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Feliz Navidad, es decir encarnación del Verbo para, hecho Hombre, salvar a la Humanidad


artículo en audio
La batalla global entre las Culturas de la Vida y de la Muerte

por Víctor E. Lapegna, Luis F. Calviño y Rodolfo Iribarne

El mundo de hoy asiste a una batalla global entre quienes somos partidarios de la cultura de la vida y los adherentes a la cultura de la muerte y los cinco principales frentes de esa batalla son el aborto, la eutanasia, el terrorismo, la drogadicción y la homosexualidad. La multiplicación de las personas e instituciones que practican, proponen, avalan o consienten esas cinco formas del comportamiento humano contrarias a la vida da cuenta del severo malestar que padece la cultura actual. Contra esa tendencia tiende a formarse un creciente movimiento reactivo que se hace cargo de reivindicar la vida, lo que antes era obvio y hoy resulta necesario

El debate en torno de la vida, la agonía y la muerte de Terri Schindler Schiavo, suscitado en los Estados Unidos y extendido a todo el mundo por una parte, y por la otra la polémica respecto del aborto que se avivó en la Argentina a partir del conflicto con los católicos argentinos y con la Santa Sede que el gobierno del presidente Néstor Kirchner generó, son episodios que forman parte de un cuadro más general y que merecen ser considerados en conjunto [1].

Puede decirse de esos casos que son combate de la batalla global que se libra en el mundo de hoy entre el Partido de la Cultura de la Muerte que integran quienes practican, proponen, avalan o consienten el aborto, la eutanasia, el terrorismo, la drogadicción y la homosexualidad, y quienes nos alineamos en el Partido de la Cultura de la Vida, que nos oponemos al ejercicio, la difusión, la aceptación o la legalización de cualesquiera de esos ataques a la vida humana, cuya dignidad desde la concepción hasta la muerte natural consideramos sagrada.

Es cierto que esos cinco comportamientos humanos contrarios a la vida siempre estuvieron presentes en la historia humana, pero no lo es menos que en el pasado, al menos desde que el Imperio Romano adoptó la moral cristiana como propia y hasta la década de 1960, suscitaban una condena social y cultural casi unánime, en tanto que ahora esa condena tiende a atenuarse o a ser dejada del todo de lado.

Desde la galaxia del “progresismo” –que tiende a ser una suerte de “pensamiento único” en el sistema académico y en los medios de comunicación de la Argentina y de buena parte del mundo- se podrá cuestionar estas afirmaciones aduciendo que la pobreza y el hambre también atentan contra la vida y crean un caldo de cultivo que puede favorecer otros comportamientos pecaminosos contrarios a la vida.

Nos anticipamos a responder que es un hecho que nadie puede negar, por “progresista” que sea, que no hay quien postule aceptar y tolerar los actuales niveles de pobreza y hambre como una “realidad natural” y hasta elogiable, cosa que sí sucede con el terrorismo, el aborto, la drogadicción, la eutanasia y la homosexualidad.

Resulta innegable que la magnitud de pobreza y el hambre que aún se registra en el mundo suscita un rechazo cultural y social que, al menos en las palabras, es unánime y son muchas las voces que llaman a reducir los alcances que hoy tienen la pobreza y el hambre e incluso a eliminarles hasta donde sea eso posible, estando esos llamados inspirados en concepciones diversas que llevan a postular alcanzar ese objetivo por medios y con propuestas diferentes.

Por lo demás, ha de observarse que entre quienes promovemos la cultura de la vida y quienes aceptan la cultura de la muerte coexistimos personas con concepciones religiosas, filosóficas e ideológicas tan diversas cuanto lo son nuestras posiciones políticas, sociales y económicas.

Pero, por encima de esa heterogeneidad, a quienes integramos uno u otro sector nos une y nos separa la adhesión en alguna forma o la oposición en todas las formas a esas cinco amenazas a la continuidad de la vida humana.

Dada la relación de esta contienda con la cuestión de los denominados derechos humanos, puede ser conveniente precisar que los mismos se derivan de los esenciales derechos naturales a la vida, a la libertad y a la propiedad y que esos derechos naturales esenciales, en un el plano ontológico –es decir, propio del ser– son inescindibles y se condicionan mutuamente y así es que, por caso, sin el ejercicio pleno de los derechos a la libertad y a la propiedad, la vida humana no alcanza la dignidad que le es debida

La unicidad de estos tres derechos naturales debió quedar dramáticamente probada en el siglo pasado con la experiencia de los sistemas comunista y nacionalsocialista que, a partir de distorsionar o anular los derechos a la libertad y a la propiedad, llegaron a negar también el derecho a la vida y a establecer regímenes criminales.

Pero la condición unívoca de estos tres derechos humanos esenciales no invalida aceptar que el derecho a la vida tiene una jerarquía diferente y superior ya que, como es obvio, se puede vivir (aunque muy mal, casi inhumanamente) sin libertad ni propiedad, pero a quien le es quitada la vida le es imposible ejercer ningún grado de libertad o propiedad.

Por tanto, es una contradicción insostenible querer autorizar el agravio a la vida que representan el aborto, la eutanasia, el terrorismo, la drogadicción y la homosexualidad en nombre del ejercicio del derecho natural a la libertad.

