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Derecho a que me protejan Indice de Revistas Los errores del cambio; Quince años después

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Apuntes sobre los despropósitos ante el "terrorismo contra la civilización" .

Terrorismo, guerra y violencia. Terror y poder de comunicación: la violación mediática de la emotividad o la autosumisión político-ideológica de los media al poder mundial establecido, ideológico, militar, político y económico. Los pre-juicios de inocencia y culpabilidad: una simplificación peligrosa. La estéril defensa de la Civitas Hominis, sinónimo del olvido de la verdadera Caridad, que es Dios mismo. El pecado del mundo y la santidad de Dios. El culto de adoración imprescindible, y sus simulacros, necesarios pero mortíferos.

Toda cuestión no entendida acaba en cuestión irresuelta, y mucho más cuando se ignora o rechaza como tal. He ahí el dilema que afecta a toda valoración de lo ocurrido el llamado 11-S. Reconociendo desde el principio el difícil trazado de nuestro empeño comprensivo, acaso puede servir de luz y guía la conocida regla de la moral católica que exige 'clemencia con el pecador, y dureza con el pecado'. Aplicándola con rigor, sortearémos tanto la inquisitorial sospecha de un 'Antiamericanismo europeo' (J.Mª Carrascal), supuesto fruto de un simple resentimiento culpable de las izquierdas, como la superficial indulgencia de los que se complacen en 'El orgullo americano' (J.A. Sánchez), por el mero hecho de contrastar sensiblemente con la boba invocación de la 'unidad de los demócratas' ante el terrorismo, complejo que -lo comprobamos ahora- la clerecía española sólo padece cuando se trata de la 'carne propia', tan abundantemente sacrificada por ETA y sus cómplices políticos.

La sana línea argumentativa frente a los despropósitos ante el 'terror' ha de pasar por una doble negativa: ni antiamericanismo superficial, ni orgullo americano patético. Es la hora de discernir los espíritus, discernimiento que ha de partir de una cristiana, no pagana, 'compasión con las víctimas, sin que ello cunda en una miope apología de todo aquello que las Torres Gemelas y el Pentágono representan. La rotunda negativa a cualquier apología de la barbarie cometida ha de darse la mano con la afirmación, digamos neo-hamletiana, de que 'something' está podrido, ya no en Dinamaca, sino en los propios Estados Unidos de America. Sin considerar aquí siquiera a sus ciudadanos individuales, hemos de cuestionar por tanto los principios ideológicos que sustentan su dominio universal, al amparo de la peculiar 'Pax Americana'.

La reacción masiva de la opinión, oración, manifestación públicas e individuales, a escala mundial, ha dejado patente que aquel acto perverso, más que a la carne, ha tocado el alma de la Civitas Hominis. Y por eso no es del todo falsa la apreciacion de que el hundimiento físico, de edificios y hombres, ha hecho temblar en sus cimientos a la ideología occidental reinante.

He aquí el primer despropósito interpretativo, a la vez de políticos, intelectuales y masas anestesiadas por el bombardeo no sólo real sino mediático. Lo que ha sido derrumbado brutalmente el 11-S de hecho no vale para símbolo, ni mucho menos, del verdadero ideal de civilización, ni mucho menos de lo que tradicionalmente se entendía por Cristiandad. Admito, como no, que se puede estar en desacuerdo con esta tesis, pero ignorarla sería signo de ceguera culpable, de indeseables consecuencias, como bien ya hemos podido comprobar. Esta tesis claro que no es afirmación gozosa ni impía sino una constatación tristemente certera: 'El que a hierro mata a hierro perece'. Después de Dresde, Hirosima y Nagasaki, Corea, Vietnam, Iraq, Yugoslavia, EE. UU está probando el amargor de su propia medicina. "No hay duda -escribe un escritor sirio en El Mundo- de que Estados Unidos se ha convertido en el blanco de mucho odio visceral, principalmente (no exclusivamente) a causa de su desenfrenada arrogancia (de hecho, no siempre de propósito). Ha hecho la guerra a casi todos los pueblos del mundo (No se habla siquiera de los antiguos imperios católicos de España y de Habsburgo, o de los regímenes que en Europa y Asia nacieron de semejantes despropósitos de destrucción anti-católica). Y siempre con el resultado de que todos debían inclinarse ante el Pentágono y el dólar (en tanto que símbolos del autoproclamado 'mundo libre'). La retórica sobre el terrorismo a veces es tan espantosa como el mismo terrorismo, o al menos no nos ayuda para entender sus causas. A menudo hace caso omiso de la Historia. Por ejemplo, organizaciones israelíes emplearon tácticas terroristas en Oriente Próximo, con éxito, para hacer huir de Palestina a británicos y palestinos. Fue el terrorismo lo que creó Israél. Y será el terrorismo, que los palestinos han aprendido de sus verdugos israelíes, lo que creará el Estado de Palestina. En su lucha contra los palestinos moderados en los 70, Israél infiltró agentes en grupos palestinos extremistas, a los que utilizó para asesinar a los palestinos que querían la paz. Estados Unidos (no el norteamericano individual, sino los Kissingers y Turners de su nomenclatura masónico-sionista) tiene una enorme responsabilidad en la creación del fenómeno del terrorismo islámico. Fue Estados Unidos el país que financió grupos extremistas como el de Osama bin Laden (antes su criatura, ahora su bestia negra) para combatir a los soviéticos en Afganistán. Este fue uno de los capítulos más sucios de la guerra fría". Y para completar el cuadro de los despropósitos de la política internacional norteamericana, recordemos sus antecedentes inmediatos, a saber: los criminales tradados de Yalta y Potsdam, que cobarde e imbécilmente, durante largas décadas habían entregado medio Europa al despotismo soviético.

