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Arbil, apostando por los valores de la civilización cristiana

Por la Vida, la Familia, la Educación, la dignificación del Trabajo, la Unidad histórica, territorial y social de la Nación, y por la Regeneración Moral y Material de nuestra Patria y el mundo

 


Indice de contenidos

- Texto completo de la revista en documento comprimido
- Tiempo de construir
- Entrevista con la Dra. Mónica López Barahona, especialista en Bioética
- Criterios para la acción de los católicos en la vida pública
- Editorial
- Recuperar la propiedad
- Persona, Sujeto, Yo
- Confiar en Dios o en los brujos
- Pío Moa contra la mentira
- España en Irak: razones de una presencia y circunstancias de una polémica
- El síndrome Post-Aborto
- 25 años de Constitución
- La crisis del alavesismo: fruto de la acción del nacionalismo vasco
- Una boda contra el matrimonio
- Posibles Respuestas ante el Desafío de las Sectas y Nuevos Movimientos Religiosos
- Acerca de la boda
- Incorrección política
- Elucubraciones de coronilla
- Los “conservadores”, eco de los progresistas y de tradiciones descontextualizadas
- El príncipe desnudo
- Juan Pablo Magno: El juicio de los Media
- El catolicismo social y las últimas elecciones
- Retos educativos de la sociedad de la información
- La confesionalidad católica en la nota doctrinal sobre los católicos en la vida política
- Impresiones del Congreso Internacional Provida
- Los cristianos y la Constitución Europea
- Secularización, “excepción europea” y caso francés: una recensión de “Europe: The Exceptional Case”, de Grace Davie, y de “Catholicisme, la fin d´un monde”, de Danièle Hervieu-Léger
- Más ideología que ciencia en la juridificación de las uniones homosexuales
- El hombre, como varón y mujer, en los escritores cristianos de los tres primeros siglos
- La masonería y el Desastre del 98
- Estudios científicos revelan trastornos psicológicos en mujeres que han abortado
- La clonación, la ciencia y la ética
- Lectura en el acuerdo de transición política en el Iraq
- Una sociedad de deprimidos
- George W. Bush y el aborto: Un primer paso en la defensa de la vida
- Antropología Filosófica. Una reflexión sobre el carácter excéntrico de lo humano
- Sudán: en medio de la guerra, la esperanza concreta del anuncio cristiano
- La voz de las claridades intimas
- Infierno
- Enrique Sienkiewitz, trilogía de Nóvelas
- I Jornadas de Humanidades, Forja de Personas y Naciones
- Cena de Arbil con sus amigos internacionales
- Texto Clásico; Política de Dios y gobierno de Cristo
- Canto a España
- España, unidad de destino


CARTAS

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Revista Arbil nº 75



El hombre, como varón y mujer, en los escritores cristianos de los tres primeros siglos.

por Martín Ibarra Benlloch

En un primer momento, el artículo se centra en la dignidad del ser humano, con referencias al mundo bíblico, judío, pagano y cristiano. Después, se trata de la incorporación al pueblo de Dios, con tres momentos bien definidos: antes de Abraham, la circuncisión con Abraham y la circuncisión espiritual. Esto último hará que se profundice en el bautismo, la “circuncisión espiritual”, que tendrá una gran importancia, al incorporar sin distinción alguna a varones y mujeres. Por último, se destacan algunos aspectos de la vida cristiana, centrándose en siete elementos de igualdad oartiendo de la filiación divina


Se dice que Catón, después de aseverar que el esposo puede echar de casa a su mujer “si bebe vino”, concluyó: “Si sorprendieras a tu mujer en adulterio, puedes matarla impunemente sin formarle juicio; pero si ella te sorprendiera a ti en cualquier infidelidad conyugal, ella no osará, ni tiene derecho, a mover ni un dedo contra ti” [1]. Deberíamos explicar numerosos aspectos que se contienen en estas líneas para poder comprender mejor las cosas. Sin embargo, lo que nos interesa es destacar que la desigualdad es una de las constantes en el mundo antiguo -y no solo-. No es lo mismo ser varón que mujer. Hay hombres libres, esclavos y libertos. Ciudadanos y no ciudadanos; en Roma, multiplicidad de derechos y de obligaciones, que no se solventarán en algunos aspectos hasta el siglo III p.C. Pero las desigualdades sociales son casi mayores: patricios y plebeyos y, pronto, el orden ecuestre. O las diferencias económicas, muy acentuadas. O la limitación a la hora de acceder a los cargos públicos o religiosos. Añádase a esto las restricciones en el uso de determinados vestidos y colores. Una diferente consideración no sólo civil, sino también penal, ya que lo que hacen unos es constitutivo de delito y lo que hacen otros, no; también el que un mismo hecho se sanciona de diverso modo según quién lo haga, etc.

 

Por ello, conviene no centrar demasiado el tema entre la desigualdad varón-mujer en la Antigüedad. Era importante, ciertamente. Pero era una más entre las innumerables desigualdades a las que se veían sometidos desde su nacimiento. Un romano nunca se preguntó seriamente por qué él debía hacer un servicio militar de dos décadas y no su mujer, y viceversa. Lo mismo sucedió entre semitas y griegos. Y, sin embargo, no era lo mismo lo que la vida real imponía, que lo que algunos elucubraban o legislaban.

 

Es en el mundo de la “inteligencia” donde la mujer salió peor parada, ya que en la vida ordinaria tuvo, por lo general, una mayor estima, libertad y posibilidades que las que le otorgaron filósofos y leguleyos.

 

En estas breves y apretadas líneas, vamos a dar un breve repaso a la consideración del ser humano, en cuanto varón y mujer por parte de los escritores cristianos de los tres primeros siglos, hasta el año 313 aproximadamente. En un primer momento, nos centraremos en la dignidad del ser humano, con referencias al mundo bíblico, judío, pagano y cristiano. Después, trataremos de la incorporación al pueblo de Dios, con tres momentos bien definidos: antes de Abraham, la circuncisión con Abraham y la circuncisión espiritual. Esto último hará que profundicemos en el bautismo, la “circuncisión espiritual”, que tendrá una gran importancia, al incorporar sin distinción alguna a varones y mujeres. Por último, destacaremos algunos aspectos de la vida cristiana, centrándonos en siete elementos de igualdad: la filiación divina como punto de partida; Cristo debe modelar las almas de los cristianos; éstos son libres y responsables de sus actos; todos deben procurar la santidad; deben llevar una vida de piedad y buenas obras; todos han de vivir las virtudes y, finalmente, varones y mujeres, tienen un comportamiento semejante ante el martirio.

 

El considerar estos elementos, nos dará una visión enriquecedora de lo que supuso, en algunos ámbitos, el Cristianismo, aunque no particularicemos en los detalles concretos. No debemos olvidar que, tanto las mentalidades como los usos y costumbres, no se pueden cambiar de la noche a la mañana. Que la legislación es algo importante sobre lo que se pudo influir, pero que, en el tiempo que consideramos, era absolutamente impensable una participación seria y decidida de los cristianos para cambiar la sociedad desde la política. Lo comenzó a ser a partir del año 313, con una serie de condicionantes muy serios.

 

Cabía comportarse como buen cristiano en un ambiente hostil, con numerosas ocasiones de peligro para la fe y las costumbres. Y de ordinario, sufrir desprecio o vejaciones, en el lugar de residencia o puesto de trabajo, como las que aparecen narradas por parte de numerosos militares. La envidia de unos pocos llevó a algunos cristianos a circunstancias comprometedoras, teniendo que elegir entre la apostasía y el martirio. Además, la escuela era un lugar inadecuado para los niños; lo mismo los espectáculos para jóvenes y adultos. La mujer casada con un pagano, debía sortear toda clase de ocasiones para no participar en los cultos idolátricos, de las supersticiones del romano medio o de la simple vida desordenada, que tanto el hombre de la calle como el filósofo circunspecto, llevaron.

 

Aunque incidamos en algunos aspectos sobre la igualdad del varón y la mujer, no hay que perder de vista que, en las funciones concretas, se da la desigualdad, y se admite. No es lo mismo un plano ontológico que uno existencial. Se puede defender una igualdad radical en uno y una desigualdad en el otro. Y, de otra parte, es preciso discernir cuando se mencionen cosas semejantes en autores teóricamente muy alejados entre sí, cuáles son las razones y causas profundas. Así, en la dignidad del hombre. No es lo mismo defender la dignidad del hombre porque así lo establece la O.N.U., que por ser hijo de Dios, creado a su imagen y semejanza.

 

Dignidad del hombre.

 

Dios hizo todo de la nada, “y no teniendo necesidad ninguna y existiendo antes de todas las cosas, quiso hacer al hombre, por quien fuera conocido. Para el hombre, por ende, preparó el mundo” [2]. Un poco más adelante, Teófilo de Antioquía explica no la finalidad de la creación del hombre, sino el modo: “En cuanto a la creación del hombre, no hay palabra humana que pueda expresar su grandeza, aun siendo tan breve la divina Escritura en su narración. Porque el hecho de que diga Dios: Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra, da ante todo a entender la dignidad del hombre. Porque, habiendo Dios hecho el universo por su palabra, todo lo consideró como cosa accesoria, y sólo la creación del hombre la tuvo por obra eterna digna de sus manos. Además, se presenta Dios como si necesitara ayuda al decir: Hagamos al hombre a imagen y semejanza; pero a nadie dice esa palabra “hagamos”, sino a su propio Verbo y su Sabiduría” [3].

