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Ramon Llull y el 11 de septiembre

por Santiago Mata

Siguiendo y superando la línea marcada por Fernando el católico, Felipe II fue el monarca hispano que con más interés leyó a Llull, recopiló e hizo publicar sus obras y promovió su filosofía. Los avatares de la historia hicieron que los proyectos evangelizadores del viajero mallorquín, que no pudieron llevarse a cabo en el África musulmana, encontraran un inmenso campo de experimentación en el Nuevo Continente. Allí valía desde luego el argumento de que los misterios de la religión debían ser explicados partiendo del conocimiento natural...

Llull (1232-1316) es el filósofo hispano más conocido a nivel general: en internet se encuentra más información sobre él que, por ejemplo, sobre Lucius Séneca. Nació en Mallorca tres años después de la conquista de esta isla por Jaime I, “rey de Aragón y de Mallorca, conde de Barcelona y señor de Montpellier”. A estudiar el pensamiento de Ramon Llull se dedican un Instituto de la Universidad de Friburgo de Brisgovia (Alemania) y una Universidad que lleva su nombre en Barcelona. En mi opinión, sin embargo, faltan aún hoy día síntesis que hagan accesible a un público general su mensaje. Los especialistas que se interesan en la obra de Llull, suponiendo que lleguen a comprenderla correctamente, rara vez encuentran tiempo o habilidad para sintetizarla en forma accesible para un público amplio. Muchos lo ven como un Quijote medieval —expresión acuñada por Claudio Sánchez-Albornoz—, en definitiva como el loco por el que muchos de sus contemporáneos le tomaron, al darle el apelativo de doctor iluminado que él mismo, sin duda con buen humor, llegó a adoptar.

Llull fue un personaje entre dos mundos. Había nacido en el mundo que se llamaba cristiano, pero se auto denominaba christianus arabicus, y decía ser el procurador de los no cristianos: procurador dels infidels. Para él, no había dos mundos, sino uno solo, porque todos los hombres pertenecían a un mismo género y estaban llamados a formar una sola comunidad. La prueba de la unidad del género humano es —para Llull— la característica que todos pueden percibir como peculiar de la especie humana: su racionalidad. La razón es para cada hombre el instrumento natural de conocimiento, que le permite descubrir a partir de las criaturas la existencia de un único Dios, fundamento de la unidad del género humano.

En sus primeras obras, Llull critica sobre todo a la Cristiandad, que vive de espaldas a los musulmanes. Esta insolidaridad es consecuencia de un problema más profundo: la sociedad no es cristiana, no vive de acuerdo con la verdad de su religión, y por tanto a la mayoría no le preocupa lo más mínimo difundir esa verdad sobre Dios que no es sólo cognoscible por el entendimiento sino, en cuanto bien infinito, objeto propio de la voluntad: la felicidad humana consiste en conocer y amar a Dios.

Con respecto a los musulmanes, Llull está persuadido de que ignoran la verdad sobre todo porque no se les ha explicado adecuadamente. En el sistema de razonamiento lógico que él llama “Arte”, encuentra —según él, por don divino— el instrumento adecuado para eliminar las barreras que impiden a los musulmanes conocer la verdad: ésta no se puede imponer desde fuera, con argumentos de autoridad, sino que tiene que ser descubierta por el propio interesado. Para evitar toda suspicacia sobre una posible manipulación, el método del Arte debe ser estrictamente lógico. El Arte pretende ser un instrumento que facilite el acceso a la verdad: por eso tiene carácter también pedagógico, y parte de los supuestos cognoscitivos comunes a todo ser humano.

Concretamente, el punto de partida del Arte es la existencia de Dios y las perfecciones o manifestaciones de su esencia por todos cognoscibles, que se identifican con su ser infinito. Las menciona ya en Libre de contemplació (1273): bondad, grandeza, eternidad, poder, sabiduría, voluntad, virtud, verdad, gloria (perfección). Llull procura reducir los fundamentos metafísicos del Arte —esas características o perfecciones de Dios que él llama “dignidades”— a aquello que es aceptado por los musulmanes, al igual que los elementos mecánicos: la lógica aristotélica. No se trata de una selección arbitraria, ni siquiera de la más conveniente para su público: la existencia de Dios y de sus dignidades es para él —como para el resto de filósofos cristianos, y en opinión de Llull, para los musulmanes— demostrable por inducción a partir de la existencia evidente de esas perfecciones en los demás seres.

