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Disposición de la Jefatura del Estado por la que se liberan a todos los etarras con delitos de sangre
[ BOE: 248 de 17/10/1977, páginas 22765 y 22766]

La Crisis de la Identidad Europea. Reflexiones desde la tradición benedictina (III-1)

por Santiago Cantera, O.S.B

De nuevo retomamos la serie de artículos del ensayo sobre Europa y su crisis de identidad. Hemos visto ya, en una primera parte, el “Pórtico” o introducción, el capítulo titulado “Cimientos: Ser e identidad de Europa” y el encabezado con el nombre de “Pilares, arcos y bóvedas: La formación de Europa”. En una segunda parte pasamos a fijarnos en el mensaje de Europa al mundo. Ahora tratamos su crisis de identidad, viendo como resisten las esencias de Europa a lo largo del tiempo ante los ataques sufridos.

La plenitud de la Europa medieval vio venir su fin con la crisis y la ruptura que en diversos aspectos se produjo o se labró en el siglo XIV y explotó a partir del XVI en sucesivas fases. En conjunto, aquel edificio de la Cristiandad comenzó a amenazar ruina por la labor erosiva de diferentes agentes que configuraron lo que globalmente se ha conocido como la “Modernidad”. No significa esto que la civilización triunfante del Medievo no permitiera el avance de la cultura humana en todas sus vertientes: al contrario, como hemos visto, fue en virtud de sus elementos constitutivos como precisamente pudieron lograrse en los siglos de la Edad Moderna notables conquistas. Sin embargo, lo dramático fue que, olvidando cada vez más los fundamentos esenciales de la civilización cristiana de la Europa medieval, se pensó en levantar una nueva era y una nueva construcción social y mental sobre bases distintas, en ocasiones incluso diametralmente opuestas. De ahí que, no sin razón, con frecuencia se haya resaltado la contraposición entre el Medievo y la Modernidad, si bien deben hacerse las matizaciones precisas, pues nos encontraremos con acertados y exitosos proyectos de progresar modernamente sin desenraizarse de la Tradición medieval, como sucedió en la España de los Reyes Católicos y de los Austrias.

Ciertamente, los componentes de lo que en conjunto suele entenderse como la “Modernidad”, ofrecen en gran medida la explicación de la actual crisis de civilización que vive Europa y el peligro de la pérdida de su auténtica identidad, porque se está renegando de su esencia. La presente crisis de la sociedad europea arraiga en este desarraigo moderno respecto de las raíces que configuran el ser y la identidad de Europa.

1. La crisis en el campo de las ideas: la “Modernidad” europea.

No es nuestra pretensión hacer una exposición detallada del proceso experimentado en el campo de las ideas en Europa desde el siglo XIV hasta nuestros días, pues para ello existen numerosas obras y sería enormemente prolijo. Sencillamente presentaremos las líneas generales de esta evolución y el modo en que han afectado con notoria gravedad al pensamiento europeo y a su proyección en las realidades religiosas, culturales, económicas, sociales y políticas.

De forma global, cabe incidir en el contraste que se observa entre el predominio antiguo y medieval de afirmación de la verdad objetiva y la tendencia moderna y contemporánea a la duda acerca de ésta, llegando incluso hasta su total negación. Si en el pensamiento medieval, recogiendo lo mejor del grecorromano y enriqueciéndolo notablemente, nos encontramos con la afirmación de la realidad objetiva como una evidencia, la “Modernidad” trajo la opinión de que es el sujeto quien configura esa supuesta realidad. En definitiva, si en la tradición clásica y medieval se sostiene la existencia de la verdad y de la realidad, la “Modernidad” apuntará en una línea que presenta como puntos fundamentales el subjetivismo, el individualismo, el escepticismo y el relativismo, llegando en último término hasta el nihilismo, del cual se acaba desembocando irremediablemente en la noción del absurdo y de la náusea, o bien en el extremo de un colectivismo asfixiante. Asimismo, de aquel teocentrismo medieval que valoraba al hombre en su justa medida y ensalzaba su dignidad singular como hijo de Dios, se pasaría a un antropocentrismo que progresivamente iría desplazando la realidad de Dios de la mente humana y de los proyectos de construcción de una nueva sociedad sin referentes sobrenaturales, pero que inevitablemente exigiría la adoración de nuevos dioses, de ídolos que constituyeran los nuevos valores y las nuevas metas.

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Si bien fue en el siglo XIV cuando realmente comenzó el proceso disgregador de la Cristiandad en lo que se refiere al campo del pensamiento, en las centurias anteriores es posible hallar algunos precedentes que no terminaron de cuajar y que, si bien no buscaban intencionadamente la ruptura de aquella civilización, llevaban el germen que podía provocarla. Desde nuestro punto de vista, ese peligro ya lo tenía el “nominalismo” de Roscelino (1050-1120), pero sería Pedro Abelardo (1079-1142) quien, sin duda con un auténtico deseo de hallar y mostrar la verdad en Filosofía y en Teología, puso en peligro, en un momento determinado del siglo XII, algunos de los fundamentos más esenciales de la Cristiandad europea medieval, según quisimos demostrar en otro trabajo [1] . Su postura ante la famosa “cuestión de los universales”, que algunos han calificado de nominalista y otros, nos parece que más acertadamente, de “conceptualista”, viene a ser la clave de bóveda del edificio de su pensamiento filosófico y teológico, la raíz del árbol de sus ideas.

Abelardo venía a considerar que la universalidad no es otra cosa que la función lógica de determinadas palabras. No obstante, para él los universales tampoco son meras emisiones de voz (como sostenía el nominalismo de Roscelino), sino que tienen un fundamento en las cosas, que denomina su “estado” (status); por un proceso de “abstracción” (concepto también tomado del aristotelismo, igual que lo hizo luego Santo Tomás), nuestro conocimiento extrae de los seres que están en el mismo estado su semejanza común, de tal manera que así elabora los conceptos universales, que son designados con un nombre. Pero ese universal no es más que una palabra que designa la imagen confusa que el pensamiento ha extraído de una pluralidad de individuos de naturaleza semejante y que están, por consiguiente, en el mismo “estado”. De este modo, los únicos conocimientos precisos que el hombre puede tener sobre objetos reales son los de los seres particulares y concretos, desde los que elaboramos las imágenes generales; pero cuando pasamos a lo general, nos encontramos en la vaguedad. Así, pues, y como dice Gilson, para Abelardo sólo hay opinión (opinio) acerca de lo universal, y en cambio hay ciencia acerca de lo particular.

Por lo tanto, si nos quedamos sólo con cierta parte de la solución de Abelardo, podemos creer que es un “realista moderado”, pero a donde llega realmente su parecer es más bien a una posición que se puede tildar, con mayor acierto, de conceptualista o de nominalista moderada y que, lejos de estar en la línea que lleva a Santo Tomás, se halla en la que conduce hacia Guillermo de Ockham y, por vía de éste, hacia el relativismo, el escepticismo y el nihilismo de los tiempos modernos, como ya había acontecido con el sofista Gorgias en la Antigüedad.

Al proyectar la lógica de Abelardo a la Ontonlogía, nos encontramos que, sin ser ésa realmente su intención, se camina hacia el escepticismo en la Metafísica, hacia la negación de la posibilidad de una filosofía del ser, pues no es posible conocer más que la realidad concreta y singular. Él no llegó todavía a estas conclusiones, pero su pensamiento conducía irremediablemente a ellas y, de hecho, algunos discípulos lo reflejaron en el suyo propio. Y de la misma manera, nos encontramos con que San Bernardo, sin ser un metafísico y sin tener quizá tampoco la intención de hacer lo que vamos a decir, al combatir a Abelardo por otros errores que partían de esta misma base, salvó el futuro de la Metafísica y, gracias a ello, evitó en el siglo XII el inicio de la quiebra de la Cristiandad, que comenzaría a producirse en muchos aspectos en el XIV, en buena parte por el pensamiento de Guillermo de Ockham.

El problema suscitado por Abelardo, en efecto, tuvo lugar cuando se introdujo en el terreno de la Teología. Las consecuencias a las que llevaba su pensamiento fueron condenadas por primera vez en el concilio de Soissons en 1121 y, al retomarlas y unirse a ellas la ética que fue elaborando, fue nuevamente reprobado en Sens en 1140. No pretendía incurrir en la herejía, pero sus escritos caían en ella y abrían el paso a otras, por lo que Guillermo de Saint-Thierry y San Bernardo fueron plenamente coherentes con su propio pensamiento y con la doctrina de la Iglesia al combatir las opiniones de este personaje, quien no se quiso retractar de ellas de buenas maneras.

Las consecuencias del pensamiento abelardiano en Teología llevaban sin duda, si se estudia bien, a lo que ya observaron Guillermo de Saint-Thierry y San Bernardo: a errores sostenidos por antiguos herejes de los primeros siglos del cristianismo, de tipo trinitario y cristológico. Concretamente, le acusaron de “sabelianismo”, aquella doctrina “modalista” que aseveraba que no hay en Dios más que una sola Persona, a la que llamamos Padre, Hijo y Espíritu Santo, según los distintos “modos” de manifestarse en sus relaciones personales con el mundo y con el hombre, “modos” que no pasan de ser meros nombres para desvelarse la única persona de Dios frente al hombre. A partir de su conceptualismo o nominalismo moderado, es evidente que Abelardo tenía que llegar a conclusiones semejantes, y por eso se veía en sus obras una manera particular, sabeliana en el fondo, de entender los atributos del poder, de la sabiduría y del amor, en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo: las tres Personas parecen quedar reducidas al triple atributo de Omnipotencia generante (Padre), Sabiduría engendrada (Hijo) y Bondad o Amor procedente (Espíritu Santo), que son “los nombres de las Personas”; Personas, pero que con esta explicación, en realidad tenía que ser una Persona. Y, asimismo, era capaz de llegar a otras conclusiones que, en apariencia, podían ser contradictorias con éstas, al venir a sostener una cierta forma de panteísmo en su especial interpretación del Espíritu Santo como alma del mundo. También incurría en otros errores trinitarios más, así como cristológicos, al tratar de explicar la unión de las dos naturalezas, la divina y la humana, en Jesucristo.

En cuanto a su ética, expuesta principalmente en el Conócete a ti mismo (Scito teipsum, 1136), ocupa un puesto muy importante en la etapa final de su vida y se halla muy en relación con su teología. Se centra en la moralidad de los actos y, si bien puede dar la impresión de que se aleja aquí de sus opiniones en Lógica, en realidad llega a conclusiones éticas a partir de ellas. Abelardo carga la importancia de la bondad o de la maldad de un acto, no en éste mismo, sino en la intención del sujeto, lo cual supone un individualismo intencionalista muy subjetivo y que bebe de sus propias ideas conceptualistas o nominalistas, que inciden en lo singular. Es decir, con la ética abelardiana se abren las puertas a la denominada “ética de situación”, la cual niega la existencia de unas normas universales y objetivas por las que haya de regirse la acción moral, pues todo depende del carácter singular e irrepetible de la acción individual concreta. Es un error, por otra parte, que tiene sus precedentes en el pelagianismo y que, por ello, pone en peligro toda la doctrina del pecado y del pecado original, de la gracia y de la obra redentora de Cristo, la cual, iniciada en su Encarnación, vendría a quedar reducida a un mero carácter ejemplarizante. Una vez más, por lo tanto, vemos que Guillermo de Saint-Thierry y San Bernardo actuaron de forma consciente y coherente, que habían penetrado hondo en los errores de Abelardo y que detuvieron en su momento lo que podía haber sido el inicio de un proceso desintegrador de la Cristiandad.

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En el siglo XIV, el franciscano inglés Guillermo de Ockham (c. 1280-1350) se convirtió en el principal eslabón de la evolución del pensamiento occidental que trajo la crisis de éste y una nueva orientación en él. Su nominalismo, su “criticismo” y su pesimismo fueron la semilla que luego filosofías como el empirismo o corrientes religiosas como las iniciadas por Lutero y Calvino, quienes habían leído con interés su obra, hicieron crecer desde el siglo XVI, produciendo la quiebra de la Cristiandad y la ruptura de la unidad de Europa, hasta entonces mantenida, aun con sus fisuras e imperfecciones, gracias a la fe católica.

Desde una simplificación del pensamiento escotista y a partir de una postura nominalista que ha recibido el nombre de “terminismo”, Ockham vino a poner en entredicho la Metafísica, porque, según él, la realidad es exclusivamente de lo singular, pues el universal no es objetivo y la universalidad existe sólo en el término. Ahora bien, con ello no sólo se deprecia la Metafísica como filosofía del ser, sino también el valor y la capacidad de la razón humana: si se niega el valor del concepto universal y sólo existe lo concreto, la razón es incapaz de facilitar al hombre el conocimiento y la comprensión de la realidad y, por tanto, racionalmente no se puede demostrar la existencia de Dios, ni la Creación, ni la inmortalidad del alma. La Filosofía, pues, queda prácticamente aniquilada y se abre la puerta al empirismo (sólo puede conocerse lo captado por los sentidos) y, aún más, al escepticismo, el cual incluso podrá conducir a la negación de la fiabilidad y de la veracidad del conocimiento empírico.

Conforme a todo esto, Ockham considera que la fe no puede encontrar apoyo alguno en la razón humana: de aquí se deriva la indiferencia entre ambas. Además, al menospreciar la razón, se incurre en el voluntarismo: la voluntad tiene la primacía, hasta un grado extremo, y no se ve guiada por el entendimiento. Como una consecuencia de estas posturas, el franciscano inglés sostiene también la indiferencia entre la Iglesia y el Estado y defiende la ruptura entre ambas entidades, hasta el punto de llegar a conceder más bien la superioridad al Estado sobre la Iglesia, tal como él mismo lo confirmó con su apoyo a Luis de Baviera frente al papa Juan XXII: de este modo, Ockham rompió de lleno con la mejor tradición cristiana medieval y abrió las puertas al pensamiento político de la Edad Moderna, delineando ya una teoría estatalista. En conjunto, y teniendo en cuenta además su concepción de que la libertad del hombre queda prácticamente anulada ante la omnipotencia divina y es incapaz de valerse de la razón, toda la visión ockhamista muestra un tremendo pesimismo, que inspiraría en gran medida el que caracterizaría luego al protestantismo luterano y calvinista.

No obstante, el panorama general del pensamiento de Ockham no es del todo coherente y se observa la carencia de una finalidad de conjunto de sus teorías y de un plan global que les dé sentido, con lo cual se acaba teniendo la impresión de una filosofía que presenta una fragmentariedad que la debilita mucho. A esta nota negativa, señalada por un destacado estudioso español de la Filosofía medieval como es don Sergio Rábade, él mismo ha añadido otras más: en primer lugar, un “fideísmo filosófico”, es decir, la negación de un pensamiento filosófico que pueda considerarse independiente de la revelación y de la fe cristiana, de tal modo que “jamás la filosofía fue más ancilla theologiae” que con Ockham (hay que recalcar esto, frente a las acusaciones hechas con cierta frecuencia a Santo Tomás). Y según el profesor Rábade, “acaso la raíz de estos defectos que señalamos en la filosofía del Venerabilis Inceptor radique en la pérdida del ser”, es decir, su práctica destrucción de la Metafísica. El último de los defectos que indica (también le reconoce los méritos) es que dejó abierta la puerta al escepticismo [2] .

Con razón se ha referido don Luis Suárez a Ockham y a Marsilio de Padua (el teórico de la superioridad del poder secular imperial sobre el del Papa y la Iglesia) como “la destrucción de la libertad”, y ha aseverado que su concepto de libertad, “que fue sustituida por la independencia racional”, llevó al relativismo filosófico y político [3] . Asimismo, el prestigioso historiador tiene presente que “el ockhamismo conducía a un radical pesimismo en relación con el hombre: encerrado en sí mismo y sin capacidad de trascenderse, este hombre no podía saber si los actos que realizaba eran buenos” [4] .

Por otro lado, como ha advertido Sierra Bravo, “las ideas occamistas, que informaron las tendencias ideológicas dominantes a partir del Renacimiento, supusieron un influjo ‘social’ negativo a la larga, pues constituyeron el germen de los principios individualistas, liberales y laicistas adoptados por la burguesía a través de los filósofos modernos y utilizados por ella para convertirse en clase social dominante” [5] .

No deja de ser relevante que Guillermo de Ockham sea hoy ensalzado por sectores que se consideran progresistas y que su figura esté reflejada en el protagonista de El nombre de la rosa de Umberto Eco, quien hace gala actualmente de un furibundo antitomismo.

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El siglo XIV, considerado habitualmente como un siglo de crisis en la Historia de Europa (“peste negra” de 1348, Guerra de los Cien Años y otros conflictos, inestabilidad política y social, hambrunas, Cisma de Occidente, crisis moral, etc.), conoció otras puntas del iceberg de la “Modernidad” que anunciaban cambios drásticos en lo que había sido el panorama de la Cristiandad y su cosmovisión. Entre ellos, pensamos que hay que destacar uno bastante notable en el terreno político, como fue el reinado de Felipe IV el Hermoso en Francia. Este monarca es sin duda el mejor representante de un nuevo modelo de hacer política ajeno a normas religiosas y morales, de plasmación de lo que más tarde sería la llamada “razón de Estado”, y fue capaz de llegar a realizar una falsificación de la moneda.

