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Di no a la constitución antieuropea, totalitaria y tiránica

Que cada uno haga lo que quiera

por Miguel Ángel Loma

¿Dónde acaba el ámbito de «cada uno» y dónde comienza el de los demás?

Con motivo de haber ganado el último premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, el poeta y novelista José Manuel Caballero Bonald, declaraba en una entrevista al diario ABC estar de acuerdo con las medidas aprobadas por el Gobierno socialista respecto a la asignatura de religión, la eutanasia, la clonación terapéutica y los matrimonios homosexuales, porque todas ellas «son cosas de progreso», «manifestaciones progresistas frente al estancamiento de la doctrina de la Iglesia española». El fundamento de tan progresista opinión lo resumía en el cacareado y concluyente principio de «Que cada uno haga lo que quiera». Dejando al margen que respecto a la eutanasia el Gobierno no ha realizado todavía ninguna modificación legislativa (aunque ya ha sembrado su semillita en la opinión pública española para recoger el fruto cuando oportunamente considere que existe «una auténtica demanda social»), y que nuestro insigne poeta demuestra una ignorancia absoluta sobre la doctrina de la Iglesia universal en este tipo de materias, en las que no caben posiciones particulares; y obviando también lo paradójico que resulta el hecho de que una persona como él, confeso colaborador del Partido Comunista durante el franquismo, se declare a favor de tan omnímoda libertad (es bien sabido que si algo caracterizaba a los libres ciudadanos de los paraísos comunistas, era precisamente eso: que cada uno hacía lo que quería), sus palabras merecen algún comentario en tanto que ese principio tan sumamente tolerante, del «que cada uno haga lo que quiera», representa un argumento progresivamente difundido desde los medios de desinformación, y cada vez más repetido por los múltiples opinantes de las más variadas encuestas.

Sin entrar en el análisis moral, y ciñéndonos al asunto desde una mera perspectiva de intereses egoístas, ya sean individuales, familiares o sociales, la cuestión fundamental en este tema es, como casi siempre, un problema de límites y conceptos. Porque, en un mundo globalizado como el actual, ¿dónde acaba el ámbito de «cada uno» y dónde comienza el de los demás? Ni siquiera entre las cuatro paredes de mi casa se puede hacer lo que uno quiera (bueno, se puede hacer, sí, pero si metes la piqueta en un elemento estructural que afecte a los pilares de la casa, pones en peligro a todos los vecinos que habitan en ella). El hecho de meter la piqueta en el matrimonio para que dos personas del mismo sexo puedan casarse ¿es defender la libertad de hacer lo que ellos quieran con sus vidas, o significa más bien permitirles hacer lo que quieran con una institución tan fundamental como el matrimonio? Que el matrimonio, siempre y en todas las culturas tan diferentes que han existido a lo largo de la Historia, haya sido la unión de dos personas de distinto sexo ¿es una invención de la Iglesia, o una manifestación de esa ley inscrita en la naturaleza del género humano que hasta hace poco se conocía como Ley Natural? ¿Por qué extraña causa ninguna legislación se ha cuestionado hasta ahora la aberración de considerar como matrimonio a la unión de dos hombres o de dos mujeres entre sí? Largo y efectivo ha debido ser, sin duda alguna, el brazo de la Iglesia española como para extender su «estancada doctrina» sobre el matrimonio por todo el planeta.

En otro orden, o desorden, de cosas, las palabras de Caballero Bonald recuerdan aquellos tan ingenuos como nefastos mensajes del Mayo del 68 respecto a la libertad personal (hoy «felizmente» conseguida) para el consumo de drogas; un derecho que también se reivindicaba bajo el mismo argumento de que cada uno podía hacer con su cuerpo lo que quisiera. Los terribles problemas y tragedias de todo tipo (personal, familiar, social, e incluso de estabilidad política en algunos Estados), que el derecho al individualísimo e «inocente» consumo de drogas ha ido generando desde entonces, demuestran la falacia del argumento «cadaunista», y que nuestros actos rara vez se consumen y agotan en ese supuesto recinto privado del «cada uno». Hay determinadas cosas con las que no conviene frivolizar, o corremos el riesgo de que se nos caiga la casa encima.

En realidad, todo se resume en una simple cuestión de prioridades, como lo demuestra el mismo Caballero en su respuesta ante la pregunta de cómo veía a la sociedad española de hoy: «Crispada. Hay crispación política, y cierta mala educación ciudadana, manifestada en el ruido ensordecedor, y la suciedad». Es decir, que incluso para nuestro galardonado vate, ese aparente principio de absoluta libertad tiene ciertos límites; al menos, cuando se trata de derechos relacionados con la profusión de decibelios o bacterias. El problema es que hay «cosas de progreso» que aunque no se pueden medir ni pesar, con el paso del tiempo resultan mucho más lesivas y demoledoras que el ruido o la basura, ya que atacan derechos e instituciones fundamentales para la persona y la sociedad. Estoy seguro de que si a Caballero Bonald le planteáramos que, según ese mismo criterio de «que cada uno haga lo que quiera», cualquier juntaletras que se autodenomine poeta, tiene derecho a que su engendro sea calificado de obra poética y a grabar su nombre en el parnaso de los elegidos, su respuesta no sería tan extremadamente condescendiente. Lo dicho, una mera cuestión de prioridades: hay a quienes les molesta el ruido de los excesivos decibelios que emiten los maleducados, y hay a quienes nos molesta más profundamente el ruido de palabras huecas que procede de personas a quienes se les supondría un razonamiento más riguroso al opinar de ciertos temas.

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Miguel Ángel Loma

 

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