Llull no es por tanto un lógico abstracto, sino un metafísico realista. Pero la pregunta sobre las explicaciones novedosas que pudo aportar en el campo filosófico abstracto o conceptual es secundaria: lo que dijo haber descubierto es un nuevo método. La verdad tiene muchas caras: ésta es una experiencia que había extraído de su profesión de trovador. Las cosas pueden examinarse desde distintos puntos de vista y, por otra parte, la analogía que los seres tienen entre sí, lo mismo que puede ayudar a conocer unos a partir de otros, también puede llevar a confundirlos. El conocimiento objetivo de Dios es imposible sin recurrir a los seres creados, ya que de su ser propio no tenemos experiencia; y, al mismo tiempo, si todos los seres hablan de Dios, todos son también distintos a él de una forma más radical a como lo son entre sí. El peligro de error o manipulación es mayor en la teología que en otras ciencias.

El Arte luliana confía en la capacidad de la persona que la usa para razonar lógicamente. Para llegar al conocimiento de Dios, le propone considerar las dignidades divinas desde todos los puntos de vista posibles, con la esperanza de que llegue a conocer el ser divino afirmando y negando: afirmando hasta el máximo la analogía que de él se encuentra en los seres, y negando hasta el máximo lo que hay de diferente. La mecánica del Arte es pura lógica. Y, para que no quede ninguna de las múltiples claras de la realidad sin observar, Llull propone actuar de modo sistemático, combinando las dignidades entre sí. El Arte luliana es la lógica combinatoria aplicada a la metafísica.

Como filósofo, Llull no era propiamente un aficionado, sino que llegó a ser un profesional, si bien su profesión original —trovador— era muy distinta, y por ello el camino recorrido fue largo y no exento de faltas de claridad y errores. El Arte era, sobre todo, aparentemente contrario a los principios pedagógicos entonces en boga, y en general a toda pedagogía, que trata de interesar al alumno recurriendo a la autoridad de las verdades que ya conoce para que tenga confianza en que el esfuerzo que se le pide merece la pena. Llull parte de unas verdades que, ciertamente, el alumno acepta porque cree conocerlas. Pero lo que Llull pretende es pasar de un conocimiento superficial a uno profundo, y el alumno, que piensa que ya conoce suficientemente esas verdades, no entiende la utilidad del método: ¿adónde quiere llegar Llull? ¿Qué sentido tiene dar vueltas a lo ya conocido?

El Arte luliana tiene muy poco que ver con un juego lógico, ya que nadie que no tenga verdadero interés por profundizar en la materia puede aguantar el esfuerzo que supone. Llull tardará en comprender este fenómeno, en parte porque él tiene mucho interés, y en parte porque —según dice— no ha inventado (en el sentido hoy principal del término, pero sí en el etimológico de encontrar, trovar) su sistema: tendrá que ir descubriendo que, en la práctica, el Arte no es para todos los públicos. La experiencia se lo enseñará: también la de su predicación en tierras musulmanas, donde plantear a la plebe la posibilidad de cambiar de opinión en el plano religioso es sencillamente un suicidio. El Arte es pues un instrumento para el diálogo teológico al más alto nivel.

El uso del Arte exige por tanto rigor lógico, intelectual, pero también pureza de intención: combinando ambas cuestiones, podríamos hablar de honradez intelectual. Y para garantizarla, paradójicamente, Llull pretende que se organicen cruzadas. Recordemos que, durante la juventud de Llull, Jerusalén está en manos cristianas, y que durante la mayor parte de su vida (hasta 1291, poco antes de que cumpliera sesenta años), existieron enclaves latinos en Tierra Santa que, por la indiferencia de los cristianos occidentales, fueron aniquilados. La violencia no es para Llull un instrumento del que se pueda hacer un uso indiscriminado para imponer ciertos derechos, ni siquiera los que se consideran derivados de la religión. Ningún conocimiento, y menos el de las verdades más profundas y difíciles —de Dios— se puede imponer: ha de ser el entendimiento quien las perciba con claridad y se las proponga a la voluntad. El hombre conserva su libertad incluso frente a una verdad que el entendimiento le presenta como evidente. La religión es relación entre el hombre y Dios: cada persona es soberana.