Es conocida su actuación con respecto a la Orden del Templo (caballeros templarios, también conocida habitualmente como “Temple” por el empleo de un galicismo): deseaba eliminar una institución que, a lo largo de dos siglos, por su prestigio y su esfuerzo, había ido adquiriendo una gran fuerza económica y que dependía directamente de la Santa Sede; anhelaba, asimismo, hacerse con esta potencia monetaria que era la Orden fundada por Hugo de Payens, la cual se había constituido en una verdadera banca del rey de Francia y del Papa, ya que todos confiaban en la custodia de dinero en sus fortalezas y en su honestidad en los préstamos. Para cumplir sus intenciones, Felipe IV organizó un proceso fundamentado en toda una serie de falsas acusaciones de esoterismo, satanismo, sodomía, etc., contra los templarios, a los que se sometió a crueles torturas. Consiguió hacer desaparecer la Orden de Francia y que el Papa, en 1312, la disolviera en todo el mundo, a pesar de que los procesos realizados en los demás países se habían saldado con la absolución. Fueron en especial los reyes españoles, sobre todo el de Aragón, quienes más intercedieron ante el Pontífice Romano para evitar la medida que daría fin a una institución que todos tenían por ejemplar. Pero como ésta finalmente se produjo, ante las presiones del monarca galo, la Orden hubo de desaparecer de toda la Cristiandad. En España, los diversos reinos traspasaron sus propiedades a otras Órdenes Militares propias o crearon unas nuevas, como fueron los casos de Montesa en la Corona de Aragón y el Cristo en Portugal. A partir de entonces comenzó la leyenda de los templarios, que poco tiene que ver con la realidad.

Como decimos, la política de Felipe IV de Francia fue un precedente de lo más tarde conocido como “razón de Estado”, uno de cuyos máximos exponentes es El Príncipe de N. Maquiavelo (1469-1527). En esta obra, el pensador italiano ofrece, mediante ejemplos, unos consejos y pautas de utilidad para el modo de actuación del príncipe que ha llegado al poder de un modo no hereditario y que lo quiere conservar por interés del Estado. Con frecuencia se ha dicho del libro que su principio fundamental es “el fin justifica los medios”. En realidad, no aparece así formulado, aunque ciertamente va implícito en todo lo que expone. Ahora bien, tampoco es propiamente ése el sentido en sí de El Príncipe, pues lo que hace el florentino es tratar acerca de un poder personal al frente de un Estado que no se rige por normas morales superiores, sino por su propia necesidad. Es decir, nos hallamos ante la “razón de Estado”, ante la realidad de un Estado cuya moral es la de sí mismo, sin unos referentes superiores de tipo religioso o conformes al Derecho Natural. Y esto, evidentemente, significa una ruptura absoluta con el pensamiento de la Cristiandad medieval y un retorno parcial y no del todo consciente a los planteamientos de los antiguos sofistas griegos.

Maquiavelo ofrece una imagen negativa e incluso pesimista del ser humano y del pueblo: “Los hombres son ingratos, inconstantes, falsos y fingidores, cobardes ante el peligro y ávidos de riqueza; y mientras les beneficias son todos tuyos […]; pero cuando la necesidad se acerca te dan la espalda […]”[6] . Por éste y por otros motivos, es loable un príncipe que mantiene la palabra dada, pero muchas veces es necesario que no la cumpla, hasta el punto de que “los príncipes que han hecho grandes cosas son los que han dado poca importancia a su palabra y han sabido embaucar la mente de los hombres con su astucia, y al final han superado a los que han actuado con lealtad”[7] . Y por eso mismo, el príncipe debe aparentar ser “piadoso, fiel, humano, íntegro, religioso”, pero a la vez ha de “tener el ánimo dispuesto para poder y saber cambiar a la cualidad opuesta, si es necesario; […] para conservar el Estado, a menudo necesita obrar contra la lealtad, contra la caridad, contra la humanidad y contra la religión”, aunque debe aparentar lo contrario[8] .

No hace falta insistir más para dejar claro que estos planteamientos son abiertamente contrarios a los de la Cristiandad medieval. Pero la ruptura de la Modernidad en esta dirección, como hemos dicho, antes que por Maquiavelo, fue ya preparada por la acción política de Felipe IV de Francia.

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El Renacimiento trajo en los siglos XV y sobre todo XVI una reorientación de la cosmovisión europea en muchos aspectos, si bien con diferencias entre países y regiones y entre diversos ámbitos intelectuales. El humanismo de esta época, en gran medida, impulsó una línea antropocéntrica y se deslizó hacia posturas naturalistas e incluso neopaganas, queriendo desligarse de la tradición medieval y volviendo a un clasicismo idealizado, no pocas veces desvestido del cristianismo que desde la tardía Edad Antigua le había venido dando su verdadera plenitud y había sido capaz de dar origen así a una nueva civilización. De todas formas, como advertimos, es necesario hacer matizaciones, pues también se observa en los inicios de los tiempos modernos el desarrollo de un humanismo cristiano enraizado en la tradición medieval, que resulta muy esplendoroso en España y que culminará en buena parte en el Concilio de Trento.

El humanismo habitualmente tenido como más avanzado, si bien en realidad era el más retrógrado e involucionista, es decir, aquel que anhelaba restaurar el clasicismo grecorromano hasta en su paganismo, con un desprecio hacia unos “tiempos medios” que consideraba oscuros, bárbaros y ya superados, condujo a un individualismo extremo y no dejaba de guardar relación con el fomento de una nueva economía mercantilista, que era el germen del capitalismo. En esta mentalidad, lo que importaba era el provecho propio, la ganancia particular, el interés del gobernante aun por encima del bien común, etc. Y tal individualismo, por supuesto, se hizo a veces extremo en el gran fenómeno religioso que caracterizó el siglo XVI y que trajo la ruptura de la unidad europea: la llamada “Reforma” protestante.

Los grandes iniciadores del protestantismo (Lutero, Calvino, Zwinglio…) bebieron mucho del ockhamismo, según hemos dicho ya, y también de las herejías de Hus y Wiclif en el siglo XV, aparte de los anhelos de reforma que dentro de la ortodoxia católica se produjeron en la Baja Edad Media y de la devotio moderna que inspiró igualmente lo que sería la Reforma católica, más conocida generalmente por “Contrarreforma”.

Las posiciones protestantes, en sus diversas vertientes, coinciden todas en una visión pesimista del hombre, al que ven tan sumamente afectado por el pecado original, que éste le hace ser incapaz de actuar con libertad verdadera y de obrar el bien; su estado de condenación le hace imposible salvarse por las obras, así que únicamente lo podrá conseguir por la fe. El hombre nada puede ante un Dios omnipotente y voluntarista (esto es más extremo en el calvinismo, como todo en general). La doctrina de la predestinación, realmente obsesiva y pesimista en el protestantismo, ofrece sus grados más radicales en el calvinismo, donde se considera que la riqueza y la prosperidad material son un signo claro de la futura salvación del individuo. Esto, unido a una moral individualista y bastante rigorista en numerosos aspectos, favorece un sentido del ahorro, un nuevo estilo de vida burguesa y también el desarrollo de una actividad económica de signo capitalista, tal como lo observó el sociólogo Max Weber.

El cuidado de las obras de caridad y beneficencia, por lo tanto, y en general toda orientación social de la política y de la economía, prácticamente desapareció en la Europa protestante, mientras que pervivió y se siguió expansionando en los países católicos: en éstos continuaron su desarrollo los Montes de Piedad, aparecieron nuevas Órdenes hospitalarias, se prosiguió la obra de redención de cautivos, se promulgó una avanzadísima legislación laboral para las Indias españolas, etc. El catolicismo, como lo confirmó el Concilio de Trento, continuó apostando por la libertad del hombre orientada al bien, sin negar la necesidad de la gracia sobrenatural al hallarse herida la naturaleza humana por el pecado original; esto es muy distinto de la actitud protestante y favorece la realización de las obras externas en beneficio de la sociedad y, en especial, de los más necesitados.

Por otro lado, no hay que perder de vista que la Reforma protestante trajo consigo la ruptura de la unidad de la Cristiandad europea, al producirse una división, y durante mucho tiempo incluso una oposición abierta, entre los Estados católicos y los protestantes, que llevó a las guerras de religión que caracterizaron en buena parte los siglos XVI y XVII.

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Un hito sin duda de suma relevancia en la evolución del pensamiento europeo fue el denominado “giro cartesiano”. René Descartes (1596-1650) fue un fruto tardío del Renacimiento y quiso reaccionar contra el escepticismo que, echando sus fundamentos sobre todo en Ockham, había definido en buena medida los inicios de los tiempos modernos. No obstante, el cartesianismo llevó a nuevos errores en la Filosofía por su actitud racionalista: ponía todo su centro de partida en el sujeto pensante, lo cual suponía inevitablemente un subjetivismo y un individualismo, además de un apartamiento del realismo moderado al que tan acertadamente había llegado Santo Tomás de Aquino. Abría peligrosamente la puerta a la negación o, cuanto menos, a la duda de la objetividad de la realidad externa y situaba la fuente fundamental de la certeza en el “yo”. Menospreciaba el valor de los sentidos en el conocimiento humano, contrariamente a la acertada postura de Aristóteles y del “Doctor Angélico” al respecto. Por otro lado, como es propio de la vanidad que es fácil detectar en la “Modernidad”, Descartes no dijo que el principio del cogito, ergo sum lo había extraído de las obras de San Agustín y que el Aquinate había afirmado igualmente la conciencia existencial del “yo” [9] .

Asimismo, la consideración cartesiana acerca de las ideas innatas y del conocimiento de Dios podía llevar a un peligroso ontologismo (al que ciertamente arribaría Malebranche, 1638-1715), y la cuestión de la infalibilidad del entendimiento garantizada por Dios era capaz de conducir a una exaltación extrema del valor de la razón y del sujeto. En fin, podía terminar también en un espiritualismo desencarnado y en un dualismo neomaniqueo que viera una oposición férrea entre alma y cuerpo. Además, apuntaba hacia un determinismo en el terreno científico que, pese al ensalzamiento del sujeto, amenazaba con engullir su libertad. Por último, como también han señalado con acierto algunos autores, el racionalismo debía llevar al panteísmo de Baruch Spinoza (1632-1677). No obstante, debe reconocerse a Descartes el hecho de que en general creyó de buena fe en sus teorías, que en el campo filosófico deseó hallar y exponer unos principios sólidos de verdad frente al escepticismo y que trató de ser un católico fiel a la Iglesia.

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Contrariamente al racionalismo, que tuvo mayor peso en el continente europeo, en el ámbito británico se desarrolló en la Edad Moderna una tendencia filosófica opuesta, que hundía sus raíces más hondas en el ockhamismo: el empirismo. Éste partía de la base de que el conocimiento sólo puede producirse por medio de la sensación, de la experiencia, y todo aquello que se escapaba a ella no podía afirmarse con seguridad que existiera. En buena lógica, este escepticismo parcial había de llegar a otro total, que aparecería formulado en los postulados de David Hume (1711-1776): cabría, ciertamente, dudar también de la certeza del propio conocimiento experimental de los sentidos y de las sensaciones, de tal modo que al final nada podría ser tenido como cierto y verdadero. No obstante, se ha de advertir que, pese al planteamiento que hace Hume, personalmente se adhirió sólo a un escepticismo moderado; pero, sin duda alguna, el hecho de dejar así expuestas sus teorías, ya abría la posibilidad de que otros cayeran bastante pronto en un escepticismo radical.

Thomas Hobbes (1588-1679) asentó en el siglo XVII los principios fundamentales de un empirismo, que, evidentemente, había de ser de clara tendencia materialista. En efecto, es posible resumir su filosofía teórica en las siguientes tesis: no existe más que lo individual (nótese nuevamente el origen nominalista de estas ideas) y, más aún, sólo lo individual corpóreo; por lo tanto, se concluye en una metafísica materialista y una gnoseología sensista. Hobbes, como Descartes, sostiene un mecanicismo determinista, pero no únicamente en el mundo físico, sino también en el espiritual: la actividad espiritual misma, es decir, la intelección y la volición, se reduce a sensación y pasión.

De aquí a la teoría ética y política de Hobbes, evidentemente, no hay más que un paso: el principio ético no puede estar sino en el interés individual, y por eso se habla de una moral del egoísmo. El hombre, en estado de naturaleza pura, es un ser guiado únicamente por el egoísmo, en lucha contra todos los demás, de donde se deduce la famosa sentencia: “el hombre es un lobo para el hombre” (homo homini lupus). Esta visión terrible del hombre nace en realidad del pesimismo ockhamista y protestante. El siguiente paso que considera el filósofo inglés es que, para superar el egoísmo propio del estado de naturaleza, se hace necesario, contra la naturaleza del hombre, el surgimiento del Estado por contrato entre sus miembros, que acuerdan la existencia de un Estado de autoridad ilimitada y absoluta (el “Leviatán”), que domine mediante la fuerza y esté regido por un soberano prácticamente todopoderoso. De esta manera, Hobbes sustenta doctrinalmente el absolutismo monárquico de los Estuardo en Inglaterra y echa las bases del totalitarismo contemporáneo. En conjunto, sus puntos de vista no pueden ser calificados sino de terribles y trágicos, profundamente tristes y pesimistas.

Por el contrario, John Locke (1632-1704), también empirista, ofrece una perspectiva más optimista del ser humano, pero no por ello carente de numerosos errores. Por ejemplo, formula una moral utilitarista, de raíz igualmente individualista y que afirma que el fundamento de la moral es la tendencia al propio bienestar, como una búsqueda de la utilidad. En consonancia con este individualismo e interpretando a su manera los principios políticos de la “monarquía templada” y de la soberanía social que, sobre base principalmente tomista, formularon los grandes teólogos y juristas españoles de los siglos XVI y XVII, Locke afirma el origen contractual (no natural) de la sociedad, y el acuerdo alcanzado entre sus miembros para delegar una soberanía limitada: nos hallamos así ante los primeros planteamientos bastante claros del Estado liberal, que serán recogidos en gran medida por Rousseau.

En conjunto, cabe calificar el empirismo como una corriente destructora del valor espiritual y moral de la persona humana y de su capacidad intelectual, así como conducente al escepticismo; la existencia de diversas vertientes en su seno permite ver que, por unos motivos o por otros, todas ellas apuntaban en direcciones altamente peligrosas. De todas formas, es obligado reconocerle que, por su aprecio del conocimiento experimental sensible, favoreció el desarrollo científico en Inglaterra.

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El siglo XVIII ha sido llamado con frecuencia el “siglo de las luces”, debido al desarrollo de la “Ilustración”, aquella mentalidad que ensalzaba el valor supremo de la razón abstracta; una corriente, pues, hondamente racionalista que llegaría a divinizar la razón (la diosa Razón) en la Revolución Francesa. Por ello, los ilustrados rechazarían con gran frecuencia el predominio de la fe religiosa y, bien lucharían contra ella abierta y crudamente, bien en ocasiones se limitarían a querer “depurarla” de todos los elementos que consideraban “supersticiosos”. Fue el siglo en el que, precisamente por esta mentalidad, surgió la Francmasonería, supuestamente filantrópica, y el siglo que en el terreno político vería configurarse una forma de absolutismo monárquico denominado “despotismo ilustrado”, a la par que otras tendencias que cabe calificar de “preliberales”, como el caso de los mencionados Locke y Rousseau. En el campo social, si bien pretendían unas reformas que hicieran progresar material y culturalmente a los pueblos de Europa (desde la particular perspectiva de los “reformadores”), los gobernantes ilustrados fueron dando fin a la larga vida de las asociaciones gremiales y cofradías en numerosos países. Podrían haber erradicado, ciertamente, algunos defectos adheridos a ellas; pero, en vez de eso, lo que hicieron fue acabar con ellas y disolverlas, de tal modo que abrieron el paso al triunfo del capitalismo industrial y dejaron a los obreros y a los pequeños artesanos sin capacidad práctica, jurídica y social de defensa frente a los abusos de él. Hay que advertir, de todos modos, que la Ilustración ofrece bastantes variantes según las naciones europeas y dentro de ellas, y que no fueron iguales las corrientes más radicales existentes en unas y las más moderadas en otras, ni las más ferozmente anticatólicas en unas regiones que las impregnadas de espíritu cristiano y de un cierto respeto e incluso amor a la Iglesia en otras.

Tal vez la mayor virulencia antricristiana se dio en Francia, con personajes como Voltaire, Diderot y D’Alembert, entre otros. No obstante, a pesar de las encendidas y llamativas soflamas anticlericales de Voltaire (1694-1778), que evidentemente calaron luego en las masas ignorantes durante la Revolución Francesa y causaron una cruel persecución religiosa contra los católicos, especialmente clérigos y religiosos, en el ámbito del pensamiento nos parece mucho más relevante y determinante la figura de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). Siendo un personaje nada ejemplar en su comportamiento personal, lo cierto es que sus ideas deberían haber sido menos estimadas, porque de poco sirve hablar de la bondad natural del ser humano si luego se actúa con los demás y con el bien público sin la más mínima humanidad. Y sin embargo, el pensamiento de Rousseau ha influido poderosamente en el Occidente y ha contribuido de forma fundamental a la configuración del liberalismo contemporáneo y de otras corrientes más.

Según Rousseau, el hombre es naturalmente bueno y se pervierte por su vida en sociedad: de ahí el denominado mito del “buen salvaje” [10] . Evidentemente, esto se opone de lleno a la visión cristiana que enseña que la naturaleza humana, habiendo sido en verdad creada buena por Dios, ha quedado herida sin embargo por el pecado original. Es decir, el cristianismo considera que la corrupción del hombre deriva del mal uso que éste hace de su libertad (y concretamente, de aquel momento fundamental en que, movido por la soberbia, quiso ser “como Dios”), mientras que Rousseau la cifra en la sociedad humana. En realidad, pensar, como este autor ilustrado lo hizo, que el hombre no es social por naturaleza, es una pura entelequia intelectualista que no cabe en el buen sentido común de las personas. Además, para él, la libertad consiste en no estar sometido a otro, a diferencia del cristianismo católico, que la arraiga en razones mucho más profundas, de contenido teológico y metafísico.

