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Di no a la constitución antieuropea, totalitaria y tiránica

La nueva Ley de Divorcio o la institucionalización del repudio con matices inapreciables

por Francisco Torres

Durante la pasada campaña electoral, los partidos mayoritarios, introdujeron en su discurso la necesidad de proteger a la familia; aun cuando ambos asumieran la existencia, no de un modelo familiar único, sino de modelos familiares diversos. En el caso de las propuestas socialistas los contrasentidos se hacían evidentes cuando, por un lado se anunciaba la inmediata aprobación del erróneamente denominado matrimonio homosexual y por otro se prometía una nueva Ley de Divorcio. El pasado mes de septiembre el gobierno presentaba un anteproyecto en el que, con otras palabras, se institucionalizaba el repudio; con diversas matizaciones, el veintiséis de noviembre, el Consejo de Ministros aprobaba el proyecto de Ley de Divorcio con el objetivo de hacerlo entrar en vigor en la primavera del próximo año. Una Ley que parte de una consideración del matrimonio muy distinta a la tradicional y que viene a defender una cultura del matrimonio alejada de las raíces cristianas.

Resulta habitual que, cuando otros países asumen como problema una realidad engendrada por la política seguida en las últimas décadas, el gobierno español se incorpore, no a los intentos de solución del mismo, sino a intentar favorecer, con denuedo, el incremento del mismo. Así ha acontecido con la planificación familiar, con la educación y ahora con la puesta en marcha de una nueva Ley de Divorcio.

Cuando los analistas subrayan que el incremento constante de las rupturas familiares está generando una amplia problemática humana y socioeconómica, de la que sólo estamos viendo aflorar una mínima parte; cuando se plantea la necesidad de impulsar políticas en apoyo y defensa de la familia surgida del vínculo matrimonial tradicional, la clase política de la Europa Comunitaria parece contentarse con simples declaraciones, en el caso de los grupos conservadores, o impulsando políticas que contribuyan a acelerar el proceso de destrucción del modelo matrimonial familiar, como es el caso de la izquierda. Y ello, a pesar de que la moderna sociología considera que los matrimonios estables son los que asientan una sociedad permitiéndole alcanzar mayores niveles de calidad de vida.

Hoy nos encontramos inmersos en una sociedad donde se está imponiendo una cultura, mejor dicho una anticultura, del matrimonio y la familia basada en la provisionalidad, en la falta de entrega y renuncia, en la exaltación del individualismo aún dentro del proyecto familiar y en la concesión de una falsa primacía de la libertad del individuo frente al conjunto de derechos y deberes que implica, independientemente del credo religioso o moral, el matrimonio que engendra la familia.

Las consecuencias de estos nuevos parámetros culturales son preocupantes. En la Unión Europea, los matrimonios han caído, en los últimos años, más de tres puntos por cada mil habitantes (teniendo presente, además, el incremento de población y las tendencias más tradicionales de amplios grupos de inmigrantes), pasando de ocho a cinco por mil, mientras que los divorcios han triplicado su número pasando del 0.5 al 1.8 por mil. España se ha incorporado con fuerza a este proceso, alcanzando niveles europeos con cifras situadas en torno al cinco por mil habitantes en el caso de los matrimonios, pero con un constante incremento de las rupturas matrimoniales que ya se sitúan en las cifras de ciento cincuenta mil anules, hasta tal punto que, en algunos lugares, el número de rupturas supera al de matrimonios; crecimiento que se ha acelerado en los últimos años con tasas de incremento superiores al 15% sobre el año precedente.

Desde la aprobación, en 1981, del divorcio en España, por obra de un partido de inspiración cristiana con amplia presencia democristiana, se han roto más de un millón y medio de hogares, con un crecimiento acusado en la década de los noventa, con las consecuencias personales, sociales y económicas que esto conlleva: incremento actual y sobre todo futuro de los gastos sociales, situaciones de dependencia más graves que las anteriores, problemas sicológicos y conductuales en las parejas divorciadas y, especialmente, en los hijos, inestabilidad social, caída demográfica…

Aunque son muchos los que suelen rehuir el debate sobre los efectos negativos que las rupturas matrimoniales conllevan, la realidad es que estos existen. Por ello, el Consejo de Europa (1980) se vio obligado a impulsar una serie de recomendaciones a los gobiernos de los países entonces miembros para que trataran de paliar e invertir el proceso de destrucción familiar a través de la puesta en marcha de políticas capaces de solventar los problemas, muchas veces externos, responsables de tantas rupturas matrimoniales, así como la creación de los denominados Centros de Orientación y Terapia Familiar, cuya misión sería tratar de solventar los problemas, no a través del divorcio, sino promocionando la reconciliación. Pero la realidad es que los gobiernos de izquierda han obviado la recomendación y los conservadores no se han atrevido a poner en marcha campañas y centros para atajar el mal que es, por el fracaso que conlleva, toda ruptura matrimonial. Lo único vigente son unos vetustos centros de atención pos-divorcio que se ocupan de casos extremos.

