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Di no a la constitución antieuropea, totalitaria y tiránica

El laicismo que viene

por Mons. Fernando Sebastián Aguilar

Postura del Arzobispo de Pamplona-Tudela sobre las nuevas leyes anunciadas

El Señor Presidente del Gobierno nos anuncia leyes “progresistas, laicas y modernas”. ¿Qué son leyes progresistas? Y ¿cuáles son las verdaderamente modernas? Esto de ser más o menos moderno es muy relativo y no da garantías de nada. Tan moderna es la bomba atómica como la Sociedad de Naciones. Parece más bien que lo que nos interesaría a los españoles es que el gobierno promoviera leyes inteligentes, prácticas, justas, capaces de favorecer verdaderamente el bien auténtico y general de los españoles.

En principio, todas las leyes que salen del Parlamento, son leyes laicas, es decir, promulgadas por una autoridad civil, no sagrada, sin ninguna pretensión trascendente. El Parlamento no es el Sinaí. Afortunadamente. Leyes laicas son también las que proceden de una mentalidad laica, o más bien laicista

Seguramente el Señor Presidente se refería a leyes elaboradas, aprobadas y promulgadas con una visión laica de la sociedad y del hombre, es decir, sin referencia a Dios, sin tener en cuenta la ley de Dios, incluso sin tener en cuenta la fe en Dios que puedan tener algunos ciudadanos, pocos o muchos. Eso sería tanto como anunciarnos leyes discriminatorias, que se ajustan a la mentalidad de unos y no tienen en cuenta la mentalidad de otros, que favorecen a los que no creen en Dios e ignoran a los que sí creen en El y quieren vivir de acuerdo con su voluntad.

Según esto, al prometernos leyes laicas, el señor Presidente puede estar anunciando leyes que no tengan en cuenta la ley de Dios, ni las exigencias de la moral natural, leyes que favorezcan la concepción laica de la vida, según la cual no hay ningún ser creador, sino que somos hijos del azar, y por tanto dueños absolutos y únicos responsables de nuestra existencia, sin que pueda haber ningún valor absoluto ni tengamos que dar cuentas de nada ante nadie. Estamos solos en el mundo y entre todos tenemos que ir modelando nuestra humanidad como mejor nos parezca. No hay referencias morales que orienten nuestra vida, la opinión pública, el consenso, y en última instancia la conveniencia de los grupos más influyentes son las únicas fuerzas que de verdad rigen nuestra vida. No tenemos raíces firmes ni rumbos orientadores.

Parece que nuestros gobernantes consideran un bien importante para España y para los españoles, el ir prescindiendo de cualquier influencia religiosa en las leyes y por tanto en la configuración de las relaciones sociales entre nosotros y de los bienes que en nuestra convivencia podamos encontrar. Quieren una España laica, en la que la religión sea, a lo más, una afición privada de algunos ciudadanos, tolerable sólo en la medida en que no pretenda aparecer ni ser tenida en cuenta en la vida pública, en las leyes, en la cultura, en los comportamientos, en los usos y costumbres, en los criterios morales y normativos de nuestras conductas. No se trata sólo de impedir que los eclesiásticos influyan en la vida política, se trata más bien de que no influyan tampoco las convicciones religiosas de nadie, ni siquiera de los políticos. Esto es tanto como amordazar las conciencias, destruir la fuerza vital de la religiosidad y de la fe.

Ante este propósito a los creyentes se nos presentan muchas dificultades. Las leyes tienen que responder al conjunto de la sociedad, a la voluntad y a las creencias de los ciudadanos, y no a las opiniones particulares de los gobernantes. Un gobernante puede ser ateo, como un partido puede ser partidario del agnosticismo, pero no tienen por qué tratarnos a los demás como si también lo fuésemos, y menos todavía utilizar los recursos del poder político para convencernos de su ateísmo. Tampoco sería justo lo contrario. Si en España hay treinta millones de ciudadanos que creen en Dios ¿es justo que a la hora de legislar no tengan en cuenta nuestras creencias y sí tengan en cuenta únicamente las creencias de los demás? Eso no es gobernar para el bien de todos.