Nuestra absoluta oposición a las iniciativas que pretenden legalizar algunos de esos comportamientos contrarios a la vida y por ende opuestos a la moral natural, entre otros fundamentos, se apoyan en que la ley contribuye a crear una forma de la moral y el común de la gente, por lo general, tiende a aceptar que lo que autoriza la ley es moralmente lícito, lo que en estos casos es de una falacia manifiesta.

Cinco amenzas a la Vida

Aunque debiera ser obvio que la práctica del aborto, la eutanasia, el terrorismo, la drogadicción y la homosexualidad son actitudes contrarias a la vida, en esta época parece haberse tornado necesario que eso se explique.

a) El aborto

Comenzamos por ratificar que el aborto es un crimen abominable contra la vida ya que provoca la muerte a la más indefensa criatura cuando está en el seno materno, siendo la víctima una persona diferenciada de su madre y de su padre como se constata en el hecho que, ya desde su concepción, está dotada de un ADN propio, único e irrepetible que prueba de modo irrefutable su identidad humana autónoma.

Es sabido que en la historia siempre se incurrió en la práctica del aborto, pero también puede constatarse que hasta la década de 1960 era este un crimen secreto y vergonzante, que recibía una condena moral unánime de la sociedad, mientras que en los últimos 40 años se instaló una corriente de opinión cada vez más amplia que propugna consentir y legalizar esa forma de asesinato.

Ese avance marchó pari passu con la difusión cada vez más universal de prácticas contraconceptivas –en especial a partir del uso masivo de la píldora y de otros métodos que evitan el embarazo– que contribuyeron a impulsar la revolución sexual que se produjo en Occidente en la segunda mitad del siglo XX, trayendo consigo una profunda transformación de muchos de los usos, costumbres y valores que regían los cuatro sistemas de relación de las personas (los vínculos con Dios, con las demás personas, consigo mismo y con la naturaleza y las cosas) que configuran la identidad humana.

Hasta la década de 1990, las principales resistencias institucionales y organizadas que tuvieron que enfrentar quienes propugnaban una actitud complaciente hacia la contracepción y el aborto, procedieron de las tres grandes religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo e islamismo).

Vale mencionar que, según informaciones estadísticas confiables, para el año 2.000 en el mundo había 1.200.653.000 musulmanes, 1.132.541.500 católicos, 589.327.000 cristianos protestantes, 199.819.000 cristianos ortodoxos y 20.173.600 judíos, con lo que resulta que al inicio del siglo XXI las tres grandes religiones monoteístas congregaban alrededor de 3.142.514.100 personas, lo que en grandes números representa algo más de la mitad de la población mundial, estando concentrada gran parte de la otra mitad de los habitantes del planeta en China y la India, países en los que quienes profesan las tres religiones monoteístas tienen una presencia minoritaria.

No obstante esa resistencia desde el ámbito religioso, ha de admitirse que las posiciones neomalthusianas de quienes postulan como “solución” de los problemas sociales del mundo (como la pobreza) la reducción de la tasa de natalidad y que para ello promueven programas y políticas contraconceptivas –incluso la legalización del aborto– para reducir la población mundial, ganaron un amplio espacio institucional en muchos gobiernos y en organismos multinacionales como, por ejemplo, las Naciones Unidas y el Banco Mundial.

Siguiendo el argumento de quienes pretenden justificar que se legalice el aborto según el cual así se daría acceso a las mujeres embarazadas más pobres a la posibilidad de hacer matar a la criatura que llevan en su seno en condiciones de higiene y salubridad, esos sectores también deberían promover una ley que autorice a las mujeres pobres a llevar a sus hijos ya nacidos a los hospitales públicos para que ahí se los mate mediante algún método indoloro e instantáneo, para así evitar que esos niños tengan que padecer los sufrimientos de la pobreza, que en algunos casos también causan su muerte prematura.

Como puede verse, el desarrollo al extremo del razonamiento de los neomalthusianos que proponen legalizar el aborto lleva al absurdo, lo que ya había sido percibido en el siglo XVIII por el escritor y sacerdote católico irlandés Jonathan Swift, quien obtuvo celebridad por sus novelas acerca de los viajes de Gulliver.

Swift escribió un opúsculo satírico al que tituló “Una Modesta Proposición”, exponiendo diversas recetas para matar y cocinar, como si fueran ganado, a los niños pobres de Londres, que en la primera etapa de la Revolución Industrial se multiplicaban en esa ciudad inglesa y de ese modo el autor mostró el absurdo que contenían in noce las teorías que iba a proponer Malthus para resolver el problema social que representaba la cantidad de criaturas pobres.

Del mismo modo, en absoluta coherencia con el abortismo y en tren de eliminar la pobreza y ahorrar en gastos, se podría legítimamente asesinar ancianos como en “Diario de la guerra del cerdo”, la novela de Adolfo Bioy Casares.

Por lo demás, el revival del malthusianismo que inspira a las políticas de los organismos multinacionales se vio estimulado por el hecho de que muchas de esas concepciones fueron adoptadas como propias por los gobernantes de Estados Unidos que sucedieron a Dwight Eisenhower en la Casa Blanca a partir de 1960.

En ese aspecto merece prestarse atención al caso del Banco Mundial, en el cual las posturas que promovían la contracepción como política de desarrollo social fueron establecidas por Robert Mc Namara, quien presidió esa institución hace unos 40 años.

