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Hombres “buenos” y hombres “malos”, triste reducción

por Miguel Acosta

Lo que muchas veces buscan los líderes para mover a la acción es simplificar la realidad y mostrarla como un objeto bueno, ya que nuestra voluntad tiende y se inclina hacia lo bueno. Pero, al mismo tiempo presentar la oposición como “absolutamente” malo. Si uno se forma un juicio concreto y simple, bueno o malo, es más fácil aceptarlo o rechazarlo. De esta manera, es fácil conducir a la gente. Por eso tienen tanto éxito los tópicos, esas explicaciones simples de realidades complejas, que por supuesto no explican sino que toman la parte por el todo y reducen dicha realidad. Es un tipo de sofisma.

Estos días, cuando repasaba la encíclica del Papa Benedicto XVI, Deus caritas est, me vino a la cabeza un artículo que había leído en un número del National Geographic hace un año atrás. Dicho artículo comenzaba así: “Más de 50 millones de personas fueron asesinadas sistemáticamente en los últimos cien años, el siglo de los exterminios masivos. Entre 1915 y 1923, lo turcos otomanos mataron hasta 1,5 millones de armenios. A mediados de siglo, los nazis exterminaron a seis millones de judíos, tres millones de prisioneros de guerra soviéticos, dos millones de polacos y otros 400.000 «indeseables». Mao Zedong dio muerte a 30 millones de chinos, y el gobierno soviético mató a 20 millones de sus propios ciudadanos. En los años setenta, los jemeres rojos eliminaron a cerca de 1,7 millones de compatriotas camboyanos. El Partido Baas de Saddam Hussein masacró a 100.000 kurdos en los años ochenta y principios de los noventa. También en la década de 1990 los militares de Ruanda, liderados por los hutu, barrieron del mapa a 800.000 miembros de la minoría tutsi. Ahora mismo se está perpetrando un genocidio en la región sudanesa de Darfur” (Enero, 2006, p.48). Esto es escalofriante. ¿Qué nos pasa a los hombres? 

      Llevamos miles de años de existencia sobre la tierra y parece que no aprendemos a vivir en sociedad. Uno de los tesoros más preciados en gran parte del mundo es la paz, no solamente en los países en desarrollo, sino también en los desarrollados; ¡pero es tan frágil! A veces da ganas de estar de acuerdo con Hobbes cuando decía que somos malos por naturaleza; pero eso no es cierto. Nuestra fe nos dice que somos buenos porque salimos de las manos de Dios, pero estamos “inclinados al pecado”, es decir, al mal. Nos da esperanza saber que tenemos algo de bondad, y temor el saber que podemos hacer mucho daño. No resulta fácil explicar los motivos que desencadenan acontecimientos tan trágicos, siempre comienzan poco a poco hasta que “se rompe el dique” y se precipita todo el caudal acumulado. Los hombres podemos ser muy malvados, podemos llegar a odiar hasta la muerte, hasta la locura, pero ¿somos por eso hombres malos? 

      No cabe duda que para matar o destruir hace falta tener cierta aversión. La verdad es que mucha gente se ve arrastrada hacia ese comportamiento sin saber exactamente por qué lo hace, a veces sólo por un sentimiento del deber o por temor a las represalias. ¿A quién no le gusta la paz? Me detendré a analizar un solo punto que contribuye a tener este tipo de comportamientos, sin ánimo de agotar el tema. 