 

Muchas ideas se agolpan en esos textos tan apretados. La primera de ellas es la inmensidad de Dios y la limitación del hombre, y cómo el hecho de su creación es algo no necesario. En segundo lugar, creó al hombre “por quien fuera conocido”, para que participara de algún modo de su ser. Conocer a Dios, tratarle, es lo que hacían Adán y Eva en el Paraíso. Era hacer oración. En tercer lugar, el mundo ha sido creado para el hombre.

 

La idea de que el hombre es el centro de todo lo creado no es nueva. Tiene una amplia tradición bíblica que la recoge y exalta, ya desde el libro del génesis: “Dijo Dios: -Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza. Que domine sobre los peces del mar, las aves del cielo, los ganados, sobre todos los animales salvajes y todos los reptiles que se mueven por la tierra” [4]. Señala, de manera evidente, la superioridad del hombre sobre todo lo creado.

 

Este dominio sobre las criaturas fue objeto de reflexión por parte de los sabios de Israel. Así, como botón de muestra, valga la oración de Salomón recogida en el libro de la Sabiduría: “Dios de los padres, y Señor de la misericordia, que todo lo hiciste con tu palabra, y con tu sabiduría formaste al hombre, para que domine sobre las cosas creadas por , y gobierne el mundo con santidad y justicia, y haga juicio con rectitud de alma: concédeme la sabiduría...” [5]. O en el salmo 8: “¡Oh Yahwéh, Señor nuestro, cuán glorioso es tu Nombre en toda la tierra! (...) Cuando tus cielos miro, hechura de tus dedos, la luna y las estrellas que fijaste, ¿qué es el hombre (me digo) para que de él te acuerdes y el hijo de Adam para que de él te cuides? Algo menor le hiciste que los ángeles y de gloria y de honor le coronaste. Le diste imperio en la obra de tus manos, debajo de sus pies todo pusiste: las ovejas y bueyes, todos ellos, y aun las fieras del campo, los pájaros del cielo y los peces del mar, cuanto surca la ruta de los mares” [6].

 

Esta idea es común al judaísmo, y se formula de la siguiente manera en el Apocalipsis de Baruc (sir.): “Tú hablaste para crear al hombre intendente de tus obras sobre este mundo que es tuyo, a fin que todos supiesen cómo no había sido creado para el mundo, sino que el mundo había sido hecho para él” [7].

 

También son numerosos los autores no cristianos que la recogen. Así, aparece en la literatura sapiencial egipcia, y en el Corpus Hermeticum [8]. Sin embargo, reviste una especial importancia Cicerón, con diversas afirmaciones en el de natura deorum, por su influencia posterior en diversos autores cristianos [9].

 

Tal es el caso de Tertuliano o de Clemente alejandrino. Así, el africano al hablar del origen de la impaciencia comenta que la encuentra en el propio diablo, “desde el momento en que no soporta con paciencia que el Señor Dios haya sometido a su imagen, es decir al hombre, todas las obras que había creado”, en clara alusión a génesis 1,26, y tema recurrente en sus escritos [10].

 

Lactancio, en las Instituciones Divinas, expone que los estoicos “declaran que el mundo ha sido hecho para los hombres y que Dios, si quiere, puede existir sin el mundo” [11]. Esta idea la reitera en otra obra suya, Sobre la ira de Dios. Tras reconocer que los estoicos afirman que el universo ha sido creado para el hombre, comenta cómo los académicos combaten estos razonamientos preguntando que, si Dios ha creado todas las cosas para el hombre, cómo se explica que tantas cosas le sean contrarias, hostiles y funestas. Los estoicos, prosigue Lactancio, han respondido que Dios forma al hombre a su imagen, como culmen de la creación divina, el único ser al que insufla la sabiduría para que someta todo a su poder y a su autoridad [12].

 

Abundando en este tema, cita a Cicerón, que piensa que “no hay ningún ser viviente salvo el hombre, que tenga el menor conocimiento de Dios” [13]. El hombre lo tiene debido a su sabiduría y, gracias a ésta, es el único ser religioso. Pero hay una premisa que debe constar por ser principal en Lactancio: la estación derecha del hombre, con el rostro dirigido al cielo, llamado a la contemplación del universo, de tal forma que “su razón conoce la Razón” [14]. Esto es algo que entiende cualquier lector del retor del siglo IV pero que, sin embargo, no es suficiente para un cristiano. El propio Lactancio nos ofrece otra clase de argumentos en el libro II de las Instituciones Divinas al hablar de la creación del hombre con una perspectiva diferente [15].

 

El hombre es la única criatura que puede conocer a Dios -a excepción de los ángeles-, así como la única que puede amarle. Le ama porque el amor es un acto de la voluntad, y es libre de hacerlo o no hacerlo. En esto se diferencia no sólo de todos los seres corporales, sino también de los ángeles. Clemente de Alejandría dirá que el hombre es la más bella de las criaturas, que ya es “un ser viviente que ama a Dios” [16].

 

Dios ha creado el mundo y todos los seres que lo pueblan, como manifestación de su amor [17], siendo ese mismo amor el que mantiene la creación en la existencia [18]. Para Clemente alejandrino, como para la mayor parte de los escritores cristianos, la manifestación más clara del amor divino a los hombres se demuestra en la encarnación de Jesucristo y su obra de redención [19]. De ser hijos de Dios en un plano natural, lo somos en un plano sobrenatural [20]. Pero vayamos por partes y analicemos en primer lugar, la incorporación al Pueblo de Dios en sus diversos momentos.

 

Incorporación al Pueblo de Dios

 

Si Dios ama a todos los hombres, se ha servido en la historia de la Salvación de un pueblo, al que eligió, para que colaborara de forma decisiva en la misma. Establece diversas alianzas, con un fondo común semejante, pero unas formas muy diferentes.

 

Una de éstas es la que realiza con Abram, muy rica en significado, pero que es preciso verla dentro de una globalidad. Si la circuncisión es lo que justifica, ¿todos los que han precedido a Abraham no están justificados? Mas tenemos constancia de que muchos de ellos fueron gratos a Dios... Analicemos sumariamente un primer momento hasta Abraham, un segundo con Abraham y la institución de la circuncisión, y un tercer momento a partir de Jesucristo, en el que se incorporan al Pueblo de Dios por medio del bautismo, con lo que será frecuente hablar de la circuncisión espiritual.

 

a) Hasta Abraham.

 

San Pablo es rotundo al exponer este tema en su carta a los fieles de Roma: “Entonces, ¿en qué se fundamenta la jactancia? Quedó excluída. ¿Y por qué ley? ¿La de las obras? No; por la ley de la fe. Afirmamos, por tanto, que el hombre es justificado por la fe con independencia de las obras de la Ley. ¿Acaso Dios lo es sólo de los judíos? ¿No lo es también de los gentiles? Sí, también de los gentiles. Porque un mismo Dios es el que justificará la circuncisión en virtud de la fe y la incircuncisión por medio de la fe. Así pues, ¿destruimos la Ley por la fe? De ninguna manera. Al contrario, ratificamos la Ley” [21].

 

Dios lo es de todos, también de los gentiles. De circuncisos e incircuncisos. Lo importante es la fe, con lo que pasa a explicar y ejemplificar este aserto centrándose en la figura de Abraham, padre de los creyentes incircuncisos y de los circuncisos.

 

“¿Qué diremos entonces que encontró Abraham, nuestro padre según la carne? Pues si Abraham fue justificado por las obras, tiene de qué gloriarse, pero no ante Dios. En efecto, ¿qué dice la Escritura?: Creyó Abraham a Dios, y le fue contado como justicia. Ahora bien, al que trabaja, el salario no se le cuenta como regalo sino como deuda”. Y un poco más adelante: “Y recibió la señal de la circuncisión como sello de justicia de aquella fe que había recibido cuando era incircunciso, a fin de que él fuera padre de todos los creyentes incircuncisos, para que también a éstos la fe se les cuente como justicia; y padre de la circuncisión, para aquellos que no sólo están circuncidados, sino que también siguen las huellas de la fe de nuestro padre Abraham, cuando aún era incircunciso” [22].

 

De nuevo, esta vez en carta a los Gálatas, san Pablo reafirma este argumento, con un añadido importante: “Así, Abraham creyó a Dios y le fue contado como justicia. Por tanto, daos cuenta de que los que viven de la fe, ésos son hijos de Abraham” [23]. Esta argumentación será recogida desde el principio, singularmente por san Ireneo de Lyon: “En Abraham ha sido prefigurada nuestra fe y fue nuestro patriarca, por así decirlo nuestro profeta en la fe (...). Por eso el apóstol lo llama no solamente profeta de la fe, sino también padre de los que entre los gentiles creen en Cristo. La razón es que su fe y la nuestra no son más que una sola y misma fe” [24].

 

Por un lado san Pablo deja bien claro quiénes son los hijos de Abraham: los que viven de la fe, como Abraham, que creyó a Dios. San Ireneo insiste y profundiza: la fe de Abraham y la de los cristianos es la misma. Están en perfecta sintonía. De hecho, parecen empalmar directamente con Abraham, saltándose el lapso intermedio que corresponde, propiamente, al del pueblo judío.