Ese dato es interesante para los argentinos porque el apoyo financiero de esa entidad constituye una abultada porción del presupuesto que maneja el Ministerio de Salud Pública de la Argentina, lo que puede ayudar a entender que su actual titular, Ginés González García, se haya convertido en defensor de la legalización del aborto diciendo que lo propone por “motivos sanitarios”, aunque cabe sospechar que lo hace por motivos financieros.

También merece tenerse en cuenta que el Programa Materno Infantil de ese Ministerio, que cuenta con financiación del Banco Mundial, fue acordado en la década de 1990 sin que haya sido preciso abdicar de la posición de principios de defensa de la vida desde la concepción hasta la muerte natural que tuvo el gobierno en esa década, lo que le llevó a ser el más firme aliado de la Santa Sede en todos los foros internacionales en los que se debatió este tema, oponiéndose incluso a los representantes que tenía entonces el gobierno de Estados Unidos en esos organismos, quienes tendían a adherir a las posturas antinatalistas que tenían como sus más firmes impulsores a países europeos, en especial los escandinavos [2].

Corresponde tener en cuenta que Paul Wolfowitz, flamante titular del Banco Mundial, es un partícipe prominente del sector llamado neoconservador del Partido Republicano, cuya adhesión al movimiento Pro Life (Pro Vida) que en ese país se opone activamente a la legalización del aborto es proverbial y no parece improbable que su gestión tienda a revisar los criterios antinatalistas que signaron la política del Banco en las últimas décadas.

Vaya esta consideración para decir que la posición pro aborto adoptada por el ministro González García, que mereció la precisa y valiente réplica de monseñor Antonio Baseotto, puede terminar siendo extemporánea y contradictoria con las nuevas tendencias que podrían instalarse en las políticas del Banco Mundial, ese vital sostén financiero de los presupuestos del Ministerio de Salud Pública.

Entre quienes pretenden justificar y legalizar el aborto también hay quienes argumentan, desde un sedicente feminismo, que no se debe negar a las mujeres embarazadas la libertad de disponer de su propio cuerpo, sobre el que tienen una plena propiedad.

Aún si se aceptara que las mujeres que consienten abortar lo hacen en pleno ejercicio de su libertad –lo que, en muchos casos, es al menos discutible– es evidente que el ejercicio de esa libertad no puede extenderse hasta poder disponer del cuerpo de otra persona, que es el ser que llevan en su seno, al extremo de consentir que sea asesinado.

Debería ser innecesario explicar que el ejercicio de los derechos naturales a la vida, a la libertad y a la propiedad tienen la limitación de no impedir a otros el ejercicio de esos mismos derechos y por tanto es inaceptable y hasta ilógico, por tomar el ejemplo extremo, que se quiera reparar el gravísimo daño que sufre toda mujer violada mediante el asesinato de la criatura que se engendró en el acto criminal de la violación.

b) La eutanasia

De la eutanasia y, en general de toda forma de suicidio, diremos que los consideramos, inadmisible e innecesario por cuanto una muerte digna no es una muerte rápida, instantánea, sino que es morir respetado como persona.

Aún admitiendo que no sabemos a ciencia cierta si el sufrimiento es innecesario y cuál es su propósito, basados en la teoría del duelo es válido aceptar que un sufrimiento anticipado y controlado puede preparar al paciente para una muerte mejor y si se acortan los tiempos se disminuye la posibilidad de esa preparación.

La mejor solución para los pacientes terminales no es anticipar la muerte buscando acabar con una vida atormentada, sino ofrecer razones de esperanza y de sentido para el sufrimiento.

No queremos dejar de explicitar que también nos oponemos a la distanasia o prolongación artificial e innecesaria de la agonía de algunos pacientes terminales, por entender que es contraria a la exigencia del buen morir.

Hace no mucho tiempo atrás, ocuparse de exponer estos argumento resultaba inútil por cuanto eran de una evidencia casi tautológica en casi todas las culturas del mundo, pero han comenzado a dejar de serlo y uno de los reflejos de ello es, como se dijo antes, que haya jueces, legisladores y toda una corriente de la opinión pública en los Estados Unidos y en el mundo que consideran aceptable y hasta deseable que Terri Schiavo haya sido condenada a morir de sed y de hambre, como si dar de comer al hambriento y de beber al sediento fuesen modos de encarnizamiento terapéutico.

En el clima moral que existía en Estados Unidos y el mundo antes de la década de 1960 es poco probable que alguien se hubiera atrevido siquiera a sugerir en público esta posibilidad, que ahora cuenta con el beneplácito de los tribunales judiciales estadounidenses y de una porción de la opinión pública.

Sin embargo, en tiempos recientes se ha reavivado el espíritu de lucha por la cultura de la vida en los Estados Unidos. El caso Schiavo evidencia la creciente preponderancia de los movimientos religiosos conservadores en la política estadounidense (recuérdese la oposición al matrimonio entre personas del mismo género y las restricciones a la investigación sobre células madre) que se han encolumnado tras la convocatoria del presidente Bush a involucrarse mucho más activamente en cuestiones de política social (faith-based initiative), de la cual mucho se habló antes de las elecciones de noviembre último.