De modo que el dolor profundo y sincero por lo ocurrido no debe extirpar la lucidez necesaria para interpretar los signos de los tiempos. Cierto, el magnicidio del 11-S en EE.UU. no tiene justificación o legitimación, ni política ni religiosa. Punto. Pero cuidado, ¡qué ausencia de recursos intelectuales para comprender lo ocurrido! Habrá que echar mano de un pensamiento, considerado hoy heterodoxo tanto por las élites como las masas del mundo demoliberal, o sea, poscristiano. Porque la actual 'ortodoxia' intelectual y política occidental, rece o no, he ahí la diferencia -solo aparente- entre lo politicamente correcto en EE.UU. y Europa, se proclama y manifiesta fiel servidora de la ideología antropocéntrica univeral, de raíces infernales y pretensiones pseudo-mesiánicas.

Por ello, al escaso observador 'heterodoxo', y en eso coincide con multitud de intelectuales no-occidentales, como el anteriormente citado, no le sorprende para nada que los doctrinarios liberales, ante lo ocurrido, no hacen más que 'reafirmarse en su ser'. Reivindican el Status Quo ideológico (sufragio universal, merado libre, y libertad indiscriminada de expresión), apelando a la defensa del mundo 'libre' mediante "la policia, la inteligencia, la pedagogía universal de la democracia" (Raul del Pozo).

¡Cuán infinita es la pobreza y debilidad de la ideología de la Pax Americana, tan alejada de la doctrina católica tradicional! Frente a ella toma proporción, relieve y sentido el propósito modesto de estas líneas, que no es otro que hacer un breve examen de los des-propósitos que con respecto al terrorismo, no sólo el islámico, provoca la ceguera o miopía antropocéntrica, analizando breve e inseparablemente las relaciones, implicaciones y diferenciaciones a tener en cuenta entre violencia, terrorismo y guerra; terror y sentimientos; terrorirsmo y poder, terrorismo y culpa, terrorismo y pecado.

Desde el fin de la Guerra Fria, bipolar, que se articulaba como conflicto ideológico, militar, político, económico entre una cosmovisión declarada y brutalmente 'materialista' (comunista), y otra de la misma índole, más habil, más eficaz por encubierta (capitalista), hemos visto afianzarse en el mundo por un lado la intervención bélica moralizante, unipolar, con pretensiones libertario-humanitarias, cuyo móvil sería la defensa de los 'valores' democráticos y los 'derechos' humanos a cargo de la Comunidad Internacional (guerras contra Iraq, Serbia etc.), y por otro, el terrorismo, más o menos organizado, multipolar y polifacético, al amparo de pretensiones, entremezcladas entre sí, que abarcan todo el espectro de las pasiones y convicciones humanas, desde las económicas de los narco-mafias internacionales, las político-independentistas de los nacionalismos intra-estatales, las ecologistas, pacifistas, justicieras de los guerrilleros antiglobalización, hasta las religiosas de integristas islámicos (sin hablar del terror hindú o de sectas new-age), que enarbolan los derechos de Dios y/o el derecho a una civilización y cultura propia y distinta de la occidental, en su sentido actual, antropocéntrica e individualista. De la muy particular variante del terrorismo, el democrático, desde el aborto o eutanasia, con sanción legal, hasta el empleo de fondos reservados al servicio de los intereses económicos, geo-estratégicos de las grandes potencias, occidentales o no, no queremos aquí sino manifestar su cruda existencia.