A partir de todo ello, Rousseau plantea el modo de edificar la sociedad de otra manera, a través de lo que llama el “contrato social”: “Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común a la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca sin embargo más que a sí mismo y permanezca tan libre como es” [11] .

No es que la idea del pacto social no estuviera ya formulada antes en otros términos cristianos que partían de la noción de la sociabilidad natural del hombre y consideraban que la sociedad delegaba el poder y la autoridad en el gobernante, proviniendo en principio dicho poder y autoridad del mismo Dios: tal es lo que se observa con frecuencia en los juristas y teólogos españoles de los siglos XVI y XVII. La novedad de Rousseu al respecto es que, negando el origen de la soberanía en Dios, la hace recaer enteramente en el pueblo, el cual no es una sociedad natural, sino la reunión interesada y pactada entre individuos que efectúan un contrato por el que queda supuestamente garantizada la libertad y la independencia de cada uno de ellos. Es pues, un individualismo extremo, del que beberá de forma absoluta el liberalismo. Y así, opina Rousseau, la democracia (esta forma de democracia, su democracia del “contrato social”) es la forma política más adecuada para el estado de asociabilidad natural del hombre y para garantizar su libertad e independencia individual o, mejor dicho, individualista.

Ahora bien, la propia teoría rousseauniana ofrece pronto no pocas contradicciones internas, especialmente cuando plantea lo que denomina “voluntad general”: ésta es el conjunto uniforme de las voluntades de los individuos que componen el pueblo formado por contrato social, y tal voluntad viene a adquirir prácticamente una especie de personalidad propia: “Mientras varios hombres reunidos se consideran como un solo cuerpo, no tienen más que una sola voluntad que se refiere a la común conservación y al bienestar general”[12] .

Pero, por supuesto, será difícil que todas las voluntades coincidan completamente, y, aunque sostiene por un lado que deben respetarse los diversos pareceres, por otro afirma que los individuos están obligados a aceptar la voluntad general, incluso por la fuerza si es necesario, y no desestima la censura: “De la misma manera que la declaración de la voluntad general se hace en la ley, la declaración del juicio público se expresa en la censura; la opinión pública es la especie de ley en la que el censor es el ministro, y que aquél se limita a aplicar a los casos particulares, como hace el príncipe. […] Las opiniones de un pueblo nacen de su constitución; aunque la ley no reglamenta las costumbres, es la legislación lo que las produce: cuando la legislación se debilita, las costumbres degeneran, pero entonces el juicio de los censores no hará lo que no haya hecho la fuerza de las leyes. De aquí se deduce que la censura puede ser útil para conservar las costumbres, jamás para restablecerlas. Nombrad censores mientras dura el vigor de las leyes; tan pronto como lo pierden, todo es inútil.”[13] De hecho, Rousseau establece los principios de un totalitarismo de las leyes civiles, a las que casi viene a divinizar. Éste es el origen, como resulta claro, del positivismo jurídico y del constitucionalismo liberal de la época contemporánea. Su totalitarismo se hace explícito cuando exhorta a expulsar del Estado derivado del contrato social a los católicos (es bastante evidente la referencia a ellos) que no se sometan suavemente a “los dogmas de la religión civil”, la cual es de corte masónico-deísta; y tal expulsión la ordena el filósofo de Ginebra en nombre de la tolerancia y de la lucha contra la intolerancia[14] .

Como era de esperar, las teorías de Rousseau, amén de fanáticos partidarios y de la aplicación de la guillotina para sus oponentes, ganaron pronto reacciones críticas. Por ejemplo, Joseph de Maistre dijo que fue “quizá el hombre que más ha errado en el mundo” [15] . José Antonio Primo de Rivera, por su parte, comenzó su famoso discurso del Teatro de la Comedia refiriéndose a Rousseau como “un hombre nefasto”, porque desde que en 1762 publicó El contrato social “dejó de ser la verdad política una entidad permanente. Antes, en otras épocas más profundas, los Estados, que eran ejecutores de misiones históricas, tenían inscritas en sus frentes, y aun sobre los astros, la justicia y la verdad. Juan Jacobo Rousseau vino a decirnos que la justicia y la verdad no eran categorías permanentes de razón, sino que eran, en cada instante, decisiones de voluntad. Juan Jacobo Rousseau suponía que el conjunto de los que vivimos un pueblo tiene un alma superior, de jerarquía diferente a cada una de nuestras almas, y que ese yo superior está dotado de una voluntad infalible, capaz de definir en cada instante lo justo y lo injusto, el bien y el mal. Y como esa voluntad colectiva, esa voluntad soberana, sólo se expresa por medio del sufragio –conjetura de los más que triunfa sobre la de los menos en la adivinación de la voluntad superior–, venía a resultar que el sufragio, esa farsa de las papeletas entradas en una urna de cristal, tenía la virtud de decirnos en cada instante si Dios existía o no existía, si la verdad era la verdad o no era la verdad, si la Patria debía permanecer o si era mejor que, en un momento, se suicidase.”[16] También en una conferencia que pronunció en Madrid en 1935 volvió a fijarse críticamente en Rousseau, y en esta ocasión señaló que, según lo que el filósofo ginebrino había concebido, “había de llegar, con el tiempo, el poder de las Asambleas a ser tal, que, en realidad, la personalidad del hombre desapareciera, que fuera ilusorio querer alegar contra aquel poder [de la voluntad general soberana] ninguna suerte de derechos que el individuo se hubiese reservado” [17] .

Mucho más recientemente, el cardenal Ratzinger, actual Papa Benedicto XVI, ha tratado de forma crítica sobre Rousseau. En una homilía pronunciada en 1982, cuando era arzobispo de Munich, ofrece una interesante y sugerente comparación entre San Francisco de Sales y este personaje, que no nos resistimos a recoger:

“En Ginebra, la casa de San Francisco de Sales estaba exactamente enfrente de la de Juan-Jacobo Rousseau. Podemos ver en ello todo un símbolo. Allí se representan las dos alternativas fundamentales de los tiempos modernos, las dos alternativas antagónicas del propio ser humano. De una parte, San Francisco de Sales, el hombre desprendido de sí mismo, que ha dejado de mirarse a sí mismo, y que confía plenamente. Así se hizo el hombre alegre y amante que habría de irradiar la sencillez, la libertad y la bondad de Jesucristo, y ofrecer a otros hombres la libertad frente a sí mismo, con que dar los frutos propios en la divina Creación.

De la otra parte, Juan-Jacobo-Rousseau, el hombre que comienza y significa más que otro alguno la gran impugnación. Él se enfrentó también al calvinismo, pero fue para llegar a la negación de cuanto somos ahora, para ir en busca del homme naturel, el hombre en puro estado de naturaleza a quien incluso el lenguaje y la educación han reprimido y despojado de su libertad; el hombre natural hacia el que se ha de regresar, retrocediendo inclusive más allá de la entera Creación de Dios. Él fue el primero en concebir un ser humano carente por completo de fines inherentes, y que puede por ello trazarse unos caminos inconmensurables. Pero eran éstos unos caminos que acababan en el vacío, en la mera negación. Llegó, por tanto, un momento en el que este hombre sintió necesidad de desprenderse de algún modo de la carga de aquella vida; y lo hizo en sus Confesiones, que, a diferencia de San Agustín, no pudo hacer ante Dios, sino ante el público de los hombres, y en las cuales terminaba lógicamente con la autoabsolución. ‘Si algún día suena –decía– la trompeta que llama a juicio, allí compareceré con todas mis acciones, y diré: Quien sea mejor que yo, ¡que se presente!’ ¡Miserable manera de darse la absolución final! Así fue el hombre de la gran impugnación, que sembraría la semilla de la revolución permanente, y a la vez la de la dictadura totalitaria.

Tales son las dos alternativas entre las cuales nuestro siglo se ha bamboleado. No podía ser de otro modo: porque, si no se da el gran salto de la confianza, sólo queda lanzar el griterío de la rebelión. Allá, en Ginebra, la casa de San Francisco de Sales y la de Juan-Jacobo Rousseau nos presentan estas dos alternativas. Pero el Señor no deja de esperarnos. Nos invita a decidirnos por la confianza; a que nos abandonemos en Él, sin revolver en el pasado ni mirar en derredor. Así hallaremos la puerta para encontrarnos con Él: la libertad y la alegría del Evangelio. Supliquémosle la fuerza con la que podamos responder a su llamada, rindiendo cada uno los frutos para los cuales haya sido dotado por Él.” [18]

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Otra figura clave que ha marcado de forma fundamental el pensamiento europeo y occidental en los últimos siglos es Immanuel Kant (1724-1804). Hijo de la Ilustración, adoptó un criticismo con el que pretendía superar, a través del “idealismo trascendental”, la oposición y las insuficiencias del racionalismo y del empirismo. Su influencia ha sido ciertamente terrible en el campo filosófico e incluso a nivel de la mentalidad general de Europa y del Occidente, porque si hoy existe una actitud escéptica y crítica ante las cuestiones religiosas y frente a la posibilidad de la Metafísica, en buena medida se debe a Kant.

En su Crítica de la razón pura (1781) llega a la conclusión de que es imposible la Metafísica, porque sólo el conocimiento fenoménico es posible. Para Kant, el saber es una construcción activa de la mente, en la que el objeto es conocido solamente en cuanto investido de las formas a priori. De ahí que el mundo conocido, la experiencia, no es sino un conjunto de representaciones, que son tales en nosotros y para nosotros. En la perspectiva kantiana, puede decirse que es el sujeto el que configura la realidad externa con sus categorías o formas a priori: el objeto queda absorbido en el sujeto. La razón pura, por tanto, no puede afirmar la existencia de Dios, ni la espiritualidad e inmortalidad del alma, ni la eternidad o temporalidad del mundo, ni puede llegar a decir nada acerca del ser en cuanto tal.

Así, pues, ante este terrible y desesperante punto de llegada, el filósofo de Königsberg se siente obligado a encontrar un fundamento que afirme las verdades metafísicas que la razón pura, según piensa él, no es capaz de poder demostrar. Nos hallamos entonces ante la Crítica de la razón práctica (1788), donde quiere poder fundar de una manera completamente inexpugnable las verdades supremas, frente a la incapacidad de la razón pura para esto mismo. En esta obra, Kant aplica a la voluntad una investigación crítica análoga a la empleada para la razón pura. Partiendo de la universalidad y necesidad de la moral, el pensador alemán pretende llegar a la conclusión de que las realidades metafísicas necesitan ser afirmadas de cara a la vida práctica y a la ley moral: la libertad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios, que la razón pura no puede demostrar, son sin embargo exigencias de la razón práctica y postulados de la ley moral; el hombre las necesita para su vida. En definitiva, esto no es sino buscar un sustento nada sólido para la afirmación de estas realidades, de cuya demostración por la razón pura Kant se ha mostrado previamente escéptico, y más aún que escéptico: agnóstico. Además, lo que hace es establecer una moral de base individualista, por no decir egoísta, aunque los kantianos quieran negarlo; ¿no formula acaso este principio fundamental: “obra de manera que la norma de tu acción pueda ser el principio de una legislación universal”? Esta ley moral o imperativo categórico, lógicamente, puede conducir a consecuencias nefastas para la vida social, como de hecho ha ocurrido. Por eso mismo, se trata de una moral autónoma, contraria a cualquier moral heterónoma: o sea, la ley moral tiene su origen último en la misma razón del sujeto y no en otro principio externo. En la visión de Kant, por tanto, Dios no puede dar la ley moral, sino que ésta nace de la razón individual del sujeto y se convierte en norma de valor universal.

En realidad, Kant destruye la Metafísica y la Moral, aunque sus intenciones teóricamente sean otras. Como muchos de sus estudiosos han demostrado, dentro del sistema kantiano se descubren además numerosas contradicciones e insuficiencias, que ponen en entredicho el mito, durante mucho tiempo casi intocable, de la filosofía kantiana [19] . Otras valoraciones igualmente negativas pueden hacerse respecto de sus ideas acerca de las cuestiones políticas, los derechos del hombre y la paz universal, que han influido no poco en muchas de las concepciones de la época contemporánea.

Uno de los mayores especialistas recientes en Kant, Roger Verneaux, sumamente crítico con el filósofo criticista, ofrece conclusiones como las siguientes, tras el estudio de la Crítica de la razón pura: “Kant se propone destruir, mediante la crítica, el dogmatismo metafísico. Pero resulta que la crítica misma descansa en un dogmatismo científico, que bien podríamos llamar ‘cientismo’” [20] . “Si examinamos las definiciones básicas del kantismo, la observación que se impone con evidencia es que son el resultado de una mala fenomenología. Para que las definiciones no sean totalmente arbitrarias, es necesario que se funden en la observación de los hechos, y que expresen su esencia. Kant se contenta con una mala componenda. En principio, sus definiciones no pueden provenir de la experiencia, porque entonces no serían universales. Pero Kant no puede menos de fundarse en la experiencia, de suerte que lo hace sin reconocerlo, y lo hace muy mal.” [21] “El idealismo kantiano, tal como se ofrece en la Crítica, es una mala componenda. Kant, en efecto, limita el conocimiento posible a los fenómenos, que son simples representaciones; pero al mismo tiempo mantiene la cosa en sí, incognoscible detrás de los fenómenos. Nadie quedó satisfecho con esta solución. Un contemporáneo de Kant, Jacobi, subrayó muy bien la dificultad, en una fórmula que se ha hecho célebre: ‘sin la cosa en sí no puedo entrar en el sistema, y con ella no puedo permanecer dentro de él’. […] Para establecer la cosa en sí como causa de nuestras impresiones, Kant hace un uso trascendente del principio de causalidad, cuando la crítica sólo le reconoce un uso inmanente. Por eso, los sucesores de Kant abandonaron la cosa en sí y entraron en la vía del idealismo absoluto, que reinó en filosofía durante un siglo.” [22]

El mismo Verneaux, refiriéndose a la moral kantiana como fundamento de una metafísica, dice lo siguiente: “Para Kant la ley moral es un absoluto, y por ello estima que puede servir de base a una metafísica. La idea es ciertamente muy noble, y nuestra época ganaría mucho rehabilitando el deber. Pero sin hacer de él un absoluto. El deber requiere a su vez una justificación, que sólo puede encontrarse en la metafísica. […] La teología moral de Kant no satisface. Es una hermosa teología moral, pero falsa.” [23]

En otra obra en la que critica asimismo la Crítica de la razón pura, Verneaux hace las siguientes observaciones: “Lo más sorprendente es que la gran obra de Kant, su primera Crítica, es de tal modo inconsistente y contradictoria, que es posible entregarse a múltiples exégesis, probablemente tan verdaderas unas como otras. No hay más que mirar las disputas que se suscitaron en Alemania, incluso durante la vida de Kant, sobre el sentido que se le debe atribuir. Nada sería más fácil que hacer estallar el sistema. Pero, en realidad, la mayoría de esas contradicciones no tienen importancia. A través de ellas pasa una idea, un mensaje que se discierne claramente en las grandes líneas del sistema. A pesar de todo, es un hecho que la Crítica carece de unidad. Esto es bastante evidente. Pero el interés mayor del kantismo acaso esté precisamente en que no es posible mantenerse dentro de él. Se está obligado a prolongarlo hacia el idealismo absoluto, como han hecho los grandes discípulos, a pesar del realismo metafísico que contiene; sea a volver a una metafísica realista, a pesar del realismo trascendental que profesa. Del lado idealista, el ataque se dirige principalmente a la cosa en sí […]. Del lado realista, se atacan preferentemente los juicios sintéticos a priori […].” [24]

Verneaux reconoce el mérito de Kant en haber destruido el “monstruo” del racionalismo de Wolff, pero observa que el filósofo de Königsberg presenta a la par otras importantes limitaciones, entre ellas un cierto dogmatismo de la ciencia.