Es llamativo además que el caso Schiavo se haya transformado en una cuestión transpartidaria, toda vez que medio centenar de legisladores demócratas votaron junto a los republicanos y algunas figuras asociadas al Partido Demócrata (como Jesse Jackson) se opusieron a dejar morir a la joven de Florida. Por otra parte, coincidieron en el apoyo a la posición del presidente Bush los católicos conservadores y los evangelistas.

c) El terrorismo

En lo que hace al terrorismo, es sabido que se trata de un brutal método de lucha tan viejo como la guerra, pero una de las novedades de este tiempo es que la apelación a ese recurso criminal puede llegar a poner en riesgo la subsistencia misma de buena parte del género humano, dado que los terroristas pueden acceder y utilizar armas nucleares, biológicas y químicas que tienen una letalidad y una capacidad de destrucción masiva nunca antes conocida.

Ese peligro había sido anticipado hace ya más de un quinquenio en un artículo titulado "El Terrorismo Postmoderno" de Walter Laqueur, presidente del Consejo Internacional de Investigación del Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales, en el que se advertía: "Es posible que de 100 intentos de super violencia terrorista 99 fracasen, pero uno solo que tenga éxito podría dejar muchas más víctimas, producir más daño material y desatar un pánico más grande que cualquier otra cosa que el mundo ha experimentado hasta ahora".

De ahí que hoy, más que nunca antes, sean inaceptables ciertas actitudes tolerantes hacia las prácticas terroristas, que en el pasado reciente algunos se permitían adoptar respecto de quienes apelaban al terrorismo con diversos argumentos de reivindicación nacional o político-social.

Hoy es del todo evidente que el blanco directo y desembozado al que apuntan los principales ataques de los núcleos más peligrosos y activos del terrorismo es la democracia y ya el odio al sistema democrático de vida y a la libertad, que inspira a la acción criminal del terrorismo, no puede ser encubierto con alegatos nacionales o sociales.

No obstante, tal vez por aquello de que “la mejor trampa del diablo es hacernos creer que no existe”, no faltan quienes creen, pretenden creer o quieren hacer creer que son “guerreros de la libertad” los narcoterroristas de la Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, los fanáticos que perpetraron ataques criminales como los atentados contra las Torres Gemelas en Estados Unidos o la estación de Atocha en España por mencionar los más conocidos, las bandas que pretenden reinstalar en Irak una dictadura como la que, bajo Saddam Hussein ejercía el partido de tendencia socialista “Baas” y atacaron mediante actos terroristas al pueblo de iraquí que acudió masivamente a votar en las primeras elecciones libres que se realizaron ahí.

El terrorismo, en una de sus formas más perversas, recurre al suicidio de sus partidarios llegándose así a estadios de absoluto desprecio por la vida, que incluyen la utilización de niños para realizar atentados.

Ha de tenerse en cuenta que las tendencias llamadas “fundamentalistas” que inspiran a algunos de las organizaciones terroristas más peligrosas, pueden entenderse como una reacción de resistencia a la exclusión de la religión del ámbito público y a la total desvinculación del Estado y la vida pública respecto de Dios que tienden a adoptar muchos países del mundo y esa reacción resistente tiende a apelar a una politización de la religión que, en sus extremos más desesperados, lleva a la violencia y al crimen.

En verdad, el objetivo de estas tendencias no es volver a algún pasado en el que Dios regía la vida pública de la sociedad, sino imponer una surte de reconversión religiosa del mundo, restaurando la soberanía de Dios sobre el Estado y recuperando el papel integrador e integral de la religión en la sociedad (de ahí que el término integrismo se use como equivalente a fundamentalismo).

Ese fundamentalismo, curiosamente, recurre a los instrumentos de la modernidad para enfrentarla y, al politizarla, rebaja la religión a la condición de una ideología con Dios, con la que viene a querer llenar el vacío creado por el ocaso del marxismo, que elevaba la ideología a la condición de una religión sin Dios.

Por ello, parafraseando a la tesis leninistas que caracterizaban al imperialismo como la fase superior del capitalismo, se podría definir al fundamentalismo como la fase superior del totalitarismo marxista o nacionalsocialista, en tanto los grupos de esa condición que apelan al terrorismo (sean judíos, cristianos o musulmanes) tienen como objetivo imponer al resto de la sociedad su voluntad, a la que consideran expresión de la voluntad divina, ejerciendo toda la violencia que se requiera para lograrlo. No era otra cosa lo que postulaban Marx, Lenin, Stalin, Hitler y Mussolini, salvo que situaban a sus ideologías donde estos fundamentalistas colocan a Dios.

Desde esta perspectiva se podrían aplicar al terrorismo algunas de las observaciones que Hannah Arendt hiciera del totalitarismo y sus crímenes en cuanto percibía una “objetivación” o “cosificación” que se produce tanto en las víctimas como en los verdugos, ya que estos se muestran acríticos respecto de sus acciones, que justifican con frases hechas. Los vídeos que graban los terroristas antes de hacerse volar por los aires muestran una “mecanización” similar a la que se pudo observar en el caso Eichmann.

Por otra parte, Hannah Arendt apuntaba a la “banalidad del mal” y los verdugos terroristas tienden a mostrarse a sí mismos como “buenos chicos” en la vida privada, que se limitan a cumplir con su deber o con las consignas y basta, lo que se hace posible porque existe un medio histórico o una colectividad social que los ampara y en el cual ese tipo de acciones y comportamientos son aceptados y considerados normales.