La cruzada no es por tanto, para Llull, una guerra de conquista, ni siquiera es una guerra para facilitar la extensión de la religión verdadera. La cruzada es sólo una guerra justa: justificada por el fin que persigue —una paz que permita ejercer ciertos derechos— y conveniente por los medios proporcionados a los que recurre. No lo sería si fuera una reacción vengativa para aniquilar al adversario o simplemente imponerle la propia voluntad, y tampoco si fuera un esfuerzo condenado al fracaso. No lo sería, sencillamente porque Llull no ve en los musulmanes adversarios, sino hombres como él, con los que quiere compartir lo mejor que tiene. Si no fuera una expresión demasiado manipulable, sería más correcto hablar de la guerra que propone como de una liberación.

En todo caso, la expresión cruzada es hoy día absolutamente inconveniente para referirse a la guerra de que hablaba Llull. Las circunstancias no son las mismas, y tampoco el paso del tiempo parece haber ayudado a comprender el fenómeno de las cruzadas, sino más bien lo contrario. Para referirnos a la guerra de que hablaba Llull podría ayudarnos la expresión injerencia humanitaria. Pero también ésta es equívoca, ya que Llull no pretendía prestar asistencia humanitaria a regiones devastadas o pueblos oprimidos, y porque también esta expresión es manipulable. No sería válida en términos del Arte.

La honradez intelectual exige en ambos sujetos de un diálogo el deseo de llegar al mismo fin. El diálogo interreligioso no puede ser un diálogo de besugos, donde cada parte no pretende sino arrimar el ascua a su sardina, ni una discusión bizantina o un joc partit donde a los participantes sólo les interesa demostrar que son más listos que el contrario. En el diálogo luliano no hay contrarios, ni siquiera las dos partes son los dos términos de una discusión, porque en realidad los dos están en el mismo lado y, con diferentes argumentos pero un modo de pensar común, tratan de llegar a conocer a la otra parte, que es Dios.

El Arte, por tanto, puede usarse tanto de forma colectiva como individual, porque es siempre una técnica para relacionar a una o varias personas con la verdad, y no para relacionar a dos hombres entre sí. Tampoco se reduce el Arte a una técnica de trabajo intelectual, porque lo que Llull quiere es relacionar a la persona con Dios, y la persona no es sólo su entendimiento. El entendimiento es, desde luego, el instrumento primero e imprescindible para resolver el rompecabezas. Pero lo que da la felicidad al hombre no es la observación aséptica de verdades disecadas, sino el disfrute del bien que le es propio: y el bien propio de la voluntad humana es un bien infinito. Por eso la técnica suprema es el Arte amativa. Al final del camino que empieza en el intelecto, la verdad se identifica con el bien, porque todas las dignidades se identifican entre sí y con la esencia divina.

El Arte es pues una técnica para la contemplación. En el Arte descubre Llull un instrumento para facilitar el camino a quienes honradamente buscan la verdad. Y para explicar esta técnica pone todo su ingenio, escribiendo cientos de libros y formulando el Arte en activa, pasiva y perifrástica —como sistema lógico, lo mismo que por medio de alegorías y fábulas literarias— al servicio del lector. Pero Llull exige el mismo empeño y la misma honradez en su interlocutor: exige un cierto respeto, si bien personalmente se dejó encarcelar y apalear por los musulmanes, y no le importó ser el hazmerreír de los cristianos que le tomaban por loco. El respeto que pide es para la verdad, para Dios: lo único que no admite es el cinismo.

