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"Constantinismo" o "Julianismo": la cara y la cruz. Indice de Revistas ¿Envilecimiento y degradación de Europa?

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Educación: Las raíces del problema.

Encontrar solución al problema de la educación, con consecuencias individuales en cada alumno, pero también con repercusiones sociales para toda la nación, exige analizar los fallos del pasado. Estos son más resultado de la cosmovisión y la filosofía que informaba la sociedad que querían implantar los legisladores que de los aspectos técnicos de las leyes. Por ello la solución debe actuar sobre las raíces del sistema.

Cíclicamente la educación emerge como problema al primer plano de la actualidad. Los continuos cambios que se producen en nuestras sociedades (cada vez más unificadas), las transformaciones operadas en los condicionantes de partida y el incremento del conjunto de saberes que se adquieren miméticamente por el hecho privilegiado de vivir en las regiones más desarrolladas del planeta, ya que muchos lugares el problema fundamental continua siendo la simple alfabetización o la consecución de meros niveles primarios, han convertido a la Educación en objeto de permanente debate ante la necesidad de adecuar los procesos educativos a lo que han venido denominándose los retos del futuro. Esa adecuación de los procesos educativos a la realidad cambiante de los tiempos demanda una adaptación permanente y reformas periódicas. Éstas, por lo que significan de cara al futuro individual y colectivo del hombre y la comunidad, deben constituir un elemento clave del quehacer político, pero también de la propia sociedad civil, que no puede renunciar a defender sus naturales intereses y motivaciones asegurando la pervivencia y la continuidad de sus creencias; porque sin esa presencia, conseguida a través del mantenimiento de sus demandas, la Educación acaba estando sometida a los intereses de control del poder político, que, por su propia idiosincrasia, aun dentro de los sistemas democráticos, tiende siempre hacia el totalitarismo. La Educación, por tanto, tiene que ser considerada como un problema colectivo al que no deben ser ajenos ni la sociedad ni los hombres considerados como indvidualidad.

Desgraciadamente, tanto el hombre como las sociedades tardan demasiado tiempo en tomar conciencia de los problemas reales que les atañen y aún más en tomar la decisión de intervenir. Sólo adquieren categoría real cuando sus efectos se hacen presentes, de forma negativa, a niveles difícilmente explicables o justificables; pero mientras tanto, toda una generación (o varias) ha sufrido las consecuencias del error político por un lado y de la desidia ciudadana por otro. Hoy, el proceso de degradación que en materia educativa sufrimos se ha hecho inadmisible. Pero conviene precisar que este hecho no se trata de un fenómeno particular sino común a muchos países de nuestro nivel socioeconómico, aunque en el caso español los fríos datos estadísticos indican una situación mucho más preocupante. Situados muy por debajo de la media nos situamos, en materia educativa, en los puntos más bajos de la Unión Europea. Parece como sí, en las sociedades desarrolladas, tras un siglo y medio de desarrollo acelerado en materia educativa, sobre todo en el siglo XX, se viviera un proceso de regresión; y la democratización de la educación hubiera significado, en las últimas décadas, el incremento acelerado del denominado “fracaso escolar”, al que a veces, como contramedida, se ha aplicado el maquillaje estadístico.

Los índices de fracaso escolar en España sea han disparado situándose por encima del 30% incluyendo la formación universitaria. El abandono en los niveles de secundaria y superior es insostenible. Lo que indica que las últimas generaciones serán, dentro de la Unión Europea, mucho menos competitivas y que los niveles culturales de la sociedad española decrecerán, con todo lo que ello conlleva de degradación cultural. Algo fácilmente perceptible si se repasan los índices de lectura en España o los contenidos del poderoso conglomerado mediático en que nos movemos. Los datos cualitativos que, sobre las destrezas y conocimientos poseen nuestros estudiantes, se espigan de vez en cuando han causado un cierto grado si no de alarma social si al menos de grave preocupación.

Los esfuerzos modernizadores de la Educación en España, buscando la democratización de la misma (entendida como ponerla al alcance de todos), durante la Restauración, y sobre todo después de la guerra civil, llevaron a la erradicación del analfabetismo, una lacra secular en la historia española. El amplio programa de construcción de escuelas primero y de institutos después, con enormes inversiones, al viento de los Planes de Desarrollo, realizado desde los sesenta a mediados de los setenta, permitieron que todos los niños tuvieran una plaza escolar. España dejó los niveles educativos propios de las sociedades no desarrolladas, donde sólo en la enseñanza elemental existen volúmenes apreciables de alumnos, para converger con los niveles del mundo desarrollado. Un impulso que, al no quebrarse, ha permitido que el volumen de universitarios en el último tercio del siglo XX creciera hasta superar a muchos países. La democratización de la Educación arraigó en la mentalidad de los españoles de los sesenta de tal modo que el estudiar se sitúa antes que el trabajar en la escala de valores ciudadanos.