 

En otro lugar, el obispo de Lyon desarrolla los contenidos de la fe de Abraham: un solo Dios creador fiel a las promesas; el seguimiento y familiaridad con el Verbo y la intelección de la economía del Cristo que había de encarnarse: “Se realizó así la promesa hecha por Dios a Abraham según la cual su descendencia sería como las estrellas del cielo. Cristo cumplió la promesa naciendo de la Virgen, de la estirpe de Abraham, y convirtiendo en luminarias del mundo a los creyentes en Él y justificando a los gentiles con Abraham por medio de la misma fe. Abraham creyó al Señor y le fue reputado por justicia [25]. Del mismo modo también nosotros somos justificados en virtud de la fe en Dios, porque el justo vivirá de la fe [26]. La promesa de Abraham no fue hecha por el cumplimiento de la ley sino por medio de la fe. De hecho Abraham fue justificado por la fe: la ley no fue establecida para el justo [27]. De igual forma también nosotros no somos justificados por la ley sino por la fe, que ha recibido el testimonio de la ley y los profetas y que nos presenta el Verbo de Dios” [28].

 

En esta línea escritores como san Justino, señalan que muchos hombres anteriores a Abraham y por tanto a la circuncisión, fueron agradables a Dios, y viceversa: “Por eso justamente clama Dios que le habéis abandonado a Él, fuente viva y habéis cavado para vosotros mismos pozos rotos que no podrán contener el agua. Vosotros, los que estáis circuncidados en la carne, necesitáis de vuestra circuncisión; nosotros, en cambio, que tenemos la espiritual, para nada necesitamos de la otra. Porque de haber sido aquella necesaria, como vosotros os imagináis, no hubiera formado Dios a Adán en prepucio, ni hubiera mirado a los dones de Abel, que ofrecía sacrificios sin estar circuncidado, ni le hubiera tampoco agradado Enoc, incircunciso, y no se le halló más, porque Dios le trasladó. Lot, incircunciso, se salvó de Sodoma, bajo la escolta de los mismos ángeles y del Señor. Noé es principio de otro linaje humano; y, sin embargo, incircunciso entró junto con sus hijos en el arca. Incircunciso era Melquisedec, sacerdote del Altísimo, a quien Abraham, el primero que llevó la circuncisión en su carne, dió las ofrendas de los diezmos y fue por Él bendecido. Y por David [29] anunció Dios que según el orden de Melquisedec había de establecer el sacerdote eterno. Para vosotros solos era, pues, necesaria esta circuncisión, a fin de que, como dice Oseas, uno de los doce profetas, el pueblo no sea pueblo y la nación no sea nación [30]. Y sin sábado también agradaron a Dios todos los justos anteriormente nombrados y después de ellos Abraham y los hijos todos de Abraham hasta Moisés” [31].

 

b) La circuncisión.

 

La historia de Abraham es la historia de su fe: escuchó la voz de Dios y salió de su tierra, de Mesopotamia, para dirigirse a la que Dios le mostraría, la tierra de Canaán [32]. Dios le hace una promesa que incluye la tierra y una descendencia numerosa. Mas su mujer Sara es estéril. Por eso decidió su esposa, según las costumbres del momento, dar a su esclava Agar, para que tuviese un hijo de ella: ése será Ismael. Poco tiempo después, Sara concebirá de Abraham un hijo, a pesar de su ancianidad, y le pondrá por nombre Isaac. La promesa de Dios se cumplía.

 

Trece años después del nacimiento de Ismael, Abram recibe una nueva revelación: “Soy Yo, he aquí mi parte contigo, y serás padre de multitud de naciones. No se llamará tu nombre más ‘Abram’ sino que tu nombre será ‘Abraham’, pues padre de multitud de naciones te he constituido. Te haré fructificar mucho; te convertiré en naciones y saldrán de ti reyes. Confirmaré, pues, mi alianza entre Yo y tú, y con tu descendencia después de ti, en la serie de sus generaciones, a modo de alianza eterna, a fin de que sea Yo Elohim tuyo y de tu descendencia después de ti. Daré a ti y después de ti a tu descendencia el país de tus peregrinaciones, todo el país de Canaán, en posesión perpetua, y seré su Elohim para ellos” [33]. Le cambia el nombre para indicar que será “padre de una muchedumbre”, ab-hamôn [34].

 

Abraham es, desde ahora, una nueva persona. La señal de la alianza será la circuncisión: “Luego dijo Elohim a Abraham: Tú por tu parte, guardarás mi alianza, tú y tu descendencia después de ti: serán circuncidados todos vuestros varones. Os circuncidaréis, pues, la carne del prepucio, lo cual vendrá a ser señal de la alianza entre Yo y vosotros” [35].

 

La circuncisión no era ajena al ambiente de aquel momento, como sabemos por diversos autores, también bíblicos. Así Jeremías menciona a Egipto, Judá, Idumea, Ammón y Moab, como lugares donde se practica [36]. Entre los griegos, Herodoto nos informa sobre su práctica entre los egipcios y los etíopes, que la enseñaron a los fenicios y sirios [37]. Será frecuente en los escritores cristianos encontrarnos con este tipo de argumentaciones. Baste un pasaje de la epístola del Pseudo Bernabé: “Pero también se circuncidan todos los sirios, los árabes y todos los sacerdotes de los ídolos (...). También los egipcios se circuncidan” [38]. No era desconocida, por tanto; pero se le dio un nuevo sentido: la vinculación a la estirpe de Abraham bendecida por Dios. La bendición de la promesa recae sobre la descendencia carnal; de ahí que el incircunciso fuera considerado un extraño para la comunidad israelítica [39].

 

Se trataba, seguramente, de un rito de iniciación al matrimonio y a la vida del clan, además de tener una motivación de higiene. Para el autor bíblico, sin embargo, es como una señal en el miembro viril de la pertenencia al pueblo de Abraham. Será un signo de identidad que se verá robustecido con el paso del tiempo, sobre todo después del destierro en Babilonia. Viene a indicar, entre otras cosas, que la alianza de Dios con el hombre no es solo interior, sino también exterior.

 

En virtud de esta alianza, los varones serían circuncidados al octavo día: “Cuando cuentes ocho días, se circuncidará a todo varón en vuestras generaciones” [40]. Por lo general era el padre quien lo llevaba a cabo, aunque también nos consta que lo hiciera la madre [41].

 

Conservada por los judíos, los cristianos la rechazarán. Será uno de los elementos fundamentales de distinción desde los orígenes, junto con la observancia del sábado y de los sacrificios. Dos serán las líneas fundamentales de ataque: las referencias continuas a la “circuncisión espiritual” de un lado, y la importancia de la fe de Abraham, previa a la circuncisión, que hemos tratado precedentemente.

 

c) La circuncisión espiritual.

 

Con una amplia aparición en los escritos veterotestamentarios, será recordada y puesta de actualidad con un enfoque nuevo por los cristianos. Su rechazo de la circuncisión carnal se debe, fundamentalmente, a la aceptación del nuevo signo -en este caso un Sacramento- de incorporación al Pueblo de Dios, el bautismo. Pero veamos primero, algunos ejemplos del desarrollo de esta “circuncisión espiritual”, en oposición a la circuncisión carnal.

 

Así el Pseudo Bernabé recuerda un pasaje del deuteronomio y otro de Jeremías: “Circuncidad la dureza de vuestro corazón y no endurezcáis vuestra cerviz [42]. Date cuenta otra vez. He aquí, dice el Señor, que todas las naciones son incircuncisas de prepucio, pero este pueblo es incircunciso de corazón[43].

 

Lactancio, en un largo pasaje, enumera cuáles son los ritos fundamentales de la religión judaica. “En lo que se refiere también a la abolición de la circuncisión, lo profetizó Isaías así: “Esto dice el señor a los hombres de Judá y a los que habitan en Jerusalén: ‘renovaos y no sembréis en cardizales. Circuncidaos para vuestro Dios y circuncidad el prepucio de vuestros corazones, no sea que se derrame como fuego mi ira y no haya quien la apague’” [44]. Y el propio Moisés: “En los últimos días circuncidará Dios tu corazón para que ames al señor tu Dios” [45]. Y también Jesús Navé, sucesor de Moisés: “Y dijo el señor a Jesús: ‘haz cuchillos de piedra muy afilados, siéntate y circuncida a continuación a los hijos de Israel’” [46]. Dijo, pues, que iba a haber una segunda circuncisión, no de la carne, como la primera, todavía practicada por los judíos, sino del corazón y del espíritu, curcuncisión que nos enseñó Cristo, que fue el verdadero Jesús” [47].

 

Los cristianos son el nuevo Pueblo de Dios, empalmando con los justos del principio. La ley y la circuncisión quedan para un tiempo intermedio. Así lo razona san Ireneo de Lyón: “Porque no recibe la alianza de la circuncisión sino después de la justificación obtenida por la fe sin la circuncisión, a fin de que fueran prefigurados en él una y otra alianzas y que deviniera padre de todos aquellos que siguieran al Verbo de Dios y soportaran vivir como extraños en este mundo, es decir de todos los creyentes venidos de la circuncisión y de la incircuncisión -como Cristo es la piedra angular que sostiene todas las cosas y que une en la única fe de Abraham a todos aquellos que, viniendo de una u otra alianzas, son aptos para constituir el edificio de Dios-. Pero la fe sin la circuncisión, porque ella enlaza el final al comienzo, fueron al inicio y a lo último. Antes de la circuncisión, en efecto, estaba en Abraham y en todos los demás justos que agradaban a Dios, como lo hemos demostrado; en los últimos tiempos, reaparece en la humanidad gracias a la venida del Señor. En cuanto a la circuncisión y a la Ley de las obras, ellas ocupan el tiempo intermedio” [48].

 

Para Orígenes, “la circuncisión carnal era una figura de la circuncisión espiritual que era justo y conveniente que el ‘Dios de majestad’ diera en precepto a los hombres” [49]. A partir de Cristo, sin embargo, es un precepto caduco, por superado.