Por fin, queremos citar textualmente lo que acerca de este tema establece El Catecismo de la Iglesia Católica. “Una guerra de agresión es intrínsecamente inmoral. En el trágico caso en el que se desencadenara, los responsables de un Estado agredido tienen el derecho y el deber de organizar la defensa, utilizando también la fuerza de las armas (numeral 2265). Para que sea lícito el uso de la fuerza, debe respetar algunas condiciones rigurosas: Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto; Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces; Que se reúnan condiciones serias de éxito; Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición. Estos son los elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la "guerra justa". La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de quienes están a cargo del bien común» (numeral 2309).

d) La drogadicción

La adicción a las drogas, también a partir de la década de 1960, pasó de ser una experiencia limitada a círculos restringidos para convertirse en un importante componente que está presente en la cultura urbana contemporánea de las ciudades de casi todos los países del mundo.

Esa masificación del uso de drogas y el surgimiento de toda una subcultura vinculada a ello es un síntoma de la enfermedad que padece la sociedad contemporánea, que induce a recurrir a la química para tratar de evadirse de la realidad o encontrar una sensación de omnipotencia que permita encubrir una debilidad severa en la estructura de la personalidad.

Aunque no quisiéramos incurrir en psicologismos facilistas, ha de admitirse que las patologías de la personalidad que inducen a la adicción a las drogas constituyen una notoria epidemia. Si así no fuera, no se podría explicar que la venta al menudeo de cocaína, marihuana heroína y otras drogas prohibidas permitan recaudar unos 500 mil millones de dólares cada año, con lo que ese comercio llegó a ser un negocio que permite la rápida acumulación de riqueza y poder a los narcotraficantes y a sus cómplices en los ámbitos financieros, políticos, policiales, militares, periodísticos, intelectuales, etc.

Parece evidente que en tanto no se produzcan transformaciones que conduzcan a reducir la magnitud epidémica de las patologías psicosociales que inducen al consumo indebido de esas sustancias, los esfuerzos que los gobiernos destinan a combatir la producción y el tráfico de drogas prohibidas van a tener resultados modestos en términos de morigerar los efectos de esa amenaza.

Claro que la conclusión lógica de esa evidencia debería ser la formulación y aplicación de medidas adecuadas y de fondo que tiendan a reducir el consumo y no a legalizarlo, que es lo que proponen muchos integrantes del universo “progresista” y también personajes tan lejanos de esa galaxia como es el caso de Milton Friedman, el economista de la Universidad de Chicago que es tenido como epítome del llamado neoliberalismo.

Ambos sectores constatan que la lucha de los organismos estatales de prevención y represión del narcotráfico es muy costosa, que sus resultados no son todo lo exitosos que sería deseable y que en algunos casos los encargados de perseguirlos se convierten en cómplices de los narcotraficantes.

Los “progresistas”, a partir de esa constatación, reiteran sus sempiternos discursos contra todas y cada una de las acciones de las fuerzas policiales y de seguridad, en nombre de una falaz y sedicente “libertad”.

Por su parte, Friedman y quienes coinciden con él proponen legalizar el consumo y comercio de algunas drogas a fin de “blanquear” un negocio que, de todos modos, resulta inevitable y posibilitar así un mayor control del mismo, además de recaudar impuestos.

Como puede verse, al igual que en las otras cuatro formas de atacar la vida aquí consideradas, para proponer que se legalicen las drogas actualmente prohibidas, los integrantes del partido de la cultura de la muerte apelan al siguiente sofisma: la lucha contra el narcotráfico no es eficaz, por tanto pongámosle fin haciéndolo legal.

Como es obvio, el mismo sofisma podría aplicarse a tantos objetivos deseables en los que las sociedades no llegan a alcanzar los resultados anhelados (el combate contra muchos delitos, la reducción de la pobreza, la búsqueda de la paz, etc.), pese a lo cual nadie en su sano juicio propone cejar en el intento.

e) La homosexualidad

En cuanto a la homosexualidad, es un comportamiento desviado de la sexualidad humana que, si bien en la antigüedad ha tenido algunos apologetas, su disvalor fue manifiesto en la misma Grecia con la carga del cruel destino de su introductor que fue Layo, el padre de Edipo y ya en el relato bíblico de Sodoma y Gomorra nos muestran percepciones análogas de censura a su práctica.

Como fuere, es evidente la creciente corriente que promueve que el ejercicio de la homosexualidad sea aceptado como una opción de vida normal y natural, lo que se refleja, entre otras disposiciones, en la novedosa legalización tanto de “matrimonios” homosexuales cuanto de adopciones de niños por parejas del mismo sexo.

Aún a riesgo de que se nos tenga por “homofóbicos”, queremos recordar que a todas las personas la vida nos es dada por la unión de otras dos personas y que, sin desconocer los amplísimos avances logrados recientemente en genética y biología, no se llegó y no creemos posible que nunca se llegue a anular la necesidad de que haya espermatozoides humanos masculinos que fecundan a un óvulo humano femenino para que se realice el proceso energético y material que genera una nueva vida humana.

Este hecho, cuya evidencia están obligados a aceptar incluso quienes ignoran o rechazan toda religiosidad o cualquier dimensión espiritual o social a la condición humana, por una parte desmiente al individualismo absoluto desde nuestro origen vital mismo ya que la unión solidaria entre un hombre y una mujer es la condición imprescindible para que todo ser humano pueda ser traído a la vida y nacer al mundo.

En otros términos, se puede morir solo, pero es imposible nacer solo y tampoco puede generar vida humana la unión de dos hombres o de dos mujeres, por amoroso que pudiera ser ese vínculo.

