Portada revista 56

Hacia una recuperación del Iusnaturalismo Indice de Revistas El hecho religioso en la escuela.

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

"There is no salvation outside the Church".
O el discreto encanto del Catolicismo en la Inglaterra postvictoriana..

La jerarquía anglicana ha procedido a reinventar la religión para insertarla como un elemento no discordante en el Nuevo Orden Mundial de la globalización y lo políticamente correcto, queriendo convertirla en una suerte de ética del bienestar y la solidaridad con un significado panteísta, emocional y antropocéntrico frente al tradicional de comunión con la Divinidad. Esta postura en el anglicanismo tiene antecedentes desde hace más de un siglo

Introducción: la Iglesia Anglicana y la "reinvención" de la religión en el cambio de siglo.

Recientemente, la Iglesia Anglicana ha interpretado de forma harto imaginativa sus propias estadísticas para demostrar que, lejos de proseguir su inexorable declive, por el al contrario las cifras de asistencia al servicio dominical se han incrementado. La realidad es bien diferente, tal y como se puede comprobar si comparamos las cifras de asistencia al templo de forma comparativa con otras confesiones. De hecho, la Iglesia Anglicana, si bien es cierto que ha visto aumentadas sus cifras de practicantes en el último año, es la confesión religiosa que ocupa el último lugar en este aspecto en Inglaterra. En el contexto de resurgir de la fe religiosa de muchos británicos tras el impacto en las conciencias del 11 de Septiembre, podemos decir que el anglicanismo se ha llevado apenas las migajas.

Y es que el problema, en opinión de muchos anglocatólicos bien pensantes, no es únicamente que la sociedad británica, como la del resto del Occidente, se haya secularizado hasta extremos de virtual neopaganización, es que es la propia Iglesia Anglicana la que ha secularizado el sentido de su propia misión espiritual.

En efecto, algunos de los líderes más destacados de la confesión anglicana están reinterpretando el Cristianismo en tanto que una suerte de ética del bienestar y la solidaridad. Precisamente, aquello en lo que los librepensadores deístas de los siglos XVIII y XIX querían convertir la religión cristiana. Los obispos anglicanos, siempre más "sensibles" a las sensibilidades del mundo moderno y a la opinión pública que a la tradición apostólica heredada, están otorgando al concepto de "espiritualidad cristiana" un nuevo significado acorde con la estética del movimiento denominado New Age, un significado panteísta, emocional y antropocéntrico frente al tradicional de comunión con la Divinidad.

Tal y como ha señalado Edward Norman, de hecho lo que estamos presenciando no es ya sólo el declive de la religión, sino la "reinvención de la religión" para insertarla como un elemento no discordante en el nuevo orden mundial de la globalización y lo políticamente correcto. Fue precisamente uno de los más destacados conversos del anglicanismo al catolicismo, el sacerdote Robert H. Benson (hijo del primado de la Iglesia anglicana), quien anunció en su novela El Amo del Mundo que en el futuro surgiría un humanitarismo mundial de tipo totalitario que reduciría el Cristianismo a una inocua moral privada. Un humanitarismo totalitario que se ha hecho realidad en el actual "pensamiento único" agnóstico y demoliberal, cuyo brazo ejecutor es la ONU y sus agencias (organización a la que monseñor Schooyans recientemente ha acusado en nombre del Vaticano de querer convertirse en un "gobierno mundial"). Como ha escrito el filósofo italiano Augusto Del Noce, hoy día el catolicismo "no es perseguido, sino más bien, absorbido", convirtiéndose así en una mera sección de rito católico del ecumenismo agnóstico-humanitario mundial.

Hoy en día, en Inglaterra como en España, la población por debajo de los cuarenta años alardea de una ignorancia abisal sobre la doctrina cristiana. Ahora bien, casi sin excepción se proclaman como perfectamente competentes para juzgar sobre la Verdad religiosa y suelen llegar a la fácil conclusión, nacida de la necedad, de que esta Verdad no existe y que no hay forma alguna de llegar a Dios desde nuestra humanidad.