Y yendo más al fondo de la cuestión, hay que preguntar por qué la fe de cada uno no puede influir en sus concepciones o actuaciones políticas. En la sociedad democrática cada uno puede manifestarse como es, todos somos iguales ante las leyes y todos tenemos el mismo derecho a intervenir en la vida pública según nuestras propias convicciones, respetando los derechos y la libertad de los demás. La fe religiosa es parte esencial de la mentalidad del creyente y de la cultura de los pueblos. No se puede actuar como si no existiese, ni se la puede recluir a la vida puramente privada, sin mutilar la vida real de los ciudadanos, sin perturbar el patrimonio cultural de la sociedad, sin traspasar los límites y las atribuciones de una autoridad justa y justamente ejercida.

Recientemente el Señor Presidente nos ha dicho que él no permitirá que nadie imponga a los demás sus creencias morales. Afirma que él respeta el orden moral, pero que el orden cívico se regula por ley en el Parlamento. Frases contundentes. Pero a lo mejor esta contundencia es más aparente que real. Porque no se trata de imponer las creencias morales de nadie, sino de exigir a los legisladores que, por el bien de los ciudadanos, respeten en sus actividades legislativas, las exigencias de un orden moral objetivo, inscrito en la naturaleza del hombre y formulado suficientemente por la recta razón a lo largo de la historia. Es cierto que el orden cívico se regula por ley en el Parlamento. Nadie lo discute. Pero los parlamentarios no son creadores del bien y del mal, no pueden legislar como les convenga, si quieren ser justos tienen que actuar según una ley moral superior y anterior al Parlamento, que fundamenta objetivamente los derechos de los ciudadanos a cuyo bien general las leyes deben ordenarse. Sin el respeto al orden moral objetivo la mejor democracia degenera en tiranía.

Por otra parte, la mentalidad laicista no tiene legitimación ni teórica ni práctica. Teóricamente la existencia de Jesucristo y la validez de su testimonio sobre la existencia y la providencia misericordiosa de Dios tienen tanto fundamento, al menos, como la opinión contraria. En una sociedad donde haya cristianos y no cristianos, creyentes y ateos, un gobierno que quiera ser justo con todos los ciudadanos, no puede identificarse con ninguna de las dos partes. La confesionalidad religiosa y católica no puede ser sustituida por la confesionalidad contraria de la militancia atea. El progreso no consiste en sustituir una confesionalidad por otra, sino en adoptar el camino de la no confesionalidad, bien entendida y lealmente aplicada, como neutralidad positiva del gobierno en materia religiosa. Si nadie puede imponer un orden moral objetivo, ¿es que el gobierno laicista puede imponernos su permisivismo moral? ¿Es que van a ser los grupos de presión los que determinen los criterios y las actuaciones del Parlamento?

Dicho con todo respeto, los cristianos pensamos que este propósito de gobernar con leyes laicas no tiene fundamento teórico serio, ni es verdaderamente progresista, sino que supone un retroceso a tesis y formas ya superadas. A muchas personas, incluso a algunos cristianos, les parece normal que las actividades religiosas de los ciudadanos no se puedan financiar con fondos públicos. Es cierto que las actividades religiosas no son de todos, pero tampoco lo son el deporte, ni el teatro, ni el cine, ni otras muchas cosas que se financian con dinero público sin que nadie lo discuta. Volvemos a la misma cuestión de siempre, el Estado y la autoridad política tienen que aceptar sinceramente que la fe religiosa es un derecho de los ciudadanos, cuyo ejercicio cualifica la vida y las actividades de la persona, enriquece el patrimonio cultural de la sociedad y facilita la convivencia justa y pacífica de los ciudadanos. O dicho de otra manera, el ejercicio de la libertad religiosa de los creyentes, forma parte del bien común que el gobierno debe proteger y fomentar. Si esto es así, ¿por qué hay que ignorarla y dejarla fuera de la actuación positiva del gobierno en igualdad de condiciones con otras muchas actividades espirituales y culturales de los ciudadanos? ¿Por qué hay que excluir la enseñanza de la religión en el programa escolar? ¿Por qué hay que prohibir los signos religiosos en los centros públicos y comunes? ¿A quién ofenden? ¿A quién hacen daño? Ojalá nuestros gobernantes encuentren tiempo para pensar un poco más en estas cuestiones.