Sólo teniendo una visión muy laxa de lo que las recomendaciones del Consejo de Europa indicaban, los gestores de la Ley de Divorcio que se va a reformar podrían entender que las restricciones incluidas en la ley contribuían a limitar el número de rupturas, e incluso a hacer posible, a través del doble tiempo (separación como paso previo al divorcio), primero separación reflexiva y después divorcio, la posible y deseable reconciliación. Si bien es cierto que más de doscientas mil parejas se reconciliaron en ese tiempo desde la puesta en marcha de la ley, no es menos cierto que entre un 75% y un 80% no lo hicieron. Magra excusa para quienes habían prometido, en la campaña electoral de 1979, por boca de un ministro al que tuve la suerte de escuchar, que la UCD no autorizaría el divorcio en España.

Si la antigua ley reconocía el matrimonio tradicional pero se amparaba en la necesidad de regular la realidad de las rupturas matrimoniales, la nueva ley socialista se eleva sobre un concepto muy distinto del matrimonio al heredado de la tradición cristiana, aun cuando hoy, en amplias capas sociales esté reducido a su aditamento cultural. Con esta ley, el socialismo pretende avanzar en su programa laicista, entrando ahora en el terreno del matrimonio y, por consecuencia, en el de la institución familiar.

En la presentación del proyecto de Ley de Divorcio el gobierno fue muy explícito a indicar que con la ley se pretendía hacer posible que la “libertad tenga su más adecuado reflejo en el matrimonio”, situando al individuo por encima del proyecto en común que es el matrimonio, consagrando la individualidad sobre la comunidad y haciendo desaparecer, con la unilateralidad que hace posible la ruptura del vínculo, los derechos del otro y sobre todo la noción cristiana de la entrega mutua. De ahí que, superponiendo la individualidad, los derechos del uno por encima de los derechos de los dos al constituirse en comunidad, a cualquier otra consideración se pueda afirmar, demagógicamente, que el divorcio socialista viene a erradicar la culpabilidad en la ruptura al crear una figura jurídica en la que no existe ni responsabilidad ni culpabilidad.

Con la ley, el socialismo, pretende asentar la nueva cultura del matrimonio trivializando la unión hasta niveles máximos, destruyendo la vocación de permanencia y sustituyéndola por la provisionalidad. Con ello se propicia el desarrollo de una multiplicidad de modelos familiares que no sólo destruyen el modelo familiar de raíz cristiana sino que además abocan a la sociedad a profundos cambios que, sin duda, acrecentarán tanto su inestabilidad como su insatisfacción.

La unilateralidad en la decisión, junto con la desaparición de la separación como condición previa, son, sin duda, las dos grandes innovaciones de una ley que ha merecido la calificación, por parte del Consejo General del Poder Judicial, de “aberración jurídica”; una ley que se basa en la indefensión de las partes. La ley equivale a la institucionalización del repudio pues sólo con la voluntad de uno de los cónyuges es suficiente para, con acuerdo sin él, proceder a la ruptura del vínculo; promocionando, al mismo tiempo, que las crisis personales que toda ruptura conllevan induzcan al asentamiento de nuevas relaciones que impidan la reconciliación.

El ataque a la institución familiar en su forma tradicional parece ser la única guía de una ley que, además, presenta numerosas fisuras recubiertas con grandes dosis de demagogia ya que no sólo no preserva a los menores de los riesgos de ser moneda de cambio en los procesos de ruptura (custodia compartida) sino que, además, invita al pleito continuo para la revisión de los acuerdos, incluyendo el convenio regulador suscrito o no con respecto a los hijos, entre los cónyuges.

Nos encontramos ante una Ley que, sin duda, lo único que hará, al igual que ha sucedido en otros países, será incrementar el número de rupturas matrimoniales en España al asentar la provisionalidad como principal característica del nuevo matrimonio.

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Francisco Torres

 

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