 

Además, ahora, los cristianos son el Pueblo de Dios. Ellos son el Pueblo que Dios prometió a Abraham, extendido por todas las naciones. Lo afirma san Pablo: “Así, Abraham creyó a Dios, y le fue contado como justicia. Por tanto, daos cuenta de que los que viven de la fe, ésos son hijos de Abraham. La Escritura, previendo que Dios justificaría a los gentiles por la fe, anunció de antemano a Abraham: En ti serán bendecidas todas las naciones. Así, pues, los que viven de la fe son bendecidos con el fiel Abraham” [50].

 

San Justino no deja lugar a dudas: “A nosotros, pues, se nos ha concedido escuchar y entender y ser salvados por medio de Cristo y conocer todo lo del Padre. Por eso les decía: ‘Gran cosa es para ti ser tú llamado hijo mío, levantar las tribus de Jacob y reunir las dispersiones de Israel. Te he puesto por luz de las naciones, para que seas su salvación hasta los confines de la tierra’” [51]. Y prosigue: “Es cierto que vosotros pensáis que esto se refiere a la geora y a los prosélitos; pero en realidad fue dicho para nosotros, los que hemos sido iluminados por Jesús” [52].

 

Los cristianos como Pueblo de Dios aparecen en Lactancio en diversas ocasiones. Algunas expresiones hunden sus raíces en escritores anteriores, como parece evidente. La diferencia estriba, naturalmente, en el momento en que escribe su obra, durante la persecución iniciada por Diocleciano y Galerio en 303. Afirma catgórico en el libro V de las Instituciones: “Efectivamente, cuando podía haber concedido a su pueblo riquezas y reinos, como antes lo hizo con los judíos, de los cuales somos sucesores...” [53]. Sucesores de los judíos de un lado. Y más adelante: “Hay otra causa por la cual consiente las persecuciones contra nosotros: que crezca el pueblo de Dios” [54]. Son el populus Dei, el Pueblo de Dios, sucesor de los judíos.

 

Eusebio de Cesarea desarrolla también este tema extensamente, haciendo a los cristianos sucesores directos de los hebreos [55]. Las promesas que Dios hizo a Abraham se cumplen en los cristianos: “Ahora bien, se puede establecer que esto se ha cumplido en nosotros, porque, efectivamente, Abraham fue justificado por su fe en el Verbo de Dios, el Cristo, que se le había aparecido, y después que hubo dicho adiós a las supersticiones de sus padres y al error de su vida anterior, y luego de confesar un solo Dios, que está sobre todas las cosas, y de honrarlo con obras de virtud, no con las obras de la ley de Moisés, que vino después. Y siendo tal, a él le fue dicho que todas las tribus de la tierra y todos los pueblos serían bendecidos en él. Pues bien, en los tiempos presentes, esta misma forma de religión de Abraham solamente aparece practicada, con obras más visibles que las palabras, entre los cristianos repartidos por todo el mundo habitado. Por lo tanto, ¿qué podría ya impedirnos reconocer una única e idéntica vida y forma de religión para nosotros, los que procedemos de Cristo, y para aquellos antiguos amigos de Dios?” [56].

 

Los cristianos empalman directamente con los hebreos. El lapso de la circuncisión, como indicara san Ireneo, es algo intermedio. En la nueva Economía de la Salvación la circuncisión carnal ha sido superada. Existe, desde Jesucristo e instituido por Él, un nuevo medio de incorporación al Pueblo de Dios. Ya no la circuncisión carnal, del prepucio, para solos varones. El bautismo será para todos indistintamente, varones y mujeres.

 

El Bautismo.

 

Ya lo había señalado agudamente san Justino: “Además, el hecho de que el sexo femenino no pueda recibir la circuncisión de la carne, prueba que fue dada esa circuncisión por señal y no como obra de justificación. Porque en cuanto a la justicia y virtud de toda especie, Dios quiso que las mujeres tuvieran la misma capacidad que los hombres” [57].

 

En la Economía de la gracia, que comienza con Jesucristo, se borran una serie de barreras que, en el Mundo Antiguo, parecían inamovibles. Por el bautismo nos hacemos hijos de Dios, no contando más otras cosas. Mayor título no puede existir en ninguno de los ámbitos que un varón o una mujer se desenvuelvan. Es un motivo de igualdad radical que, como con la igualdad creatural, es algo que nivela por la base. Y marca la razón de nuestro ser y existir, con independencia del estado, la profesión, el sexo, la posición social o económica.

 

De nuevo es san Pablo quien mejor lo expresa: “Pues todos sois hijos de Dios por medio de la fe en Cristo Jesús. Porque todos los que fuisteis bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo. Ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, ya que todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús. Si, pues, vosotros sois de Cristo, sois también descendientes de Abraham, herederos según la promesa” [58].

 

El linaje de Abraham es la Iglesia y ésta la componen todos los bautizados. “Mas su linaje es la Iglesia, que mediante (el Señor) Dios recibe la adopción de él (=Abraham)” [59]. Dios incorpora como hijos a la familia de Abraham a todos los que por la fe se hacen sus hijos, con independencia de su procedencia, judíos o gentiles, sin distinción de razas [60].

 

Uno se hace cristiano a través del bautismo. Y todo bautizado, ya no tiene necesidad de circuncidarse. Eso es algo que ha pasado. Es más, si un fiel cristiano se circuncida, está obligado a cumplir todos los preceptos de la Ley, quedando separado de Cristo y de la gracia [61].

 

Antes de recibir el bautismo, se pasa un período de enseñanza particular, el catecumenado. En él se aprenden un conjunto de prácticas ascéticas y litúrgicas, los fundamentos de la fe cristiana y de la vida moral. No se trata tanto de conocer, sino de “vivir”. El catecúmeno que no abandona las cosas que resultan incompatibles con la fe cristiana no podrá ser bautizado. Durante los tres primeros siglos, el catecumenado podía durar tranquilamente dos o tres años [62]. Las enseñanzas que recibían eran comunes a varones y mujeres. No había, por tanto, diferencia alguna en los contenidos para poder ser cristiano. Ni en las exigencias de formación, comunes a ambos.

 

El bautismo, además, limpia los pecados de todos. Con gran claridad lo explica Clemente de Alejandría: “Quedamos lavados de todos nuestros pecados y, de repente, ya no somos malos; es la gracia singular de la iluminación, por la que nuestra conducta ya no es la misma que la de antes del baño bautismal. Y como el conocimiento -que ilumina la inteligencia- surge al mismo tiempo que la iluminación, así, de súbito, sin haber aprendido nada, oímos llamarnos discípulos; la instrucción nos fue conferida anteriormente, pero no puede concretarse en qué momento. La catequesis conduce a la fe; y la fe, en el momento del santo bautismo, es ilustrada por el Espíritu Santo” [63].

 

Es bajo esta perspectiva como hay que leer a san Pablo cuando escribe a los gálatas unas palabras fundamentales: “Pues todos sois hijos de Dios por medio de la fe en Cristo Jesús. Porque todos los que fuisteis bautizados os habéis revestido de Cristo. Ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, ya que todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús. Si, pues, vosotros sois de Cristo, sois también descendencia de Abraham, herederos según la promesa” [64].

 

No se pretende una subversión política o social. Sí un cambio radical en las mentalidades. El hecho de ser todos iguales en lo fundamental, por identificarse a Cristo y vivir la vida de la gracia, es superior a todas las diferenciaciones de todo tipo que puedan existir. No se trata tanto de negarlas, cuanto de ponerlas en su sitio. Y, desde luego, de valorar muy mucho aquello que es lo fundamental para vivir correctamente esta vida y la venidera. Los cristianos, todos sin excepción, son descendencia de Abraham, herederos de la promesa. En esto no caben distingos de ningún tipo, tampoco los que se podían crear con motivo de la circuncisión.

 

Por ello, procedamos a continuación a enumerar algunos aspectos de la vida cristiana, fundamentales y comunes a varones y mujeres.

 

La vida cristiana.

 

Nos es imposible realizar un recorrido amplio de las principales facetas, razón por la cual vamos a ser selectivos. En primer lugar, señalaremos la filiación divina, el ser “hijos de Dios”. A continuación, daremos unas pinceladas sobre la antropología cristiana, y cómo Cristo, que modeló los cuerpos, debe también modelar las almas de los cristianos. Después, de la libertad y responsabilidad en el obrar. En cuarto lugar, del fin último común a todos, la santidad. A continuación de los medios que se han de poner, vida de piedad y sacramentos. Luego de las virtudes, comunes a ambos; para finalizar con el martirio, donde mujeres y varones se nos presentan por un igual.

 

a) La filiación divina.

 

Es un aspecto capital que, por otra parte, es puntualizado por Jesucristo. De hecho, cuando los discípulos le piden que les enseñe a orar les dice: “Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro que estás en los Cielos, santificado sea tu Nombre” [65]. La oración más universal de todas, en la que se trata a Dios como Padre. Oración que no es restrictiva, propia de unos, sino que es para todos.

 

San Juan evangelista hace referencia en diversas ocasiones a la filiación divina. Y de una forma que no deja lugar a dudas, en su primera carta: “Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos! Por eso el mundo no nos conoce, porque no lo conoció a Él. Queridísimos, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es” [66]. Se da una unión e identificación misteriosa entre Jesucristo y el cristiano.