Ciertamente, el terrorismo es la forma de guerra de los impotentes, principalmente, o cuando los poderosos tengan que ocultar asuntos incompatibles con la autopresunción democrática. Sin embargo, es más compleja la distinción entre ambas formas de conflicto: "La guerra no es un terrorismo de grandes dimensiones, así lo define Hispanidad.com en su editorial del 'day-after'. La guerra 'profesionaliza' la violencia, el terrorismo la 'civiliza', o sea, implica en su aberración a toda la sociedad civil, quiera o no quiera". Y en un sentido complementario, se puede leer en foroarbil.org: "La guerra, hoy, debido a la tremenda hipertrofia tecnológica, siguiendo una interpretación muy parcial y materialista del progreso, ha perdido todo su honor y su valor, todo su significado tradicional, no puede ya ser un elemento moral válido para solucionar conflictos. Pero también, ha perdido todo su valor estratégico o táctico. La guerra del s.XXI, solo puede ser el Terrorismo más cruel". Una vez más nos viene a la mente la actual reafirmación americana del derecho a la 'guerra sucia', y su práctica constante por parte del poder sionista mundial.

He ahí los motivos principales de las dificultades actuales de la aplicación de las leyes de la guerra justa, impresas ya en las Sagradas Escrituras. Bien sabemos que tampoco antes, ni nunca, las han cumplido siempre, y menos paganos o ideólogos ilustrados de toda calaña, pero tampoco judios ni cristianos, ni mucho menos los engañados 'fieles' mohametanos. No cabe duda, eso de la guerra justa es un asunto complicado, de difícil aplicación en las circunstancias actuales. Pese a esa dificultad práctica, sin embargo, hay que retener la vigencia del principio de la legítima defensa, único fundamento aceptable de aquella. Aquí, lo importante no es tanto el cumplimiento o incumplimiento del principio, porque ninguna conculcación de un principio lo hace ser menos principio, o sea regla de verdad. Lo que si es clave es que el principio de legítima defensa se considera un derecho adscrito a toda persona, no sólo las físicas (individuo) sino también las jurídicas o políticas (colectivo), y en cuanto a éstas no sólo ad extra (el agresor de fuera) sino ante todo ad intra (el 'agresor' que actúa desde dentro). No voy a intentar a dilucidar todas estas cuestiones complejas. Pero soy perfectamente consciente de que, para todo occidental, de cristiano a poscristiano (hipócrita o no, porque para el cínico no cabe limitación alguna a la violencia, porque al haber declarado la muerte de Dios, pública y privada, todo está permitido) resulta irritante, irracional, inhumana, y precisamente cínica, la postura de aquéllos que incluyen la violencia del martes 11-S entre los casos de legítima defensa colectiva. No obstante, esto es el Quid de la cuestión, porque qué pasa si el adversario no 'reconoce como suyas' las reglas tanto argumentativas como políticas del Occidente individualista, sea desde una postura teocéntrica (Islam), o meramente holística (Hindú).

Nos guste o no, estamos ante una clara manifestación de 'choque de civilizaciones', que ante todo es sociocultural (vertical, ético-religioso), no simplemente militar (horizontal, territorial), y que más que en sus estructuras y realizaciones materiales, es un choque frontal de paradigmas espirituales: de comprensión de Dios, del mundo y del yo. No hace falta compartir las conocidas tesis de Samuel Huntington al respecto, pero sí afirmamos tal choque entre una civilización poscristiana (con restos o no de sacramentalidad y/o vida de oración) que ha exacerbado el reduccionismo de la persona a individuo autónomo dotado de derechos inalienables, y otra islámica, o también pagana, con su su enfasis y tentación colectivista, que es un reduccionismo del sin embargo sagrado y tan veraz ideal comunitario. El tradicional conflicto multisecular entre Cristiandad e Islam, basta recordar el lúdico análisis de H. Belloc (The continuing 'heresy' of Islam), una vez sufrida la completa secularización de la primera (al liberalismo, católico o no, y al socialismo ateo les une la tesis de la no-publicidad de la religión, con la abolición del tradicional derecho público cristiano), ha dado lugar al choque incomensurable entre una 'Weltanschauung' y civilización antropocéntrica y otra teocéntrica, siendo no obstante precisamente la obediencia comunitaria a Dios aquello que realmente tiene fuerza de unión, convirtiendo un agregado de individuos en comunidad, no simplemente confesional, sino ipso facto política. Frente a ello, el 'patriotismo' norteamericano resulta una petición de principio, sin fundamente real. Es puro voluntarismo: nada nos une más que la firme voluntad de cada uno de estar asociados a fin de andar libremente tras nuestros intereses privados. Dicho de otro modo: la bandera común sustituye a la fe común, es el símbolo sentimental de una unión que no existe in profundis.