Otro estudioso de Kant, Rodríguez Luño, incide en el inmanentismo de fondo de Kant y en lo que él significa en el pensamiento moderno-contemporáneo: “Kant representa el ‘humanismo’ de la autonomía absoluta del sujeto racional. […] El kantismo es un humanismo, y como tal, aunque parezca a primera vista una fatigosa especulación, es hoy día una ideología popular. El ‘humanismo’ de Kant, en cuanto teoría de la libertad autónoma, además del ateísmo común al resto del pensamiento moderno, necesita del no saber metafísico, configurándose así como una filosofía de los límites de la razón (positivismo). Por otra parte, el principio racional que Kant ha puesto en la base de su filosofía ha sido limitado por él en favor de la autonomía completa del individuo racional (liberalismo), aunque su libre desarrollo tiende a disolver lo individual en la colectividad: en el Estado de Hegel o en la sociedad marxista (socialismo), como en la más íntima aspiración de identidad del Hombre. La especulación de Kant constituye así la Carta Magna del liberalismo, y sorprendentemente reivindica como punto de partida propio el hecho moral.” [25]

Así, “el apriorismo moral [kantiano] significa la posición de la libertad como autonomía absoluta, sin regla, sin ser medida por el ser y la bondad de las cosas, ni por la naturaleza humana, ni por la calidad trascendente de Dios. La moralidad es, entonces, la realización práctica de la supremacía del hombre, y está sustentada –en cuanto ‘moral’ ametafísica– por una ‘metafísica’ que en realidad es la negación teorética y práctica de la moral.” [26] A esto añade Rodríguez Luño, muy acertadamente: “La libertad del ‘humanismo’ kantiano, y de las modernas ideologías en él inspiradas, se edifica siempre sobre las ruinas del conocimiento metafísico y moral. El humanismo defiende por eso, como garantía de la propia existencia, un pluralismo absoluto acerca de las verdades trascendentes, haciendo de sí mismo el único dogma de una sociedad que ya no admite dogma ni verdad alguna. Este pluralismo es, en verdad, un dogmatismo de la libertad pura que corrompe la conciencia moral y la libertad verdadera. Puede parecer paradójico, pero una posición de este orden exige la alternativa dialéctica del liberalismo y del socialismo: en primer lugar, la moral kantiana constituye la quintaesencia del liberalismo, en la medida en que la libertad pura y sin restricciones se lleva al ámbito del individuo. El pluralismo total es la condición civil del Estado de derecho liberal. Pero como la consecuencia efectiva de la tiranía de los individuos es el desorden, el caos, el encuentro de los intereses personales, y como ya no existe la medida del bien común para la ordenación de la sociedad, el liberalismo se vuelve ipso facto la premisa del socialismo estatal en el que la determinación autónoma del deber corre a cargo de la tiranía del Estado, y se impone violentamente sobre todos los ámbitos de la vida individual, desapareciendo así hasta la misma noción de la vida privada. La dialéctica liberalismo-socialismo se reitera como realización contrapuesta del ideal de la supremacía del Hombre, y esa reiteración tiende a ser indefinida porque desde la afirmación incondicionada de lo humano no se puede resolver la tensión entre lo individual y lo social, entre lo propio y lo común.” [27]

Por eso, como dice el mismo Rodríguez Luño, urge contraponer a este concepto de autonomía la verdadera libertad, tal como la entiende el cristianismo católico: “el error está en identificar la libertad con la ausencia de vínculos, porque la esencia de la libertad es la libre vinculación al bien. La libertad hace relación al bien, y sin él se hace ininteligible y perversa.” [28]

Pedimos disculpas si ha podido resultar un poco abusiva esta recopilación de textos críticos de estudiosos de Kant, no por lo que ellos dicen y con lo cual nos identificamos plenamente, sino por la longitud del conjunto y por lo que se nos pudiera echar en cara de falta de originalidad. No pretendemos originalidad, sino que deseamos recurrir a la autoridad de los entendidos, que pueden decir mucho mejor que el autor del presente ensayo el modo en que deben ser valorados Kant y su influjo en el pensamiento contemporáneo. En fin, cabe añadir que la mejor crítica que se puede hacer al kantismo es la que ofreció con su experiencia personal, demostrando la invalidez de ese sistema, el famoso filósofo español, en gran parte kantiano, Manuel García Morente (1886-1942), cuando en 1937, movido por la luz sobrenatural de la gracia, se convirtió al catolicismo y descubrió el amor de Cristo, hasta el punto de llegar a ser ordenado sacerdote.

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Conforme a lo que dice Verneaux, el kantismo había de desembocar en el idealismo absoluto, cual lo fueron formulando principalmente los alemanes Fichte (1762-1814), Schelling (1775-1854) y, sobre todo G. W. F. Hegel (1770-1831). El idealismo alemán, como sus discípulos de otras naciones, conduce a una forma de panteísmo que disuelve la personalidad del hombre en un Absoluto que se identifica con la autoconciencia. Es una modalidad radical de subjetivismo que acaba identificando el “yo” con el Absoluto y que va además parejo al nacionalismo liberal y abre las puertas al de corte totalitario, puesto que lleva a la identificación del Absoluto con el Estado, el cual viene a ser la plasmación del Volkgeist o “espíritu nacional”. De ahí la íntima relación existente entre romanticismo, nacionalismo y liberalismo, además del capitalismo como modelo económico.

Hegel desarrolla ampliamente la visión dialéctica como explicación del orden inmanente del cosmos. Según su concepción, los tres elementos o fases de la dialéctica son la tesis, la antítesis y la síntesis. La aplica tanto al sujeto y la idea (tesis) y el objeto y el mundo (antítesis), que hallan su integración en el Absoluto (síntesis), como a la Historia del mundo, de las naciones y de la libertad, que alcanzan la síntesis en el Estado. Asimismo, el Volkgeist se encuentra en relación dialéctica con el Weltgeist (espíritu del mundo), del que es una fase. En definitiva, el Estado viene a ser como la encarnación del Absoluto y es la realidad suprema: dada la identificación entre él y la autoconciencia, no cabe oposición entre la razón de Estado y la razón individual; el individuo se identifica con el Estado, quedando en realidad absorbido en él y por él. Por esto, evidentemente, nos hallamos ante la formulación expresa del totalitarismo estatal, tal como en estos momentos lo entendía el liberal Hegel (pues existe un totalitarismo liberal) y más tarde lo desarrollarían el fascista Giovanni Gentile (1875-1944) y el comunista Benedetto Croce (1866-1952), entre otros. Teniendo en cuenta además que Hegel cifra en los pueblos germánicos la madurez y la síntesis en el progreso dialéctico de la Humanidad hacia la libertad, hay que comprender que también sirvió en gran medida de fundamento para las ideas totalitarias y racistas del nacionalsocialismo.

Los discípulos más inmediatos de Hegel suelen ser agrupados en las calificaciones de “derecha hegeliana” e “izquierda hegeliana”, según tratasen respectivamente de vincular las ideas del idealismo del mencionado filósofo con la visión cristiana (cuestión que llevó a múltiples errores doctrinales, entre ellos varios aspectos del “modernismo” pseudocatólico), o bien se inclinasen hacia una orientación materialista. Por todo lo brevemente expuesto, cabe decir que el papel del idealismo alemán, y singularmente del hegelianismo, en el pensamiento contemporáneo y en sus aplicaciones políticas, ha sido en general nefasto.

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Habiendo hecho mención del liberalismo, debemos referirnos a esta doctrina, surgida básicamente a partir de las ideas de la Ilustración y de los principios de la Revolución Francesa de 1789, que gozaron de difusión por Europa gracias al Imperio napoleónico, y que hace de los conceptos de “Libertad, Igualdad y Fraternidad”, según son entendidos por estas teorías, su fundamento esencial. En realidad, hay que advertir la existencia de varias corrientes dentro del liberalismo y que a veces resulta difícil definirlo de manera global. Entre los autores que se hallan en las raíces de este pensamiento y entre los que lo desarrollan luego en el siglo XIX, es obligado citar a algunos como Locke, Rousseau, Montesquieu, Voltaire, Adam Smith (librecambismo económico), Stuart Mill, Tocqueville…

El liberalismo ofrece una visión distinta a la concepción tradicional cristiana del poder, de la libertad, del bien, de la justicia, etc., realmente contrapuesta a ella. Concibe la libertad individual como una absoluta independencia respecto de poderes extraños y exalta la autonomía absoluta de la razón. En consecuencia, la libertad pierde sus profundos fundamentos teológicos y metafísicos y se traduce en las “libertades” individuales (protección contra detenciones arbitrarias, libre circulación…), económicas (libertad de empresa, de intercambios, de contratos…), de opinión (filosófica, política y religiosa), etc. Todo ello, lógicamente, permite ver que es una doctrina muy unida a los intereses particulares de las nuevas clases burguesas de la época contemporánea, que buscan un mayor protagonismo político (a través del sufragio universal y del parlamentarismo) y una mayor libertad de acción para sus negocios (suprimiendo las limitaciones establecidas por una organización corporativa de tipo gremial y eliminando la capacidad de los trabajadores de defenderse de abusos laborales). El liberalismo defiende la independencia total del orden político y social respecto de principios religiosos (secularismo) y, por lo tanto, sostiene que la soberanía descansa en fundamentos meramente temporales, según lo expresa en sus nociones de soberanía popular y soberanía nacional, frente a la soberanía social y a la idea de que Dios es el origen de todo poder.

En consecuencia, propone ideas democrático-parlamentarias, ya republicanas, ya monárquicas (monarquía constitucional o parlamentaria), que irán tendiendo cada vez más hacia la “democracia de partidos”, con una sobrevaloración de la ley emanada de la “voluntad popular” a través de la representación parlamentaria, sin atenerse por lo general a normas morales de orden superior: esto explica la raíz liberal del positivismo jurídico, del constitucionalismo y del legalismo extremo, que conducen a una divinización idolátrica de la ley y especialmente de la Constitución del Estado como madre de toda la legislación. Puede considerarse que, por ese camino, cabe la posibilidad de arribar a lo que se ha denominado “la lógica normativa sin Estado” de Hans Kelsen, en línea neokantiana [29] . Kelsen, ciertamente, llega a afirmar que “la concepción filosófica que presupone la democracia es el relativismo”, y define el parlamentarismo como la “formación de la voluntad decisiva del Estado mediante un órgano colegiado elegido por el pueblo en virtud de un derecho de sufragio general e igual, o sea, democrático, obrando a base del principio de mayoría” [30] . Por eso, Kelsen no sólo justifica a Poncio Pilato en el juicio de Jesucristo, sino que incluso le da la razón, ya que cumplió el deseo de la mayoría y se atuvo a la ley (cosa ésta última, decimos nosotros, que debería ser matizada desde la objetividad histórica).

Ya tiempo antes había advertido Donoso Cortés que la escuela liberal, que es la más egoísta e impotente tanto para el bien (porque carece de toda afirmación dogmática) como para el mal (pues le horroriza toda negación absoluta), domina sólo cuando la sociedad desfallece, cuando el mundo no sabe si irse con Barrabás o con Jesús, y para ello, mediante la discusión, confunde todas las nociones y propaga el escepticismo [31] . Según el genial extremeño, la escuela liberal es “la más contradictoria entre las racionalistas” y en ella “ninguno de sus principios deja de ir acompañado del contraprincipio que lo destruye”, buscando un equilibrio que nunca alcanza, además de que “la corrupción es el dios de la escuela” [32] . En realidad, podemos añadir, las únicas afirmaciones absolutas que se atreve a hacer el liberalismo se refieren a la organización de un sistema jurídico y político que lleva en sí mismo en germen la posibilidad de destruirlo: Constitución fruto de un supuesto consenso, valor absoluto de la opinión de la mayoría, etc.

Por otro lado, según bien insiste un gran jurista y teórico del Estado como Hermann Heller (aunque no coincidamos con él en líneas generales), para que una Constitución sea tal, necesita una justificación según principios éticos [33] , porque los principios éticos del Derecho forman la base de la justificación del Estado y del Derecho positivo [34] .

De Maistre hizo en su día una interesante crítica del constitucionalismo liberal, en el capítulo VI de sus Consideraciones sobre Francia. Así, afirmaba que “ninguna Constitución es resultado de una deliberación; los derechos de los pueblos no están nunca escritos o, al menos, las actas constituyentes, o los derechos fundamentales escritos, son sólo títulos declaratorios de derechos anteriores, de los que no puede decirse otra cosa sino que existen porque existen.” “Cuanto más se escribe, más débil es la Constitución. La razón es clara: las leyes no son más que declaraciones de derechos, y los derechos no son declarados más que cuando se los ataca, de forma que la multiplicidad de leyes constitucionales escritas sólo prueba la multiplicidad de los conflictos y el peligro de una destrucción. He aquí porqué la Constitución más vigorosa de la antigüedad pagana fue la de Lacedemonia, en la que nadie escribió nada.” “Una asamblea cualquiera de hombres no puede constituir una Nación; una tal empresa excede en locura a lo más absurdo y más extravagante que puedan engendrar todos los Bedlans del Universo.” [35]

Tiene razón de Maistre en estas apreciaciones, pues lo que hace en realidad el constitucionalismo es conceder carácter necesario, universal y absoluto a una Constitución aprobada por un parlamento, siendo una y otro de por sí contingentes. Por eso es absurdo hablar de un “patriotismo constitucional”, porque el verdadero patriotismo posee unas raíces metafísicas e históricas mucho más profundas y firmes que las que pueda tratar de proporcionar un texto jurídico contingente emanado de una asamblea parlamentaria en un momento determinado. El denominado “patriotismo constitucional”, por tanto, es una incongruencia y carece de auténtica consistencia. ¿Y quiénes son un grupo de diputados para determinar en una tarde si se constituye o se disgrega una Patria, cuando una Patria sólo puede ser construida a lo largo de un prolongado proceso histórico? El parlamentarismo muestra pronto sus límites: no en sus pretensiones, que son absolutas, sino en su capacidad legítima ante la Historia y ante el ser de un pueblo y de una Patria. Un parlamento puede gozar de toda la legalidad que le confiera una Constitución, pero esa legalidad constitucional puede no ser éticamente legítima si rompe con los más esenciales principios morales, sobre todo con aquellos del Derecho Natural.

Una auténtica Constitución, para gozar de plena legitimidad, ha de atenerse a la Tradición del pueblo y de la Patria para los que se va a promulgar; no puede olvidar su Derecho tradicional y sus costumbres, que definen en gran medida los rasgos peculiares de ese pueblo. No puede desentenderse tampoco de unas raíces morales profundas y auténticas ni negar la realidad del Derecho Natural. Si tiene en cuenta estos elementos capitales, entonces legalidad jurídica y legitimidad moral coincidirán armoniosamente.

Otro de los defectos de la democracia liberal es la concesión de un valor absoluto y categórico a las opiniones y decisiones de la mayoría, sin considerar el hecho cierto de que ésta no se halla exenta de la posibilidad de errar, como en realidad sucede con harta frecuencia. Por sólo poner un ejemplo que difícilmente rebatirán los más fanáticos partidarios de la democracia liberal: ¿qué cabe decir con relación a las elecciones alemanas de 1933, que llevaron al nacionalsocialismo de Hitler al poder? Ponemos este ejemplo, porque no se conoce ningún demócrata liberal entusiasta del régimen nazi; no aportamos el de la petición de soltar a Barrabás y condenar a Jesucristo a la muerte en cruz, que solicitó la mayoría manipulada por unas élites (como suele ocurrir), pues ya hemos indicado que incluso los más acérrimos liberales como Kelsen vienen a justificar y considerar acertado este caso. Con razón advertía Séneca: “En ninguna cosa, pues, se ha de poner mayor cuidado que en no ir siguiendo, a modo de ovejas, las huellas de las que van por delante, sin atender a dónde se va: porque ninguna cosa nos enreda en mayores males, que el dejarnos llevar de la opinión, juzgando por bueno lo que por consentimiento de muchos hayamos recibido, siguiendo su ejemplo y gobernándonos, no por razón, sino por imitación, de lo que resulta el ir atropellándonos unos a otros […]” [36] . Y poco después añade: “no están las cosas de los hombres en tan buen estado que agrade a los más lo que es mejor” [37] .

Pío Baroja hablaba de la democracia (liberal, se entiende propiamente) como “la dictadura del número”. Más aún, podríamos hablar de la “tiranía del número”, que llega a extremos terribles. Conforme a ella, puede darse el caso, y se da con harta frecuencia, de que un partido que ha recibido el mayor número de los votos de los ciudadanos, quede sin embargo privado de ejercer el poder porque otros partidos consiguen sumar entre ellos un número mayor, no ya de votos totales en las urnas, sino de escaños en la representación parlamentaria. Tal es el ejemplo de lo sucedido en las elecciones autonómicas de Galicia en 2005, donde el partido que obtuvo el mayor número de votos, incluso la mayoría absoluta por este concepto (más de la mitad), se vio finalmente privado del gobierno regional porque los otros dos partidos lograron, por las leyes electorales que configuran la representación, un número mayor de escaños. Se dio así la paradoja de que el partido que fue votado por más de la mitad de los ciudadanos que acudieron a las urnas, tuvo sin embargo menos de la mitad de los escaños, y ante la unión de los otros dos partidos, se vio al final en la oposición. Esto que decimos no supone una defensa del partido en cuestión, sino una crítica del sistema. Además, los partidos sólo se quejan de estos defectos hirientes del sistema cuando les suponen un contratiempo, como ha sido el caso referido, pero hasta ese momento no tratan de alterar las leyes electorales; más aún, éstas les parecen muy convenientes cuando son útiles para eliminar de la palestra a otros partidos minoritarios que les podrían restar un cierto número de votos.

Otro aspecto de esta “tiranía del número” se produce con frecuencia: es el caso de que, ante una mayoría insuficiente para gobernar, un partido minoritario ofrece su apoyo al mayoritario, pero imponiéndole sus condiciones. En España hemos venido conociendo esto con partidos nacionalistas, que fuerzan a la aceptación de unas condiciones con las que consiguen avanzar en el proceso desintegrador de la Patria común. De esta manera, una minoría impone tiránicamente sus condiciones a la mayoría: no sólo a la mayoría parlamentaria, sino lo que es peor, a la inmensa mayoría de la sociedad, porque hace uso del chantaje; y ante esta situación, el partido mayoritario, habitualmente carente de unos principios firmes, sucumbe al chantaje con tal de verse en el poder, aun a costa del bien común y de la unidad nacional.

En definitiva, la democracia liberal de partidos se acaba convirtiendo en una tiranía del número. No representa en realidad al conjunto de la sociedad, al conjunto del pueblo, ni a los cuerpos y organismos sociales naturales intermedios, sino únicamente a aquel o aquellos partidos políticos que consiguen imponerse por la fuerza del número, bien en solitario si a uno le es suficiente, bien coaligando sus fuerzas si necesitan hacerlo así para obtener el número suficiente para gobernar y sin quedar excluida la posibilidad del chantaje en estas negociaciones.

Con estas consideraciones, no decimos que no se deba proceder a votaciones y a aprobar toda una serie de leyes y de cuestiones que sean efectivamente preferidas por una mayoría en una asociación, una asamblea o un plebiscito; lo que afirmamos es que no todo puede someterse a votación, porque hay valores y principios que están por encima de cualquier parecer de una mayoría y de cualquier votación; y las mayorías, que tristemente suelen ser manipuladas por unos pocos, no están exentas de error.