 

El mismo san Juan profundiza en esto. Así, recoge la oración de Jesús en la última Cena: “Llega la hora en que todo el que os dé muerte pensará que hace un servicio a Dios. Y esto os lo hacen porque no han conocido a mi Padre ni a mí” [67]. Conocer a Jesucristo es conocer a Dios Padre. “Esta es la vida eterna: Que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero y a Jesucristo a quien Tú has enviado” [68]. Y es que el hombre no es capaz de ver a Dios cara a cara; es necesario que Él lo ilumine mediante una luz especial, lumen gloriae. Gracias a ello, podrá conocer a Dios, aunque con sus naturales limitaciones. Como desea el hijo conocer a su padre, y estar junto a él.

 

El cristiano es hijo de Dios y debe conocerle. El cristiano, por el hecho de ser bautizado; por tanto, sin distinción alguna entre el varón y la mujer. Ambos son hijos de Dios y deben conocerle. Lo harán a través de Jesucristo. Por ello, ya que Jesucristo modeló nuestros cuerpos, es lógico que modele también el alma del cristiano.

 

b) Cristo, que modeló nuestros cuerpos, debe modelar nuestras almas.

 

En el relato del génesis, Dios crea por la “palabra”. “Al principio creó Elohim los cielos y la tierra mediante su Palabra” [69]. Esto fue motivo de reflexión en numerosas ocasiones. Así, en uno de los salmos se dice: “Por la palabra de Dios han sido hechos los cielos, por el soplo de su boca toda su amada” [70]. Se le otorga a la “palabra” una eficacia creadora; eficacia que, en atención a otros pasajes, identifica al “decir” con el “hacer”, lo que nos explicaría mejor el relato de la creación del génesis [71]. San Juan evangelista, buen conocedor de la Escritura, desarrolla este tema en su prólogo: “Todo fue hecho por él y sin él no se hizo nada”, no dejando lugar a dudas de que todo ha sido hecho por el Verbo (Jesucristo, segunda Persona de la Trinidad), la creación, el hombre. Razón por la cual, el Logos también realiza la Redención del hombre [72].

 

Todo fue creado por Dios (por el Verbo), y todo fue creado bueno. Al final de cada día de la creación, se comenta que todo es bueno. Mas hete aquí que al final del relato del sexto día, el de la creación del hombre, como varón y mujer, Dios ve que lo creado es “muy bueno”: “Creó, pues, Elohim al hombre a imagen suya, a imagen de Elohim creóle, macho y hembra los creó”, y un poco más adelante, “vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho” [73]. ¿Por qué? ¿Cuál es la diferencia con todo lo demás creado? “Entonces dijo Elohim: ‘Hagamos al hombre a imagen nuestra, a nuestra semejanza, para que dominen en los peces del mar, y en las aves del cielo...’” [74]. Ninguna criatura ha sido creada a imagen y semejanza de Dios, ni tan siquiera los ángeles. Además, el segundo relato de la creación del hombre, arroja una luz más enriquecedora si cabe a este respecto. Dios se digna crear al hombre de una manera personal.

 

San Teófilo de Antioquía señala que, a diferencia de todo el universo que lo creó por la palabra, “sólo la creación del hombre la tuvo por obra eterna digna de sus manos. Además, se presenta Dios como si necesitara ayuda al decir: Hagamos al hombre a imagen y semejanza; pero a nadie dice esa palabra “hagamos”, sino a su propio Verbo y a su Sabiduría” [75]. Este recrearse de Dios en la humana plasises fundamental, un elemento decisivo de la dignidad del hombre. San Ireneo conjuga sabiamente ambos relatos: “Al hombre empero lo plasmó Dios con sus propias manos, tomando el polvo más puro y más fino de la tierra y mezclándolo en medida justa con su virtud. Dio a aquel plasma su propia fisonomía, de modo que el hombre fue puesto en la tierra plasmado a imagen de Dios. Y a fin de que pudiera vivir, sopló Dios sobre su rostro un hálito vital, de manera que tanto en el soplo como en la carne plasmada el hombre fuera semejante a Dios” [76].

 

Dios, que nos ha creado, continúa su labor creadora con cada uno de nosotros. En el cuerpo y en el alma. Para Metodio de Olimpo, escritor del siglo III, es obvio que “Dios sigue todavía hasta el día de hoy formando a los hombres”, y lo hace no de cualquier manera sino “configurando los seres humanos, teniendo como ejemplar a Cristo” [77]. El hombre coopera con Dios en la labor creadora: “Mas por el momento tiene que continuar el hombre concurriendo con el Creador a formar la imagen de Dios” [78].

 

La Iglesia, por el bautismo, engendra nuevos hijos como una madre, aumentando su número día a día. Ese es uno de los significados que da Metodio del “creced y multiplicaos” del génesis. Y a estos nuevos cristianos, los forma “a semejanza de Cristo”, procurando con ello que alcancen la perfección [79]. Esto significa que “los bautizados trasladan con toda su pureza a sus almas los rasgos y lineamentos de Cristo y alcanzan un ánimo varonil, imprimiéndose en ellos, por la fe y conocimiento sobrenatural, la forma misma del Verbo, de tal manera que en cada uno de ellos, varones o hembras, por la fe y conocimiento sobrenatural nace espiritualmente Cristo” [80]. En los bautizados, varones o hembras, por la fe y conocimiento sobrenatural, que están al alcance de todos, sin distinción alguna. No sólo el cuerpo ha sido plasmado a imagen del Verbo; también el alma ha de adquirir “los rasgos y lineamentos de Cristo”, identificándose plenamente con Él por medio de las virtudes.

 

Lo “varón” se identifica con lo perfecto; y perfectos han de ser todos los cristianos. Así, la mártir Perpetua [81]. No es la misma la visión que tienen los escritores paganos. En el caso de Porfirio, por ejemplo, la perfección es algo reservado únicamente a los sabios [82]. Es cierto que menciona con frecuencia la asimilación a Dios, pero se trata de una unión mística [83]. No implica un cambio de vida. Solo en una ocación se habla por parte de Porfirio de imitar a Dios, expresión sin antecedentes en el ámbito pagano, aunque sí lo haya hecho con timidez entre escritores judíos [84]. Ni que decir tiene que entre los cristianos no se trata de conocer, sino de “vivir”, ni solo de unión mística con Dios, sino de imitación. Y es algo que no se reserva a unos pocos, los sabios, los instruidos o los elegidos, sino que es algo común a todos los bautizados. Esto, indudablemente, chocaba con la mentalidad de la época.

 

c) Libertad y voluntariedad.

 

El hombre fue creado libre por Dios; la libertad es algo fundamental del ser humano. San Ireneo lo expone con exactitud en un largo pasaje del que vamos a citar el principio y el final: “‘Cuántas veces quise recoger a tus hijos, y tú no quisiste’ (Mt. 23,27). Con estas palabras el Señor declara el antiguo principio de la libertad del hombre. Dios lo hizo libre desde un principio, y así como le dio la vida le dio también el dominio sobre sus actos, para que, voluntariamente, se adhiriera a la voluntad de Dios, y no por coacción del mismo Dios. Porque Dios no hace violencia, aunque su voluntad es siempre buena para el hombre, y tiene, por tanto, un designio bueno para cada uno. Sin embargo, dejó al hombre la libertad de elección, lo mismo que a los ángeles, que son también seres racionales”. Y un  poco más adelante, prosigue el obispo de Lyón: “Pero, teniendo el hombre, desde su origen, capacidad de libre decisión, el hombre es siempre exhortado a adherirse al bien que se obtiene sometiéndose a Dios. Y no sólo en sus acciones, sino también en lo que se refiere a la fe, quiso Dios preservar la libertad del hombre y la autonomía de su decisión, pues dice: ‘Hágase según tu fe’ (Mt. 9,29), mostrando que la fe es algo propio del hombre, ya que tiene poder de decisión propia. Y dice en otra ocasión: ‘Todo es posible al que cree’ (Mc. 9,23); y en otra: ‘Vete, y cúmplase según creíste’ (Mt. 8,13). Semejantes expresiones muestran que la fe está en la libre decisión del hombre. Por esto, ‘el que cree en él, tiene vida eterna’ (Jn. 3,36)” [85].

 

El hombre fue creado libre. El hombre, varón y mujer, fue creado libre. Y por lo tanto, responsable de sus actos. Tenemos constancia del desenvolvimiento concreto de numerosos cristianos durante los tres primeros siglos. Dentro de las limitaciones naturales de la época, se observa una conducta de respeto a las decisiones personales. Así, en la elección del estado de vida, uno de los caballos de batalla entre paganos y cristianos, ya que, por mucho que se reconozca la autoridad del padre de familia sobre sus hijos, nadie puede impedir a una hija el que libremente escoja formar parte del “orden de las vírgenes”, permaneciendo célibe el resto de sus días. Se consagraban a Dios a la misma edad en que las jóvenes podían acceder al matrimonio. De ahí que se hable de ellas con propiedad de “vírgenes desposadas con Cristo” [86].

 

En el Symposion de Metodio de Olimpo, Tecla, en su discurso, afirma que todas ellas -vírgenes consagradas- gozan de “una razón libre e independiente”, y son capaces de escoger “lo que más nos agrada” [87].

 

Encontramos doncellas, vírgenes consagradas o mujeres casadas viajando de un lado para otro, comprando, escribiendo, realizando múltiples actividades sin una dependencia clara y estrecha del padre o esposo, cuando es el caso. Así, resulta curioso leer una serie de cartas de finales del siglo III donde aparecen mujeres, presumiblemente cristianas, reflejando su vida cotidiana, con una frescura que se corresponde muy poco con la que se nos indica a través de los códigos o, incluso, de algunos escritores cristianos de la época [88]. En el caso de las viudas, se aprecia, lógicamente, una gran libertad de movimientos [89].