El denominador común de esta espiritualidad postmoderna es el rechazo a toda autoridad y tradición. El mundo moderno, ya se sabe, es alérgico a la "autoridad" en materia ideológica o religiosa. Por consiguiente, las sectas y movimientos de la Nueva Era se esfuerzan en halagar al posible "cliente" con promesas de felicidad y listas de "derechos" de los hijos de Dios: ningún deber para con el Altísimo, no sea que se asusten y no consuman el producto. Desde una perspectiva antropocéntrica cuando no egotista se considera que es verdadero y bueno aquello que satisface el ego o la emotividad del "consumidor" en este supermercado de las religiones.

Todo esto es más o menos bien sabido por toda persona bien informada. Lo que resulta curioso para el caso que aquí nos ocupa es que fue la propia Iglesia anglicana la que en sus propias escuelas (Church schools) creó en los años 70 el caldo de cultivo para este panteísmo. Fue en los 70, en efecto, cuando las escuelas anglicanas dejaron de enseñar el Cristianismo como una doctrina de salvación recibida en tanto que tradición dogmática y comenzaron a adoptar una perspectiva multiculturalista en la que la religión de Jesucristo era una más entre otras muchas creencias, no necesariamente superior.

Enseñar que hay una Verdad única, salvífica y sin compromisos, había pasado a ser poco liberal y abierto en una sociedad multicultural como la británica, consideraron entonces los prelados anglicanos. No es extraño que el vaciamiento de las iglesias anglicanas date de ese momento, cuando los niños educados en estas escuelas crecieron en un vago deísmo de filiación cristiana que les "desmovilizó" como creyentes por así decirlo. Ahora bien, este neopaganismo hoy tan rampante en Inglaterra como en España debe ser comprendido como un fenómeno que no es intrínsecamente postmoderno. Viene de lejos.


Lo que va de un siglo a otro: Catolicismo y Anglicanismo a principios del siglo XX.

Contra lo que pudiera pensarse, el panorama religioso en Inglaterra a principios del siglo pasado, salvando las distancias, no era tan distinto al actual. Cuando, apenas transcurridas tres semanas del siglo XX, el 22 de Enero de 1901 moría la reina Victoria en Osborne House, muchas de las ideas que hoy nos azotan ya estaban en movimiento. Sólo que en estado embrionario.

Su reinado había durado sesenta años y muchos percibieron su fallecimiento como una ocasión memorable, incluso como el fin de toda una época. El joven Gilbert Keith Chesterton, todavía un desconocido para el público, lloró al conocer la noticia. Pero siendo ya por entonces un tradicionalista de pro ciertamente no podía llorar por la muerte del siglo "ominoso".

La muerte de la reina que había sido testigo de la creación del Imperio Británico había sido de algún modo también la muerte de un siglo, el XIX, sin duda nefasto para la causa de la religión. El escepticismo, el materialismo, el anticlericalismo y el cientifismo se daban entonces la mano para apartar a toda una generación de la fe de sus mayores, fuera esta la católica, la anglicana o la protestante. El socialismo fabiano y la pseudoreligión del progreso humano hacían presa de las almas idealistas de los estudiantes de Oxford y Cambridge, distraídos de los oficios divinos por una serie de invenciones inglesas que todavía hoy impiden a muchos jóvenes ir a la casa del Señor: el deporte como forma de vida (sportmanship que hace del Domingo el día del fútbol y no el de la santa misa), el dandismo (hoy lo llamamos "ir a la moda") y la homosexualidad (bien conocida como "el vicio inglés").

Únicamente la titánica figura del cardenal John Henry Newman se había alzado contracorriente en esas décadas para intentar devolver su patria a la vía recta. En su periodo como carismático clérigo anglicano en la Universidad de Oxford había sido el principal impulsor del llamado Oxford Movement, una corriente teológica que devolvió a parte de la Iglesia Anglicana a la tradición apostólica. Se ha dicho, creemos que sin exagerar, que de no haber sido por Newman, la Iglesia Anglicana estaría hoy virtualmente disuelta, desmembrada en las múltiples confesiones de filiación puritana que se conocen como Low Church ("baja Iglesia"), las mismas que hoy han impuesto el sacerdocio para mujeres e invertidos (la introducción de los practicantes del "vicio inglés" en el sacerdocio parece que era lo propio de una "Iglesia verdaderamente nacional" comentó con flema británica un sin duda "retrógrado" articulista inglés en el Daily Telegraph).

