Portada revista 56

Visiones y revisiones sobre José Antonio. Indice de Revistas Sigmund Freud

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Bajo la ley del hombre.

"La posición horizontalista de la pastoral secularizadora de miembros de la Iglesia frente al magisterio eterno de la Iglesia de enseñar a los hombres su origen, dependencia y deberes para con el Creador."

No ha sido muy comentado el último documento elaborado por la Conferencia Episcopal Española. Sin embargo, es de la máxima importancia y demuestra la plena conciencia que se tiene en el interior de la Iglesia del gran mal que la aqueja.

Entre las conclusiones expresadas, los obispos indican que la cultura pública occidental moderna se está alejando consciente y decididamente de la fe cristiana y camina hacia un "humanismo inmanentista". Diagnóstico perfectamente ajustado a la realidad y que merecía ser emitido de esta forma tan clara en un documento eclesial de alto nivel.

Pero añaden que, por grave que sea esta circunstancia, aún más grave es la secularización que existe en el interior de la Iglesia y que impide la evangelización de la sociedad. Palabras que expresan crudamente la situación y que hasta ahora, que yo recuerde, no habían sido pronunciadas tan tajantemente.

Da la impresión de que es mucho mayor el poder de secularización de la sociedad sobre la Iglesia, que el poder evangelizador de ésta sobre la sociedad.

Esto es algo que viene de lejos. La secularización de la sociedad comenzó en el Renacimiento, se confirmó en la Ilustración y ha alcanzado en las últimas décadas sus últimas consecuencias. La secularización de la Iglesia es más moderna: surge tras el Concilio Vaticano II.

La Iglesia, a través de los siglos de la Edad Moderna y Contemporánea iba siendo arrinconada paulatinamente por la sociedad. El hombre, orgulloso de sus conquistas, la abandonaba como reliquia de la Edad Media. Esta falta de sincronía fomentó en el estamento eclesial fuertes movimientos tendentes a su renovación. Había surgido un deseo de conectar de nuevo con la sociedad, de no quedar rezagados respecto de la marcha del mundo.

Se llegó a una situación verdaderamente crucial. Porque la renovación podía afectar exclusivamente a las estructuras, a la exposición en términos más modernos de la doctrina, quizás a la liturgia, pero conservando siempre íntegro todo el contenido de la fe; o bien derivar a formulaciones que erosionasen ese contenido, lo que ocasionaría transformaciones graves en la doctrina. La verdad es que esto último es lo que ocurrió, si no en la teoría, sí en la práctica. Es decir, en los documentos del Concilio no es posible observar error teológico alguno, como es comprensible, pero la imperfección de su redacción, motivada por diversas presiones, daba pie a posteriores audacias que deterioraron y aún anularon la doctrina tradicional católica.

Y es en esa esa voluntad interpretativa del Concilio donde se descubre el origen de las desviaciones, más que en los textos en sí mismos, en su estilo literario vaporoso, en posibles énfasis en ciertos aspectos doctrinales y en carencia de él en otros.

La actitud primordial del clero considerado mayoritariamente era la de abandonar conceptos pesimistas sobre el hombre y forjar una religión más amable. Se trataba de conectar de nuevo con el mundo que se escapaba.

La concepción pesimista del hombre procedía de la doctrina del pecado original y su transmisión a toda la Humanidad. Esta doctrina, vigente desde los inicios, fué definida por el Concilio de Trento. La naturaleza del hombre está dañada, su tendencia al mal es cierta, y el corolario es la necesidad de una lucha constante contra ese mal; pero con el auxilio de la Gracia, ya que sin ella no es posible la victoria. El desarrollo de la historia de la Humanidad avala la realidad de la naturaleza dañada del hombre.

Pero éste, a medida que iba avanzando en ciencia, en dominio de la Naturaleza, en invenciones que le facultaban para vivir confortablemente, iba huyendo paralelamente de concepciones que le empujaban a una vida austera, al dominio de los instintos, para conseguir la salvación eterna. Progresivamente, iba sintiéndose embargado por un sentimiento de autosuficiencia.