 

La voluntariedad en el obrar queda en todo momento patente. Por fijarnos en un aspecto, en el Concilio de Elvira de comienzos del siglo IV, la voluntariedad es un elemento principal, que se tiene en cuenta en todas las ocasiones. No se distingue, en ningún momento, al varón de la mujer. Sí a los agravantes que puede haber en la condición de la persona. No es lo mismo que un soltero fornique a que lo haga un casado: eso es un adulterio que incluye una falta grave de justicia para con el otro cónyuge. Sin embargo, y a diferencia de algunas de las leyes o costumbres de la época, se considera igualmente culpables al varón y a la mujer de adulterio. Lactancio denunció esto de forma muy precisa [90].

 

d) La santidad de vida.

 

Como hemos visto en un pasaje ya citado de san Metodio, los cristianos han de procurar identificarse con Cristo. Eso es, indudablemente, la santidad. Para buscarla hace falta acudir al único maestro, Jesucristo, y dejarse formar. Así lo decía san Ignacio de Antioquía en los albores del siglo II: “para que vengamos a ser discípulos de Jesucristo, el único maestro nuestro” [91]. Los cristianos han de seguir y de imitar a Cristo, como se indicaba ya en la Prima Petri [92]. Sólo así serán perfectos, como Él dijo: “Seréis, pues, perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” [93].

 

San Ireneo lo expone diáfanamente en el prefacio del libro quinto de su obra Contra los herejes: “y seguirás como a único y firme maestro al Logos de Dios, nuestro Señor Jesucristo; el cual, por su amor sin medida, se hizo lo que nosotros para hacernos perfectos con la perfección de Él” [94].

 

Es lo que Clemente de Alejandría desarrolla al escribir El Pedagogo. Dios es el pedagogo de los cristianos, que les enseña y forma de manera progresiva, como a niños pequeños. A un niño no se le explican las cosas tal y como son, pues no las entendería. Es absurdo enseñar a un niño de cuatro años la razón por la cual se ha caído la cuchara de la mesa, hablándole de la teoría de la gravedad y de Newton. Pues lo mismo ha hecho Dios con los hombres a lo largo de la historia [95].

 

Esta pedagogía la empleó Dios con los hebreos primero, los judíos más adelante y los cristianos ahora. Es la pedagogía que se advierte a lo largo de los dos Testamentos, subrayada por los escritores cristianos, como san Ireneo de Lyón o san Metodio. Poco a poco se va subiendo el nivel de exigencia que, en muchos casos, no es más que volver a lo establecido en el principio, como con el matrimonio [96].

 

El Cristianismo se dirige a todos los hombres de todos los tiempos. No es exclusivista. Así lo comenta Orígenes quien, además, apunta la mayor eficacia que tiene para transformar las almas [97]. De hecho las homilías que se nos han conservado del alegorista alejandrino tienen un hilo conductor muy claro: conocer, sí, pero sobre todo vivir. Mejorar día a día, con el comentario de una virtud, de un comportamiento humano, de considerar la bondad de Dios.

 

Los cristianos han de luchar por conseguir la santidad, de forma personal, es claro. Pero forman parte de la Iglesia, el pueblo de Dios, que también es santo. San Justino lo afirmaba categóricamente: “Mas nosotros no sólo somos pueblo, sino pueblo santo, como ya he demostrado: ‘Y le llamarán pueblo santo redimido por el señor’”, citando a Isaías [98].

 

e) Vida de piedad y buenas obras.

 

La vida de piedad es recomendada vivamente a todos los cristianos. De ellos se exigen una serie de prácticas piadosas, así como un conocimiento mínimo de su fe, y un comportamiento adecuado con sus semejantes. Para poder desarrollar esta vida de piedad, luchando por alcanzar la santidad, deben frecuentar los sacramentos. De hecho, la misa de los domingos es contemplada por el Concilio de Elvira en uno de sus cánones [99]. Se aprovechaba esta ocasión para predicar a los fieles e instruirlos. Pues bien, la única diferenciación que se hace en el canon 21, es entre los habitantes del campo y los de la ciudad. Las demás no son tenidas en cuenta.

 

Lo mismo sucede con las innumerables recomendaciones sobre la necesidad de hacer oración, en diversos momentos del día [100], del examen de conciencia [101], de la corrección fraterna [102], de la conveniencia de instruirse en la fe [103]. En ningún momento se hace una discriminación en razón del sexo. Esto que nos parece evidente y normal, no lo era por aquel entonces, al menos por lo que conocemos de las civilizaciones de la cuenca mediterránea y del próximo Oriente.

 

Un ejemplo que puede resultar paradigmático: el énfasis que se pone, al referirse a las vírgenes cristianas, en el estudio que deben hacer de las Sagradas Escrituras. Les sirven para hacer oración, pero han de meditarlas día y noche, como aparece en el Symposion de Metodio [104]. Se nota una gran diferencia con lo que era frecuente entre los paganos. Así, Séneca escribe a su madre Helvia lo siguiente: “Cuanto te permitió el rigor a la antigua de mi padre, si no penetraste a fondo todas las bellas artes, por lo menos las conociste. ¡Ojalá mi padre, el mejor de los maridos, hubiera estado menos pegado a las antiguas usanzas, y hubiera querido que recibieras no sólo un baño de cultura, sino que te hubieras empapado en los preceptos de la sabiduría!” [105]. Como en la religión romana, basada en actos y rituales que se han de cumplir escrupulosamente, o en las religiones de misterios, donde uno “conoce” la auténtica sabiduría (gnósis), se trata siempre de “conocer”, más que de “vivir”.

 

También nos han llegado testimonios de mujeres cristianas que poseían las Escrituras en sus casas [106]. También nos constan referencias durante la persecución de Diocleciano, de un grupo de cristianos de la villa de Gaza, capturados mientras leían las Sagradas Escrituras. En ese grupo encontraremos una virgen consagrada, que posteriormente morirá mártir en Cesarea de Palestina [107]. Esta importancia se debe no tanto al conocimiento o la erudición, cuanto a la eficacia de las Escrituras y a que han de poner en práctica todo aquello que se les dice, de manera particular en el Nuevo Testamento [108].

 

f) Igualdad en las virtudes.

 

Todos los cristianos han de vivir las virtudes [109]. Metodio nos detalla cuáles son éstas: la prudencia, la castidad, la fe, la caridad, la paciencia, y todas las demás obras buenas [110]. Las virtudes, evidentemente, no son algo innato, sino algo que se enseña, desarrolla y aprende [111]. De ahí que haya posibilidades de mejora.

 

No tiene por qué haber una diferencia en la búsqueda de las virtudes. Todos los cristianos están obligados a ello. Lo que sucede es que la manera concreta de vivirlas puede variar en ocasiones. Pero en la capacidad y obligación, no se plantea ningún problema.

 

Clemente alejandrino lo expone con claridad: “Por la característica por la que (la mujer) es un ser idéntico (al varón), es decir, por el alma, aquella ha de vivir la misma virtud, mientras que lo que la distingue (del varón), o sea, las peculiaridades físicas, la hace capaz de gestar y cuidar de la casa” [112]. La virtud ha de ser la misma; las funciones a desarrollar, distintas. Quizá en esto último pueda haber en la actualidad alguna matización o discrepamcia. Dudo que exista en lo referente a la virtud que, en definitiva, es algo básico y permanente, válido para todos los hombres de todos los tiempos.

 

Transcribiremos a continuación un pasaje de Tertuliano muy expresivo de su pensar y sentir. Contrasta vivamente con otras frases suyas, lógicas dada su preocupación por los matrimonios mixtos en los que peligra la fe de la mujer. “¡Qué grupo más hermoso es una pareja de fieles, que tienen una misma esperanza, una misma meta de deseos, un mismo modo de vivir y un mismo modo de servicio! Los dos son hermanos, consiervos, sin que exista diferencia ni en el espíritu ni en el cuerpo, sino que ambos están unidos en una sola carne. Donde la carne está unida, el espíritu también lo está. Rezan juntos, se arrodillan juntos, ayunan juntos, se instruyen el uno al otro. En la Iglesia están igualmente unidos. Participan juntos en la comida del Señor, comparten las pruebas, las persecuciones y los consuelos” [113].

 

Contrasta vivamente con lo que Juvenal pone en labios de una mujer que habla a su esposo: “Entonces convinimos que tú harías lo que quisieras y yo todo lo que se me antojara. Puedes gritar y remover cielo y tierra, ¡soy humana!” [114]. En este tipo de matrimonios, la virtud no era muy frecuente, en ninguno de ambos cónyuges. Lo que Marcial escribe con ironía: “Su mujer le llama corruptor de criadas, cuando ella va detrás de los mozos de litera” [115]. De ahí que, si alguna vez se convirtiera uno de estos cónyuges al cristianismo, de ser la mujer, lo pasara bastante mal. Ya lo afirma con sorna Tertuliano en el Apologético, con un abanico de posibilidades que se daban en la sociedad, una de las cuales era la esposa impúdica que, convertida, se vuelve en casta; su marido, enfadadísimo por ello, la denuncia por cristiana [116].

 

g) Igualdad en el martirio.

 

Por último, vamos a concluir con la igualdad martirial, resaltada desde un punto de vista teórico y, sobre todo, práctico, con numerosos mártires de ambos sexos. Así, Clemente de Alejandría indica que “en efecto, es bello para el varón morir por la virtud, la libertad, la salvación, e igualmente para la mujer, puesto que ello no es prerrogativa de la naturaleza masculina, sino de la condición de los buenos” [117].