Bien sabido es que en Occidente, la Reforma protestante, el Humanismo y la Ilustración , cada cual desde su perspectiva, y con sus secuelas politico-revolucionarias sangrientas, dieron al traste con la concepción armónica e universal de las cosas humanas en el seno de Cristiandad. Ahora bien, aplicando este terremoto sociopolítico a nuestro problema, resulta que su dimensión occidental, articulada en un sin fin de conflictos y guerras, entre 'liberales' y 'tradicionales' en las dos últimas centurias, se ha trocado en universal, con la penetración global del modelo revolucionario, sea liberal-capitalista o socialista-comunista. Secularización es el nombre y apellido de este terremoto, es decir, la construcción de la Civitas Hominis, con olvido, desprecio y hasta odio de la Civitas Dei, anclada en la ley natural como soporte de todo destino sobrenatural del hombre, institucionalizada en el derecho público cristiano, cuya caricatura son los llamados derechos humanos.

He ahí el contexto del segundo de los despropósitos interpretativos del magnicidio terrorista. Obviamente, también de la tesis de la no-separación, que no es no-distinción, de poder temporal y poder espiritual se puede discrepar; sin embargo, precisamente de su conculcación constitutiva, propia del constitucionalismo liberal, vehículo por excelencia del 'American Dream', resulta su previsible y inevitable vulnerabilidad.

En esta perspectiva de conflicto de civilizaciones, a pesar de su ocasional incidencia terrorista en Occidente, el antes invocado derecho a la legítima defensa no se articula tanto como conflicto territorial entre Occidente e Islam, por la evidencia del poder militar de hecho del primero, sino como defensa ad intra, es decir, como conflicto sociocultural en el seno de las propias sociedades islámicas, cuyos estratos más profundos naturalmente se resisten a la actual dinámica secularizadora, tanto como a su inevitable consecuencia: el imperio del individualismo, liberal-democrático, con todas sus consecuencias destructivas para el modelo societario tradicional. Lo ocurrido en Irán e Afganistán, etc., durante las últimas dos décadas es ejemplar al respecto. La legitima defensa ad intra, siempre en el marco de confrontaciones geopolíticas más amplias, ha dado lugar a crueles e interminables guerras o conflictos civiles, intra-islámicas, tanto más irresolubles cuanto inseparables de múltiples secuelas típicas del 'pecado original': soberbia, envidia, odio, ambición, lujuría... que no dejan de alimentar sin cesar a individuos tanto como a clanes, étnias, y facciones en el seno del propio Islam. Todo lo cual hace cada vez menos abarcables los problemas, y menos soportables cualquiera de sus posibles soluciones. Sea esto una advertencia para los Bush, Clinton y consortes.

Para satisfacción de los pecadores, en Occidente, la fe tradicional parece haber sucumbido a una mortífera melodía mesiánico-inmanentista (que incluso llena el espacio sagrado de una Iglesia meramente filantrópica, que sin jamás poder instaurarlas sólo habla de libertad, justicia y paz) cuya eficacia se basa, a parte de la 'naturaleza caída', en las incansables maniobras masónicas y sionistas, antes ocultas, hoy abiertas, pero siempre satánicas. No obstante, la derrota terrenal de los 'hijos de la luz', en analogía al debacle del calvario de su Dios y Señor, en último término no sorprende porque, lo anuncia Él mismo, no pueden competir en astucia con los 'hijos de la ira'. Por ello, es de suponer que, no tratándose siquiera de tales hijos de la luz, los 'siervos obedientes de Allah' (Muslim), con el sólo apoyo de los retazos de la ley natural presentes en la revelación angélica (diabólica) del Islam, no podrán resistir por mucho tiempo al acoso cultural de un occidente secularizado, tan rico sin embargo en parafernalias que son del agrado de los sentidos menos nobles de los hombres.

