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Las primeras fotos de nuestro hijo (III) Indice de Revistas Dionisio Martín Sanz, fundador del Servicio Nacional del Trigo

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Pero... ¿de qué Europa estamos hablando?.

La Europa de la genuina libertad al amparo de la Verdad y el Bien -entendidos éstos como categorías permanentes de razón-, que ha sido una realidad espiritual, más que física, y que coincidía y estaba mejor definida como la Cristiandad, ya no se encuentra en la Europa geográfica, en peligro de uniformización por entes políticos tiránicos basados en la ilimitacion jurídica y en el relativismo moral

Es muy recomendable la costumbre de cuestionar la existencia real de todo cuanto los patrocinadores del pensamiento único -especialmente políticos y periodistas- proclaman con certeza y solemnidad propias de dogmas laicos. Aunque personalmente sigo este hábito por razones de estricta higiene mental, reconozco su grave inconveniente de mostrar con suma crudeza hasta qué punto las sociedades occidentales han sustituido la capacidad de reflexión por el consumo compulsivo y cómo los sistemas de creencias y valores -las cosmovisiones- de los pueblos han sido arrinconados por consignas arbitrarias diseñadas para su aceptación universal.

El insigne Prof. Luis Suárez, sin duda uno de los grandes medievalistas del último siglo, sostiene que el nombre con el cual designamos al viejo continente comenzó a gozar de aceptación general en el siglo XV, mientras que con anterioridad se empleaban los términos Cristiandad, o Universitas Christiana (Raíces cristianas de Europa. Ed. MC, 1986.) Lo bien cierto es que el término Europa nunca había sido usado con tanta profusión como en nuestros días, especialmente desde la firma del tratado de Maastricht, considerado como el punto de partida de la moderna "construcción europea." Todavía es arriesgado pronosticar cuál es el punto de destino de ese proceso aunque todos los indicios apuntan hacia el intento de constituir algo similar a un estado confederal. Los primeros pasos ya han sido dados aunque algo más que vacilantes, no por todos los países simultáneamente y con algún traspié como los sucesivos referenda daneses: libre circulación de personas y - sobre todo - de capitales; el euro como moneda común, pero cuya constante depreciación ha silenciado la eufórica propaganda inicial que le auguraba una futura condición de alternativa al dólar en el comercio mundial; y por último la paulatina cesión de determinados ámbitos de soberanía que los reinos y repúblicas van traspasando a los órganos rectores de Bruselas. En principio, a todo europeo no definitivamente obnubilado por la propaganda mediática debería sorprenderle el contraste existente entre el entusiasmo oficial y el escepticismo popular con los que se comenta este proceso. Habida cuenta de la discrepancia radical en la valoración de lo que, sin duda, es un acontecimiento histórico de primer orden parece lógico que el discurso político y cultural dominante arrecie en sus esfuerzos publicitarios para moldear la opinión pública y favorecer el arraigo de la mentalidad europeísta, lo cual por otra parte no deja de contradecir el postulado básico del liberalismo: es el pueblo quien hace prevalecer su criterio a través de sus representantes, no al contrario. Tras decenios ponderando las excelencias de la cohesión económica, el cada vez más repetido sobrenombre de Europa de los mercaderes para referirse a la U.E ha forzado a los euroburócratas a ofrecer un nuevo repertorio de argumentos para vendernos la idea de la unión política y, en consecuencia, desde hace ocho años no dejamos de oír la canción de los valores europeos.

El señor Aznar en España - al igual que los señores Berlusconi, Blair, Chirac o Schröder en sus respectivos países - ilustra a sus conciudadanos sobre la bondad de una Europa unida, dado que las antiguas fronteras han perdido su sentido al existir ahora una comunidad de valores en los que todos creemos y todos sin distinción defendemos; estos valores, por supuesto, no son otros que la democracia representativa y el liberalismo económico así como sus consecuentes tolerancia, solidaridad, pacifismo y respeto a las minorías (no tanto a las minorías políticas como a las raciales y las practicantes de desviaciones sexuales.) Es más: este racimo de valores, al parecer, se convierte en elemento constituyente de la europeidad puesto que ningún país del continente que los niegue, o no los defienda con la adecuada firmeza, puede aspirar a convertirse en miembro de la Unión (Criterios de Adhesión. Consejo Europeo de Copenhague, junio 1993.)