Cuando lo políticamente correcto aún no había sido inventado por nuestros pecados, Newman y sus seguidores consiguieron revitalizar el sector tradicional de la comunión anglicana, la llamada High Church ("alta Iglesia", también conocidos como anglocatólicos), tan perseguida desde el triunfo de los whighs con la (¡sic!) Glorious Revolution (1688), debido a su identificación con la causa de los jacobitas (defensores del legitimismo Estuardo).

Con Newman, el ritual anglicano de la misa volvía a ser importante y majestuoso y no un mero ágape comunitario o pascual, las iglesias volvieron a poblarse de vidrieras así como de imágenes de Nuestra Señora y de los santos, que habían sido salvajemente mutiladas o destruidas durante la dictadura puritana de Oliver Cromnwell. Volvían, en suma, las tradiciones milenarias de la Cristiandad inglesa, aquellas que les conectaban con las figuras de San Agustín de Canterbury, San Beda el Venerable o Santo Tomás Becket.

Este movimiento teológico de Oxford acaudillado por Newman influyó decisivamente en que se pusiera de moda de nuevo en Inglaterra el estilo gótico (el Gothic revival al cual debemos edificios de gran belleza) y que, en el ámbito de la pintura, la corriente prerrafaelita, nostálgica de tiempos mejores para el espíritu, desafiara el grosero realismo de los pintores de inspiración marxista o fabiana. El rey Arturo y los monjes medievales volvían así a ser temas pictóricos.

Ahora bien, el movimiento de Oxford y la Iglesia anglicana iban a perder a su líder natural cuando Newman, tan brillante en su pensamiento como coherente con él, decidiera que en realidad la única forma de ser fiel a la tradición apostólica (que él conocía muy bien a través de sus estudios de Patrística) era volver a la obediencia romana. De hecho, cuando Newman solicita ser aceptado en la Iglesia de sus antepasados, lo único que hace es reconocer al Sucesor de San Pedro como Vicario de Cristo con poder para hacer y deshacer. En materia doctrinal él ya había llevado a la Iglesia anglicana por los senderos de la verdadera tradición apostólica por lo que, antes de hacerse católico, no podemos considerarle en ningún modo un hereje, sino únicamente un cismático.

En efecto, los pocos anglicanos todavía adscritos a la High Church se dicen hoy día catholic gracias al magisterio de Newman en sus años oxonienses y sólo el problema de la obediencia romana les separa de los "papistas". El problema radica en que nuestra Madre, la Iglesia Romana, si bien tan santa y apostólica como siempre ha sido, en algunos de sus sectores se ha ido pareciendo, a lo largo de este siglo que acaba de morir, más y más al sector puritano y cada vez menos a la High Church, para consternación de los católicos ingleses, grandes amantes de la misa tridentina en latín y a los que la nueva misa vaticana en inglés les sonaba al principio a herejía anglicana. No obstante, ello no ha impedido que miles de anglicanos del sector "anglocatólico" hayan abrazado la fe romana de sus antepasados al comprobar que su Iglesia, anglicana, se iba convirtiendo en un club de alterne para vicarios con novio, sacerdotisas ecologistas, presbíteras lesbianas y curas ye-ye de todo jaez.

En fin, es al gran Newman a quien se debe el hecho curioso de que podamos presenciar todavía hoy día en las capillas de los colleges de Oxford y Cambridge bellísimas misas anglicanas mucho más fieles a la tradición católica que muchas que se celebran en algunas parroquias de nuestro país.

En este sentido, no deja de ser curioso que algunos curas postconciliares entusiastas del estilo ye-ye (tan difícil, por cierto, de conciliar con el sentido del misterio) hayan importado canciones anglosajonas de los Beatles y Simon & Garfunkel al ritual de nuestras sufridas parroquias al mismo tiempo que en Inglaterra dejaban de sonar los majestuosos himnos latinos tridentinos, último vestigio de la unidad medieval de la Cristiandad insular con la continental.