He aquí otra tesis provocadora: la versión actual del conflicto entre Occidente e Islam, en cuanto modelos socioculturales, acaso es la más exitosa maniobra del Principe de las Tinieblas, porque se trata de una confrontación de fuerzas ambas opuestas al reinado universal de Cristo. En un caso en el seno de la propia Cristiandad secularizada, en el otro como herejía sui generis, no intra sino extracristiana (H.Belloc). Tomen por seguro que no es un conflicto entre buenos y malos, entre modernos y medievales, entre ilustrados e incultos, entre amigos y enemigos de la verdad y del bien. ¡No! Es un conflicto, en planos secundarios, que está orquestrando el propio 'señor del mundo', para confusión y perdición de los mortales. Con todo, valga la analogía al dicho conocido, que formularíamos así: Satanás propone, y Dios dispone. De hecho, múltiples y constantes, al menos hasta el llamado Concilio Vaticano II, han sido las interpretaciones histórico-teológicas que han visto al Mohametanismo como flagelo y cruz que usa la Santísima Trinidad, ahora más que nunca, para reconducir al redil a una cristiandad dividida, pérfida y terrenal, deshecha por los efectos disgregadores de la secularización de la mentes, corazones, instituciones, leyes... Aunque nos cuesta admitirlo, Dios siempre ha permitido que un mal combata a otro mal, para sacar bienes de los males. Porque males son el que tanto musulmanes como occidentales, cristianos o no, niegan al Padre el único culto que le agrada, aplacando su justa ira por la ofensa infinita del pecado. Y ese culto único es la glorificación de Dios mediante la autoinmolación de Cristo, su Hijo, en la cruz, sacrificio que Dios exige que sea actualizado pública y universalmente por la Iglesia, en la Santa Misa. De modo que no veo que de algo sirva la 'cruzada' del 'mundo libre' contra los malos, terroristas, islámicos o no. Todo lo contrario. Y el diablo se regocijará de la muerte de tantos y tantos.

No obstante, muchos articulistas no han podido ocultar sus sentimientos más oscuros, cargando todos los males de la humanidad sobre las espaldas de la religión, sin discernir la verdadera frente a tantas falsas, hipótesis absurda para ellos. Con bastante anterioridad a lo ocurrido aquel día fatal, letal, el columnista de El Mundo, Gabriel Albiac, se ha dignado a ejemplificar (Zoom, 28.06.01), y con su habitual desfachatez, este prejuicio, identificando la religión, sin distinción alguna, con la demencia y locura: "Es más delictiva la campaña papal contra el uso de los preservativos que lo de media docena de Milosevics. Pero en la Haya acabará Milosevic. Sólo. Venceremos un día al Sida. A la locura religiosa no la venceremos nunca. Frente a ese horror intemporal, el Sida es nada". O sea, no la ausencia de Culto (Prólogo de San Juan) sino precisamente su presencia inexpugnable sería el horror intemporal.

Evidentemente, con tamaño desconocimiento e incomprensión, ya no solo de las 'cosas' religiosas sino de la naturaleza de Dios mismo, actitud mental y pasional que raya el dilirio, de veras, ciertamente nunca se vencerá a un terrorismo de tipo islámico, porque la doctrina mahometana, si bien es una caricatura diabólica de la autorevelación divina que culmina en Cristo, con toda razón considera blasfemia la construcción de la 'aldea global' con el amor a sí mismo, hasta el desprecio de Dios (San Agustín), anteponiendo los derechos y pensamientos del hombre a los derechos y pensamientos de Dios, que desconoce (laicismos de toda índole), o incluso identificando los segundos con los primeros (humanismo católico-liberal).

Aquí, como en tantas cosas, la capacidad de distinguir sin separar es de importancia capital. Porque la diferencia en cuanto a la adoración y obediencia debidas a Dios estriba en que la verdadera religión engendra hijos en el Hijo, mientras que el Islam (el término significa obediencia, sumisión) produce siervos sumisos (etimología de 'muslim'), que no obedecen a Dios por amor (y amor exige libertad, que sin embargo no es valor sino porque es medio para un fin superior) sino por temor o terror (que implica un puro deber, un determinismo incompatible con la libertad de hijos). Resulta claro, en consecuencia, que la fulminante negación (diabólica, teñida de racionalismo) de Mahoma del misterio de la Unidad de Dios en la Trinidad, que además abraza la naturaleza humana en Cristo, es crucificado, muerto y exaltado a la derecha de Dios, no deja otra alternativa que la mera sumisión, libre o forzosa, o sea, con violencia. O al menos lleva en sí mismo el germen teológico de una violencia santa que no tiene el contrapeso de la virtud de la caridad, exclusivamente cristiana, mas, exclusivamente de Dios, porque siendo la Caridad Dios mismo, no es un recurso humano sino un don divino, por participación, comunicado por la gracia santificante. En este sentido, tengamos bien presente que un musulmán no puede concebir rezar el padrenuestro, porque su dios no es nuestro Dios: sólo es creador y señor, pero no es ni padre ni redentor. He aquí lo que une, y a la vez diferencia a la verdadera religión de su caricatura, de orígen diabólico, sin que tenga que serlo el individuo musulmán particular.