 

De hecho, no hay más que coger algunas actas de martirio para comprobarlo. Así las de Felicidad y Perpetua. O bien leer Los Mártires de Palestina de Eusebio de Cesarea, donde van desfilando a modo de ejemplo numerosos mártires con sus nombres: Alfeo, Zaqueo, Romano, Timoteo, Agapio, Tecla, Ulpiano, Edesio, Domnino, Pánfilo, Ennata, Valentina...

 

El martirio, que tiene un innegable valor, de manera particular en estos siglos, como supremo testimonio de fe, es algo que no admite diferencias. Ni siquiera por la pretendida “debilidad” de las mujeres -tan extendida en el mundo grecorromano y que algunos escritores cristianos compartirán-, se les exime o disculpa. Es más, se señala por parte de algunos como Lactancio, como un argumento irrebatible en favor del Cristianismo. Muy posiblemente sería la visión de los mártires cristianos lo que influiría en su conversión. Lactancio señala que se es voluntariamente cristiano y se muere -en caso de persecución- voluntariamente, y por ser arrastrado de forma injusta a sacrificar. Todos soportan con entereza las torturas, no sólo los varones, sino también las mujeres y los niños [118].

 

El único elemento importante que sí hay que diferenciar es si ha habido martirio o no. Como escribe san Cipriano: “No puede ser mártir quien no está dentro de la Iglesia; no podrá llegar al reino quien abandona a la que ha de reinar. Cristo nos dio la paz, nos mandó que estuviéramos unidos en concordia de sentimientos, nos encargó que mantuviéramos sin corromper e inquebrantables los vínculos del amor y caridad. No puede presentarse como mártir quien no supo amar a sus hermanos” [119].

 

Conclusión.

 

Supuso una gran innovación el mensaje cristiano en todos los órdenes. El resumen de la Ley hecho por Jesucristo de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo es rotundo y categórico [120]. A Dios sobre todas las cosas: antes que al Estado, la profesión, los bienes, la familiar. Pero no incompatible con ellos. En eso se resumen la Ley y los profetas.

 

¿Y qué prójimo más cercano que la madre, la hermana, la tía, la abuela, la esposa, la hija o la nieta? Si Jesucristo dijo que donde “estén dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos”, quiere decir, de alguna manera, que el matrimonio, el hogar cristiano, es un lugar privilegiado. Ahí está Dios [121].

 

En una perspectiva transcendente, se enfatiza más aquello que nos conduce a nuestro fin último. Así sucede con los elementos que hemos tratado en este artículo. En una perspectiva más prosaica, se enfatiza el día a día, en las funciones de cada uno, como si fuera eso lo único importante. Y lo es, ciertamente, mas no de forma absoluta. Hay que procurar conjugar ambas, de tal manera que el desarrollo de la vida cotidiana, sea concorde con el fin último del hombre, en cuanto varón y mujer, en el momento y lugar en que se desenvuelva.

 

Durante los tres primeros siglos, los cristianos vivieron con bastnate naturalidad su fe, procurando adecuar a ella sus hábitos y costumbres. Pero ellos y sus sucesores valoraron más el aspecto trascendente, definitivo y escatológico de la vida. Razón por la cual, algunos aspectos que no estaban en consonancia con el mensaje evangélico, perduraron más.

 

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Martín Ibarra Benlloch.

 

 

 

 



[1]Aul. Gell., 10,23.

[2]Teoph., Autol. II,10. Edición de D. Ruiz Bueno, Padres Apologistas griegos (s. II), Madrid 1979.

[3]Teoph., Autol. II,18.

[4]gen. 1,26. Sigo la Biblia de Jerusalén, Bilbao 1978, 2ª edic. Para el Nuevo Testamento, AA.VV., Sagrada Boiblia. Nuevo Testamento, 12 vols., Pamplona 1980-1989; J.M. Bover, J. O’Callaghan, Nuevo Testamento Trilingüe, Madrid 1977.

[5]sap. IX,1-4.

[6]ps. VIII,2-9.

[7]apoc. Baruc14,18. Otros testimonios en P. Bogaert, L’apocalypse syriaque de Baruch, París 1969, p. 41 ss.

[8]Así, en la Enseñanza para Merikare, apud J.P. Mahé, Hermès en Haute-Egypte, t. II, Québec 1982, p. 292 s., 384 y 413.

[9]Cic., nat. deor. II,158; orac. sib. frg. 3,12; S.V.F. II,1131 = Cic., nat. deor. II,133.134: el mundo fue hecho por causa de los racionales (dioses y hombres). Edición de O.M. Plasberg, M. Tullius Cicero. De natura deorum, Teubneri 1917.

[10]Tert., pat. V,5: Igitur natales inpatientiae in ipso diabolo deprehendo, iam tunc dominum Deum uniuersa opera [sua]quae fecisset imagini suae, id est homini, subiecisse inpatienter tulit. Este mismo tema aparece en Marc. 1,13,2; II,4,3; 4,5; spect. 2,4, etc. La edición es la de J.C. Fredouille, Tertullien. De la patience, París 1964; M. Turcan, Tertullien. Les spectacles, París 1980; R. Braun, Tertullien. Contre Marcion. Tome I (Livre I), París 1990; Tome II (Livre II), París 1991. Para mayor detalle, M. Spanneut, Le stoïcisme des pères de L’Eglise, París 1969, 2ª edic., pp. 382-3.

[11]Lact., inst. VII,3,4. La traducción española es de E. Sánchez Salor, Lactancio. Instituciones Divinas. Libros I-III, Madrid 1990; Libros IV-VII, Madrid 1990b.

[12]Lact., ira XIII,1.9.13. La edición es de Ch. Ingremeau, Lactance. La colère de Dieu, París 1982.

[13]Cic., leg. 1,24. Edición de C.Fr.A. Nobbe, Cicero. Opera, Leipzig 1827.

[14]Lact., ira VII,5.6. Sobre el status rectus, alusiones importantes en inst. II,1,18 y III,10,11 s. (que toma de Cic., nat. deor. II,11,10 y leg. 1,26; aparece también en Séneca, epist. 92,30 y en escritores cristianos como Minucio Félix, Octauius 17,2; Cypr., Demetr. 16, etc.). De Minucio Félix sigo la edición de J. Beaujeu, Minucius Felix. Octavius, París 1974. Un estudio completo en M. Perrín, L’ouvrage du Dieu Créateur, París 1974.

[15]Cfr. M. Ibarra Benlloch, Mulier Fortis. La mujer en las fuentes cristianas (280-313), Zaragoza 1990, pp. 102-114.

[16]Clem. Al., paed. 1,63,1. Edición de H.I. Marrou y M. Harl, Clémentd’Alexandrie. Le Pédagogue. Livre I, París 1960; Cl. Mondesert y H.I. Marrou, Clément d’Alexandrie. Le Pédagogue. Livre II, París 1965. En español, J. Sariol y A. Castiñeira, Clemente de Alejandría. El Pedagogo, Madrid 1988.

[17]Clem. Al., paed. 1,88,2.

[18]Clem. Al., paed. 1,62,3-4 citando sap. II,24.

[19]Clem. Al., protr. 8,4; 116,1; paed. 1,8,2; 62,1. Edición de Cl. Mondesert, A. Plassart, Clément d’Alexandrie. Le Protreptique, París 1976, 3ª edic.

[20]Clem. Al., protr. 111,1; 115,4-116,1.

[21]rom. III,27-31.

[22]rom. IV,1-4 y IV,11-12.

[23]gal. III,6.

[24]Iren., adu. haer. IV,21,1. La edición es la de A. Rousseau, Irénée de Lyon. Contre les Hérésies. Livre IV, Tomo I, París 1965; tomo II, París 1965b. Las otras ediciones citadas son las de A. Rousseau, L. Doutreleau, Irénée de Lyon. Contre les Hérésies. Livre III. Tomo I, París 1974; A. Rousseau, L. Doutreleau, Ch. Mercier, Irénée de Lyon. Contre les Hérésies. Livre V, Tomo I, París 1969; tomo II, París 1969b; A. Orbe, Teología de San Ireneo. I. Comentario al libro V del “Adversus haereses, Madrid-Toledo 1985; tomo III, 1988.

[25]gen. XV,6. Cfr. Cypr., ep. 63,4. La edición es la de J. Campos, Obras de San Cipriano, Madrid 1964.

[26]rom. IV,13. Cfr. Iren., epid. 24; adu. haer. IV,7,2. Las ediciones consultadas son las de L.M. Froidevaux, Irénée de Lyon. Démostration de la prédication apostolique, Paría 1959; E. Romero, Ireneo de Lión. Demostración de la Predicación Apostólica, Madrid 1992.

[27]1 Tim. 1,9; Iren., adu. haer. IV,16,3.

[28]Iren., epid. 35. Cfr. rom. III,21; adu. haer. IV,7,2; IV,34,2; V,32,2.

[29]ps. CIX,4.

[30]Os. 1,9-10.

[31]Iust., dial. 19,3-5. Edición de D. Ruiz Bueno, Padres Apologistas griegos (s. II), Madrid 1979.

[32]gen. XII,1-4.

[33]gen. XVII,4-8.

[34]Cfr. N. Schneider, “Patriarchennamen in Zeitggebössischen Keilschrifturkunde”, en Biblica (1952) 516-522.

[35]gen. XVII,9-11.

[36]Jr. IX,25-26.

[37] Herod., hist. II,36,3. F. Rodriguez Adrados, C. Schrader, Heródoto. Historia. Libros I-II, Madrid 1992, 2ª  reimpresión.