Los católicos españoles sabemos lo que es vivir con un gobierno de preferencias laicistas. En el momento presente, los protagonistas de esta oleada laicista parecen ignorar algunos hechos recientes muy importantes. Cuando presentan la Iglesia católica como poco adaptada a las exigencias de la democracia, no tienen en cuenta la renuncia de la Iglesia y de los católicos españoles al confesionalismo católico, a favor de la reconciliación y de la igualdad de todos los ciudadanos. Y olvidan también que la Constitución se construyó a partir de un consenso social uno de cuyos elementos era el entendimiento entre creyentes y no creyentes, gracias al concepto de no confesionalidad aceptado por todos. Implantar ahora un confesionalismo laicista sería negar aquel consenso constitucional y volver a la situación absurda y peligrosa de las dos Españas.

Es necesario que entre todos hagamos lo posible para encontrar de nuevo aquel espíritu de respeto y sincera voluntad de convivencia que hizo posible la transición política y que resulta indispensable mantener para garantizar la serenidad y la estabilidad de nuestra sociedad. En este escrito me dirijo principalmente a los cristianos y por eso intentaré responder a esta pregunta clave: ¿cómo tenemos que actuar los católicos en estas circunstancias?

1. Mi primer consejo es simplemente el consejo tantas veces repetido por el señor a sus discípulos, “No temáis”. El está con nosotros. Ha vencido al mundo. Su victoria es también la nuestra. Nuestra victoria es la fe. No perdamos la confianza en la providencia de Dios, fuerte y misericordiosa. La Iglesia ha vivido siempre entre dificultades y los cristianos han padecido con frecuencia por presentarse y actuar como discípulos de Jesús. Estos sufrimientos nos purifican y fortalecen. Recordemos las palabras de San Pablo, “la debilidad de Dios es más fuerte que la fuerza de este mundo; la locura de Dios más sabia que la sabiduría del mundo”. “Nos basta la fuerza de Dios, de modo que cuando somos débiles, si confiamos en El, entonces es cuando somos más fuertes”. Que las argumentaciones del laicismo no nos hagan dudar de la verdad y del valor de nuestra fe ni de las instituciones y actuaciones de la Iglesia. No nos dejemos paralizar por la inseguridad o por el miedo. No nos avergoncemos del evangelio. No nos desanimemos por ser pocos o por quedar excluidos de las zonas de poder. Nuestra fuerza está en la fuerza de su palabra y de su vida. Precisamente en estas circunstancias es cuando más tenemos que anunciar con sencillez y fidelidad el mensaje de Jesús, conservado y actualizado continuamente por la Santa Madre Iglesia. Este es el mejor servicio que podemos hacer a nuestros conciudadanos. Esta es nuestra misión y nuestra primera obligación. Es la hora de la fidelidad y de la fortaleza. La hora de los testigos.