No obstante, pese a estas distinciones fundamentales, hemos de retener como factor explicativo, no justificativo, del terror magnicida sembrado en Nueva York y Washington, que en toda lógica el rechazo manifiesto y sistemático al culto público de Dios, a su reinado universal, no sólo sobre corazones individuales, sino sobre sociedades, pueblos, naciones y el mundo entero (Salmo 2), ese rechazo manifiesto de Occidente no puede dejar producir sentimientos de indignación justiciera en todo sincero adorador de Dios, que en el caso del musulmán lo es menos por su credo que por el refuerzo que ese credo 'blasfema' hace del precepto de la virtud de la religión, inscrita en la naturaleza humana, y ciertamente menos sofocada en las sociedades islámicas que en las occidentales, secularizadas. Insistimos: la no-adoración de Dios es blasfemia; sin embargo, esa certera calificación, sólo por la fe cristiana puede ser encauzada a su justo fin, porque el autor y contenido, alfa y ómega, es el Dios santo, uno y trino, que -tomemos nota- sólo por ello es padre. La lógica nos enseña que 'padre' y 'hijo' son conceptos relativos, o sea, el uno no es lo que es sin el otro. De modo que el Dios que adoramos los cristianos no es el mismo dios de los musulmanes, o de judíos, digan lo que digan los 'ecumenistas' de toda índole y grado jeráquico. No es el mismo porque es Padre, que sólo en virtud del sacrificio expiatorio y propiciatoria de su Hijo en la cruz de Golgota, aguarda paciente y ardientemente al hijo pecador. Y conste que la Parábola del Hijo pródigo no habla de que hubiera aguardado cualquier pecador, sino sólo al hijo pecador, hecho que significa otra refutación del ecumenismo y diálogo interreligioso. Porque el hombre es hijo de Dios no en virtud de su naturaleza humana sino de la gracia propia del bautismo (en el nombre de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo).

He aquí el tercer despropósito hermenéutico ante el terror: la negación por parte del hombre secularizado de la Santidad de Dios. El 'fiel' musulmán retiene la gravedad de la blasfemia porque reconoce a Dios como Señor absoluto, desconociendo sin embargo su paternidad al rechazar su Hijo, por obra del Diablo, mientras que el hereje protesante, el católico liberal y el poscristiano desconocen el pecado de blasfemia que consiste en la negación de culto público e universal a Dios Uno y Trino, reteniendo o no la paternidad divina, y así da más argumentos que nunca a la articulación violenta inherente aunque no apodíctica en el credo islámico cuyo eje prácticamente exclusivo es la adoración, no de hijos sino de siervos.

"Lo malo es -señala en esta línea el editorialista de Hispanidad.com- que Occidente, que ha abjurado de muchos de sus principios, tiende a convertir la tolerancia en norma. Y la tolerancia resulta insuficiente para combatir al Islam". Bien se ve en este contexto el efecto demoledor que tenía, y sigue teniendo, para la Civitas Catholica la libertad religiosa introducida astutamente en la agenda del Vaticano II, concepción anclada en una falsa idea de la dignidad humana. "Porque los islámicos sí tienen principios, algunos aberrantes, pero principios. Y una idea cuajada siempre vencerá la ausencia de ideas, que es a lo que Occidente está llamando tolerancia". Sería interesante seguir el curso histórico de este concepto, pero baste con ilustrar que 'tolerar', o sea, soportar, sufrir, sobrellevar, no puede significar indiferencia y relativismo religioso, moral y cultural, considerando por iguales verdad y mentira, bien y mal, belleza y fealdad. Bien lo atestigua, una vez más, el padre de la parabola del 'hijo pródigo', que toleraba, o sea, sufría los desvaríos de su hijo, aguardando dolorosa y amorosamente el momento que éste recapacite para que le puede otorgar la gracia del perdón de sus pecados, y así restaurar su condición de hijo.

No hay otra solución, no nos quepa la menor duda: la verdadera tolerancia implica firmes principios, de fe y moral católicas, y antes que principios, el culto verdadero: la Santa Misa. Profundizando un poco, la 'tolerancia' del Islam históricamente considerado siempre ha sido interesada y utilitaria, instrumentalizando a su favor la capacidad económica y cultural de los pueblos cristianos del sometido imperio romano de oriente (H.Belloc). Y la 'tolerancia' de Occidente, liberal-demócrata, no es tolerante ni liberal, demostrando así que ni los demócratas pueden tolerar una tolerancia sin principios, aunque sean tan heréticos o apóstatas como los suyos. Mas, es imposible que sea tolerante y liberal, porque sólo la Verdad tiene fuerza eficaz para hacernos libres de veras. Visto desde esta perspectiva metafísica y moral, la libertad ante todo es un bien interior (virtudes sobrenaturales y naturales) y poco o nada tiene que ver con sus caricaturas revolucionarias.

