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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

La verdad política, indispensable para la comunidad.

La tesis de este artículo se basa en los siguientes principios: Que la comunidad política debe estar unida, porque, si no, perece. Que la comunidad que no descansa en la doctrina, se hunde. Que la doctrina no puede disimularse, esconderse o tergiversarse. Que los hombres que asumen la reponsabilidad política directora han de dar testimonio con su conducta.

Cuatro son los principios necesarios para la consistencia y el buen funcionamiento de la comunidad política. Si tales principios se desconocen o, conociéndolos, se desechan, el resultado negativo se desencadena.

Despleguemos nuestra mirada investigadora sobre cada uno de estos cuatro principios y veamos si son o no objeto de aplicación en España.

Primero: La Comunidad política ha de estar unida, porque si no está unida perece.

Esta afirmación necesita de matizaciones previas para no arrancar de supuestos erróneos. Cuando decimos que una comunidad política ha de estar unida no queremos decir que sea uniforme, a la manera de un cuerpo simple y mineral. Si una comunidad política lo es verdaderamente, y su vida interna no ha sido atrofiada por la tiranía, produce la diversidad, tanto más numerosa y compleja cuanto mayor es su dinámica. Pero esa diversidad nace de la unidad, no reduce ésta, sino que la refuerza. Así, de la unidad de España parte la rica multiplicidad de sus regiones. En ellas y a través de ellas se manifiesta el espíritu que da vida a la nación. No son, pues, las regiones las que se unen para formar la nación española: es la nación española -una sola nación- la que exterioriza la grandeza creativa de su espíritu a través de las regiones que se perfilaron en el curso difícil de la Historia nacional.

Con esto no queda, sin embargo, concluido el tema, porque la desunión, que hasta en los organismos individuales acostumbra a ser síntoma de aniquilamiento y muerte, no se limita a la fragmentación de la Patria única en patrias distintas. La desunión de la comunidad puede producirse en sus dos piezas básicas: la sociedad y el poder.

La división del poder surge cuando en previsión de abusos, la soberanía política no se limita con la soberanía de Dios y la soberanía social, sino que se le fragmenta en los famosos tres poderes de Montesquieu: el legislativo, el ejecutivo y el judicial.

La división de la sociedad, que un poder ya dividido ha de regir, se produce cuando los pareceres diversos y los intereses en pugna no se escuchan y encauzan, sino que se enfrentan, partiendo a la misma sociedad en partidos políticos y sindicatos de clase.

Pues bien: si todo reino dividido está llamado a desaparecer, de evidencia resulta que un Sistema político que ha hecho suyo el antiprincipio de la división: división de la patria, división de la sociedad y división del poder, al producir la desunión, empuja necesariamente al perecimiento.

Por eso, hoy contemplamos a unas regiones contra otras, ganando la partida la más poderosa económicamente hablando, o la que presiona más por medio de la violencia; un poder contra otro, ganando el legislativo al ejecutivo y al judicial, pues aquél, como ocurre en nuestro caso, nombra al presidente del Gobierno y a los que integran el Consejo rector de la judicatura; un partido contra todos los demás partidos, utilizando para conseguir el voto, pieza clave en el Sistema, todos los procedimientos que se le ofrezcan, sin reparar en criterios morales para conseguirlo; un clase social contra otra, en defensa de posturas legítimas o ilegitimas, pero que exigen la creación de un clima de desconfianza y de recelo y de odio y que no tienen en cuenta ni les importa que la empresa sobreviva o no y que la economía nacional sufra gravísimo detrimento.

Segundo: La comunidad política que no descansa en un cimiento doctrinal sólido, se hunde.

La unidad en la comunidad, como se desprende de lo dicho, no es algo artificioso y coercitivo. No es, por supuesto, la unidad que se produce en el equipaje que sujeta un pulpo sobre la baca del automóvil, ni la del mobiliario que se ofrece con el nombre de alcoba o de comedor. La unidad en la comunidad supone una doctrina cierta, no discutible ni discutida, que responda a su talante histórico configurador. Cuando, por añadidura, ese talante histórico configurador tiene una huella religiosa profunda, la doctrina que le sirve de armadura interior recoge la Verdad revelada en cuanto afecta a la constitución y al funcionamiento de la comunidad política y la Verdad que esa misma historia ha demostrado consustancial con las etapas de heroísmo y de grandeza.

El reconocimiento de la existencia de una verdad política -y no hay que cansarse de insistir en ello- es indispensable para la comunidad. Es su cimiento, en cuanto base sólida, y también su raíz, en cuanto traslada a todo el cuerpo social la savia que lo nutre y fortalece.

No hay la menor duda: esta verdad política existe, y la prueba de ello puede razonarse así: porque sería absurdo que habiendo verdades como substrato de todo saber, desde las Matemáticas a la Astronomía, desde la Biología a la Teología, no hubiera, por excepción, verdades radicales para la comunidad política, y porque si por los frutos hemos de juzgar y valorar los proyectos, esquemas y programas, ahí están -y bien a la vista- los efectos dolorosos derivados del desconocimiento o rechazo de la verdad política.

De aquí que cuando, separándose de la logica, se niegan la Verdad o las Verdades políticas, la comunidad se apoye, no en su cimiento sólido, sino en la arena movediza de las opiniones, reales o manipuladas, que conducen al pueblo a la perplejidad, a la fusión, a la duda y, por último, a la indiferencia.

Así es, en última instancia, el Sistema liberal en que vivimos. La ley que rige a la comunidad política no parte de la verdad, sino de la opinión triunfadora en la contienda de las urnas o del acuerdo conseguido en las Cámaras legislativas por motivaciones que nada tienen que ver con la propia opinión, sino con la táctica o el consenso.