Dada esta inmodificable verdad natural, la pretensión de equiparar a una pareja homosexual con el matrimonio de hombre y mujer mediante disposiciones legales resulta tan absurdo como querer anular la ley de gravedad mediante un decreto.

Lo dicho hasta aquí no impide reconocer que la persona homosexual deba ser plenamente respetada en su dignidad. Pero promover ese respeto no significa legitimar comportamientos que no están en conformidad con la ley natural, ni reconocer un derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo, con la consiguiente equiparación de su unión a la familia ya que, al poner la unión homosexual en un plano jurídico análogo al del matrimonio o la familia, el Estado actúa arbitrariamente y entra en contradicción con sus propios deberes.

En términos generales, valga precisar que nuestro absoluto rechazo y completa intransigencia contra la práctica, la legalización, la aceptación o la tolerancia respecto del aborto, la eutanasia, el terrorismo, la drogadicción y la homosexualidad, lejos está de extenderse a quienes incurren en esas prácticas, quienes suelen ser víctimas de sus propias acciones contra la vida y en este sentido tratamos de aplicar la máxima de San Agustín que exhortaba a “odiar al pecado y amar al pecador”.

¿Qué lleva a adherir al Partido de la Cultura de la Muerte

Nos resistimos a aceptar que los muchos adherentes al partido de la cultura de la muerte sean todos perversos enemigos de la vida y nos parece más sensato y misericordioso suponer que la mayoría de ellos han de ser buenas personas equivocadas y creen estar animados de las mejores intenciones por lo que, además de evocar el refrán que dice que “el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones”, corresponde intentar entender los motivos que les llevaron a caer en la tanatofilia.

En ese intento partimos de percibir que la expansión de estas cinco formas de ataque a la vida se sustenta en el creciente debilitamiento del sentido de la vida, una de las más graves enfermedades de la cultura contemporánea que, en no pocos casos, llega a la pérdida total de ese sentido y en referencia a ese malestar de la cultura nos parece apropiado citar a tres pensadores que pueden servir de guía en este intento de elucidación.

Las primeras citas son de Juan Domingo Perón quien, ya en 1949, advertía que “la marcha fatigosa y rápida de la evolución social, como de la económica, han trastornado los habituales paisajes de la conciencia” y que “del desastre brota el heroísmo, pero brota también la desesperación, cuando se han perdido dos cosas: la finalidad y la norma. Lo que produce la náusea es el desencanto, y lo que puede devolver al hombre la actitud combativa es la fe en su misión, en lo individual, en lo familiar y en lo colectivo [3].

Acerca del mismo tema, en una rica obra publicada 20 años después de que Perón escribiera lo antes citado, el sociólogo estadounidense Daniel Bell, al considerar la crisis cultural que percibía diagnosticaba que “el problema real de la modernidad es el de la creencia. Para usar una expresión anticuada, es una crisis espiritual, pues los nuevos asideros han demostrado ser ilusorios y los viejos han quedado sumergidos. Es una situación que nos lleva de vuelta al nihilismo; a falta de un pasado o un futuro, sólo hay un vacío” [4] .

Por su parte el Sumo Pontífice Juan Pablo II, en su encíclica Fe y Razón , actualiza las advertencias de Perón y de Bell al afirmar que “como consecuencia de la crisis del racionalismo, ha cobrado entidad el nihilismo. Como filosofía de la nada, logra tener un cierto atractivo entre nuestros contemporáneos. (...) En la interpretación nihilista la existencia es sólo una oportunidad para sensaciones y experiencias en las que tiene primacía lo efímero. El nihilismo está en el origen de la difundida mentalidad según la cual no se debe asumir ningún compromiso definitivo, ya que todo es fugaz y provisional [5].

El malestar cultural y espiritual del mundo actual que se manifiesta en la ola global de aceptación y tolerancia sociocultural del aborto, la eutanasia, el terrorismo, la drogadicción y la homosexualidad se apoya, además, en un creciente relativismo moral que banaliza a la vida y a la muerte, niega la condición sagrada de la primera y teme a la segunda como el fin de todo y se expresa en varios y severos síntomas, entre los cuales cabe mencionar los siguientes:

- Una creciente tendencia a que los vínculos de las personas con la realidad en general y en especial con las otras personas sean menos permanentes y profundos y más efímeros y superficiales, entre cuyos efectos destaca el debilitamiento de la familia.

- Una percepción distorsionada del tiempo causada por la dificultad humanas para aprehender en su interioridad el ritmo acelerado de los cambios exteriores, en especial los generados por las fenomenales transformaciones suscitadas por la ciencia y la tecnología.

- Una creciente renuencia a asumir las responsabilidades individuales que son propias de la vida (por dar apenas un ejemplo, es perceptible que muchas familias buscan desentenderse de la educación de los hijos y delegarla por completo en las instituciones escolares o en la televisión).

- Un extendido hedonismo que induce a rechazar al sufrimiento como un componente inevitable de la experiencia vital que dista de ser inútil.

- El ocaso del sentido trascendente de la vida, que reinstaló con agudeza un miedo enfermizo a la muerte entre cuyos efectos indirectos está el rechazo de los ancianos – tal vez porque son testigos incómodos de la inevitabilidad del camino humano hacia una muerte terrenal que en ellos está más cercana – y el culto a la juventud, entre cuyas manifestaciones más frívolas pueden citarse la creciente recurrencia a la cirugía estética o la vestimenta “informal” que tienden a adoptar los adultos, imitando a los jóvenes.