Desde el reinado de Isabel II, donde por vez primera se asume una política educativa en el Estado moderno, y la ulterior Ley Moyano, ha transcurrido el tiempo. La lentitud de los cambios socioeconómicos en España, la pausada aparición de la sociedad de masas, y los escasos niveles a impartir (básicamente aprender a leer, contar y escribir) permitieron a los modelos decimonónicos eternizarse y con poca variación mantenerse en los albores del XX. En el primer tercio del siglo XX el sistema hasta los niveles universitarios se basaba en una enseñanza elemental y en el bachillerato con reválida. De quienes iniciaban estudios primarios (un porcentaje muy bajo) muy pocos cursaban el bachillerato, que en gran parte de los casos se hacía por libre. Después de la guerra la reforma impulsada por Sainz Rodríguez y los años de Ibañez Martín acabaron configurando un sistema de enseñanza elemental, bachillerato y bachillerato superior con diversas reválidas. Una estructura que se mantuvo hasta mediados de los sesenta cuando se plantea la necesidad de adecuar el sistema educativo a la nueva realidad española. La Ley Villar Palasí, una de las mejores de Europa, permitió hacer frente a la democratización de la enseñanza. Una ley pensada para atender a una población que por primera vez veía a todos sus hijos en la escuela y que por tanto crecerían al compás de sus estudios. La EGB, la Formación Profesional y el BUP crearon amplias capas de nuevas generaciones que impulsaron la elevación de los niveles culturales del país y que cubrieron las demandas de una sociedad en expansión. Su periplo vital, largo y fructífero, se ha cerrado casi al mismo tiempo que se anuncia una seria reforma, que casi es su anulación, de la ley que venía a sustituirla, la LOGSE.

Era evidente que la sociedad española que iba a entrar en el siglo XXI demandaba una adecuación de su sistema educativo, porque esa España que es continuidad de la España del desarrollo de los sesenta es muy distinta a aquella. La LOGSE se presentó como la gran respuesta a ese reto y comenzó una pausada implantación en los noventa. Anunció que venía a solventar una de las grandes demandas del sistema: la mejora y elevación de la Formación Profesional. La reforma educativa fue ampliamente contestada, sobre todo por parte del profesorado al considerar que su planteamiento no sólo no iba a solucionar el fracaso escolar sino que además no solucionaba el problema de la Formación Profesional y empobrecía alarmantemente los niveles educativos. Una década de implantación y reconocido su fracaso se ha hecho precisa su reforma a través de la denominada Ley de Calidad.

La necesidad de una nueva reforma no es sólo resultado de la ineficacia de la LOGSE pues también la degradación de la EGB, por los cambios introducidos en la antigua ley en materia de suspensos y repeticiones, ha contribuido a esa exigencia. Independientemente de los diseños del currículo, que en algunos casos son más que discutibles, porque acabaron diluyendo en palabras lo que deberían ser materias básicas, la raíz del mal, la fuente del problema, residía en la filosofía que animaba la ley.

En un mundo marcado por la competencia, por la necesidad de alcanzar la mejor preparación posible, se presentaba un espacio cerrado en el que esas realidades eran ignoradas a favor de un falso igualitarismo, que por fuerza conducía a la desaparición de la noción de que sólo el esfuerzo es capaz de conducir al hombre a la superación. Sin esfuerzo se podían obtener, en los niveles inferiores, los mismos resultados que con esfuerzo, con todo lo que ello significaba. A efectos reales era lo mismo saber historia y matemáticas que no saber nada de las mismas (el último maquillaje vino de la determinación de que una asignatura suspensa en varios cursos equivalía a una sola materia).

El resultado final era un igualitarismo en la mediocridad. En teoría, éste corregiría, estadísticamente, los niveles de fracaso escolar. Así pareció al principio, entre otras razones, porque unos alumnos educados, con las restricciones que se quiera, en la filosofía del esfuerzo se encontraban con unos niveles fácilmente superables. Después, al operarse el cambio en la mentalidad de los alumnos y en cierto modo también de un sector del profesorado, el fracaso se disparó, pese a que gracias a las facilidades otorgadas por la ley, sobre un 15% de los alumnos obtenía el título sin estar realmente capacitados. Lo que significa que casi la mitad de los alumnos que cursan la enseñanza obligatoria o no consiguen el título o lo consiguen en condiciones deficitarias.

Se anuncia una Ley cuya base será la restauración de la “filosofía del esfuerzo”, pero también es necesaria una profunda revisión de los currículos para estructurarlos en función de los intereses y las necesidades reales, en vez de hacerlo en función de los intereses corporativos; también es precisa una mayor dotación económica y humana, porque es cierto que no todos los alumnos tienen las mismas capacidades y que la atención a la diversidad demanda hombres y no palabras; también es precisa la potenciación del profesorado, muchas veces perdido y no necesariamente modernizado en el ámbito intelectual; también es necesario saber diferenciar lo fundamental de lo accesorio y no dejarse llevar por el hechizo de la técnica como panacea de las soluciones.

Quizás fuera bueno pararse un poco y volver la vista atrás, a las raíces del sistema educativo europeo, el que permitió entre otras cosas la genialidad del Renacimiento. Aquel que se organizaba en función de dos ciclos: uno encargado de la adquisición del conocimiento y otro destinado a permitir la expresión de dicho conocimiento. Era el viejo quadrivium (artimética, geometría, música y astronomía) y trivium (gramática, retórica y lógica). Porque sin las bases intelectuales que el sistema educativo debe fomentar los alumnos andan tan perdidos en la Universidad como en la Formación Profesional Superior. Y ambas enseñanzas deben ser la base para continuar modernizando este país.


Francisco Torres García.



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