Tercero: La doctrina no puede disimularse, esconderse o tergiversarse.

Claro es que la doctrina -cimiento raíz- hay que presentarla tal y como es, de una forma nítida, accesible a todos los que integran la comunidad nacional, cualquiera que sea el lugar de su nacimiento, el sexo, la profesión y la edad. La célula que no recibe el alimento que necesita en cantidad y calidad se avejenta, enferma o muere. Se convierte, en algún sentido, en anticuerpo. Tal es lo que sucede con las células que al recibir un impacto cancerígeno, invierten su misión ecológica y atacan al ser hasta producir su fallecimiento.

Si un Sistema político se construye sobre la arena movediza de las opiniones, y éstas, para conseguir el poder, necesitan recurrir al voto y, para obtener el voto, como indicábamos, todos los procedimientos son lícitos, decid qué tipo de verdadera doctrina puede transmitirse al pueblo integrador de la comunidad.

Nada más fluido, cambiante e inseguro que un Sistema liberal. En él «se turba la jerarquía de valores, se mezcla el bien con el mal y los individuos y las colectividades consideran sólo sus propios intereses y no los ajenos. Allí donde se implanta este Sistema, el mundo deja de ser el espacio de una auténtica fraternidad». ¿Acaso no puede aplicarse al liberalismo político la acertada reflexión del número 37 de la Gaudium et Spes?

Pero hay más: cuando en un Sistema liberal una opinión triunfa mayoritariamente, se transforma en tiranía irresponsable: irresponsable porque la responsabilidad se disuelve en la propia mayoría que sostiene la opinión victoriosa, e irresponsable porque el voto mayoritario exime, con su anuencia complaciente de toda responsabilidad al grupo elegido que lo representa.

Esta asunción del poder real, por muchas que sean las discusiones con que se distrae o procura distraer al pueblo, permite a la opinión triunfante considerar si, en evitación de resistencias sociales, es conveniente la espera a un momento posterior en el que tales resistencias hayan quedado vencidas, o, por el contrario, urge precipitar el cambio para moldear las conciencias y conformar un nuevo tipo de hombre.

Tal es lo que sucede en el Sistema actual. Hay puntos electorales que no se cumplen, no sólo por incapacidad subjetiva o imposibilidad objetiva, sino por que pudiera. ser contraproducente la alarma en el seno de la nación, y aun en el ámbito internacional. Si las promesas incumplidas de carácer económico revelan una incapacídad para resolver problemas objetivos, el giro de 180 grados en la cuestiones morales pone de relieve o la frivolidad de la opinión o la táctica.

Pero hay temas en que la demora se descarta. ¡con qué apresuramiento el sistema reformó la Instituciones básicas! ¡Como se trataron temas como la defensa de la vida, la educación, etc...!

La táctica política se halla en seguir avanzando, con algunas precauciones en el campo económico, en la tendencia masificadora, y avanzar rápidamente y sin escrúpulos en el terreno religioso y moral. Debilitada la resistencia de las instituciones y aminoradas las virtudes del pueblo, el camino será fácil para la opresión encaramada al poder.

Pero si no hay una opción triunfadora, si se hace precisa una colaboración en el partido o en el gobierno de opciones distintas y distantes para lograr la aquiescencia, ¿cómo será viable una comunidad política sana?, ¿cómo conciliar corrientes adversas?, ¿cómo hacer caminar la nave si los vientos son contrarios y se equilibran?, ¿a qué caóticas situaciones nos conducen los llamados consensos (siempre dentro de los Dogmas del Sistema), en los que unos sirven de aparato ortopédico para que los otros intenten, sin conseguirlo, caminar?

La luz, dice el texto sagrado, ha de ponerse encima del celemín para que alumbre a todos. Para ello es preciso que haya luz -luz de una doctrina que fluya, en este caso, de la Verdad política- y que al celemín de los intereses mezquinos o foráneos, que insta a esconderla, sustituya el celemín-peana de la abnegación y del sacrificio que se ofrece como soporte. La luz sobre el celemín ha de estar fija y serena. Ni la llama puede moverse haciendo visajes que nos atontan, ni el soporte cambiar alegremente de posición, dejándonos perplejos.

Cuarto: Los dirigentes han de dar testimonio con su conducta de los ideales que personifican.

Y ello, sencillamente, porque en virtud de su rectoría se han hecho sal del sistema. y es la sal -pese a las bondades de la mercancía- la que la preserva y sazona. Nada más escandaloso que la conducta privada y pública de una clase dirigente que, olvidando su verdadera misión, se enriquece a costa del pueblo, vive en la abundancia pródiga mientras falla y depaupera su contorno humano, se entrega a los placeres de todo tipo, alardeando de ello en nombre de la caída de los tabúes prohibitivos de la sociedad precedente,

Al corromperse la clase directora -su sal- se corrompe al Sistema mismo; y ya sabemos que cuando la sal se corrompe sólo sirve para arrojarla a la calle y para que sea pisoteada en ella.

Esta realidad, que fácilmente constatamos, se debe, en primer lugar, a que no habiendo ideas-verdades, sino opiniones-juicios, nadie puede personificarlas y representarlas; y en segundo lugar, porque la opinión-juicio, por su versatilidad, se opone a toda encarnación. Recordemos que es la Verdad, y no la opinión, la que se encarna.

Por todo lo anterior se debe buscar un sistema que procure la unidad política social y geográfica, basado en una doctrina sana, con una legislación reflejo de la naturaleza del hombre, al que debe de servir, y donde los dirigentes reunan las carácteristicas política y personales que aseguren la guía segura. Y combatir los sistemas que no lo cumplen.

P. López.


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