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El huevo y la serpiente: Euskadi Ta Askatasuna Indice de Revistas Franz Von Papen, el último junker

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

El cáncer de Occidente.

La asunción del relativismo conduce inexorablemente a la depresión espiritual, y en esta situación anímica resulta ilusoria la posibilidad de combatir el fundamentalismo

Así se ha llegado a llamar esa actitud plenamente extendida que consiste en igualar todas las opiniones, y, todavía peor, en igualar las convicciones con las opiniones, en valorarlas igual, y que vulgarmente se traduce en lo que tantas veces oímos que nos dicen: "Sí, sí, tu piensas así; pero hay otros que piensan de distinta forma". Dicho ello con la evidente satisfacción de quien juzga que está expresando algo muy inteligente.

Y lo cierto es que esta actitud tan generalizada dista de ser propiamente inteligente. Más bien resulta la consecuencia de una postración espiritual que impide la generación de convicciones fuertes. Por esto, ha habido pensadores que consideran al relativismo como la enfermedad incurable de Occidente. No es un pensamiento inteligente, ni moderado, ni discreto, como se quisiera, sino la manifestación de una impotencia.

El relativista se arropa siempre con las galas de la tolerancia. Hay que respetar todas las ideas, porque todas son igualmente respetables. Esa es su teoría, magnánima en apariencia; pero sólo en apariencia. En primer lugar, no se deriva de ninguna virtud, sino de la confusión mental y de la debilidad espiritual. Incapaz de decidirse por un orden de ideas determinado, pues su juicio crítico se encuentra debilitado, opta por la tolerancia, que, en puridad, supone la igualación de todas las ideas. En segundo lugar, constituye una mentira y una flagrante injusticia. Porque ¿en razón de qué se puede admitir que todas las ideas sean igualmente respetables? ¿Es que no existen las ideas acertadas y las ideas desacertadas; las ideas falsas y las verdaderas? ¿Y por qué habrían de ser igual de respetables las primeras que las segundas? No existe, por ejemplo, ninguna razón para suponer que las ideas de un abortista sean igual de respetables que las de un antiabortista. Ni son igual de respetables las ideas que desprecian y mueven a contravenir la ley natural que las que defienden su acatamiento.

A esto se añade una porción considerable de hipocresía decadente. Porque el relativista occidental está dispuesto a admitir, apreciar y comprender las ideas dogmáticas, el fundamentalismo de las civilizaciones no cristianas; pero es extraordinariamente duro con el integrismo cristiano.

Uno de los caracteres que ha elevado al cristiano occidental sobre el resto de la Humanidad es esa facultad tan humana, y tan inteligente, de comprender las razones del contrario, de entenderlo, lo que supone valorarlo debidamente como persona. Pero toda virtud es susceptible de degeneración. Y cuando se llega no sólo a entender las razones del adversario sino a considerarlas de más peso, de más valor, que las propias, entonces nos estamos encaminando irremediablemente a la decadencia. Que es lo que ocurre cuando, por ejemplo, nos lamentamos de la desaparición de las civilizaciones precolombinas y su sustitución por la cristiana.

Esta es la situación en que nos encontramos en la actualidad: como formulación teórica, la proclamación de la idoneidad del relativismo y la tolerancia general; y, en la práctica, el respeto a cualesquiera fundamentalismos a excepción del cristiano.

El relativismo tiene sus teorizadores. Son mentes de altura intelectual considerable, pero irremediablemente hijas de su tiempo. Lo que quiere decir que, a poco que nos pongamos a reflexionar sobre lo que exponen, encontremos su falla fundamental y no puedan alcanzar a convencernos.

Bernard-Henri Lévy, en su ensayo "La pureza peligrosa" (La pureté dangereuse, 1994) va describiendo con agudeza y precisión el estado espiritual del europeo de hoy. El cansancio ideológico, el derrumbe de los códigos morales, el vivir al día, el ahogamiento del horizonte espiritual y la tendencia consiguiente a los placeres físicos, sensuales, etc., son expuestos con acuidad y crudeza, lejos de arteros moderamientos que disimulen la verdad. Aspecto esencial de esta situación es la subsistencia de ideas de todas clases, sustentadas con la flojedad o falta de firmeza y convicción derivadas de la aceptación sin objeciones del relativismo al que he hecho referencia. Ante tal marasmo espiritual, Lévy atisba un peligro: los fundamentalismos que acechan y que pueden rebrotar en este terreno propicio, caracterizado por un pluralismo de ideas sin fuste. Y omnipresente y poderoso, ya no como peligro potencial, sino como realidad bien consistente, nos enfrenta la gran amenaza para Occidente: el fundamentalismo islámico.