Ahora bien, el musulmán 'serio', confrontado con la amenaza de secularización de su propia civilización, ha llegado a vislumbrar, acaso no entender, la blasfemia imperdonable de la nueva Jerusalén (los padres fundadores de EE.UU. la concibieron así, como 'tierra prometida' sinónimo de libertad religiosa, política y económica). De modo que casi instinctivamente ha de rechazar el demasiado utilitario 'American Dream' (dixit también Alejandro de Humboldt, siendo máson, pero aristócrata, no burgués), enraizado en la ideología masónica del liberalismo religioso, político y económico. Porque es evidente que esa Jerusalén humana, no divina, constitutivamente ha renunciado al culto público y universal de Dios, entronizando así el culto al hombre, repítase tantas veces como se quiera el 'God save America', que acaso es una oración demasiado interesada, a un Dios hecho a la medida del hombre, plegaria a veces hipócrita, o incluso cínica, sin que, claro está, tenga que serlo concientemente el ciudadano americano individual.

Una vez aclarado este punto, resulta del todo natural afirmar que el Cristianismo es el que ha hecho posible la pristina libertad occidental, pues no se entiende Cristianismo sin libertad, porque el culto cristiano es el de adoración y obediencia amorosas a Dios: de hijos adoptivos en Cristo, cuyo 'cuerpo' es la Iglesia. Por supuesto, lo que ha hecho de ella la masonería y sinagoga de Satanás es otra cosa. En definitiva, la difamación gratuita de la Ortodoxia católica, propia del uso indiscriminado del término "terrorismo religioso", más todavía que una ofensa de intelectuales y políticos malévolos, es un error de enfoque para lo que ahora se nos viene encima.

Además, quien podría negar que el desprecio por la vida humana que han llevado a la internacional terrorista, presumiblemente islámica, a suicidarse y matar al mismo tiempo a miles de personas, tiene el mismo carácter suicida y letal que el que ha implantado en Occidente el aborto o la eutanasia masivos, con plenas garantías legales. En un caso se 'sacrifica' la vida, propia y ajena, para 'honor y gloria' de Dios, aunque se le conciba de forma parcial, errónea y potencialmente destructiva; en el otro, menos noble todavía, se la sacrifica, nunca la propia por supuesto, en el altar del egoismo, que es una concepción más mísera todavía del hombre (segunda tabla de la ley), y en último término blasfema, no sólo errónea, por su desprecio de la Realidad de Dios (a la que hace referencia la primera tabla), realidad -aunque inefable- que con o sin saña ignoran por igual el deismo masónico (teoría) y la democracia liberal (práctica).

Cuando los políticos, intelectuales y leaderes de opinión occidentales definen el mercado político y económico (libertades al servicio de los bienes adscritos al cuerpo) como sus valores supremos, entonces es que no hemos aprendido nada, absolutamente nada, de unos hechos que han conmocionado al mundo.¡Oh ceguera humana!, así concluye el editorialista citado: "¿Es que no han reparado en cómo han reaccionado los esquemas capitalistas ante la masacre de Washington y Nueva York? Las bolsas cayeron en picado porque todo el mundo quería poner su dinero a salvo. Solo subió el petróleo, como fuente de energía básica para un posible periodo bélico. Mientras la gente huía del humo asfixiante en La Gran Manzana, los operadores del mercado de petróleo compraban a precios de locura, artificialmente elevados por sus propias peticiones de compra. ¿De verdad nos quieren hacer creer que ese colectivo de inversores e intermediarios, arquetipo del sistema financiero capitalista, son los profetas de una nueva sociedad basada en un liberalismo de rostro humano? ¡Anda ya! Si son esclavos de su propia metodología, que se ha convertido en su propia vida".