      Algo que muchas veces acelera el proceso de “decantamiento” hacia una postura radical de enfrentamiento es una idea milenaria que se ha puesto de manifiesto en distintas culturas a lo largo de la historia. Con mucha fuerza en Oriente, pero también en Occidente. Se trata del dualismo cosmogónico. Es una dicotomía que separa y confronta la realidad y como tal juzga también a las personas porque piensa que hay dos principios primigenios contrapuestos: el bien y el mal. Es cierto que tenemos cierta tendencia al dualismo por nuestra espontánea percepción dual de las cosas. Allí no está el problema. El problema surge cuando vemos las cosas como contradictorias, es decir, sin posibilidad de términos medios, cuando la realidad es que no lo son. En lógica estudiamos que en las relaciones de oposición, lo contradictorio no admite término medio, pero en cambio, los contrarios sí. Por ejemplo, la diferencia entre vida y muerte es neta. No hay una persona media viva; o está viva, o no lo está; y cuando no lo está la llamamos muerta. Estos son conceptos contradictorios. En cambio, entre el día y la noche puede haber una gradación como el amanecer o el atardecer. Entre el negro y el blanco puede admitirse el gris. Estos son conceptos contrarios. La contradicción es el tipo de oposición más perfecto, porque no admite equívocos. La contradicción es la clave del discurso, del pensamiento correcto, de la lógica, y se basa en un antiguo principio ontológico donde al ser se le opone el no-ser. En el pensamiento y bajo las reglas de la lógica, la contradicción evita muchos errores y absurdos; pero el plano de la realidad no es tan neto como podría llegar a serlo la formulación que se enuncia en un juicio lógico. La vida muchas veces no admite unos extremos tan claros, porque tiene matices y términos medios. 

      En la filosofía este dualismo cosmogónico ha adquirido rango ontológico en distintos momentos, como en el maniqueísmo —refutado suficientemente por Tomás de Aquino—, o en la filosofía oriental, por ejemplo con los conceptos del “ying” y del “yang”. Se admite la existencia de dos principios ontológicos constitutivos de la realidad que generan la dinámica de la existencia. Un enfrentamiento que acaece en forma de lucha donde a veces gana el “ying” y otras el “yang”. Estos principios también se pueden entender de manera ética, hay dos formas de comportarse: bien o mal. Los maniqueístas explicaban el tema del mal apelando al principio maligno, entonces podían justificar el modo de obrar de los hombres y de la naturaleza misma. El dualismo plantea un juego de opuestos: bien-mal, frío-caliente, seco-húmedo, vida-muerte... que se presenta como algo intrínseco de la misma naturaleza, de tal forma que es inútil enfrentarse a ella. Lo único que se puede hacer es esperar que uno de esos principios nos sea favorable. Es más, dicho enfrentamiento es necesario porque de lo contrario no habría equilibrio dinámico en el mundo. Y sin equilibrio dinámico no habría movimiento, ni vida, ni eterno retorno. Hegel pensaba que esta confrontación permitía el desarrollo de la historia y en ella justificó su dialéctica.  

     Sin embargo, esa necesidad de oposición conduce necesariamente a una visión fatalista de la vida. Así lo vivieron los antiguos griegos, y al llevarlo a la práctica cometieron auténticas atrocidades que para ellos no lo eran. Cayeron en una concepción determinista de la diké (la justicia). Las tragedias solían mostrar en sus tramas el inexorable destino, como esas dos obras tan famosas de Sófocles, “Ifigenia” y “Edipo Rey”. Cuando alguien comete algo malo debe haber una compensación para que vuelva el equilibrio al cosmos. El concepto de perdón es incomprensible, no hay marcha atrás, las buenas acciones no pueden borrar la culpa. Los dioses deben mantener a raya al género humano, la justicia consiste en compensar lo malo. Este tipo de moral es rigorista y fomenta el temor; se evita el mal por temor al castigo.  

      La clave dualista de la vida lleva a establecer categorías absolutamente opuestas, y por ende, extremistas. Si el extremismo se traslada al plano moral, sobre todo en cuestiones que admiten matices, es fácil cometer más errores que aciertos. Utilizar categorías dualistas ha sido una de las formas de facilitar el enfrentamiento y simplificar el juicio moral. Lo han utilizado no solamente las grandes tiranías de la historia, sino también muchos de los actuales países democráticos. La estrategia consiste en catalogar como “malo” al adversario, y ver en el oponente todo lo que es malo, perverso, abominable, execrable. Por tanto, nuestra naturaleza inmediatamente busca evitarlo, eliminarlo y destruirlo. Apartarlo del camino, y si eso significa matar, se mata. Así, los afganos con malos, los talibanes son malos, los musulmanes son malos... 