Después de esta exposición que ocupa las tres cuartas partes de su ensayo, Lévy nos expone los términos de la lucha contra la "pureza peligrosa", que es como él llama a ese fundamentalismo, potencial o real, que ve como el máximo peligro para la civilización. Y ahí es donde se produce la falla evidente. Porque el remedio contra el fundamentalismo es, según él, ni más ni menos que el pluralismo. El pluralismo occidental debe enfrentarse con el fundamentalismo oriental y con cualesquiera otros fundamentalismos que pudiesen surgir en el mismo Occidente. La gran idea de este Occidente, que debe constituir su nueva religión, es la idea del pluralismo. La verdad absoluta no existe, sólo existen las verdades relativas, y el pluralismo de "verdades" resultantes es la gran riqueza occidental. Debemos luchar con entusiasmo por esta nueva religión.

Pero esto constituye una imposibilidad psicológica y lógica. El hombre no puede luchar más que por una verdad, sea ésta verdadera o falsa. No puede luchar por una pluralidad de verdades incompatibles entre sí. No puede ilusionarse por la existencia de esa pluralidad. No puede sentirse exaltado con el pensamiento de que la verdad en realidad no existe, ni puede entusiasmarse con la contemplación de un conjunto de entelequias, puro producto de la mente, y cuya aparente utilidad se reduce a pugnar las unas con las otras. La asunción del relativismo conduce inexorablemente a la depresión espiritual, y en esta situación anímica resulta ilusoria la posibilidad de combatir el fundamentalismo islámico o cualesquiera otros. Y, por otra parte, va contra la lógica elemental que a la verdad, verdadera o falsa, se le pueda combatir con una no-verdad pluralizante. La lógica demanda que el adversario de una verdad falsa sea una verdad verdadera. Y esta última es la única que puede levantar los espíritus.

El problema de Lévy consiste en que es hijo de su tiempo, es relativista, está a años luz de asumir la antigua fe de Occidente, para él un caso más de fundamentalismo: y, haciendo de la necesidad virtud, con los pobres mimbres del pluralismo occidental procura elevar una sólida construcción intelectual que pueda oponerse con éxito a los fundamentalismos amenazantes. Algo tan imposible como la cuadratura del círculo.

Isaiah Berlin nos ofrece un planteamiento que tiene importantes puntos de coincidencia con el de la obra de Bernard-Henri Lévy. También Berlin ofrece como solución el florecimiento de un pluralismo pujante, como lo expresa Joaquín Abellán en su Introducción a "Antología de ensayos", de este autor (Espasa Calpe, S. A., 1995). Pero no llega a concluir que la verdad no exista. Se contenta con declarar que todos los adversarios ideológicos tienen una verdad, pero que ésta no es absoluta. Y que deben luchar por esa verdad con denuedo, a pesar de tal circunstancia.

De nuevo nos encontramos con una imposibilidad. ¿Cómo podemos combatir con denuedo y entusiasmo las ideas de un adversario si creemos que nuestra verdad no es absoluta y que nuestro oponente nos combate con pareja legitimidad, puesto que defiende una auténtica verdad, aunque no sea absoluta, lo mismo que la nuestra? Lo lógico sería que nos reuniéramos con él para componer la verdad entera e indiscutible. En cualquier caso, nunca nos sentiríamos impulsados a combatirle en su verdad.

Resulta bastante claro que Berlin se encuentra al final de su ensayo en la misma situación que Lévy. Ante la constatación de que existe un pluralismo de ideas, siendo impotente para decidirse por una de ellas; ante el hecho de que esta pluralidad produce confusión y relativismo escéptico (nada que eleve el espíritu); ante esta crisis y sin saber cómo salir de ella, Berlin hace de la necesidad virtud, lo mismo que Lévy, y proclama el pluralismo como ideal de vida, alentando a hacer algo imposible: combatir apasionadamente en defensa de la verdad propia, pero admitiendo que nuestros adversarios tienen también una verdad por la que luchan legítimamente. De nuevo, la cuadratura del círculo.

Porque lo cierto es que el pluralismo es una situación de hecho, no un ideal. Es verdad que hay pluralismo, pero ¿por qué habría de ser lo deseable? ¿Acaso no sería más deseable que todos nos pusiésemos de acuerdo en una serie de cuestiones fundamentales? ¿Que todos pensásemos lo mismo sobre esas cuestiones? El pluralismo no es una filosofía acertada, sino, por el contrario, el producto de errores y desviaciones del pensamiento.