Para Llull es incoherente buscar la verdad sin renunciar a la violencia. Llull no puede hablar a personas que admiten que cambiar de religión se debe castigar con la pena de muerte. La verdad que se presenta como bien a una conciencia que ha puesto todos los medios a su alcance para hacer un juicio certero, debe seguirse al margen de cuál sea el argumento de autoridad que se le opone: caiga quien caiga. Él mismo lo hizo en Génova (1293), cuando se vio acorralado frente al aparente absurdo de desobedecer una orden directa de Dios. Por supuesto, Dios es la verdad y el bien supremo, pero es la conciencia quien debe juzgar, reconociendo ese bien y aceptando esa verdad: nadie —ni siquiera una visión que aparentemente viene de Dios— puede anular o sustituir la decisión de la conciencia individual.

La honradez es un requisito previo para el diálogo: en ese sentido se ha de imponer. Llull sabe que entre los musulmanes hay (muchas) personas honradas, dispuestas a emprender este diálogo. Pero estas personas están sometidas a un régimen político que hace para ellas muy peligroso aceptar las condiciones del diálogo. En rigor, tampoco la sociedad en que vivía Llull estaba preparada para utilizar el Arte. El cristianismo proclama respetar la libertad del hombre, y a través de los vericuetos de la historia ha tratado de ser fiel a ese compromiso. El bautismo es un acto libre, y las penas en que puede incurrir un cristiano que incumple sus obligaciones son de tipo espiritual... hoy día.

Intentar arrojar luz sobre el fenómeno de la inquisición sería tanto o más complejo como querer agotar el de las cruzadas. Ambos confluyeron en tiempos inmediatos a los de Llull, cuando se trató de combatir el catarismo. Llull mismo sería perseguido, después de muerto, aunque no por afirmar la libertad religiosa. Conformémonos, pues, con sentar el dato de que el Arte luliana exige que quienes la empleen gocen de libertad intelectual como prerrequisito de la libertad religiosa. Llull tuvo experiencia personal de que Dios puede exigir el martirio como aceptación de los mayores sacrificios en testimonio de la verdad que se conoce, pero él no pretende imponer esta exigencia a sus interlocutores.

Exigir que las personas que van a reflexionar conjuntamente usando el Arte estén dispuestas a morir por la verdad que pretenden conocer no es simplemente una condición muy dura: es sencillamente absurdo. Es poner el carro delante de los bueyes, porque la disposición del mártir es consecuencia y no requisito del conocimiento de la verdad. Llull entiende que el Islam es de hecho intolerante y por eso pide que, mediante una violencia justa, se coarte la violencia injusta a que están sometidas las personas en los países islámicos, de modo que, quienes voluntariamente se sientan dispuestas a dialogar en la forma que Llull propone, puedan hacerlo sin arriesgar sus vidas. Eso es la cruzada para Llull.

La sociedad en que vivía Llull, aunque se llamaba cristiana, era también intolerante: puede discutirse hasta qué punto el abandono de la fe cristiana llegó a castigarse sistemáticamente con la pena de muerte y hasta qué punto eso fue sólo la pretensión de algunos. El hecho es que Llull no lo percibía como doctrina oficial. En caso de que lo hubiera admitido como recurso extraordinario en algunos casos o no protestara porque tal práctica existiera, no habría hecho más que reflejar un signo de sus tiempos. Pero la aceptación de tal práctica como doctrina es incompatible con el espíritu del cristianismo, y con el Arte luliana. En el Islam, en cambio, la violencia aparece integrada en la ley, como un elemento de ordinaria administración para armonizar las costumbres sociales con las exigencias de la vida religiosa: no obstante, la pena capital como castigo por el cambio de religión es un añadido ajeno al Corán.

La recuperación de Jerusalén por medio de una guerra justa es para Llull en parte cuestión de prestigio: del prestigio entonces necesario para que la religión cristiana fuera respetada y el sistema luliano, que presupone la libertad religiosa y por tanto la libertad de culto, creíble. La afirmación de los cristianos de que Cristo es Dios y de que están dispuestos a dar la vida por su religión era entonces para un musulmán de a pie incompatible con que los cristianos no hicieran todo lo posible por recuperar Jerusalén. Para tales personas, imbuidas con un criterio de éxito humano —Dios concede a sus elegidos el dominio político sobre toda la tierra—, el hecho de que los cristianos hubieran perdido Jerusalén corroboraba que su religión era falsa.