2. La primera condición para llegar a tener una suficiente influencia moral es vivir en conformidad con nuestra fe. Queremos ser discípulos de Jesús. Y El redujo su mensaje a dos mandamientos bien sencillos: Amar a Dios como Padre nuestro que es, y al prójimo como a nosotros mismos. Y esto de manera efectiva, visible, realista. La fuerza de la Iglesia no está en los instrumentos técnicos ni en las estrategias de opinión que otros utilizan. La fuerza de la Iglesia está en la fe, en la piedad, en la ejemplaridad de los cristianos. Si vivimos de verdad nuestra fe, el testimonio de nuestra vida aclarará muchos malentendidos y más tarde o más temprano convencerá a los hombres y mujeres que buscan la verdad. Comencemos por asegurar la Misa de los domingos. La marcha de los acontecimientos nos está pidiendo una clara definición de nuestra vida. En torno a la Misa dominical tiene que desarrollarse la vida espiritual de cada uno, la oración diaria, el esfuerzo por vivir en gracia de Dios, la celebración sacramental del arrepentimiento y del perdón. Y con la piedad personal, la comprensión y el ejercicio de la vida matrimonial y familiar según la voluntad de Dios, manifestada por Jesucristo y anunciada por la Iglesia. La familia cristiana, estable y fecunda, es signo elocuente de la fuerza humanizadora y santificadora del amor de Dios, presente y actuante en las raíces del amor humano. A partir de aquí podremos ofrecer el testimonio de una vida sobria, alegre, justa, generosa, amante y defensora de la vida y del mundo, sin desmayos, que busca de verdad el Reino de Dios y el bien de los hermanos, sin quedarse en apariencias engañosas o en intereses oportunistas. La verdad de Dios, respaldada por el testimonio de una vida sincera y santa, acaba abriéndose camino en todos los corazones Un verdadero testimonio de vida cristiana requiere la unidad en la fe, en la aceptación integral y equilibrada del evangelio de Jesús, tal como lo han vivido los santos, como lo anuncian y predican los pastores de la Iglesia, en comunión espiritual y visible con el Papa. La disidencia, las divisiones, las condescendencias injustificadas, debilitan la credibilidad del evangelio y dan argumentos a quienes, de una manera o de otra, pretenden ocultar la luz que ha venido a este mundo. En cambio, el testimonio visible de una vida santificada y sosegada por el Espíritu de Dios, puesta de verdad al servicio de los demás, vivida en una comunión cercana y universal, gozosa y esperanzada, serena y operante, en este mundo nuestro tan egoísta y dolorido, será la mejor apologética y el argumento más convincente.

3. En la respuesta al laicismo es importante que sepamos centrarnos en lo fundamental. No se trata de si los curas y los obispos mandamos mucho o poco, Ni resolveríamos nada con una Iglesia más tradicional o más moderna. La cuestión de fondo está en saber si hay Dios o no, si nuestra vida está presidida por un Alguien original, creador y providente, del cual nos habló Jesucristo de manera definitiva, o vivimos solos en el mundo, como dueños únicos y exclusivos de nuestra vida personal y colectiva. Lo que de verdad se debate en nuestra sociedad, aunque no se formule claramente, es, si para vivir auténticamente nuestra condición humana, tenemos que tener en cuenta la presencia del Dios de Jesucristo cerca de nosotros, o más bien hemos de prescindir de cualquier referencia religiosa como perteneciente a un estadio anterior del desarrollo humano. Centremos nuestro esfuerzo en ofrecer a nuestros conciudadanos la posibilidad de conocer a Dios mediante el testimonio de Jesús, y de aceptar su providencia, no como una amenaza para nuestra libertad, sino como la tierra firme que nos permite construir una vida verdaderamente personal y espiritual, en libertad y justicia, en amor fraternal y esperanza de eternidad. Anunciemos con humildad y claridad, con honestidad y respeto, nuestra manera de entender las cosas. No queremos imponer nada a nadie, pero tampoco podemos callar el evangelio de Jesús, ni podemos ocultar los signos de la presencia de Dios entre nosotros. Invitemos a los hombres y mujeres de buena voluntad a buscar con nosotros la verdad de nuestra humanidad en Jesucristo, como clave definitiva para la comprensión y el desarrollo de nuestra vida. Confiemos en la buena voluntad de los que viven fuera de la Iglesia. No neguemos a nadie la posibilidad de llegar al conocimiento y adoración del Dios de Jesucristo. Todos son hijos suyos. Por todos murió Cristo y a todos les llega la asistencia del Espíritu Santo. Esperemos con tranquilidad la hora de Dios. Si la luz de Dios vuelve a brillar en los corazones de los hombres y en el corazón de nuestra sociedad, todo resultará claro y aceptable. Sin esta aceptación cordial de Dios como fundamento y centro de la vida, ni la moral natural, ni las enseñanzas de la Iglesia ni la vida de los cristianas alcanzarán el reconocimiento y la estima que merecen.