En su deseo de abrirse al mundo, el clero encontró un estorbo insuperable en la doctrina del pecado original y su sentido negativo de la naturaleza del hombre. No era posible eliminar el dogma, obviamente, pero se hizo algo similar en la práctica: se lo silenció. Difícil será encontrar hoy en día sacerdote que en su predicación se refiera al pecado original y sus efectos.

Pero el pecado original es algo intrínseco a la doctrina católica, de manera que su abandono la altera y modifica sustancialmente. Todas las piezas de la religión católica están finamente ensambladas y no se puede eliminar alguna sin que el conjunto se resienta y hasta se derrumbe si la pieza es una viga maestra. Sin la existencia del pecado ¿a qué una Redención? No hablemos entonces de Redención, eliminemos esa palabra molesta. Y eso es lo que se hace. ¿Y entonces? Todo empieza a tener poco sentido: la Encarnación, la muerte en la cruz etc. ¿Por qué se encarnó? ¿Realmente era el mismo Dios? Ya ni lo afirman. Prefieren decir que Dios hablaba a través de él. Es decir, algo así como un profeta. El Infierno tampoco existe, según la edulcorada enseñanza actual. Entonces ¿por qué hablar de salvación? ¿De qué nos salvamos? Porque hay sacerdotes que nos dicen que todos nos vamos a salvar. Pero salvar ¿de qué? Y todas las piezas se van derrumbando y nos quedamos sin nada entre manos, a no ser la idea de que hace mucho tiempo hubo un hombre muy bueno que se llamaba Jesús. Poca cosa, ciertamente.

El mundo occidental se encaminó con firmeza por la senda del secularismo, arrinconando la religión al ámbito privado. El conjunto de tendencias dominantes en su pensamiento es definida como "progresismo". El alma de esta ideología es un cierto humanitarismo, del que han borrado rastro religioso, aunque su raíz pueda hallarse en el cristianismo. La autosuficiencia del hombre elimina su supeditación a lo trascendente, que es negado. De esta forma, el humanitarismo carece de otro referente que no sea el hombre mismo. En la práctica, el hombre se convierte en Dios. No puede existir una ley moral objetiva, sino aquella que pueda surgir del sujeto. La moral fatalmente se convierte en subjetiva. En estas circunstancias, está condicionada por los sentimientos e instintos del sujeto. El resultado ha consistido en una paulatina depravación de costumbres, sobre todo en las últimas décadas, y en el establecimiento de una contramoral. Siendo exacta la doctrina tradicional católica sobre la naturaleza maleada del hombre, no podía ser de otra forma.

Mientras tanto, el estamento clerical se esforzaba en emparejarse con el mundo, de ponerse al día, como vulgarmente se dice. Se produjo, pues, un trasvase de ideas, no de la Iglesia al mundo, sino del mundo a la Iglesia.

Se abandonaron los dogmas en la predicación, no sólo el del pecado original, sino todo aquel que chocase con la mentalidad moderna. La predicación se convirtió en adulona y amorosa. Se trataba, y se trata, de ofrecer una religión reconfortante, apropiada para el hombre actual satisfecho de sí mismo y refractario a severidades y amenazas. Con resultados ruinosos, como todos sabemos.

Al humanitarismo del laicado correspondió, por tanto, un cristianismo humanitarista y pacifista (quizás con influjo oriental) por parte del clero. Un "jesusismo" humanitario, del que habían excluído toda severidad, toda aspereza, toda amenaza, toda condenación. Y con escaso poder de atracción, como puede comprobarse de forma permanente.

Las fuerzas que habían rebullido en el Concilio Vaticano II, eclosionaron en el postconcilio y alcanzaron predominancia. Ésta persiste, pues los débiles signos de cambio, son sólo eso: débiles signos que, en su mayor parte se plasman en posiciones transaccionales.