Por otro lado, y como el propio de Maistre señala refiriéndose al régimen revolucionario francés [38] , la democracia liberal tiene una considerable inclinación a la corrupción de los políticos implicados en ella, e incluso a extender a nivel social el fenómeno. Con frecuencia se incurre además en la demagogia, la cual, según autores clásicos como Aristóteles, es la corrupción de la democracia y la conversión de un régimen originalmente bueno en otro malo. Las promesas gigantescas e irrealizables, que a la hora de la verdad no se ponen en práctica, van de la mano de la descalificación de los contrarios, incluso con el uso de la calumnia y el invento de falsedades. Aristófanes, el genio de la comedia griega, satiriza así la oportunidad de llevar a término las grandilocuentes promesas hechas por los políticos, poniendo en boca del coro las siguientes palabras: “Ahora es la ocasión de poner en juego los recursos de tu ingenio, y de probar tu amor al pueblo y lo que sabes hacer en favor de tus amigas. Ahora es la ocasión de desplegar en provecho de todos esa hábil inteligencia que colme de infinitas prosperidades la vida de un pueblo culto, demostrando su inagotable poder. Ahora es sí la ocasión, porque nuestra república necesita de un plan sabiamente combinado.” [39]

También se ha achacado a la democracia liberal el provocar una agitación innecesaria de la vida de los pueblos, el politizar la vida social y destruir la verdadera tranquilidad y felicidad de las gentes de un país. Parecen muy acertadas, en este sentido, las palabras de Salazar al respecto, explicando que en su régimen “lo sacrificamos casi todo a la acción gubernativa y no concedemos más que un lugar muy restringido a la vida política. […] En otros países se hace exactamente lo contrario. Todo se sacrifica a la agitación política, a la lucha de partidos, a la discusión interminable de cuestiones que no serán nunca resueltas. El país, relegado a segundo plano, vive como puede (y Dios sabe cuántas dificultades se derivan de la insuficiencia gubernamental) mientras que en primer plano las luchas políticas dan una apariencia de gran animación a la vida nacional. En cuanto a mí, sin embargo, creo cada vez más que una política así concebida no puede confundirse con la vida de una nación ni puede tener para ella el más mínimo interés. Hoy en día la mayor parte de la gente está envenenada por la política y se interesa más apasionadamente por la permanencia o la sustitución de un gobierno que por la resolución de un gran problema nacional. Al mismo tiempo que es preciso desintoxicar a la sociedad política, es también necesario rectificar en la conciencia del pueblo la escala de valores por la cual se miden la vida y la actividad del Estado. […] Los políticos no son el país, aunque a veces se arroguen la interpretación exclusiva de sus intereses y de sus aspiraciones.” [40] En conformidad con esto, el hombre de Estado “necesita cavar profundamente los cimientos de una obra que desearía sólida y duradera. El hombre de Estado debe huir de la solicitación de los deseos esporádicos y de las aspiraciones desordenadas; debe esforzarse por buscar en los cuatro puntos cardinales la razón de ser de las cosas, la realidad profunda de los acontecimientos, la justicia y la eficacia de las normas que ha de imponer a la vida social. El hombre de Estado no encontrará jamás nada útil y eficaz en los juegos de palabras, en las piruetas de la inteligencia o en el desvarío de las imaginaciones exaltadas.” [41]

En correlación con la politización de la vida social de un pueblo por efecto de la democracia liberal, se produce la división de ese pueblo según partidos políticos. En realidad, es una desnaturalización de la sociedad, a la que se roba su composición orgánica natural para erigir en su lugar una estructuración repartida en partidos políticos enfrentados en mayor o menor medida entre sí. Los partidos no representan los cuerpos intermedios ni buscan verdaderamente el bien común de la sociedad, sino que responden a intereses parciales no orgánicos y a la aspiración de un sector más bien pequeño a llegar al poder. Su intrusión abusiva en la vida social se observa en hechos tales como la presencia de casetas de partidos políticos en las ferias de las fiestas locales o de barrio, donde sería preferible que la sociedad pudiera disfrutar al margen de la política; o también en la politización del mundo universitario, con la búsqueda de intereses políticos de partido en vez de procurar el desarrollo de la vida académica.

En gran medida, la democracia liberal funciona como una “partitocracia”, como con acierto ha sido calificada. Pero además, cabe definirla como una oligarquía plutocrática, sustentada sobre un consenso mayoritario, que es producto de una manipulación demagógico-propagandística. Es una oligarquía, no una democracia: la oligarquía de quienes viven dedicados a la política, que hacen todo lo posible para eliminar a nuevos grupos que pudieran tratar de hacer su aparición en la escena política y conseguir representación en ella. Es plutocrática, tanto por la relación existente con el capitalismo como forma económica del liberalismo, como por la tendencia de los políticos a vivir únicamente de la política y subir desmesuradamente sus sueldos. Se asienta sobre un consenso mayoritario, que le sirve para otorgarle una supuesta legitimidad o, al menos, una conformidad con la legalidad. Y este consenso mayoritario es producto de una manipulación demagógico-propagandística, porque no hay duda de que, con el fin de llegar al poder, se hacen válidos todos los recursos de captación del favor popular, moviendo el miedo al daño que pueda causar el contrario, utilizando la calumnia y el insulto, haciendo promesas grandilocuentes difíciles de cumplir en la realidad, reduciendo el nivel de exigencia y de compromiso con el bien común y alentando en cambio el egoísmo, etc.

Ha de advertirse que lo aquí dicho no es una descalificación ni una crítica de la democracia en sí, sino de la democracia liberal. Conforme a los grandes pensadores griegos y a los doctores católicos, así como al Magisterio de la Iglesia, la democracia en sí es una forma legítima de gobierno, cuando se desarrolla adecuadamente de acuerdo con la ley y con unos principios morales superiores; pero cuando se corrompe, entonces cae por lo general en la demagogia. La democracia liberal, desde nuestra perspectiva, no es que haya degenerado con respecto a unos puntos justos de partida, sino que ni siquiera goza de éstos: desde sus mismas raíces es defectuosa. La divinización de la democracia es una forma de idolatría, como lo es la concesión de un valor absoluto a una Constitución artificial; la afirmación de unos poderes absolutos para una asamblea parlamentaria y la tiranía del número contienen un germen de totalitarismo; la politización y segregación de la sociedad a través de los partidos políticos es un atentado contra el orden natural de la vida humana.

Un régimen político y económico socialmente vertebrado sería en realidad el único capaz de funcionar como una democracia auténtica; pero tampoco organizado corporativamente desde el poder, sino desde la propia sociedad. Ésta sería la verdadera “democracia orgánica” a la que aspiraron pensadores y políticos de muy diversas corrientes, y en realidad sería bastante distinta del régimen que en España hizo uso de este término. Con esto no queremos descalificar al régimen de Franco, del cual siempre hemos reconocido y reconoceremos –aunque hoy sea “políticamente incorrecto” y bastante arriesgado hacerlo– sus abundantísimos logros en todos los campos, entre ellos el social. Lo único que decimos es que en realidad no puede ser tenido como una verdadera democracia orgánica, porque ésta ha de configurarse desde abajo y en ella han de desarrollarse de manera efectiva los principios de soberanía social y subsidiariedad.

En cuanto a la otra vertiente importantísima del liberalismo, la económico-social, es sabido que propugna el capitalismo, con cierta variedad de modelos que en la mayor parte de los casos niegan o limitan la práctica intervención del Estado. El liberalismo es el padre de las profundas injusticias sociales de la época contemporánea, de la opresión sobre el proletariado industrial, de algunas de las más duras formas de explotación del hombre por el hombre conocidas en la Historia, y ha provocado como reacción la respuesta de los oprimidos con duras y sangrientas revueltas y revoluciones, por lo general manipulados por pequeños sectores que anhelaban únicamente utilizarles como fuerza de choque que les llevara a la conquista del poder. Es lógico, pues, que surgieran el comunismo y el anarquismo como reacciones contra el capitalismo, así como otras iniciativas obreras o, más bien, de intelectuales izquierdistas que aprovecharon la situación y quisieron valerse del empuje de las clases trabajadoras para erigirse en los nuevos protagonistas de la escena política.

Karl von Vogelsang, la gran cabeza iniciadora del catolicismo social austríaco, señalaba con acierto que “el capitalismo alcanzó una victoria completa sobre el principio de orden social cristiano de los pueblos de Occidente [cuando se impuso sobre éste en el siglo XIX]. Según el principio cristiano, toda posesión de los instrumentos de producción tenía un destino social, es decir, que miraba a la comunidad humana. El otro principio, por el contrario [el capitalista], establece que ninguna posesión de los instrumentos de producción tiene otro destino que la ganancia del productor.” [42] El capitalismo, no conviene olvidarlo, es hijo del protestantismo, sobre todo del calvinismo, según lo demostraron autores como el sociólogo Max Weber.

El capitalismo ha sido con cierta frecuencia identificado con la “plutocracia”, que el también católico-social La Tour du Pin define como “poder de las riquezas, la forma de jerarquía social que sustituye a la de las aristocracias históricas […]. Al ideal del honor sucede entonces el del interés” [43] . Y el desarrollo del capitalismo conllevó y conlleva de una u otra manera el problema del “pauperismo”, que “es un fenómeno social que consiste en la aparición, en el seno de una civilización brillante, de clases enteras carentes por lo general de la seguridad de medios de existencia que el trabajo puede y debe legítimamente procurar” [44] .

Por eso el catolicismo social, mucho más pronto de lo que con frecuencia se cree, tomó conciencia de la situación y sus principales cabezas se lanzaron a la realización de una amplia gama de iniciativas políticas, económicas, laborales, sociales y espirituales, tal como lo hizo Mons. Ketteler en Alemania, quien en 1848, el mismo año de la publicación del Manifiesto del Partido Comunista, advertía: “No se puede hablar de la época presente, ni menos aún reconocer la verdad de la situación actual, sin que una y otra vez y siempre haya de volverse a las cuestiones sociales, y particularmente a la división que separa a propietarios y proletarios, al estado de nuestros hermanos pobres y a los medios de acudir a ayuda suya.” [45] Mons. Ketteler, haciéndose eco de la doctrina tomista y de la Tradición patrística, y en general de todo el Magisterio de la Iglesia Católica, recordó los límites de la propiedad privada conforme a la función social de ésta, a la vez que señalaba el error del comunismo con respecto a la aniquilación del derecho natural de propiedad privada. Criticó asimismo la idolatría de la libertad absoluta proclamada por el liberalismo, concretamente en el campo económico (capitalismo individualista): “La solución de la libertad ilimitada es algo así como la dislocación de la humanidad. Está basada en las ideas racionalistas habituales del partido liberal. Es la aplicación a la humanidad de las doctrinas materialistas. Según éstas, el átomo es el origen de todo ser […]. Pero este método de pulverización, esta separación química de la humanidad en individuos, en granos de polvo del mismo valor, en átomos materiales que un soplo puede dispersar en todas direcciones, es tan falsa como su fundamento y las teorías de quien procede. […] La Providencia ha dispuesto que haya organismos variados donde el hombre encuentre ayuda y protección. Abolir estos medios de protección, obligar al hombre con sus desigualdades naturales o sociales a concurrir cada día con sus semejantes, es, pues, un verdadero crimen contra la humanidad […].” [46]

En efecto, el liberalismo y sus predecesores de la Ilustración se emplearon a fondo en aniquilar las antiguas corporaciones de origen natural que componían y configuraban orgánicamente la sociedad, en especial desde la Edad Media cristiana: ordenaron en muchos países la disolución de gremios y cofradías, les impusieron una legislación que abriera la posibilidad de una libre competencia tan extrema que se podía convertir en competencia desleal, introdujeron las plenas “libertades” económicas en el mundo del mercado, etc. Con todo ello, los trabajadores se quedaron sin medios de defensa ante una nueva burguesía industrial que pasaba a dirigir la marcha de la economía y que les empleaba en sus fábricas con unas condiciones pésimas. Incluso derechos obtenidos por el cristianismo para los trabajadores desde la época bajorromana, como el descanso dominical, desaparecieron por obra del liberalcapitalismo, que lo justificaba como conveniente para el desarrollo de la economía y aun para “bien” de los obreros. Estos derechos se hubieron de convertir en un nuevo objetivo de las conquistas sociales, por parte tanto de las diversas vertientes del socialismo (sobre todo el de Lassalle, que buscaba más la reforma social), como del catolicismo social. Y fue éste, por cierto, el que consiguió la restauración de esos derechos y conquistas sociales, así como de otros nuevos, a través de duros combates parlamentarios en varios países de Europa, en los que lograron que se llegara a aprobar una legislación social protectora de las clases obreras. Fue ciertamente el catolicismo social, y no el socialismo materialista, el pionero en la batalla por la promulgación de las legislaciones sociales europeas y en su realización efectiva.

En fin, en lo filosófico y en lo religioso (pues también se desarrolla un cristianismo liberal), el liberalismo tiende al escepticismo y, según hemos ya apuntado, al relativismo, haciendo de la libertad el único valor predominante y construyendo mitos que son manipulados según los propios intereses de los gobernantes, como el de la tolerancia (remitimos para ello a lo que hemos dicho en relación con este asunto al hablar de Rousseau).

***

“Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo”. Esta sentencia la afirmaban de forma rotunda y amenazadora Karl Marx (1818-83) y Friedrich Engels (1820-95) en su Manifiesto del Partido Comunista de 1848. Sus teorías provinieron del idealismo transformado en materialismo por medio de la “izquierda hegeliana”, principalmente a través de la figura de Ludwig Feuerbach (1804-72). De ahí que el comunismo marxista no fuera únicamente una teoría para la reorganización del sistema económico, sino que, mucho más allá, contenía toda una cosmovisión antirreligiosa y materialista: por eso Donoso Cortés afirmó acertadamente que “el socialismo no es fuerte sino porque es una teología, y no es destructor sino porque es una teología satánica” [47] .

El marxismo, efectivamente, contiene una visión completa del mundo, de corte materialista. No en balde, es conocido como “materialismo histórico”, porque entiende que la base de la sociedad humana y de todo lo relativo al hombre es la economía: el modo de producción determina la vida social, política, cultural y religiosa. Existe una infraestructura económica que conforma una supraestructura ideológica, la cual es organizada por los grupos dominantes para mantener intacta la situación y conseguir el dominio sobre las clases dominadas. Es, por tanto, un determinismo de lo económico, de la materia, sobre todas las demás realidades del hombre. Y el hombre se convierte en esta visión en un mero instrumento en el engranaje de la producción; produce e intercambia bienes materiales para satisfacer sus necesidades materiales (“producción social de la vida”) y él mismo es un ser material cuya esencia es el trabajo, la praxis, en la que se ve realizado al producir su vida.

Una pieza clave de la concepción marxista del mundo es la adopción y reelaboración de la dialéctica hegeliana. Por una parte, se aplica a la relación entre la infraestructura y la supraestructura. Por otro lado, también a la relación entre las fuerzas productoras y las relaciones de la producción, lo cual genera la lucha de clases. Según la interpretación materialista de la Historia, la lucha de clases es la clave de ésta, lo que la mueve y le da sentido. En este proceso dialéctico, la sociedad humana ha ido caminando desde el modelo esclavista hacia el feudal y de éste al capitalista, y deberá arribar finalmente al socialista o comunista, al que se habrá de llegar a través de la “dictadura del proletariado”. La sociedad socialista o comunista, pues, supondrá la síntesis de la dialéctica de clases, será la culminación del proceso histórico, el final de un recorrido en el que, habiendo dejado atrás la religión de una vez por todas, se podrá asentar un paraíso terrenal sólo material, sin Dios y sin referencia alguna a la vida espiritual del hombre. La religión, que es “el opio del pueblo”, deberá quedar definitivamente desterrada.

La verdad es que, con sólo tener presente lo que ha sido en realidad la puesta en práctica de los postulados marxistas en la historia reciente del mundo, valdría ya para descalificar esta teoría y sentenciar su fracaso más absoluto y su total injusticia. Su modelo económico ha sido un fracaso, y es obligado reconocerle al capitalismo, a pesar de sus injusticias, su superioridad sobre la irrealizable praxis de la economía del comunismo marxista, el cual se autoconsideraba “socialismo científico”. Además, la plasmación de la quimérica “dictadura del proletariado” se ha saldado, como era de esperar, con millones de víctimas en el mundo: no sólo en los países donde se implantaron regímenes marxistas (especialmente algunos como Rusia, China o Camboya), sino también en los que se organizaron guerrillas y grupos terroristas con el fin de desarrollar una sangrienta y cruel guerra subversiva destinada a hacer caer los gobiernos no marxistas, ya fueran más justos o más injustos, pero en cualquier caso siempre menos bestiales que los regímenes de la hoz y el martillo. Se ha comprobado así que tenían razón León XIII y Pío XI cuando definieron el comunismo marxista como “mortal enfermedad” e “intrínsecamente perverso”, y Juan Pablo II al decir de él que ha sido una “trágica utopía”. Lo primero, ciertamente, llevó a lo segundo como consecuencia. No deja de ser un cinismo que los marxistas exijan ahora la restauración de la “memoria histórica”, refiriéndose a las violencias reales, magnificadas, supuestas e incluso claramente falsas, cometidas por regímenes, grupos y personas contrarios al marxismo, cuando ellos tienen millones de muertos a sus espaldas en todo el mundo. No ha existido jamás una ideología tan sangrienta como el marxismo: ella sola ha sido capaz de superar a todas las demás especialmente violentas y opresoras.