Sin embargo, resulta evidente que para un católico romano la misa anglocatólica, por fiel al ritual apostólico que sea (de hecho, paradojas de la historia, se parece más al ritual tridentino que algunas versiones progres del novus ordo missae del Vaticano II), no deja de ser una bella pantomima, ya que el sagrario no contiene más que un pedazo de pan consagrado por un farsante ordenado por una Iglesia cismática fundada por un rey gordinflón, adúltero y cruel allá por el siglo XVI. La sangre de trescientos mártires encabezados por Santo Tomás Moro o San Juan Fisher fue derramada para testimoniarlo.

En verdad, la santa hostia consagrada por el cura obrero católico más ye-ye, lector asiduo de El País y enemigo de la sotana vale infinitamente más que cualquier bella liturgia. Aunque ese tipo imbuido de teología de la liberación no sea consciente del mysterium tremendum del cual es instrumento indigno. Pero... aún así no deja de ser una triste burla de la historia el hecho de que mi amigos tories y anglocatólicos de la Universidad de Cambridge pudieran presumir con sorna británica de que su liturgia es más fiel a la tradición católica que la de la propia Iglesia católica. Ante eso sólo podía responder, medio en broma, que eso no les iba a librar del Infierno o quizá el Purgatorio por cismáticos recalcitrantes.

Sea como fuere, Newman y con él otros muchos dons de Oxford y Cambridge, vieron la luz y se dieron cuenta de cuanta verdad hay en el axioma nulla salus extra ecclesiam ("no hay salvación fuera de la Iglesia"), un principio tan cuestionado hoy por algunos muy dentro de la susodicha santa institución salvífica. Newman, líder indiscutible de la Iglesia Anglicana (con un prestigio e influencia muy por encima del propio arzobispo de Canterbury) entró en el seno de la religión verdadera para convertirse en un sacerdote más, sin que el episcopado católico inglés le diera el protagonismo que su sabiduría y vida santa exigían (si excluimos el breve intervalo como rector de Trinity College en Dublín). El miedo de los obispos católicos ingleses a provocar al poderoso stablishment anglicano dando prominencia a un converso sin complejos como Newman fue clave en la postergación del que podría haber sido el hombre que reparara el daño de Enrique VIII si se le llegan a dar los medios.

Pero es que hay que tener en cuenta en descarga de los obispos ingleses que era aún muy reciente la concesión de la libertad y los derechos civiles a los católicos (Emancipation Act de 1836). No quedaban muy lejos los tiempos en que ser católico era peligroso en Inglaterra. No quedaban lejos los tiempos en que ser católico suponía que muchos te miraran como un sospechoso de deslealtad al Rey, en que suponía también que en el "día de Guy Fawkes" tenías que presenciar como se quemaban en hogueras por todo el reino efigies del Papa y se insultaba a los papistas, en que suponía no poder ir a la Universidad, en que suponía no poder ser diputado en el Parlamento, en que suponía en fin que si tu propio hermano se convertía al anglicanismo perdías la herencia de tus padres que iba íntegramente a sus manos y otra larga serie de mezquindades que nos sería doloroso enumerar.

Baste como botón de muestra decir que cuando el Papa decidió reinstaurar la jerarquía católica en Inglaterra (es decir, volver a designar arzobispos y obispos que pudieran mostrarse a la luz pública) ello provocó una gran indignación en Inglaterra en tanto que "terrible provocación" y se optó por crear diocésis diferentes a las anglicanas (que no son sino las católicas originales). Esa es la razón por la cual no hay hoy día arzobispo católico de Canterbury sino arzobispo de Westminster. Lo cual viene a significar que por no ofender a los anglicanos la sede de Santo Tomás Becket ha sido enajenada de la Santa Iglesia Universal. Y es que para hacerse una idea de lo que ha sido la Iglesia católica inglesa durante los siglos XVI al XIX el único referente serían las iglesias perseguidas del Este de los tiempos del comunismo soviético, felizmente fenecido. Como en el bloque comunista, los sacerdotes católicos ingleses llegaron a tener que celebrar en sótanos ocultos de las casas. Iglesias perseguidas pero iglesias fecundas. Inglaterra nos dió a John Henry Newman, Polonia nos ha dado a Karol Wojtyla.