Precisamente este punto crucial de los fundamentos del europeismo contemporáneo provoca mi absoluto desconcierto. Veamos: la euroburocracia de Maastricht, los políticos que la sustentan y la prensa que la justifica insisten en que los viejos estados nacionales han perdido buena parte de su eficacia en un mundo cada vez más pequeño - lo cual es bastante cierto - y en gran medida también la propia razón de su existencia desde el momento que en Italia, en Suecia o en el Reino Unido (y pronto en Eslovenia, en Estonia o en Polonia) la adhesión a los mismos principios difumina las personalidades nacionales. Si este razonamiento - vamos a llamarlo así - es sincero y, sobre todo, veraz ¿qué impide a Nueva Zelanda, Argentina, Japón o los Estados Unidos ser miembros de la Unión Europea? Podría pensarse que su ubicación geográfica obviamente extraeuropea, aunque yo me atrevería a negar importancia a este detalle; Turquía es un eterno candidato a la incorporación y sólo una ínfima porción de su territorio es europea. En otro orden de cosas, nadie parece extrañarse de la participación de Israel en diversas competiciones deportivas o musicales europeas. Si la defensa implícita de los principios de la revolución francesa borra las diferencias nacionales ¿nos hemos convertido españoles, coreanos y canadienses en compatriotas? Evidentemente, no. Más bien lo que implica y oculta el neoeuropeismo es la absoluta indiferencia de Fiat, Bayer, Repsol o Gillette en vender sus productos aquí o allá. Occidente, como indica Alain de Benoist, ya no define una cultura histórica heredada, sino una forma de vida fundada en el mito del crecimiento, en la obsesión del consumo y en el predominio de los valores mercantiles.

Resulta paradójico que los legítimos sucesores del individualismo protestante, que hizo saltar en pedazos la unidad espiritual de Europa en los albores de la edad moderna y arrojó por la borda de la Historia el legado de Tomás de Aquino, descubran ahora la homogeneidad europea bajo el patronazgo de Montesquieu. Expresado de otra forma: mueve a la carcajada contemplar la entrega anual del Premio Carlomagno, en la capital imperial de Aquisgrán, a individuos que encarnan la antítesis del espíritu europeo del monarca que da nombre al galardón, como igualmente patéticas son las invocaciones al imperio paneuropeo de Carlos V en boca de quienes descienden cultural y políticamente por línea directa de los más feroces enemigos del insigne emperador.

Personalmente rechazo e invito a rechazar toda vinculación con los valores de esta Europa. La Europa auténtica, la que edificaba los pórticos y ventanales reproducidos en los billetes de euros, fue apuñalada por la espalda hace cinco siglos y precisamente los españoles pagamos su defensa al precio de nuestra hegemonía. Aquella Europa de la genuina libertad al amparo de la Verdad y el Bien - entendidos éstos como categorías permanentes de razón - fue abatida y sobre sus ruinas se levanta hoy el sucedáneo europeo del escepticismo indiferente y la inmanencia desbocada. Reniego con vehemencia de una Europa que pretende considerar igualmente europeos a mis hijos, a un berebere polígamo con pasaporte francés y al vietnamita que no descarta reencarnarse como escarabajo. Maldigo a la Europa que pretende cubrir el hueco que cada año dejan centenares de miles de niños, a los que se impide nacer, con gentes desposeídas y expulsadas de África y Asia por la miseria que provoca el mismo desorden económico mundial del que nos beneficiamos los europeos. Si los pseudovalores cuya defensa me solicitan la Comisión y el Parlamento europeos no provocan en mí más que la nausea, he de volver la vista sobre mi identidad nacional; esa identidad que los euroburócratas consideran caducada. Y, entonces, como español que soy, como español que no puedo ni quiero dejar de ser, me reconoceré hispano; hispano en pie de igualdad con cuantos lo son a ambas orillas del Atlántico. Y como hispano habré de considerar extranjeros a daneses y británicos, pero llamaré compatriotas a cubanos y chilenos.

Jorge García-Contell.

 

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