Pero, aparte de lo que ha demostrado la Historia, también desde los planteamientos teóricos es perfectamente criticable el marxismo, sobre todo porque olvida la parte espiritual del hombre y lo reduce a un mero organismo material, lo cual conduce a la negación de su dignidad más profunda y de su condición de persona. Aunque se haya hablado del “humanismo marxista”, en realidad el marxismo es inhumano. En él, la persona queda absorbida por la sociedad: el hombre es “alienado” y despersonalizado por un absoluto, primero por un Estado comunista que se convierte en fin supremo y máximo organizador de la vida de la sociedad y de sus miembros; y luego es absorbido igualmente en una quimérica sociedad comunista, al final de todo el proceso histórico, en una meta a la que nunca ha llegado ningún régimen marxista. No es otra cosa, ciertamente, que una forma de aplicación del absoluto del Estado hegeliano, en clave materialista. “En el marxismo –dice Rodríguez Luño–, el hombre singular se ve privado de su intimidad, de su misma individualidad, y su vida es dejada sin sentido alguno. Se le arranca todo sentido, cuando los marxistas se niegan a plantear el problema del origen y del fin del hombre.”[48]

Al desconocer la realidad espiritual del hombre y hacer derivar todo de lo material, se incurre en un determinismo esclavizante que deshumaniza igualmente al hombre y no es capaz de comprenderlo. El hombre, en la visión marxista, se convierte en un ser pasivo (a pesar de su idea de “praxis”), determinado por la producción y por la lucha de clases. No es el hombre personal, sino la clase, la que en todo caso protagoniza la Historia. Esto es un reduccionismo absoluto, como lo es la oposición maniquea que se establece entre “explotadores” y “explotados”, “opresores” y “oprimidos”, “clases dominantes” y “clases dominadas”, amos y esclavos, señores y siervos, capitalistas y obreros.

Una de las mejores demostraciones de los múltiples errores y contradicciones internas existentes en la cosmovisión marxista-leninista es la de Baldomero Ortoneda, en su extenso, profundo y riguroso estudio elaborado a partir de la lectura de nada menos que unos 900 autores de esa línea (incluida la vertiente maoísta) y de las actas de diversos Congresos de Partidos Comunistas, tomando como tema central las tres leyes dialécticas deducidas de la actividad de la Naturaleza y ofreciendo una rica antología de textos de tales autores y Congresos [49] . Estas leyes son las siguientes[50] :

1) “Unidad y lucha de contrarios”, que trata del origen y causa de todo el movimiento del universo: físico, químico, biológico, social, etc.

2) “Transición de la cantidad a la calidad y viceversa”, que explica el sistema de cómo se desarrollan y progresan los seres del universo.

3) “Negación de la negación”, que indica la dirección o tendencia general que sigue dicho desarrollo y progreso en los seres.

Por lo que se refiere a la primera ley, según los marxistas, “científicamente se demuestra que todos los seres y sucesos en la naturaleza poseen parejas de opuestos o contrarios internos, que se hallan unidos y simultáneamente en lucha. En cada pareja hay uno fundamental o principal que desplaza al otro, negándole el derecho a existir; y así, la unidad y lucha entre ambos es universal y temporal.” La contradicción tiene diversas fases y la última representa la solución de la contradicción. Los contrarios siempre residen en la materia o en sus derivados (en la conciencia, el pensamiento…). La materia es infinita en espacio, tiempo y formas, y no existe sin movimiento ni éste sin ella. El movimiento es producto de la lucha de contrarios y el automovimiento da origen a nuevos contrarios. [51]

En cuanto a la segunda ley, que dirige todo el desarrollo que se da en la Naturaleza, es igualmente de aplicación universal y de pretendidas bases científicas: “cambio y movimiento son inseparables, y al movimiento sigue el desarrollo de la naturaleza”. El desarrollo progresivo es el que representa cambios esenciales en los seres, llamados cambios de calidad: cada ser de la Naturaleza posee una sola calidad o esencia, a la que van unidas diversas propiedades de la materia, las cuales pueden cuantificarse (peso, volumen, etc.); los cambios cuantitativos preparan los cambios de calidad. La unidad de cantidad o calidad forman la medida, que representa los límites del objeto o fenómeno, traspasados los cuales cambia de calidad el objeto o fenómeno: deja de ser lo que es y pasa a ser una cosa distinta. El cambio de calidad o esencia se da mediante un salto que coincide con la solución de la contradicción fundamental. Con el surgimiento de la nueva calidad, aparecen nuevas propiedades, cantidades y medidas, y nuevos contrarios. [52]

La tercera ley resulta un complemento de la segunda, con el que se señala el proceso ascensionista de los seres de la Naturaleza. “La negación dialéctica preside todos los cambios de la naturaleza y representa el desplazamiento de lo viejo por lo nuevo, el desalojamiento de un contrario por otro, la sustitución de una calidad o esencia por otras.” Toda negación dialéctica es constructiva y específica: debe servir de premisa para otra subsiguiente, la cual desplaza a su progenitora y resulta así una negación de la negación, que se convierte en afirmación o tesis de una nueva tríada dialéctica. Mediante la sucesión de diversas tríadas se forman los ciclos dialécticos abiertos que, en forma de espiral ascendente, representan el desarrollo progresivo de la naturaleza. [53]

En la cosmovisión marxista, estas tres leyes son inmutables, de tal forma que “el marxismo-leninismo presenta una serie de temas doctrinales fundados en un dogmatismo absoluto, no siempre justificado. Ello se debe, sin duda alguna, a la llamada filosofía de Partido.” Pero, por otro lado, entre los autores marxistas no resulta del todo claro si las tres leyes fundamentales de la dialéctica sufren variaciones o se presentan inmutables. [54]

Esto que acabamos de decir refleja de hecho las propias contradicciones internas y los errores de base existentes en el marxismo.

Conforme al estudio de Ortoneda, “a cinco pueden reducirse los objetivos culminantes de la teoría básica marxista-leninista”[55] :

1) Automovimiento de la materia.
2) Fundamentación científica.
3) Eternidad de la materia.
4) Infinitud de la materia.
5) Dios, por inútil, no existe.

Sin embargo, como el mismo Ortoneda demuestra y al propio lector le puede quedar claro al acercarse en profundidad a los errores internos del sistema marxista, el juicio científico verdadero lleva a las siguientes conclusiones [56] :

1) La materia no es automotriz y los marxistas no son capaces de probar el origen del movimiento cósmico total; los contrarios necesitan moverse antes de iniciar su lucha, necesitan moverse para poder producir el movimiento.

2) Científicamente, los contrarios no existen: la descripción que los marxistas-leninistas presentan de todas las parejas de contrarios internos (30 en total), confrontada con los datos de unos 250 científicos de la segunda mitad del siglo XX, lleva al resultado de que la ley de contrarios internos y sus dos amplificaciones (ley de transición y ley de negación) son una pura ficción “científica” marxista, racionalmente gratuita. Por lo tanto queda sin fundamento científico-filosófico el punto básico más profundo de la teoría marxista-leninista.

3) Autorrehabilitación energética: aunque existen pareceres diferentes entre los científicos acerca de la posibilidad de regeneración espontánea de la energía cósmica degradada, ha de llegarse a la posibilidad superior de que la capacidad autorrehabilitadora pueda haber sido vinculada a la materia por un creador de ella.

4) Limitación y finitud de la materia: nuestra capacidad intelectual y científico-instrumental para determinar la totalidad existencial y cualitativa de la materia no justifica la afirmación de que ella sea infinita, dando a esta infinitud el valor científico-racional que el marxismo-leninismo le confiere “en todas direcciones”. En el marxismo se da una contradicción al afirmar que la materia es absolutamente “infinita en todas direcciones” y atribuirle a la vez cambios de calidad o esenciales.

5) Existencia de Dios: los marxistas no son capaces de demostrar la infinitud absoluta de la materia y, por lo tanto, tampoco consiguen desplazar con ella la existencia real de Dios infinito. No logran, asimismo, probar la existencia y actuación de los contrarios dialécticos internos para establecer el automovimiento total de la materia, incluida su autorreahabilitación energética; y en consecuencia, queda sin demostración el afirmar que la materia no ha recibido todas sus cualidades de otro Ser, Primer Motor del universo, Dios. La negación marxista de Dios es gratuita. Con sus tres leyes dialécticas de la Naturaleza, en las que se detectan unos 400 errores científicos, 600 dialécticos y 200 filosóficos, los marxistas-leninistas no demuestran la inexistencia de un Dios personal, Causa eficiente-principal de todo cuanto existe.

6) Trascendentalidad: la aplicación de las tres leyes también a la teoría social ha llevado en gran medida a los errores y fracasos sufridos por todos los Partidos Comunistas (nótese que Ortoneda escribía su obra bastante antes de la caída del bloque comunista), y por eso éstos han vuelto sus miradas y sus pasos hacia otras teorías. El ateísmo (teórico o práctico) defendido en la actuación de las tres leyes trasciende a las leyes sociales, pues trasciende a toda la vida racional y volitiva de los seres humanos: por ejemplo, en la justicia y rectitud de los legisladores, en los deberes y obligaciones de los legislados, en el respeto debido a la persona humana, etc.

Ortoneda demuestra cómo los marxistas-leninistas, conscientes de su fracaso científico y filosófico, sobre todo a partir del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (P.C.U.S.) celebrado en Moscú en febrero de 1956, hubieron de replantearse por completo su cosmovisión supuestamente “científica”. Por otro lado, como es fácil observar en el brevísimo resumen que ofrecemos de su estudio sobre el marxismo, éste es terriblemente materialista, mecanicista y determinista, encierra al hombre en una Naturaleza que le hace esclavo de unas leyes inquebrantables y le reduce a mera materia, ya que incluso sus capacidades intelectivas y volitivas son consideradas de raíz material.

No entraremos en muchos aspectos más de la crítica al marxismo, pues podría ser algo prolijo. El propio fracaso del modelo marxista, como decimos, supone de por sí la mejor de las críticas. No obstante, no hay que olvidar que esta ideología impregna aún muchos aspectos del pensamiento, tanto en Europa y Occidente como en otras partes del mundo: una de las fuentes básicas de la actual visión materialista de la realidad es de origen marxista. Además, tampoco hay que perder de vista la presencia abierta importante del marxismo aún en algunos regímenes y su presencia más o menos evidente en otros, como sucede en estos momentos en bastantes países de Hispanoamérica. No se debe dejar de lado, asimismo, el peso que aún conservan numerosas guerrillas y grupos terroristas de inspiración marxista, amén de los partidos comunistas que mantienen esta denominación o que han preferido cambiarla con miras tácticas y electorales.

En fin, sí queremos incidir en algo que nos llamó la atención al reflexionar sobre el hegelianismo hace ya bastantes años y que puede ser tal vez la paradoja mayor del marxismo: la dependencia indirecta de su dogma fundamental (la dialéctica materialista) con respecto al dogma fundamental del cristianismo (la Santísima Trinidad). Puede parecer sorprendente, pero es una realidad constatada a través de quien sirvió de puente: Hegel.

Hegel estudió en el seminario protestante de Tubinga y reconoce haber elaborado su dialéctica a partir de la teología trinitaria de Böhme. Según Böhme, el Padre es Potencia universal abstracto y se desdobla en su Hijo, quien al contemplarse a Sí mismo da lugar al Espíritu Santo. A diferencia de esta interpretación, la exposición católica afirma que el Padre se conoce y se ama a Sí mismo, engendrando una Imagen perfecta de Él, que es el Hijo; y procedente de ambos, existe un Amor perfecto, que es el Espíritu Santo; estas “procesiones trinitarias” son eternas, en un “hoy perpetuo”, no por pasos y espacios temporales. Por su parte, en la dialéctica hegeliana, el Sujeto o Espíritu (tesis) sale de sí y configura el Objeto o Naturaleza (antítesis), y entre ambos se produce una contradicción que es superada por la Autoconciencia o Absoluto (síntesis).

Marx, como es sabido, elaboró su dialéctica a partir de la hegeliana, según hemos dicho. Por lo tanto, existe una dependencia, indirecta ciertamente, pero real, de la dialéctica marxista con respecto al dogma de la Santísima Trinidad. Parece evidente que, sin Hegel como predecesor y fuente de inspiración, Marx no habría confeccionado su dialéctica; y a su vez es muy probable que Hegel no habría sido capaz de concebir la suya sin conocer y reelaborar el dogma trinitario.

Ésta es una de las grandes paradojas de la Historia, que viene a demostrar cómo aquellos que se han propuesto acabar con la religión dependen en última instancia de ella, aunque les desagradaría reconocerlo. Es una prueba también de que el mal no es sino una privación del bien y de que el marxismo ateo es en realidad una teología de signo negativo o inverso, una teología satánica, como advertía con gran acierto Donoso Cortés al analizar el socialismo. Satanás quiso ser como Dios: no podía acabar con Dios, pero se rebeló contra Él para no servirle, y el no poder igualarse a Él ni vencerle es motivo de su infelicidad y amargura eternas. El marxismo, del mismo modo, es una religión atea o más bien antitea, una teología satánica que sólo puede producir odio, resentimiento, insatisfacción y amargura en sus seguidores, y violencia y sangre en los países donde llega al poder. Como ha señalado el destacado filósofo Tomás Alvira, “es muy posible que una revolución de tan gigantescas proporciones como la propuesta por Marx, constituya una cota insuperable en la descorazonadora historia de las rebeliones del hombre contra Dios” [57] .

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El siglo XIX europeo también vio aparecer y desarrollarse algunas otras corrientes filosóficas en la línea del idealismo, como fue el caso del krausismo, o en la tendencia materialista, como el positivismo. En éste último destacaron figuras como Auguste Comte (1798-1857) y John Stuart Mill (1806-73). El positivismo lleva a una exaltación idolátrica de la Ciencia y es en buena medida una continuación del nominalismo y del empirismo; niega toda posibilidad de una Metafísica y considera la religión como el estadio más primario en la evolución de la sociedad humana. En realidad, aspira una vez más a la construcción de un paraíso terrenal sin Dios y está lleno de insatisfacción y tristeza profundas, como no podía ser menos. Al positivismo se debe en gran parte el nacimiento de la Sociología como Ciencia, si bien la manera en que la afrontó llevó a entender el ser humano de una manera despersonalizada, como era lógico que sucediera a partir de sus planteamientos supuestamente científicos.

En relación con la tendencia materialista, hemos de recordar el fenómeno del evolucionismo, pues aunque para las fechas presentes ya se le han presentado muchas objeciones y ha caído su mito, no se debe perder de vista que configuró en numerosos aspectos el pensamiento europeo y occidental de los tiempos recientes. Nombres como Lamarck (1774-1829), Charles Darwin (1809-82) o Herbert Spencer (1820-1903), entre otros, no sólo han configurado con sus ideas determinadas líneas de investigación científica y han ahondado en el rechazo antropocéntrico contra Dios como Creador y Señor del mundo, sino que también han posibilitado el racismo y el clasismo contemporáneos: conceptos como el de “selección natural”, aplicados al campo de las sociedades humanas, dieron lugar a corrientes como el “darwinismo social” e influyeron en las teorías raciales del conde de Gobineau (1816-82) y con el tiempo en las del nacionalsocialismo alemán, a la par que contribuían a fortalecer a los defensores del capitalismo industrial y del colonialismo en su mentalidad de la superioridad de las clases ricas sobre el proletariado y de unos pueblos de la Tierra sobre otros menos favorecidos o de distinto color de piel.

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Tampoco se puede olvidar el papel que en los tiempos más recientes de la historia europea han jugado otras tendencias, en este caso bastante críticas hacia el racionalismo y también hacia las vertientes cientificistas, como son el voluntarismo y el irracionalismo, que tal vez encuentran en Friedrich Nietzsche (1844-1900) su figura más notable, pues además en él se funden las dos.

El predominio concedido por el kantismo a la razón práctica, el pesimismo de Schopenhauer, el idealismo, el materialismo, etc., no podían sino conducir a una explosión del pensamiento europeo en una reacción brutal que reclamase del modo más absoluto la superioridad de un “yo” con irresistible “voluntad de poder”, completamente autónomo, libre de la guía de la razón, capaz de proclamar la “muerte de Dios”. Es decir, el “superhombre” de Nietzsche.

A pesar de la brutalidad de sus planteamientos, este filósofo alemán “vitalista” ha ejercido una influencia considerable en el pensamiento y en la vida de la Europa reciente. Su atrayente lectura ha cautivado a muchos jóvenes y no tan jóvenes, por lo general de escasa formación cristiana, con poco criterio y habitualmente sumidos en una situación de tristeza vital. Sus efectos han sido desastrosos: o bien la inclinación a una tendencia absolutamente individualista y egoísta, salvajemente voluntarista, incapaz de concebir y de sentir valores como la comunidad humana, el amor y la verdadera solidaridad, la compasión, la justicia, etc.; o bien la transformación de los originales postulados nietzscheanos hacia una ideología racial en la que el “superhombre” se convierte en el miembro de una “superraza” a la que se halla del todo supeditado. Lo primero ha contribuido a la mentalidad propia de la sociedad liberalcapitalista; lo segundo fraguó el nacionalsocialismo hitleriano. En cualquier caso, la influencia de las ideas de Nietzsche ha apuntado siempre en una misma dirección, de funestas consecuencias para la vida de Europa y del mundo: la negación de Dios y la autoafirmación de un hombre divinizado.