4. Cuanto queda dicho son actuaciones puramente religiosas y en cierta manera internas a la vida de la Iglesia. Pero a la vez que miembros de la Iglesia, los cristianos somos miembros de la sociedad, ciudadanos como los demás, con los mismos derechos y las mismas obligaciones. Y es lógico que pretendamos influir en la marcha de los asuntos públicos y comunes según nuestras convicciones personales y comunitarias. Todos los miembros de la sociedad tienen que procurar el bien común según sus posibilidades personas e institucionales. También los cristianos. Y por supuesto, como todos los demás, según nuestra conciencia y nuestras propias convicciones. Es un derecho y una obligación. Dicen que si la Iglesia quiere influir en la política. Evidente. Al menos como cualquier otra institución. Pero la influencia de la Iglesia en la vida política no es de naturaleza política, sino eclesial, es decir, de naturaleza religiosa y moral. La Iglesia influye en la vida social y política, según su propia naturaleza, con sus actividades propias y, por supuesto, respetando las normas civiles comunes, legítimas y justas. Anunciando la doctrina de Cristo, educando las conciencias y animando a sus fieles a vivir santamente, la Iglesia influye en el comportamiento global de las personas, y de esta manera influye también en el ejercicio de sus actividades profesionales y en sus actividades sociales, públicas y políticas. Es cierto que la Iglesia, como comunidad religiosa que es, no interviene como tal en el desenvolvimiento técnico y directo de la vida política, pero sí interviene libremente en la formación de la conciencia social y moral de las personas que luego actúan en la vida política. La vida política, en su conjunto, la de los votantes y la de los dirigentes, es una actividad humana, personal y libre, cuya legitimación moral está en la promoción y defensa del bien público. Como actividad humana, toda acción política tiene que ser moral y justa y esta justicia no le puede venir en última instancia de sí misma, ni de los consensos circunstanciales o de las presiones de un grupo determinado, sino que le ha de venir de la conformidad con una referencia objetiva, ya sea de naturaleza religiosa o simplemente ética, que vincula la conciencia de todos los hombres, también de los políticos, y que radica en el ser mismo del hombre, de cada persona, considerado como creatura de Dios o como realidad última en el orden práctico a la que se le reconoce un valor absoluto. El reconocimiento de esta referencia moral es la garantía del respeto a la persona y a la sociedad, cuyos derechos no provienen de las instituciones políticas, sino que son anteriores y superiores a todas ellas, fundados en su propio ser y, para nosotros los creyentes, en la sabiduría y el amor de Dios. Un poder político, ejercido sin el reconocimiento de una norma moral objetiva, es un peligro gravísimo para el bien de la sociedad. Basta con repasar la historia del siglo pasado para comprenderlo. La Iglesia contribuye de forma importante a la clarificación y fortalecimiento de esta conciencia moral de los ciudadanos que quieren escucharla. No impone sino que propone. Y luego cada persona, también los cristianos, actúan en consecuencia. Así es como ella contribuye al bien común, también al bien común temporal y político, dentro de un marco legal estrictamente democrático. La lástima es que hoy, en España, muchos cristianos no actúan en la vida profesional y política de acuerdo con las exigencias de la fe. Decir esto no es volver a fórmulas superadas de clericalismo o de confesionalidad, no es fruto de añoranzas inconfesadas de épocas pasadas. Es simplemente animar a los cristianos a ofrecer a la sociedad los bienes de naturaleza moral y temporal que nosotros hemos descubierto gracias a la iluminación de la fe y a la primacía del amor al prójimo como norma suprema de comportamiento en el conjunto de nuestra vida personal, familiar, profesional, cultural y política. ¿Hay en esto algo contra las leyes de la democracia?

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Mons. Fernando Sebastián Aguilar


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