[38]Baern. IX,6. Cfr. Iust., 1 apol. 53,11; dial. 28,3; Hier., In Hieremia 11,84; Epiph., Panarion 30,33. Ediciones de J.J. Ayán Calvo, Didaché. Doctrina Apostolorum. Epístola del Pseudo Bernabé, Madrid 1992; J.P. Migne, P.L. 22-30 y P.G. 41-42.

[39]gen. XVII, 12-4.

[40]gen. XVII,12; lev. XII,3. Cfr. P. van Imschott, Teología del Antiguo Testamento, Madrid 1969, pp. 526-532; E. Junes, “Etude sur la circoncision rituelle en Israël”, en Révue d’histoire de la médecine hebraïque 16-18 (1953) 37-56, 91-103, 159-168 y 22-24 (1954) 145-147, 229-236, 247-258; R. de Vaux, Instituciones del Antiguo Testamento, Barcelona 1964, pp. 78-82.

[41]gen. XXI,4; ex. IV,25.

[42]Dt. X.16. Cfr. Iust., dial. 16,1; Iren., adu. haer. IV,16,1; Tert., adu. Marc. V,4,10; V,13,7; Clem. Al., strom. VI,30,5.

[43]Baern. IX.5, citando Jr. IX,25. Cfr. Iust., 1 apol. 53,11; dial. 28,3.

[44]La cita es de Jr. IV,3 s., no de Isaías.

[45]deut. XXX,6.

[46]Ios. V,2.

[47]Lact., inst. IV,17,8-10.

[48]Iren., adu. haer. IV,25,1.

[49]Orig., hom. in gen. III,4. Edición de L. Doutreleau, Homélies sur la Genèse, París 1976.

[50]gal. III,6-9.

[51]Iust., 121,4. La cita es de is. IL,6.

[52]Iust., dial. 122,1.

[53]Lact., inst. V,22,14.

[54]Lact., inst. V,22,18.

[55]Eus., praep. .ev. 1,6,6. Edición de J. Sirinelli, Eusèbe de Césarée. La préparation évangélique. Livre I, París 1974.

[56]Eus., hist. ecles. 1,4,13-15. Edición de G. Bardy, Euèbe de Césarée. Histoire Ecclésiastique. I-IV, París 1952; Livres VIII-X et les Martyrs en Palestine, París 1984; A. Velasco, Eusebio de Cesarea. Historia Eclesiástica. I-V, Madrid 1973; Libros VI-X, Madrid 1973b.

[57]Iust., dial. 23,5.

[58]gal. III,26.

[59]Iren., adu. haer. V,32,2,45-6.

[60]Cfr. A. Orbe, Introducción a la teología de los siglos II y III, Salamanca 1988, p. 377 ss.

[61]gal. V,1-4.

[62]Hyp., trad. ap. 17: “Cathechumeni per tres annos audiant verbum”. Para el Concilio de Elvira, de comienzos del siglo IV, el catecumenado durará dos años, c. 42. Edición de B. Botte, Hyppolyte de Rome. La tradition Apostolique, París 1984, 2ª edic. Para el Concilio de Elvira, G. Martinez Diez, P. Rodriguez, La Colección Canónica Hispana. IV. Concilios galos. Concilios hispanos: primera parte, Madrid 1984; J. Vives, T. Marín, G. Martinez, Concilios visigóticos e hispano-romanos, Barcelona 1963.

[63]Clem. Al., paed. 1,30,1-2.

[64]gal. III,26.

[65]Mt. VI,9.

[66]1 Ioh. III,1-2.

[67]Ioh. XVI,2-3.

[68]Ioh. XVII,3.

[69]gen. 1,3. Sobre este aspecto, cfr. D. Muñoz León, Dios palabra, Monadul (Granada) 1974; A. Diez Macho, El Targum. Introducción a las traducciones aramaicas de la Biblia, Madrid 1972.

[70]ps. XXXIII,6.

[71]Cfr. Is. LV,10-12.

[72]Ioh. 1,3. Cfr. J.M. Casciaro, J.M. Monforte, Dios, el mundo y el hombre, Pamplona 1993, pp. 236-257; A. García-Moreno, “Aspectos teológicos del Prólogo de San Juan”, en Scripta Theologica 21 (1989) 411-438.

[73]gen. 1,27 y 1,31. Cfr. G. Aranda, “Corporeidad y sexualidad en los relatos de la creación”, en AA.VV., Masculinidad y Feminidad en el Mundo de la Biblia, Pamplona 1989, pp. 19-50.

[74]gen. 1,26.

[75]Teoph., Autol. II,18.

[76]Iren., epid. 11.

[77]Met., sym. II,2,23 y II,6,45. La idea de la plasmación del hombre por Dios, de cada hombre, se encuentra ya en los apologistas: cfr. Iust., dial. 29,3.

[78]Met., sym. II,1,30. Edición de H. Musurillo, V.H. Debidour, Méthode d’Olympe. Le Banquet, París 1969; F. de B. Vizmanos, Las vírgenes cristianas de la Iglesia primitiva, Madrid 1949.

[79]Met., sym. III,8,71.

[80]Met., sym. VIII,8,190-1.

[81]mart. Perp. et Fel. X,7,4. Edición de D. Ruiz Bueno, Actas de los Mártires, Madrid 1951; H. Musurillo, The Acts of the Christian Martyrs, Oxford 1982.

[82]Porph., ad Marc. 11. Edición de E. des Places, Porphyre. Vie de Pythagore. Lettre a Marcella, París 1982.

[83]Asimilación a Dios en Porph., abst. II,34,3; II,43,3; II,54,4; III,27,1... Edición de J. Bouffartigue, N. Patillon, Porphyre. De l’abstinence. Livre I, París 1977; J. Bouffartigue, Porphyre. De l’abstinence. Livres II et III, París 1979; M. Periago, Porfirio. Sobre la abstinencia, Madrid 1984.

[84]Porph., abst. II,3,1. Philo, de uirt. 168; de spec. leg. 4,73. Sobre Filón, S. Daniel, Philo Alexandrinus. De specialibus legibus. Livres I-II, París 1975; A. Moses, Philo Alexandrinus. De specialibus legibus. Livres III-IV, París 1970; R. Arnaldez, A.M. Verilhac, M.R. Servel, P. Delobre, Philo Alexandrinus. De virtutibus, París 1962.

[85]Iren., adu. haer. IV,31,1.

[86]Cypr., ep. 24,3.

[87]Met., sym. VIII,13,208.

[88]Cfr. P.Oxy. 1773; P.Berl. 12; P.Mich. 221,8. Edición de M. Naldini, Il Cristianesimo in Egitto. Lettere private nei papiri dei secoli II-IV, Florencia 1968.

[89]Cfr. Tert., uxor. 1,4,3. Edición de Ch. Munier, Tertullien. A son épouse, París 1980.

[90]Lact., inst. VI,23,24.

[91]Ign., magn. 9,1. Edición de J.J. Ayán Calvo, Ignacio de Antioquía. Cartas. Policarpo de Esmirna. Carta. Carta de la Iglesia de Esmirna a la Iglesia de Filomelio, Madrid 1991.

[92]1 Pe. II,21.

[93]Mt. V,48.

[94]Iren., adu. haer. V.praef.35-39. Cfr. III,18,6,153.

[95]Clem. Al., paed. 1,1,1; 1,4,1, etc.

[96]Cfr. Mt. XIX,3-8.

[97]Orig., c.Cels. VI,1-2. La edición es de M. Borret, Origène. Contra Celsum, París 1976; D. Ruiz Bueno, Orígenes. Contra Celso, Madrid 1967.

[98]Iust., dial. 119,3; Is. LXII,12.

[99]cº elu. c. 21: Si quis in ciuitate positus tres Dominicas ad ecclesiam non accesserit, pauco tempore abstineantur, ut corruptus esse uidentur.

[100]Hyp., trad. ap. 41; Orig., de oratione VIII,2-IX,2; Met., sym. V,8,131; X,1,257.

[101]Tert., paen. VIII-IX. Edición de Ch. Munier, Tertullien. La pénitence, París 1984.

[102]Min. Felix, Octauius II,3-IV.

[103]Met., sym. IV,3,100.

[104]Met., sym. V,4,119.

[105]Sen., cons. ad Helu. 17,3-4.

[106]Así, la matrona Juliana, que entregó a Orígenes los comentarios de la Sagrada Escritura hechos por Símaco, Eus., hist. eccl. VI,17. Cfr. M. Guerra, El laicado masculino y femenino, Pamplona 1987, p. 168.

[107]Eus., m.pal. VIII,5.

[108]Met., sym. IX,4,249; cfr. Clem. Al., paed. II,1,1; Lact., inst. III,26,3-11.

[109]Met., sym. 1,1,14; Lact., inst. VI,23,39.

[110]Met., sym. VII,8,167-8.

[111]Met., sym. VIII,16,226; Lact., inst. VI,23,28.

[112]Clem. Al., strom. IV,8,60,1.

[113]Tert., ad uxor. II,8,7-8.

[114]Iuven., VI,282-284.

[115]Mart., VIII,71,6.

[116]Tert., apol. III,4; es alusión a Iust., II apol. 2.

[117]Clem. Al., strom. IV,8,67,4.

[118]Lact., inst. V,13,12; aunque algunos apostatan. Martirio o apostasía no conocen de sexo.

[119]Cypr., de cath. Eccl. unit. 14.

[120] Mt. XXII,37-40.

[121] Mt. XVIII,20.

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Revista Arbil nº 75

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