En definitiva, cuando los doctrinarios liberales afirman que lo necesario es expandir el régimen de sufragio universal (mentira universal), representación inorgánica (partitocracia) y derechos humanos (individualismo jurídico), olvidan que contra la espiral de odio que denuncian no sirve su tolerancia, que es indiferencia, sino el imperio de la verdad y de la caridad, cuya realización siempre imperfecta, es la Iglesia militante. Imperfecta por cierto no es la Iglesia (santa) sino sus miembros (pecadores potenciales, afectados por las consecuencias del pecado original). Al faltar esa realización, por imperfecta que ha de ser, no nos ha de extrañar que los pueblos del Tercer o Cuarto Mundo estén hartos de que Occidente predique 'tolerancia' y ejerza la 'fuerza', incluso militar, mientras ellos se consumen en la miseria. Más bien interpretan tal alarde como un elegante desprecio de los pudientes.

Aunque a los liberales suene a 'blasfemar', conociendo la sensiblería pseudo-humanista del hombre occidental, el magnicidio tele-orquestrado, en realidad, es una invitación nada despreciable a la conversión que Dios hace a una humanidad tele-hipnotizada. Entendamos bien el matiz fundamental: para el musulmán medio lo ocurrido, sin haberlo deseado ni hecho, se le presenta como castigo que Alah mismo inflige a los que se niegan al culto de adoración. El Dios verdadero, no lo dudemos, por el contrario, no desea la muerte del pecador sino su salvación, eterna, advirtiéndonos temer siempre más aquello que mata al alma (el pecado) que lo que mata al cuerpo (la violencia física). Con todo, nos instruye, y mil veces lo ha demostrado, que su Providencia aprovecha para bien hasta los pecados más infames que los hombres cometen, con o sin la logística eficaz de los demonios.

En esta perspectiva, es obvio que sucesos horrendos como éstos provocan, individual y colectivamente, que la muerte vuelva a convertirse en cercana. Y la muerte -dice nuestro articulista de Hispanidad.com- es ese factor que borra de un plumazo todos los pretendidos encantos del relativismo y de nuestra progresía. Ante la muerte, la tolerancia y la multiculturalidad se disuelven como un azucarillo: es el momento en que el hombre busca principios donde agarrarse.

He aquí que siempre es salvifica la invitación que Dios nos hace mediante el dolor, la muerte, la cruz: Occidente, sé tu mismo, vuelve a tus raíces. Sólo la Verdad hace hombres libres. Y ese principio generará el resto. Para conseguirlo, es contraproducente la venganza, al tiempo que no sirve la tolerancia social, religiosa y moral, típicamente pos o anticristiana. Para generar todo lo demás, o al menos en parte, es imprescindible que toda palabra vuelva a su origen, la Palabra, es decir aquí, que todos los medios de comunicación, en vez de 'servir' a esa libertad destructora, por impia, tomen conciencia de su función respecto al destino trascendente del hombre. No basta el sólo respeto (aunque ya sería mucho, dada la sutil persecución anticatólica actual) sino la ley suprema de la caridad, que no es el amor natural sino fuego de amor sobrenatural, el mismo, por filiación en Cristo, que consume sin consumir la Santísima Trinidad, hecha segunda naturaleza en los santos: 'Ya no vivo yo sino que es Cristo quien vive en mi' (San Pablo).

Occidente lleva siglos suicidándose, y terminalmente desde hace 50 años, con una cultura de la muerte que los fanáticos, sean orientales o no, no hacen aplicar sino en su forma más prístina. La recapitulación que tiene que hacerse no es la reconstrucción de las Torres Gemelas de Nueva York, sino el culto público y societario a la Santísima Trinidad, al Santísimo Sacrificio de la Misa, al Sagrado Corazón de Jesús y al Corazón Inmaculado de Maria, culto que Dios puede exigir a toda la humanidad, empezando por los propios católicos. Y si no, los más siniestros presagios de los que ahora hablan los medios informativos, en efecto, se harán realidad. Hay que romper el imponente círculo de los despropósitos ante el terror, para abrirse a la convicción de que el ataque terrorista sobre Estados Unidos "tiene todos los síntomas de un aviso de la Providencia, para los creyentes, o de un aviso de la simple realidad, para los incrédulos. Unos y otros haríamos bien en tomar nota de la advertencia". No basta con la defensa de la Pax Americana, todo lo contrario, hay que volver a inyectar a Occidente una dosis suficiente de Pax Christiana, aquella paz que el mundo no puede dar. Porque, discrepemos de ello o no, sólo el sacrifcio univeral de la Santa Misa atrae sobre la tierra al Principe de la Paz. He aquí la única paz posible entre los hombres: la paz con Dios en Cristo crucificado y resucitado:

El fruto del silencio es la oración.
El fruto de la oración es la fe.
El fruto de la fe es el amor.
El fruto del amor es el servicio.
El fruto del servicio es la paz.


(Teresa de Calcutta)

Dr. Andreas A. Boehmler



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