A pesar de los pesares, desde la oscuridad de su humilde oratorio en Manchester, Newman, tras ser ordenado sacerdote católico, continuó escribiendo sin descanso y recordándole a la orgullosa Inglaterra victoriana del Britannia rules the waves que no era, con toda su vanidad, más que un Imperio de herejes y cismáticos. Ni una palabra de queja contra la jerarquía católica que le ninguneaba salió de su boca. El tardío reconocimiento del Papa con un birrete cardenacilio reparó, no obstante, la injusticia que se había cometido con él y le devolvió en su patria la inmensa fama de la que había gozado en sus años de Oxford. Desde Santo Tomás Moro Inglaterra no había dado al mundo un hombre tan grande para ponerlo al servicio de Cristo.

Cuando Newman muere nos encontramos con que la Iglesia católica inglesa había salido de las catacumbas sociales pero que justo entonces era la propia religión cristiana la que, en el conjunto de sus confesiones, comenzaba a estar acosada por los intelectuales, los liberales, los socialistas, las feministas, los periodistas y otras gentes de mal vivir.

Pero para la Iglesia católica, acostumbrada en Inglaterra a ser sufriente y mártir, ello no iba a ser un problema. Se sentía y se siente a gusto en el papel de confesión sospechosa y mal vista por el mundo, verdadera vocación de los cristianos desde el tiempo de las grandes Persecuciones. De ahí que mientras que la hostilidad del siglo XX al cristianismo debilitaría enormemente a la Iglesia anglicana, al fin y al cabo una "institución social" en las que la gente mayor hace amigos y toma el té como la definiera Newman, la Iglesia católica inglesa salió inmensamente reforzada de la prueba, atrayendo en el curso del siglo de la increencia a las mentes más lúcidas del Reino Unido. Su enorme coherencia, su negativa a transigir con el relativismo pluriconfesional del stablishment liberal, la santidad de vida de las Órdenes monásticas (mención especial merecen las mendicantes y los jesuitas) y, sobre todo, su convencimiento irreductible de que no había salvación fuera de su seno maternal la hicieron enormemente atractiva para aquellos intelectuales británicos a la búsqueda de certezas. En el siglo de la confusión, sólo la Iglesia católica ofrecía el Camino, la Verdad y la Vida sin matices ni pasteleos con el Mundo.

Una breve lista de los intelectuales católicos británicos del siglo XX (conversos muchos de ellos) incluiría los siguientes nombres: Gilbert Keith Chesterton, Hilaire Belloc, John Ronald Ruelen Tolkien, Evelyn Waugh, Graham Greene, Christopher Dawson, Alec Guinnes, etc... Podríamos incluso incluir a una figura de la talla de Oscar Wilde, que murió reconciliado con la Iglesia, pero nos parece que el conjunto de su trayectoria vital, marcada por el hedonismo y el escándalo por sodomía, ciertamente le inhabilita para figurar en la misma lista que personajes de vida tan ejemplar como el gran Tolkien o el propio Chesterton. Además, omito aquí los nombres de aquellos personajes importantes en el ámbito británico pero que puedan ser desconocidos para el lector español.

Frente a esta impresionante lista, la Iglesia anglicana sólo puede oponer los nombres de dos célebres intelectuales conversos (desde el ateísmo, nunca desde el catolicismo): T. S. Eliot y C. S. Lewis. Si a ello le añadimos que Eliot se convirtió mayormente por razones estéticas (era un norteamericano conservador enamorado de la Inglaterra medieval) y Lewis por influencia de su amigo archicatólico Tolkien (que le retiró su amistad cuando vió que todo su esfuerzo catequético había terminado con su amigo en la Iglesia equivocada), el balance anglicano resulta aún más patético. Aunque, eso sí, hay que concederles que han conseguido recientemente la adhesión entusiasta de todos los intelectuales progresistas del Reino Unido tras su "valiente" decisión de ordenar a aquellos que Nuestro Señor no quiso llamar al sacerdocio.

La lástima es que sus entusiastas panegiristas son, casi en su totalidad, descreídos. Tienen el mismo perfil que los intelectuales que en estos últimos tiempos solicitan en España con celo digno de mejor causa el fin del celibato clerical o han convertido al cura Mantero en lascivo protomártir de la triunfante causa de Sodoma. Pero siempre hay gente que prefiere salir bajo una luz favorable en los "papeles" y en las pantallas que salvar almas. Y no sólo en la Iglesia anglicana.


M. A. Rodríguez de la Peña.



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