Cuando los primeros cristianos fueron perseguidos en Jerusalén, abandonaron la ciudad y toda Judea, sin mayores disquisiciones, para poder ejercer su religión libremente en otra parte. Cuando Constantino les dio libertad, se alegraron de poder recuperar la cruz y demás reliquias de la muerte de Cristo, y de abrir lugares de culto en Jerusalén. Cuando la ciudad cayó en manos árabes, ello no fue óbice para que siguieran peregrinando durante cuatro siglos... hasta que la violencia se lo impidió. Para entonces, el cristianismo era una religión suficientemente extendida como para que la exigencia de poder celebrar su culto en Jerusalén fuera un derecho. Incluso a él hubieran renunciado los cristianos, por un motivo justificado. Pero si renunciar a dar culto a Cristo en Jerusalén equivalía a confesar la falsedad de la propia religión, la obligación de aclarar el equívoco era grave.

Para Llull, los cristianos debían hacerse respetar en Jerusalén. En el resto del mundo, debían mantener a raya a la intolerancia. Esto no significa que la guerra que Llull considera justa sea exclusivamente defensiva en cada uno de sus actos (ya se ve que para el caso de Jerusalén no lo es). Al margen de los detalles sobre qué táctica pueda convenir en un momento dado, basta con retener que Llull no establece una doctrina nueva sobre la guerra justa, y que no es un fanático. También en tierras cristianas, cuando falta el amor a la virtud, los caballeros deben al menos impedir que los hombres se injurien “mutuamente los unos a los otros”. Lo que está en juego es el orden social, y no cuestiones religiosas, aunque también el desorden provocado por presuntos motivos religiosos pueda exigir la intervención armada.

El empleo de la violencia, para Llull, es siempre secundario, y no acude espontáneamente a la llamada del “tentar es más grave que matar” (Corán, II, 191). También Jesús dijo que a quien escandaliza “más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y fuese arrojado al mar” (Marcos 9, 42): siempre será posible encontrar cristianos propensos a convertir el condicional en imperativo. Llull no pretendía hacer tratados sobre cuál de las dos religiones podía ser más fácil de interpretar en sentido intolerante, sino que admitía como dato que era el Islam. Pero no hizo de ello una punta de lanza, aunque pidió a los cristianos que se hicieran respetar, para no dar indirectamente la razón a los musulmanes que los tomaban por idólatras incapaces de defender su religión, y ofrecer en cambio garantías mínimas sobre su propia seguridad a los intelectuales musulmanes abiertos al diálogo.

¿Hasta qué punto es original el contenido del diálogo luliano? Lo sea o no, ello no influye en la validez del Arte: los contenidos argumentativos ya están, en su mayoría, presentes en Libre de contemplació, que es anterior al descubrimiento del Arte (1274). Si se quiere, se puede señalar —como hace Esteve Jaulent, siguiendo a Charles Lohr— que su principal originalidad fue la de anotar que el ser es productivo: de esta realidad se derivan los argumentos sobre la causalidad operativa intrínseca de Dios, la correlación entre los principios y lo que Llull llamó demostración por equiparación.

Siempre que Llull tuvo ocasión de dialogar con los musulmanes, trató de presentarles una demostración de la Trinidad y de la Encarnación basada en estos conceptos. La idea aristotélica de Dios como motor inmóvil, forma sin materia y acto sin potencia, podía llevar a la contradicción de, o bien negar su relación con el mundo (que habría sido creado por el diablo, mientras Dios permanecía impasible en su perfección: así pensaban los cátaros), o bien negar la libertad divina, obligándole a crear un mundo eterno: de ahí a negar el carácter personal de Dios y caer en el panteísmo no hay más que un paso.