Otras corrientes filosóficas emparentadas en cierta medida con una visión del estilo de Nietzsche, como el biologismo y su aplicación al campo de las civilizaciones y de la Historia, llevaron a opciones muchas veces desesperanzadoras, como fue el caso de las teorías de Oswald Spengler (1880-1936) sobre la vida de las culturas y civilizaciones humanas y acerca de la decadencia de Occidente. El error fundamental del biologismo es la concepción del hombre y de la sociedad como entidades meramente animales que cumplen un ciclo vital sin trascendencia para la eternidad: sólo existen las realidades terrenas, y el ser humano y sus formas de vida en comunidad se comportan de un modo más bien mecánico e inevitable. Nos hallamos ante una forma de determinismo que hace al hombre esclavo, y por eso lo más a lo que puede aspirar es a la satisfacción de sus deseos animales.

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En este proceso de desviación creciente del pensamiento europeo a partir del nominalismo en el siglo XIV, no hay duda de que un paso importante se encuentra en los años 20 y 30 del siglo XX, con el desarrollo del fascismo italiano y del nacionalsocialismo alemán, sobre todo del segundo. Es un error identificarlos, como lo es hablar de “los fascismos” y considerar iguales o muy semejantes a todo un amplio conjunto de movimientos que en esas fechas aparecieron en todas las naciones de Europa y en muchas de otros continentes, especialmente en América, el mundo árabe y diversos países de Asia. Aunque ciertamente haya parecidos entre ellos, muy en particular por la adopción de un estilo externo que en la época era bastante común a grupos políticos incluso opuestos (uniformes, desfiles, insignias, saludos, cánticos, agrupaciones juveniles, etc.), y por la coincidencia de algunos determinados principios ideológicos, en realidad las circunstancias propias de cada nación y las diferencias, con frecuencia notables, en la afirmación o no de tales principios y en su manera de comprenderlos, establece una obligada distinción entre estos movimientos. No obstante, hecha esta advertencia, aquí no queremos sino hacer una breve referencia al fascismo y al nacionalsocialismo, según hemos dicho.

El fascismo italiano tiene en Benito Mussolini (1883-1945), como es sabido, su figura clave. Con una primera formación católica recibida de su madre y que siempre permaneció latente en él, a pesar de no vivir una vida cristiana, se inclinó ardientemente en su juventud hacia el socialismo, por un deseo profundo de justicia social ante el pauperismo existente en Italia; a ello unió el patriotismo, que despertó sobre todo con motivo de la I Guerra Mundial. Y así evolucionó hacia una concepción propia de la política y del mundo, que fue la que bautizó con el nombre de “fascismo”, al cual consideró como un fenómeno italiano aunque con aspectos universales, pero sin posibilidad de ser copiado tal cual en el extranjero [58] . Son innegables las realizaciones económicas y sociales operadas por Mussolini y el fascismo en Italia, así como otros aspectos muy positivos (tales como los pactos de Letrán), pero ello no debe hacer perder de vista los errores existentes en el seno de la doctrina fascista y que habían de conducir a fatales consecuencias, sobre todo por la orientación imperialista y belicista que llevó a esta nación latina al desastre, tras aliarse con un régimen como el nacionalsocialista, que en realidad era opuesto en numerosos principios al fascismo.

Aunque Mussolini había bebido filosóficamente de autores que sólo podían influir negativamente en su visión de la vida y del mundo, como Schopenhauer y Nietzsche, lo cierto es que la mayor parte de los planteamientos erróneos del fascismo se debían al filósofo del fascismo y ministro del régimen, Giovanni Gentile (1875-1944). Gentile es un idealista hegeliano con elementos originales, como Benedetto Croce (1866-1952) lo es en una línea de hegelianismo con tintes marxistas. Defiende un historicismo actualista y espiritualista: para él, el Acto es el Absoluto (el tercer momento de la dialéctica de Hegel). Y el Absoluto, evidentemente, se identifica con el Estado: de ahí el estatalismo totalitario fascista, formulado en ese terrible principio gentiliano asumido y proclamado por Mussolini: “Todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado” [59] . El Estado es así la idea central del fascismo, según decía el propio Duce haciendo suyo el pensamiento de Gentile, y es un término absoluto ante el que el individuo y los grupos son términos relativos [60] . El Estado, según la interpretación fascista mussoliniano-gentiliana de raíz hegeliana, es el espíritu del pueblo, y el pueblo es el cuerpo del Estado; la identidad entre el pueblo y el Estado se plasma a través del Partido único y de las Corporaciones; se tiende a la plena identificación de la Nación y el Estado [61] . ¿Acaso no es hegeliano todo esto? Y por eso decíamos que no es justo identificar todos los movimientos de los años 30 frecuentemente considerados “fascistas”, porque José Antonio Primo de Rivera, por ejemplo, advertía que no quería nada de “divinización del Estado” ni de “panteísmo estatal” [62] . No obstante, también es cierto que debe distinguirse entre el fascismo teórico de raíz fundamentalmente hegeliano-gentiliana y el fascismo práctico aplicado por Mussolini y sus grandes ministros, entre ellos Rocco, quien impulsó notables avances en el terreno socio-laboral; en la vida práctica, lo cierto es que el Estado no llegó a ser para los italianos el Absoluto que en la teoría se planteaba.

De todas formas, derivada de la concepción hegeliano-gentiliano-mussoliniana, la organización corporativa del Estado ha de ser de arriba-abajo, no de abajo-arriba. Es decir, el corporativismo fascista no es un corporativismo social, sino de Estado. No logra una vertebración social del Estado por medio de las corporaciones, sino que establece una vertebración estatal de la sociedad a través de ellas. Las corporaciones, pues, no son en el fascismo órganos naturales de vida nacidos de la sociedad, sino instrumentos del Estado, aun cuando se les conceda una cierta autonomía. Por lo tanto, no puede identificarse esta concepción corporativista con el corporativismo cristiano que hunde sus raíces en el Derecho Natural y en la doctrina del Cuerpo Místico y que tiene sus principales fundamentos históricos en el gremialismo medieval.

De otra parte, el nacionalismo estatalista es tremendamente peligroso. Es en buena parte de raíces hegelianas, según hemos visto, y, como todo nacionalismo (que no es lo mismo que el patriotismo), es una actitud irracional, basada en el sentimiento y poco o nada respetuosa con otros pueblos a los que considera inferiores. El nacionalismo fascista llevó a empresas imperialistas que costaron caro a otros pueblos agredidos injustamente, como la cristiana Etiopía, y condujo finalmente a Italia a embarcarse en una guerra mundial que empobreció en sus últimos años el propio suelo nacional, convertido en frente de batalla, aparte de todas las vidas italianas sesgadas en muchos lugares de Europa y de África.

Como hijo del idealismo hegeliano, el fascismo no dejaba de ser inmanentista, lo cual se tradujo en un terrenalismo, en el deseo de construir una gran Italia en la Tierra, en querer fundar un Imperio Italiano rico y poderoso, que fuera como una resurrección del antiguo Imperio Romano. Ha sido, una vez más, la tentación del paraíso terrenal.

Por lo que atañe al nacionalsocialismo alemán, hay que decir, según hemos indicado ya, que en realidad es muy distinto del fascismo, e incluso resulta opuesto en muchos principios, a pesar de ciertas apariencias de similitud. También es obligado reconocerle numerosas realizaciones sociales y económicas, pero los propios defectos de esta ideología las echaron a perder en muy poco tiempo al arrastrar a Alemania y al mundo a una guerra dramática.

El nacionalsocialismo es otra forma de totalitarismo, pero no tiene su dios en el Estado, sino en la raza, concretamente en la que llama “raza aria”, la germánica. El Estado, entonces, se convierte más bien en un instrumento al servicio de esa raza nacional, pero al identificarse con sus fines y aspiraciones, se le conceden unos poderes absolutos sobre el individuo y sobre la sociedad. El individuo queda absorbido por la raza y por el Estado que a ella sirve; el hombre individual es una pieza en un mecanismo biológico-político más amplio, es una hormiga en una comunidad racial, la cual tiene capacidad para determinar si realmente debe vivir en su seno o ser eliminada por carecer de las condiciones propias de esa raza. Al frente de la comunidad política que aspira a la unidad de la raza y a su supremacía universal, se halla el Führer, con el que existe una identificación de la voluntad popular de dicha comunidad: Volksgemeinschaft. Él es como la encarnación de la voluntad popular y a su vez es su guía indiscutible.

El nacionalsocialismo bebe en gran medida de Hegel, de Schopenhauer, de Nietzsche, de Spengler. Las teorías nazis se encuentran perfectamente expuestas en obras como Mein Kampf (Mi lucha) de Adolf Hitler (1889-1945) [63] , la exposición del Programa Nacional-Socialista por Gotfried Feder [64] , el escrito de P. J. Goebbels sobre “Esencia y estructura del Nacional-Socialismo” y el discurso de Alfred Rosenberg acerca de “La lucha por la concepción del mundo” [65] . Supone una fusión del nacionalismo alemán, relanzado tras la humillación de Versalles, con un racismo germánico y un socialismo nacional anticapitalista y antimarxista. Encarna un visceral sentimiento antijudío que le lleva a considerar a todo miembro de la raza hebrea como un enemigo irredimible de la nación alemana y de la raza aria; y por detrás de los judíos, el nacionalsocialismo sitúa también a otros pueblos y razas a los que considera inferiores y dignos de ser sometidos a un régimen de esclavitud, entre ellos principalmente los eslavos y los negros. Cualquier mezcla racial, cualquier mestizaje, le parece una degradación de la raza superior, y por eso Hitler ensalza la colonización anglosajona del norte de América frente a lo que hicieron los españoles en las áreas de aquel continente que dominaron. [66]

Rosenberg, el filósofo del nacionalsocialismo, propone instaurar y desarrollar una nueva “ciencia”, la “Ciencia racial” o “Raciología” (Rassenkunde), la cual deriva en parte del hegelianismo, porque la concibe como “un intento de gran envergadura de la toma de conciencia alemana del propio Yo” (Selbstbesinnung) [67] . Según él, “la sangre y el carácter, la raza y el alma son sólo distintas designaciones para la misma esencia”, y “toda visión del mundo es exactamente tan fuerte como la voluntad de sus portadores de defenderla” [68] . Por lo tanto, como podemos ver, idealismo, biologismo y voluntarismo se dan la mano para configurar una ideología racista.

Con acierto el Papa Pío XI, en Mit brennender sorge (1937), señaló que el nacionalsocialismo era un neopaganismo germánico, racista y anticristiano. Tanto Hitler como Rosenberg y otros ideólogos nazis aceptaban toda religión en el Reich alemán siempre que no se opusiera a “los valores germánicos” [69] . Es comprensible que el canciller austríaco Dollfuss y su biógrafo el filósofo Dietrich von Hildebrand vieran en Hitler y el nacionalsocialismo un “anticristo” [70] , tal como lo pensaron igualmente muchos católicos alemanes por aquellos años. El nacionalsocialismo, ciertamente, ridiculizó la fe católica desde bastante pronto y cada vez más comenzó a perseguirla abiertamente [71] . Restauró antiguos cultos paganos germánicos e inauguró auténticas granjas humanas en las que promovía la promiscuidad entre jóvenes alemanes de ambos sexos, para que de sus uniones nacieran los hijos de una raza que había de dominar el mundo.

El biologismo en su forma nazi había de tener una dimensión fundamental en relación con el nacionalismo imperialista: la necesidad de un “espacio vital”, la exigencia de expansionarse a costa de otros pueblos tenidos por inferiores. Unido al revanchismo derivado de la humillación de Versalles, así como a la creencia de la superioridad racial, llevó al III Reich a su propio suicidio, embarcando a Alemania y a Europa casi entera en una terrible guerra mundial. No fue únicamente Alemania la culpable ni es justo hacer recaer la acusación sobre ella, pues muchos intereses contrapuestos y la misma paz de Versalles se hallaban en el germen del conflicto. Pero el nacionalsocialismo, antes o después, había de conducir irremediablemente a un enfrentamiento bélico por sus afanes expansionistas. De la misma manera, es verdad que se han cargado las tintas en el Holocausto judío y que el sionismo internacional y el Estado de Israel obtienen abundantes beneficios promoviendo tal campaña, y es verdad igualmente que se han magnificado las cifras reales de los crímenes nazis; pero también es cierto que, si no se llegó de verdad a tales cifras, no fue por benevolencia del nacionalsocialismo, sino por imposibilidad práctica, pues aquella ideología albergaba en su seno los principios que eran capaces de motivar grandes matanzas de población.

No obstante, como decíamos antes, en el aspecto económico-social realizó obras muy considerables, no sólo en cuanto a mejoramiento de la vida de los alemanes, sino sobre todo porque comenzó algunas profundas reformas en la empresa, de cara a una participación cada vez mayor (a veces total) de los trabajadores en la propiedad y en la gestión. Algunos casos como el de Volkswagen son todo un ejemplo de lo avanzado de la política social nazi [72] . La clave de dicha política se encontraba en lo que se denominó “quebrantamiento de la servidumbre del interés del dinero”, a través de su sustitución por el “honor nacional” y el valor de una “economía comunitaria y nacional” [73] . Ahora bien, el problema, una vez más, era que se trataba de un socialismo para alemanes y no excluía la posibilidad de someter y esclavizar a otros pueblos para beneficio del Reich: esto fue una realidad durante la II Guerra Mundial. Y además, era un socialismo donde el Estado y el comunitarismo pesaban demasiado sobre la vida autónoma de la sociedad: la subsidiariedad era prácticamente un imposible en aquel racial-socialismo.

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En el período de entreguerras, uno de los más famosos personajes huidos del régimen nacionalsocialista cuando éste ocupó Austria, fue también uno de los que mayores estragos ha causado en el pensamiento y en la vida recientes de Europa y del Occidente: el psiquiatra Sigmund Freud (1856-1939). A partir de él se difundió el conocido método del “psicoanálisis”, que durante mucho tiempo pareció la cima insuperable del tratamiento psiquiátrico, aunque hoy el mito ha caído ya en gran medida. Sus teorías incidieron cada vez más en los aspectos sexuales, hasta el punto de que con acierto puede calificarse su visión de la realidad como “pansexualismo”. Si bien ha sucedido con ellas algo semejante a lo del psicoanálisis, es decir, que han experimentado un declive notabilísimo en el campo científico, no hay que perder de vista que han contribuido mucho a configurar la mentalidad europea y occidental con posterioridad a la II Guerra Mundial. La actual obsesión sexual y su plasmación en todas las vertientes y aberraciones posibles, la reducción del valor del ser humano a un simple organismo corporal inclinado absolutamente al placer sexual, el rebajamiento de la condición de la mujer a un mero objeto comercial-sexual, etc., son en buena parte consecuencias del pensamiento freudiano.

Ahora bien, no pensemos que las ideas de Freud son todas originales suyas, sino que en parte beben de corrientes erróneas anteriores: biologismo, etc. De forma amplia, derivan de la actitud propia de la “Modernidad”: el terrenalismo, el inmanentismo, el desplazamiento de Dios. Pero tal vez el error mayor de Freud haya sido otorgar carta de universalidad a sus propios problemas y disfunciones psico-sexuales, creyendo que lo que él sufría era común a todos los seres humanos. Es un error considerar que una enfermedad psíquica personal sea general. Desde luego, la reelaboración freudiana del mito de Edipo en lo que denominó “complejo de Edipo” no es posible más que en una mente enferma y –¿por qué no decirlo?– depravada. ¿En qué mente normal cabe que un niño pequeño considere a su propia madre como un objeto de placer sexual y a su padre como un enemigo que se opone a sus deseos?

Y lo malo es que los medios de comunicación y el mundo del espectáculo han favorecido a nivel social la difusión de las ideas del pansexualismo, con las cuales resulta muy fácil dominar a una sociedad entera sabiendo darle lo que pide entonces, que es únicamente la satisfacción de sus más bajos instintos. No hay que extrañarse del incremento de las violaciones y de todo género de violencia sexual, incluso con niños, cuando en el cine, la televisión, la prensa y la publicidad en las calles no se observa sino una verdadera obsesión sexual y una tendencia brutalmente provocadora. Tampoco hay que esperar entonces una sociedad con capacidad de reacción ante nada de categoría superior, con capacidad crítica ni con interés por aspirar a unas metas más elevadas en la cultura o en cualquier campo. Nos hallamos así frente una sociedad débil, sin valores profundamente arraigados, inestable y en realidad también triste e insatisfecha.

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Insatisfacción y tristeza son dos palabras que definen bien asimismo otra corriente de pensamiento que adquirió gran impulso en la segunda mitad del siglo XX europeo y que alcanzó su cénit en torno a 1968: el existencialismo, sobre todo el de Jean-Paul Sartre (1905-80). Es cierto que en el existencialismo contemporáneo hay varias vertientes, que se debe contar a Sören Kierkegard (1813-55) como predecesor fundamental y que sin duda la figura de mayor relieve y altura filosófica en tiempos recientes ha sido Martin Heidegger (1889-1976), el cual ha ejercido una poderosa influencia más bien en ámbitos intelectuales. También ha habido una tendencia existencialista cristiana, con una mayor apertura a la esperanza, como el propio Kierkegard y Gabriel Marcel (1889-1973). Pero a un nivel de difusión popular, han sido Sartre y el escritor Albert Camus (1913-60) los que más éxito han obtenido, incluso con una proyección política vinculada a tendencias marxistas, y por todo ello han causado un auténtico daño en la Europa contemporánea. No se puede dejar de relacionar el existencialismo sartriano con el “mayo del 68” francés, con aquella explosión político-juvenil que sacudió a Francia y en la que existía una admiración bastante grande por el maoísmo, mientras que los carros de combate soviéticos aplastaban en Praga la revuelta de los checos por la libertad.