- El deterioro de la identidad personal y la adopción de un modo de vida cotidiana menos humano que padecen muchos de los que migraron desde el campo y desde ciudades pequeñas y medianas a las megalópolis contemporáneas, acerca de lo cual Samuel P. Huntington afirma que "a nivel individual, las migraciones de personas hacia ciudades, escenarios sociales y ocupaciones desconocidas, destruyen los vínculos locales tradicionales, generan sentimientos de alienación y provocan crisis de identidad para las que la religión, con frecuencia, ofrece una respuesta”.

- La secularización y desacralización de la sociedad, que condujo a la pérdida del sentido de lo sagrado y de lo santo y a que el hombre recurra menos a la religión que a la ciencia para encontrar las seguridades que necesita para vivir.

Sin que este diagnóstico pretenda ser completo o exhaustivo, creemos que en estos síntomas de la enfermedad que padece la cultura contemporánea pueden encontrarse algunas de las causas del respaldo o la tolerancia hacia conductas contrarias a la vida como el aborto, la eutanasia, el terrorismo, la drogadicción y la homosexualidad que proponen los partidarios de la cultura de la muerte.

Las perspectivas de la batalla

Quienes estamos entre los defensores de la cultura de la vida y recibimos el don de la fe tenemos la certeza de que Jesucristo venció definitivamente a la muerte y por eso podemos librar esta batalla sabiendo que, más temprano o más tarde, obtendremos la victoria.

Pero existen, además, constataciones que no se apoyan en la fe sino en la observación de algunos datos de la realidad, que dan fundamentos a nuestra esperanza.

Entre esos datos de la realidad que afirman nuestra esperanza en la victoria no es el menor que Juan Pablo II haya sido y George W. Bush sea dos de los líderes más destacados del bando de quienes reivindicamos la cultura de la vida y combatimos la cultura de la muerte sean.

Es un hecho que, sin mengua de las muchas diferencias que existen entre el Papa y el Presidente de los Estados Unidos, hay en ambos notables coincidencia en sus palabras y sus hechos que tienden a una firme reivindicación de la cultura de la vida y una intransigente oposición al aborto, la eutanasia, el terrorismo, la drogadicción y la homosexualidad, en tanto son cinco formas de manifestación de la cultura de la muerte.

Es para nosotros evidente que Juan Pablo II, sin menoscabo de su condición de Vicario de Cristo, ha sido el líder internacional que ha reunido en sí más autoridad y a pesar de que es posible que la Santa Sede sea el Estado con menos fuerza militar de todos los que hay en el mundo, su máximo “gobernante” está dotado de una fortaleza espiritual que, además de venir de Aquel al que representa en la tierra y de sus propias condiciones personales, procede del amor que suscita en gran parte de la humanidad, lo que se expresa en esa consigna coreada por pueblos en todo el planeta que dice: “Juan Pablo Segundo, te quiere todo el mundo ”.

Tanto antes, cuando estaba dotado de salud y vitalidad físicas, como cuando lo abatían la enfermedad y el decaimiento físicos, Karol Woytila fue el testimonio de que es posible vivir y obrar conforme a las tres virtudes teologales –fe, esperanza y amor– y suscitar un respeto, reconocimiento y cariño casi universales.

Dotado de una formación intelectual y un talento político en el que se combinan la firmeza y la sutileza que evocan a Pío XII y un carisma y una simpatía que gana el afecto de las multitudes como sucediera con Juan XXIII, el extinto Papa fue un actor decisivo del proceso que condujo al colapso del comunismo y también un lúcido analista de ese proceso según puede constatarse en su encíclica Centessimus Annus, entre otros de los muchos y ricos textos que produjo en su largo papado.

No es nuestra intención hacer aquí la apología de Juan Pablo II y menos aún la exégesis de sus riquísimos aportes a la doctrina de la Iglesia, pero quisimos destacar apenas algunos de los elementos que ayudan a comprender la importancia y significación de que sea él uno de los más destacados, si no el más destacado, de los líderes del partido que formamos quienes reivindicamos la cultura de la vida y combatimos a la cultura de la muerte.

Es un dato más novedoso la alineación en este bando del presidente de los Estados Unidos y aunque, así como no quisimos hacer la apología de Juan Pablo II menos aún haremos la de George Walker Bush, es de tener en cuenta que, aún quienes le critican sin límites ni medida, no pueden menos que admitir que Bush gobierna el país que en el mundo de hoy tiene, por mucho, el mayor poder económico, financiero, tecnológico y militar.

Que Bush asumió la firme decisión de luchar contra el terrorismo hasta derrotarlo se hizo evidente a partir de su reacción frente a los ataques a su país del 11 de setiembre del 2000 y esa voluntad se consolidó a partir del claro respaldó que recibió del pueblo de Estados Unidos al ser reelegido para un segundo mandato presidencial.

Pero en lo que el actual presidente de los Estados Unidos y la corriente mayoritaria del Partido Republicano llamada “neoconservadora” que lo tiene como líder y cuyos representantes ocupan posiciones claves en su gobierno, más se diferenció de los anteriores ocupantes que tuvo la Casa Blanca desde 1960 fue en la posición adoptada frente al aborto, la eutanasia, la homosexualidad y la drogadicción.

