John Gordon declaró: "Sir John Gielgud debería considerarse afortunado por haber encontrado un magistrado tan gentil. Se alega a menudo sobre la conducta de esos desechos humanos, que son artísticas y frívolas criaturas, las cuales, a causa de sus especiales cualidades, deberían tener especiales libertades. Esto no es así. Ha llegado el tiempo de que nuestra comunidad decida sanearse, pues si no somos capaces de desarraigar esta podredumbre moral, ella nos abatirá". Acertadas y proféticas palabras las de Mr. Gordon, como lo demuestra la reciente resolución del Parlamento Europeo. "Ella" nos ha abatido.

Es decir, ha triunfado plenamente en la sociedad y sus instituciones. Nunca triunfará sobre aquellos que apliquen las pautas correctas.

Ignacio San Miguel.

 



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