Pero el humanitarismo secular, como era de prever, se enfangó en la inmoralidad y el crimen. El hombre no puede ser blando consigo mismo sin caer en la corrupción. El hombre, abandonado a sus propias fuerzas, ha creado un humanitarismo deforme, pervertido. Las mayores aberraciones acabaron siendo aprobadas: sodomía, lesbianismo, matrimonio entre homosexuales, pornografía, masturbación, etc. Pero, sobre todo, y como radical confirmación de su completo desvío, se produjo la criminal legalización del aborto, que se convirtió en la práctica en una actividad industrial. Se puede hablar de un antes y un después de la legalización del aborto en la historia de Occidente.

Mas el clero, que había apostado por el hombre, permaneció en silencio, convirtiendo en pura filfa su predicación y su misma presencia. No me estoy refiriendo, naturalmente, a la minoría fiel, tanto en el laicado como en la jerarquía, que con la gran firmeza que da el saber que se está al servicio de la Verdad, lucha incansablemente por revertir la situación. Me refiero a la mayor parte del clero, que es el que crea la atmósfera general, el ambiente que predomina de forma abrumadora.

Puesto que la dogmática católica exije el máximo respeto a la vida humana a la que sacraliza, no parece ajeno el olvido de los dogmas a esa cuasi indiferencia ante el aborto.

Resulta grotesco este silencio cuando más falta hace el hablar y denunciar, y cuando se lo contrasta con la actitud denunciadora en tiempos no tan lejanos y mucho más normales que los que corren. Como obedeciendo a una oculta previsión, nos ofrecen incesantemente, tozudamente, ciegamente, su empalagoso mensaje de amor. No es ciertamente el amor a las víctimas que exige el castigo de los criminales, no es el amor a la virtud que exige la represión del vicio, no es el amor a la justicia, que premia pero también castiga. Es el amor indiscriminado que no se compromete a nada y que piensan que se aviene bien con el hombre actual al que no quieren contrariar ni molestar con exigencias o amenazas. Y que responde con su desdén, todo sea dicho.

Sobre este silencio se han apuntado diversas teorías. Por ejemplo, la posibilidad de que domine al clero el miedo a un enfrentamiento con la sociedad, el miedo a caer en el ridículo, el acomplejamiento. También ha señalado alguien el temor a hacer peligrar las subvenciones estatales (hablo en plural porque no me refiero sólo a España). Pero sin negar la parte que puedan tener estos temores en la actitud adoptada, creo que la causa principal estriba en la contaminación provocada por el ambiente secularizado del mundo y al deseo de integrarse en él.

Y respecto del humanitarismo, si bien se puede señalar la enorme actividad caritativa de la organización eclesiástica en sus múltiples ramificaciones seculares y religiosas, lo cierto es que así fué siempre, por lo que la contaminación humanitarista no ha añadido nada al respecto, como no sea la difuminación y hasta extinción del sentido religioso de la actividad caritativa. Efectivamente, en estos tiempos la Iglesia es la ONG más poderosa y eficaz del globo.

La Iglesia católica ha sido, y es, humanitaria. Pero hasta estos últimos tiempos no había caído en el humanitarismo secular, y menos aún en el silencio ante aberraciones de un humanitarismo perverso y cruel.

Tampoco había caído en el olvido de los dogmas, lo que constituye, se quiera o no, una apostasía tácita de la mayor parte de la Iglesia institucional. Este olvido está fortalecido, además, por la obsesión ecumenista que obliga a hacer concesiones (siempre por parte de la Iglesia católica) en pro de la unión. Lo que se consigue es que cunda el relativismo religioso, ya inducido por el relativismo ideológico de la sociedad secular. Y de ahí al indiferentismo y escepticismo religiosos no hay más que un corto paso.

Por tanto, el mensaje de la Conferencia Episcopal, en el que se nota la mano de monseñor Rouco, tiene un profundo significado. El de que hay mentes muy conscientes dentro de la institución eclesial que han diagnosticado certeramente cuál es la enfermedad. Lo que constituye el paso primero y principal para iniciar el proceso que acabe con el fraude religioso y el marasmo espiritual que se deriva del mismo.

Ignacio San Miguel .



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