Todos los que ejercieron la Presidencia de los Estados Unidos, desde John Kennedy hasta Bill Clinton – incluso los republicanos Richard Nixon y Ronald Reagan – tuvieron políticas de relativa complacencia frente a esos comportamientos contrarios a la vida, que oscilaron entre el respaldo más o menos explícito a aceptarlos como conductas tolerables y la resignación más o menos indiferente a tenerlas como un mal inevitable.

En contraste, Bush y la tendencia “neoconservadora” del Partido Republicano, proponen defender los derechos a la vida, a la libertad y a la propiedad a través de la expansión al mundo entero de la democracia política y la economía libre, rescata valores tradicionales como la Patria, la familia y la religiosidad, reivindica el carácter sagrado de la vida y se opone a la aceptación y tolerancia respecto las conductas que la niegan, como son el aborto, la eutanasia, el terrorismo, la drogadicción y la homosexualidad.

Esa propuesta fue claramente respaldada por la mayoría de los estadounidenses que votaron en gran número en las elecciones presidenciales del pasado noviembre, en cuyo resultado tuvo una influencia determinante la posición de los candidatos acerca de los valores que hacen a la cultura de la vida, según lo reconocieron todos los observadores, incluso los más adversos a los “neoconservadores” del Partido Republicano.

El respaldo electoral de la mayoría de los estadounidenses a quienes alzaron los valores propios de la cultura de la vida en base a principios religiosos, se compadece con la tradición de ese país, tan diferente de la que impregna la cosmovisión de los dirigentes europeos –quienes promueven una Constitución que desconoce las raíces cristianas de Europa– y también de la mayor parte de las clases dirigentes de América Latina, que ya desde el siglo XIX fueron moldeados en su conciencia por un marcado eurocentrismo y, en especial, por su adhesión al racionalismo lacisita de la Francia revolucionaria.

Al respecto vale citar una observación de Paul Johnson, quien menciona que “La diferencia esencial entre la Revolución norteamericana y la Revolución francesa es que la primera, en sus orígenes, fue un acontecimiento religioso, mientras que la segunda fue un acontecimiento antirreligioso. Ese hecho habría de moldear a la Revolución norteamericana de principio a fin y sería un factor determinante de la naturaleza del Estado independiente al que daría el ser” [6] .

El distanciamiento de Dios y de la religión asumidos por la mayoría de los estados europeos y latinoamericanos, llevó que el cardenal Joseph Ratzinger afirmara "que un estado que, por principios, se proclame agnóstico respecto de Dios y de la religión y que fundamente el derecho nada más que sobre la opinión de la mayoría, tiende desde adentro a reducirse al nivel de una asociación para delinquir", a lo que añadía que “donde Dios es excluido, entra en su lugar la ley de la organización criminal, no importa si ello sucede en forma desvergonzada o atenuada". [7] .

El hecho que el Papa y el Presidente de los Estados Unidos encabecen a quienes somos partidarios de la cultura de la vida en la lucha contra el aborto, la eutanasia, el terrorismo, la drogadicción y la homosexualidad siendo, como fue dicho, el líder espiritual con más autoridad y el líder político con más poder en el mundo; explica que ambos sean los blancos contra los que se concentra el ataque de los sostenedores de la cultura de la muerte.

Por fin, nuestra activa esperanza en la victoria de la cultura de la vida se inspira en el vigente mensaje que nos daba el general Perón hace ya 55 años en la obra antes citada, cuando anticipaba que “es presumible que dependa de nosotros un Renacimiento más luminoso todavía que el anterior, porque el nuestro, contando con la misma fe en los destinos, cuenta con un hombre más libre y, por tanto, con una conciencia más capaz. “. [8]

Para construir ese nuevo Renacimiento se requiere fortalecer el pensamiento y la acción de quienes nos asumimos partidarios de la cultura de la vida, tendiendo a realizar los siguientes objetivos, que podrían configurar así nuestro decálogo programático.

1. Defensa de la vida humana en toda situación

2. Promoción de la familia

3. Globalización del sistema político democrático

4. Globalización del sistema de economía libre

5. Reducción de la pobreza

6. Respeto de los derechos humanos en todas las situaciones

7. Desarme y consolidación de la paz, una vez terminados los conflictos

8. Lucha contra las grandes enfermedades y acceso universal a la atención de la salud

9. Acceso universal a una educación de calidad

10. Salvaguardia del entorno natural y prevención de las catástrofes.

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Víctor E. Lapegna, Luis F. Calviño y Rodolfo Iribarne




Notas

[1] La reciente desaparición de Juan Pablo II constituye un enorme estímulo a pensar los temas relacionados con la “cultura de la vida” de manera profunda y militante.

[2] El Presidente Menem instauró el Día del Niño por Nacer en 1998, en una clara demostración de apoyo a la prédica de la Santa Sede.

[3] J. D. Perón, La Comunidad Organizada, Edit. Sec. Pol. de la Presidencia de la Nación, Bs.As., 1974

[4] Daniel Bell, Las Contradicciones Culturales del Capitalismo, Alianza Universidad, Madrid, 1982

[5] Juan Pablo II, Fides et ratio, N° 46, Ediciones Paulinas, Bs.As., 1998

[6] Paul Johnson, Estados Unidos, la historia. (Javier Vergara Editor, Barcelona, 2001)

[7] Joseph Ratzinger, "Iglesia y Modernidad"


 

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