Con la publicación de El ser y la nada (1943), Sartre se propuso definir el sentido de la existencia en un momento de vacío espiritual e incertidumbre, cual era el de entreguerras y la propia II Guerra Mundial. El existencialismo sartriano surgió en gran parte como una reacción frente al idealismo a la par que frente al cientificismo. En su interpretación, el filósofo francés sostiene que el hombre es un “ser-para-sí”, envuelto en un mundo que es como una masa oscura de la que no puede salir; su vida consiste en negar el “ser-en-sí” que le amenaza. El individuo está condenado a ser libre, y con su libertad intenta llegar inútilmente al “ser-para-sí-en-sí”.

De este modo, pues, nace la noción de la angustia vital, del absurdo existencial, de la náusea. El existencialismo es la filosofía de la crisis y de la desesperación, de una libertad a la vez anhelada y detestada. La existencia va de la nada a la nada: concluye con la muerte, después de la cual no hay nada. La existencia humana es, por tanto, un sinsentido: de ahí la angustia y la náusea. El existencialismo sartriano, no haría falta decirlo, es abiertamente ateo. Y con toda esta visión, en buena lógica, no hay que extrañarse del aumento de los suicidios en la Europa contemporánea. Con acierto ha dicho Leo Elders en su crítica a Sartre que “si rechazamos a Dios como origen del ser, condenamos al hombre a la soledad, a la angustia ontológica y a una autonomía que desemboca en la frustración como consecuencia de la definitiva carencia de sentido de las cosas. Desde esta hipótesis, hombre y mundo se hunden en el absurdo.” [74] ¿Acaso no vivimos hoy en una sociedad insatisfecha consigo misma, inmanentista, en la que aumentan de forma preocupante los casos de un sentimiento de soledad y de tristeza, sobre todo entre muchos jóvenes? Quienes nos hemos dedicado a la enseñanza, sabemos que esto es una realidad. Y en parte bebe del existencialismo sartriano, aunque a él se hayan unido otros múltiples factores.

La desesperación sartriana, como indicamos, guarda estrecha relación con el inmanentismo característico de los tiempos modernos y es una de sus últimas expresiones. Conforme a la definición tradicional que ofrece el dominico P. Royo Marín, “se entiende por desesperación la voluntaria renuncia a la bienaventuranza por considerarla imposible de alcanzar. No se trata de un acto pasajero e involuntario de abatimiento y pesimismo […]. La verdadera desesperación es un acto interior deliberado, positivo, por el cual el hombre cesa de aspirar a la felicidad eterna renunciando y alejándose de ella por la firme convicción de que le es imposible alcanzarla.” [75] No cabe duda de que tal es la desesperación del existencialismo sartriano, que hace abierta profesión de ateísmo. El mismo teólogo de la Orden de Predicadores, recientemente fallecido, dice que “por una lógica inevitable y avasalladora, la desesperación conduce a toda clase de desórdenes y destruye por completo la paz y tranquilidad del desgraciado que la sufre”; y a continuación enumera las consecuencias de la desesperación: “El desesperado no conoce ningún freno moral” y, por eso, “ante todo, se esfuerza en extirpar la fe de su corazón. […] Esta terrible situación evoluciona fácilmente hasta el odio formal contra Dios. […] El desesperado no se conduce mejor con relación a sus semejantes. […] El desesperado es víctima de una angustia indecible y de una tortura constante y abrumadora. […] Por lo tanto, sólo la confianza en Dios y el abandono en su infinita misericordia podrían devolver a esos desgraciados la paz del alma y el optimismo sobrenatural de la esperanza cristiana.” [76]

Evidentemente, el cristianismo y la angustia existencial sartriana se encuentran en las antípodas: “Según la fe cristiana, la vida del hombre sobre la tierra tiene un sentido trascendental y una finalidad altísima: conseguir la felicidad plena y perfecta a que aspira con obstinada tenacidad el corazón humano, […] en una bienaventuranza eterna pregustada ya desde ahora a través del claroscuro misterioso de la fe y de la esperanza cristiana” [77] .

Cabe hacer escueta referencia a una corriente filosófica que en parte está relacionada con el existencialismo, aunque camina por otra ruta diferente: el denominado “personalismo cristiano”, que conoce diversas vertientes internas. Aunque trata de fundamentarse en la Tradición cristiana y especialmente en San Agustín y en Santo Tomás, según los casos, en realidad está bastante impregnado de no pocos errores derivados del pensamiento moderno, como efecto de su entusiasta afán de diálogo con él. Entre otras cosas, muchos personalistas, como Emmanuel Mounier y el tomista sui generis Jacques Maritain, yerran en sus nociones de “individuo” y “persona”, según hemos advertido ya en el capítulo dedicado al mensaje de Europa (“Tímpanos y capiteles”). No obstante, hay que reconocerle al personalismo cristiano un deseo de relanzar la filosofía cristiana en el mundo contemporáneo y de haber salido a la defensa del valor de la persona como ser digno en sí y como ser social o comunitario, frente a las tentaciones individualistas y a las colectivistas y totalitarias del siglo XX. Pero, como decimos, no hay que olvidar que en su intento ha incurrido en algunos errores bastante notables.

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No es de extrañar que todo este recorrido del pensamiento europeo a lo largo de la “Modernidad”, ya desde el siglo XIV, haya acabado culminando en una explosión que ha oscilado entre la rebelión más absoluta y la desesperación, entre las aspiraciones más radicales de una libertad sin límites y el sentimiento de angustia ante la realidad de la libertad, entre la voluntad de crear un nuevo orden (“la imaginación al poder”) y la sensación de la nada. Llegados a este punto, los hijos de la “Modernidad”, del pensamiento que ha venido conformando la “Modernidad”, han terminado proclamando el fin de ésta y la inauguración de la “Posmodernidad”, en realidad con bastantes pocas expectativas de verdad esperanzadoras para el hombre. El alejamiento de Dios y la ruptura con las raíces culturales y espirituales de Europa han llevado, inevitablemente, al fracaso y la frustración, y por ende a la negación del auténtico ser de Europa.

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Santiago Cantera, O.S.B



[1] CANTERA MONTENEGRO, Santiago, San Bernardo o el Medievo en su plenitud, Madrid, Criterio, 2001, cap. 5.

[2] RÁBADE ROMEO, Sergio, Guillermo de Ockham y la filosofía del siglo XIV, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (C.S.I.C.), 1966, pp. 177-178.

[3] SUÁREZ FERNÁNDEZ, Luis, Raíces cristianas de Europa, Madrid, Palabra, 1986, p. 131.

[4] SUÁREZ, L., Raíces…, p. 133.

[5] SIERRA BRAVO, Restituto, El pensamiento social y económico de la Escolástica. Desde sus orígenes al comienzo del catolicismo social, vol. I, Madrid, C.S.I.C., 1975, p. 17.

[6] MAQUIAVELO, Nicolás, El Príncipe, cap. 17; manejamos la 9ª ed. de Madrid, Espasa-Calpe (comentado por Napoleón Bonaparte), 1961; la cita, p. 82. No es seguro que los comentarios de Napoléon sean auténticos; es muy probable que sean total e intencionadamente espurios.

[7] MAQUIAVELO, N., El Príncipe, cap. 18, p. 85 de la ed. cit.

[8] MAQUIAVELO, N., El Príncipe, cap. 18, pp. 87-88 de la ed. cit.

[9] Sobre la importante cuestión de la conciencia existencial del yo y de su presencia en el pensamiento de Santo Tomás, han incidido especialmente en los años recientes algunos de los miembros más destacados de la denominada “Escuela Tomista de Barcelona”. Así, Francisco CANALS VIDAL, “Conciencia existencial del yo y conocimiento por connaturalidad”, en Cristiandad, LXI/870 (enero 2004), pp. 24-28; también en su obra reciente Tomás de Aquino, un pensamiento siempre actual y renovador, Barcelona, Scire, 2004, pp. 73-79; y “La síntesis filosófica de Santo Tomás de Aquino”, en Verbo, XLI/403-404 (marzo-abril 2002), pp. 203-223, concretamente pp. 204-206. Su discípulo Eudaldo FORMENT lo ha abordado asimismo, por ejemplo, en Introducción a la Metafísica, Barcelona, Universitat de Barcelona, 1984, pp. 40-44 principalmente.

[10] Aparece todo ello bien recogido en ROUSSEAU, Jean-Jacques, Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, Madrid, Alba, 1987.

[11] ROUSSEAU, Jean-Jacques, El contrato social, lib. I, cap. 6; citamos de la ed. de Buenos Aires, Aguilar, 1965 (6ª ed.), pp. 64-65.

[12] ROUSSEAU, J.-J., El contrato social, lib. IV, cap. 1; ed. cit., p. 186.

[13] ROUSSEAU, J.-J., El contrato social, lib. IV, cap. 7; ed. cit., pp. 219-220.

[14] ROUSSEAU, J.-J., El contrato social, lib. IV, cap. 8; ed. cit., pp. 234-236.

[15] DE MAISTRE, Joseph, Consideraciones sobre Francia, Estudio preliminar de Rafael Gambra, Madrid, Rialp (Biblioteca del Pensamiento Actual, nº 53), 1955, p. 124.

[16] PRIMO DE RIVERA, José Antonio, Discurso en el Teatro de la Comedia de Madrid, 29-X-1933. Citamos de RÍO CISNEROS, Agustín del (ed.), José Antonio y la Revolución Nacional, Madrid, Ediciones del Movimiento, 1971, pp. 141-142.

[17] PRIMO DE RIVERA, J. A., Conferencia en Madrid, 9-IV-1935. Cf. RÍO CISNEROS, A., José Antonio…, p. 146.

[18] RATZINGER, Joseph (Benedicto XVI), De la mano de Cristo. Homilías sobre la Virgen y algunos santos, Pamplona, EUNSA, 2005, pp. 27-28.

[19] Por citar algún trabajo breve reciente y poner con él un ejemplo de valor, aparte de otros estudios más amplios que mencionaremos, cabe recomendar el de CANALS VIDAL, Francisco, “La razón de un ‘extraño resultado’. Crítica tomista al criticismo kantiano”, en su obra ya citada Tomás de Aquino…, pp. 165-173.

[20] VERNEAUX, Roger, Immanuel Kant: Crítica de la razón pura, Madrid, EMESA, 1978, p. 99.

[21] VERNEAUX, R., Immanuel Kant…, p. 101.

[22] lang=EN-GB> VERNEAUX, R., Immanuel Kant…, p. 108.

[23] lang=EN-GB> VERNEAUX, R., Immanuel Kant…, pp. 111-112.

[24] VERNEAUX, Roger, Crítica de la “Crítica de la razón pura”, Madrid, Rialp, 1978, p. 15.

[25] RODRÍGUEZ LUÑO, Ángel, Immanuel Kant: Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, Madrid, EMESA, 1977, pp. 173-174.

[26] RODRÍGUEZ, Á., Immanuel Kant…, p. 179.

[27] RODRÍGUEZ, Á., Immanuel Kant…, pp. 179-180.

[28] RODRÍGUEZ, Á., Immanuel Kant…, p. 181.

[29] HELLER, Hermann, Teoría del Estado, México, Fondo de Cultura Económica (F.C.E.), 1992 (4ª reimpresión), en el prólogo de Gerhart Niemeyer, p. 8.

[30] SCHMITT, Carl, Sobre el parlamentarismo, Madrid, Tecnos, 1990, en el estudio preliminar de Manuel Aragón, pp. XXIII y XXV.

[31] DONOSO CORTÉS, Juan, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, considerados en sus principios fundamentales, lib. II, cap. 8; manejamos la ed. de Madrid, Espasa-Calpe (Austral, nº 864), 1973 (3ª ed. en la colección), pp. 122-123.

[32] DONOSO, J., Ensayo…, lib. II, cap. 9, pp. 127-128

[33] HELLER, H., Teoría del Estado, p. 298.

[34] HELLER, H., Teoría del Estado, p. 240.

[35] DE MAISTRE, J., Consideraciones…, respectivamente pp. 136, 137 y 140.

[36] SÉNECA, Lucio Anneo, Tratados morales, lib. II (“De la vida bienaventurada”), cap. 1; en la ed. de México, Espasa-Calpe Mexicana (Austral, nº 389), 1961 (4ª ed.), p. 23.

[37] SÉNECA, L. A., Tratados morales, lib. II, cap. 2, p. 24.

[38] Así, DE MAISTRE, J., Consideraciones…, respectivamente p. 209.

[39] ARISTÓFANES, Las junteras, ed. de Madrid, Espasa-Calpe (Austral, nº 1419), 1978 (3ª ed.), p. 33. Es una comedia en la que, satirizando ciertas ideas políticas de Platón, las protagonistas de la nueva política son mujeres; de ahí la alusión a “tus amigas”.

[40] GARNIER, Christine, Vacaciones con Oliveira Salazar, Madrid, La Editorial Católica, 1953, pp. 214-215.

[41] GARNIER, Ch., Vacaciones…, pp. 177-178.

[42] VOGELSANG, Karl von, Moral y economía sociales, Madrid, Librería Católica de Gregorio del Amo - Centro de Publicaciones Católicas, s. a. (c. 1900), p. 15.

[43] LA TOUR DU PIN LA CHARCE, (Charles-Humbert), Aphorismes de politique sociale, París, Nouvelle Librairie Nationale, 1913 (2ª ed.), p. 39.

[44] LA TOUR DU PIN, Ch.-H., Aphorismes…, p. 72.

[45] GOYAU, Georges, Ketteler, trad. de Enrique Ruiz, Madrid, Saturnino Calleja Fernández, s. f. (c. 1910-1920), p. 129. Con una previa presentación biográfica del obispo alemán por Goyau, es una estupenda antología de textos del prelado.

[46] GOYAU, G., Ketteler, pp. 179-180.

[47] DONOSO, J., Ensayo…, lib. II, cap. 8, p. 123.

[48] ALVIRA, Tomás - RODRÍGUEZ LUÑO, Ángel, K. Marx - F. Engels: Miseria de la Filosofía y Manifiesto del Partido Comunista, Madrid, EMESA, 1976, pp. 153-154.

[49] ORTONEDA, Baldomero, Principios fundamentales del marxismo-leninismo, México-Madrid, 1974.

[50] ORTONEDA, B., Principios…, p. 17.

[51] ORTONEDA, B., Principios…, pp. 45-46.

[52] ORTONEDA, B., Principios…, pp. 207-208.

[53] ORTONEDA, B., Principios…, pp. 287 y 289.

[54] ORTONEDA, B., Principios…, p. 335.

[55] ORTONEDA, B., Principios…, pp. 709-710.

[56] ORTONEDA, B., Principios…, pp. 710-713.

[57] ALVIRA, T. - RODRÍGUEZ, Á., K. Marx…, p. 86.

[58] MUSSOLINI, Benito, El espíritu de la Revolución Fascista, antología realizada por G. S. Spinetti, Buenos Aires, Temas Contemporáneos, 1984, pp. 33-36.

[59] MUSSOLINI, B., El espíritu…, pp. 210-219.

[60] MUSSOLINI, B., El espíritu…, pp. 210 y 217-218.

[61] MUSSOLINI, B., El espíritu…, pp. 205, 210, 213 y 220.

[62] PRIMO DE RIVERA, J. A., respectivamente Discurso en el Parlamento, 19-XII-1933, y Conferencia en Valladolid, 3-III-1935; Cf. RÍO CISNEROS, A., José Antonio…, p. 160-161 y 162-165.

[63] Manejamos la ed. de HITLER, Adolf, Mi lucha, Barcelona, Editors, 1987.

[64] FEDER, Gotfried, El programa Nacional-Socialista, Barcelona, Librería Europa, 1990.

[65] GOEBBELS, Joseph - ROSENBERG, Alfred, Nuestra concepción del mundo (publicación del escrito y el discurso mencionados), Barcelona, Librería Europa, 1991 (2ª ed.).

[66] HITLER, A., Mi lucha, I, 11, p. 139; y II, 2, pp. 179-186.

[67] En GOEBBELS, J. - ROSENBERG, A., Nuestra concepción…, p. 12.

[68] En GOEBBELS, J. - ROSENBERG, A., Nuestra concepción…, pp. 11-12.

[69] En GOEBBELS, J. - ROSENBERG, A., Nuestra concepción…, p. 17.

[70] lang=EN-GB> HILDEBRANDT, Dietrich von, Engelbert Dollfuss. Un estadista católico, Buenos Aires, Difusión, 1945; la idea está presente a lo largo de todo el libro, que el filósofo escribió con premura y con admiración hacia el biografiado poco después de su asesinato y antes aún del Anschluss. HILDEBRAND, Alice von, Alma de león. Biografía de Dietrich von Hildebrand, Madrid, Palabra, 2002, sobre todo cap. 5; este libro cuenta con un prólogo del Cardenal Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI.

[71] Es muy elocuente, documentada y detallada la obra de denuncia publicada en un momento de pleno auge nazi: TESTIS FIDELIS, El cristianismo en el Tercer Reich. Hechos y documentos relativos a las condiciones de la Iglesia Católica en la Alemania actual, 2 vols., Buenos Aires, La Verdad, 1941.

[72] A partir de la “Ley de ordenación del trabajo nacional” (1934), se fomentó la creación de empresas basadas en la propiedad comunitaria de las herramientas de trabajo, como la Volkswagen.

[73] Estos aspectos fueron muy impulsados, entre otros, por G. FEDER, en El programa…

[74] ELDERS, Leo, Jean-Paul Sartre: El ser y la nada, Madrid, EMESA, 1977, p. 22.

[75] ROYO MARÍN, Antonio (O.P.), Teología de la esperanza. Respuesta a la angustia existencialista, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos (B.A.C.), 1969, p. 233.

[76] ROYO, A., Teología de la esperanza…, pp. 236-238.

[77] ROYO, A., Teología de la esperanza…, p. 4.



 

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