Llull afirma que, en efecto, Dios no puede dejar de actuar con las capacidades más excelsas que por experiencia vemos que tiene el hombre (conocer y amar), y por tanto se conoce y ama a sí mismo de forma necesaria y eterna sin mermar su libertad: el objeto de tal conocimiento y amor no puede ser distinto de la esencia divina, y denominar a los sujetos y objetos de esa actividad divina personas (Padre, Hijo y Espíritu Santo) es la única forma coherente de no caer en la contradicción de creer en tres dioses. Una vez experimentada la creación y el pecado —del que sólo el diablo y el hombre son responsables: salvando por tanto la libertad divina—, Dios no puede ser incoherente con su deseo de obrar de la forma más perfecta en las criaturas, y por ello es para Llull también demostrable que Dios mismo se hizo hombre para reparar los efectos del pecado.

La concepción operativa del ser, es decir, la correlación entre materia, forma y acción, muy vinculada a los anteriores argumentos, y que permite la demostración por equiparación, puede ser, en mi opinión, relacionable con el principal hallazgo de Tomás de Aquino: el acto de ser. En efecto, el ser no es un acto más, cuya única misión podría ser la de activar a una esencia que contiene ciertas perfecciones latentes. El acto de ser es la perfección de todas las perfecciones y, por medio de la forma, hace ser a la materia, y a ambas en la esencia. Las relaciones materia-forma y acto-potencia son reales en cada ser, de forma no exactamente equiparable a la relación esencia-acto de ser, ya que forma y materia están de algún modo presentes en la esencia.

Siguiendo y superando la línea marcada por Fernando el católico, Felipe II fue el monarca hispano que con más interés leyó a Llull, recopiló e hizo publicar sus obras y promovió su filosofía. Los avatares de la historia hicieron que los proyectos evangelizadores del viajero mallorquín, que no pudieron llevarse a cabo en el África musulmana, encontraran un inmenso campo de experimentación en el Nuevo Continente. Allí valía desde luego el argumento de que los misterios de la religión debían ser explicados partiendo del conocimiento natural...

La fama de Llull y de su filosofía se extendieron por el resto de Europa: en el siglo XVIII se comienzan a editar en Alemania sus obras completas, se le estudia también en Rusia. Los filósofos de relieve que tomaron de él algún elemento, no le siguieron sin embargo en lo esencial: Giordano Bruno, Descartes (1596-1650), pero sobre todo Gottlob Wilhelm Leibniz (1646-1716), quien le conoció a través de Sebastián Izquierdo (Pharus Scientiarum, Lyon, 1659). Leibniz pensó que el descubrimiento de la verdad es cuestión de cálculo y tomó del Arte sólo la combinatoria: por así decirlo, el cuerpo del sistema luliano, pero sin captar su alma. Lo cual no es poco, si tenemos en cuenta que se considera a este filósofo alemán como descubridor del sistema binario, base para la invención de las calculadoras electrónicas.

Al margen de los vaivenes sufridos por la persona de Llull después de su muerte, ¿qué validez o utilidad puede tener su Arte hoy día? El mundo ha cambiado mucho en los siete siglos pasados desde que formuló su sistema, si bien el motivo principal que le movió a desarrollarlo, la división religiosa entre los llamados países musulmanes y los países de tradición cristiana, continúa en pie. Me parece, sin embargo, que, después de siete siglos, existen muchos más musulmanes dispuestos a una actitud dialogante. A pesar de la acción de los fundamentalistas —pagada por el que, desde 1991, ha sido uno de los principales aliados de Estados Unidos entre los países musulmanes—, el diálogo es posible ahora más que nunca. En mi opinión, occidente —suponiendo que represente al liberalismo, al cristianismo o a lo que se quiera— tiene una oportunidad de oro para ofrecerles algo mejor que el fundamentalismo. Una oportunidad a la que la caída del Muro de Berlín, en cierto sentido, no le llega ni a la altura de los tobillos.

Una cierta dosis de mano dura puede ser necesaria para garantizar que el diálogo no es una tomadura de pelo ni un riesgo excesivo para los musulmanes que decidan emprenderlo. La violencia puede ser necesaria, pero no basta. Y una violencia excesiva podría dar al traste con el empeño. Pienso que esto es lo que respondería LLull

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Santiago Mata

 

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