Berlin niega que sea relativista, lo que no deja de ser una afirmación gratuita, puesto que su filosofía no puede ser considerada de otra índole.

Esta situación de las ideas de Occidente que podría llamarse pantanosa puesto que los esfuerzos de salir de ella resultan inútiles una y otra vez, pudiera llevarnos a concluir que no existe solución alguna. Y puede ser que, efectivamente, sea así, puesto que todo dependería de una reacción del espíritu occidental, lo que no es dado prever que suceda, pues no se perciben indicios suficientes de que esta reacción sea probable. Es algo, por tanto, que pertenece al icognoscible futuro.

Pero sí resulta factible que varias verdades evidentes vayan abriéndose paso, facilitando esa hipotética reacción. La primera verdad consiste en que los fundamentalismos no se pueden combatir exitosamente con pluralismos relativistas. La segunda es que precisamente la situación actual de pluralismo relativista de Occidente resulta el caldo de cultivo idóneo para el surgimiento de fundamentalismos pequeños y disgregadores en su seno (a veces, terroristas) y el fortalecimiento y aumento de influencia del gran fundamentalismo enemigo de Occidente: el Islam. Tengamos en cuenta las palabras de un autorizado personaje musulmán en un encuentro oficial sobre el diálogo islamo-cristiano, dirigiéndose a los participantes cristianos: "Gracias a vuestras leyes democráticas os invadiremos; gracias a nuestras leyes religiosas os dominaremos". Efectivamente, en la pugna entre pluralismo y fundamentalismo, la victoria no es dudosa.

Estas dos verdades nos pueden llevar a pensar que la victoria sobre un fundamentalismo falso sólo sería posible con la adhesión a la verdad íntegra de la fe antigua de Occidente. No hay otro camino, pues no es serio depositar nuestras esperanzas en la multitud de sectas que han proliferado en las últimas décadas. Ni siquiera parece tener mucho porvenir la "New Age", a la que se refirió distraidamente el joven escritor francés Michel Houellebeck no hace mucho: "¿La New Age? Ah, sí, esa payasada..." De seguro que no se le hubiese ocurrido referirse de esta manera a la doctrina de Tomás de Aquino.

Pero, llegados a este punto, surge el gravísimo escollo de la pérdida de la fe. La antigua fe ha quedado sumamente deteriorada, sobre todo después de Concilio Vaticano II. Sólo quedan restos. Y no existe una nueva fe católica, que, por otra parte, sería un contrasentido; lo que existe es una desnaturalización del catolicismo. Y la mayoría opondrá sus razones: "Yo no tengo fe. Y ¿cómo voy a conseguirla? Estos ya no son tiempos de aquella fe. Vivimos en tiempos de postcristianismo."

Efectivamente, es difícil tener fe en esta época. Máxime, cuando la fe es un don que no depende de uno en última instancia. Pero hay algo mucho más fácil de conseguir, y que casi resulta obligado en personas reflexivas y ecuánimes. Se puede tener fe en la fe. Sobre todo, se puede tener fe en los valores perdidos junto con la fe. Se puede apreciar fácilmente el deterioro espiritual, social y estético (otro día habría que tratar de la relación entre ética y estética) sobrevenidos con la falta de vigencia de esos valores, de esa fe. Y es muy fácil que, entonces, surja el convencimiento de que tal fe y tales valores eran valiosos, mucho más valiosos que el agnosticismo, indiferentismo, relativismo y consiguiente amoralismo, actuales, y cuyas consecuencias están a la vista. William James diría que esa bondad práctica de la doctrina ortodoxa antigua era el mejor signo de su veracidad, de su correspondencia con una realidad objetiva.

No es difícil, por tanto, apostar por estos valores, por estas creencias. Se trataría, en puridad, de apostar por lo mejor. Únicamente lo encontrarán difícil las personas de poco carácter que temen ir contra corriente. Pero es el tratamiento recomendado por Blas Pascal a los que no tienen fe, y que podríamos resumir así: "Si no tienes fe y quieres tenerla, obra en todo como si ya la tuvieras, y al cabo del tiempo podrás obtenerla". Es la apuesta de Pascal.

Este es el primer paso de la reacción, y está al alcance del hombre. La auténtica fe, que podría venir después, habría de contar con otra Voluntad.

Ignacio San Miguel

 



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