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La Doctrina Social Católica necesita ponerse al día

por José Pérez Adán

El quicio sobre el que pivota la necesidad de un paso al frente en la concepción y en los postulados de la doctrina social católica es ni más ni menos que el entendimiento de muchos estados modernos como estructuras de pecado. El problema crudamente planteado es el siguiente: ¿hasta qué punto puede la Iglesia pactar o reconocer mediante concordato, y en ciertas instancias ahijarse económica y socialmente de, una institución que ampara el mayor atentado cometido nunca contra el más básico de los derechos cual es el derecho a la vida? ¿No está la Iglesia obligada a denunciar al estado abortista y a su vez ponerse al lado de las víctimas con todas sus consecuencias?

San Agustín entre los padres, y después los grandes pares de Las Casas y Sepúlveda por un lado y de Vitoria y Suárez por otro, supusieron hitos y cumbres de innovación moral que pocas veces se han repetido en la Iglesia para alumbrar la comprensión de las relaciones de poder entre los hombres. Llevamos ya siglos de sediento caminar sin que ningún genio ni ningún santo (a veces ambas cosas van unidas) haya dicho nada nuevo que motive una reflexión positiva y a fondo sobre qué piensa la Iglesia Católica hoy acerca de la justicia y el poder humanos. Más bien las aportaciones se han venido haciendo en los últimos cien años desde la última instancia (el papado) y a remolque de situaciones de crisis donde la iniciativa simpre ha venido de fuera de la Iglesia dando pocas opciones a la discusión académica, tan pocas que incluso ese término "discusión", por otra parte tan escolático, ha venido a utilizarse con sospecha heterodoxa en ciertos ambientes eruditos.

Notamos, no obstante, que falta una puesta al día de la doctrina católica sobre la moralidad del poder; del poder de hoy tal y como se ejerce ahora. El quicio sobre el que pivota la necesidad de un paso al frente en la concepción y en los postulados de la doctrina social católica es ni más ni menos que el entendimiento de muchos estados modernos como estructuras de pecado. El problema crudamente planteado es el siguiente: ¿hasta qué punto puede la Iglesia pactar o reconocer mediante concordato, y en ciertas instancias ahijarse económica y socialmente de, una institución que ampara el mayor atentado cometido nunca contra el más básico de los derechos cual es el derecho a la vida? ¿No está la Iglesia obligada a denunciar al estado abortista y a su vez ponerse al lado de las víctimas con todas sus consecuencias? En definitiva, ¿puede la Iglesia, denunciar la ilegitimidad de la autoridad que, solo en España en los últimos diez años ha consentido y facilitado la muerte de más de medio millón de seres humanos, y al mismo tiempo pactar con el estado convenios menores sean respecto a la docencia de la religion o al mantenimiento de templos?

Incluso un neoconservador yanqui y chauvinista del catolicismo oficial como George Weigel, opina que la doctrina social católica lleva congelada demasiado tiempo y que es necesario atreverse a avanzar con nuevas respuestas sobre los retos que para la Iglesia comporta el creciente poder regulador del estado moderno. Weigel salva, como no podía ser de otro modo para un intelectual de su sesgo, al imperio americano de la necesidad de acatamiento moral ante cualquier otro poder, pero no duda tampoco en recomendar tanto a la Casa Blanca como al Vaticano un diálogo abierto sobre qué signifique, pasado ya el umbral de los dos milenios, eso del deseable orden mundial en asuntos temporales.

El debate de urgencia aquí en España es el del marco en el que operan las relaciones Iglesia-Estado pues ese marco ha cambiado radicalmente con respecto al que teníamos hace solo un tiempo. Los sabios salmantinos consiguieron que aquél estado de hace quinientos años actuase, cuando actuaba mal al margen de la ley, solo como un mal menor y ello se ha mantenido así con breves y nefastos paréntesis como el de la persecución de la Iglesia de 1936 a 1939, hasta hace bien poco. Hoy, sin embargo, nuestro estado actúa, cuando actúa bien de acuerdo con las leyes, como un mal mayor. Este cambio, que se inicia con la promulgación de las leyes de aborto, no tiene parangón anterior en la historia de las relaciones Iglesia-Estado en nuestro país.

Mal que pese la comodidad o las sospechas de cierta mentalidad conservadora (¡vivan las cadenas!) dominante en la Iglesia española, hemos de hablar de todo esto con urgencia: a muchos les va la vida en ello.

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José Pérez Adán

 

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