      Los “malos” y los “buenos” son conceptos que desde niños nos han inculcado nuestros padres, y ha sido un referente moral para cuidar nuestro adecuado comportamiento. Como niños nos ha hecho bien porque comenzábamos a educarnos en el juicio de la realidad: los ladrones son malos porque roban y se les castiga, robar es malo, si lo hago me convertiré en ladrón y me castigarán; luego, no quiero ser ladrón. El caso es que algunos adultos todavía juzgan como niños. Esa tendencia a juzgar las cosas como buenas o malas la tenemos de manera innata en un primer principio que nos mueve a buscar lo que más nos conviene para nuestro desarrollo y perfeccionamiento. Ese principio se suele denominar “primer principio del obrar moral” y dice: haz el bien y evita el mal. En ética, la captación de este principio se debe a una capacidad que se llama “sindéresis” y que nos presenta los mandatos de la Ley natural; y se aplica en la práctica con ayuda de la prudencia. Esa captación del “bien” y del “mal” es algo ínsito en nosotros. Estamos hechos así. Los animales también tienen un principio de percepción de la realidad, pero sin deliberación, meramente instintivo y experiencial. Es una percepción de lo nocivo y de lo útil. Por esa razón, la oveja huye del lobo, o una gallina defiende a sus polluelos. Sin este tipo de juicio sucumbiríamos sin duda y acabaríamos nuestra existencia. 

      El problema no está en admitir que haya cosas buenas y cosas malas, sino en encasillar a las personas y dividirlas en absolutamente “buenas” o absolutamente “malas”. Tratar a las personas como cosas es un reduccionismo equivocado que ha traído consigo muchas injusticias en la historia de la humanidad. No hay personas totalmente “buenas” y otras totalmente “malas”, en esto hay grados, aspectos, matices. La realidad humana no es neta ni taxativa, lo es la manera de discurrir que tenemos, que necesita “paralizar” la realidad, definirla, catalogarla, ficharla, distinguirla. Al hacerlo establecemos categorías donde metemos a todos los que cumplen con un aspecto como en un saco. Pero la realidad es rica y sumamente compleja. Los seres humanos somos uno de esos tipos complejos de la realidad. En los hombres siempre hay algo bueno y algo malo, el punto es en qué proporciones. De acuerdo a nuestro comportamiento, a nuestra educación, cultura o idiosincrasia, tenemos la libertad de inclinarnos más o menos hacia un tipo de bien o mal, pero en nosotros hay muchos aspectos que se pueden observar. Uno puede ser un buen padre, pero ¿qué significa buen padre?, ¿ser un padre perfecto?, ¿y cómo se llega a eso? Uno tiene buenos y malos comportamientos como padre; pero también tiene buenos y malos comportamientos como trabajador, o como amigo. Y puede ser más buen padre que malo, pero más mal trabajador que bueno, etc. Esto se puede complicar infinitamente. 

      Lo que muchas veces buscan los líderes para mover a la acción es simplificar la realidad y mostrarla como un objeto bueno, ya que nuestra voluntad tiende y se inclina hacia lo bueno. Pero, al mismo tiempo presentar la oposición como “absolutamente” malo. Si uno se forma un juicio concreto y simple, bueno o malo, es más fácil aceptarlo o rechazarlo. De esta manera, es fácil conducir a la gente. Por eso tienen tanto éxito los tópicos, esas explicaciones simples de realidades complejas, que por supuesto no explican sino que toman la parte por el todo y reducen dicha realidad. Es un tipo de sofisma. ¿Quién se niega a eliminar algo malo?, si es malo, es que no tiene que estar allí en nuestra presencia.  

      Si juzgamos a una persona como mala, inmediatamente tomamos una postura con respecto a ella. Lo malo no nos atrae, ni nos gusta, ni nos conviene. Hay que evitarla, apartarse de ella. Es el “enemigo”, es “el ladrón”. Pero, ¿es del todo mala una persona? A veces nos negamos a oír lo que pueda decir porque ya le hemos encasillado como “malo”. 

     El cristianismo nos ha mostrado una faceta profunda del hombre y de la realidad en general, que muchas veces pasa desapercibida. Nos ha mostrado la riqueza y la belleza radical que existe en la vida de los seres, y en la existencia toda. Gracias a que nos ha enseñado el valor infinito del espíritu, su procedencia y su destino, nos ha desvelado la dignidad esencial del ser humano. No sólo eso, también nos ha mostrado su falibilidad, su flaqueza. Esto incluso nos lo ha mostrado el mismo Jesucristo, que es Dios, y entonces, la figura del hombre cobra mayor luz todavía. La dignidad humana no solamente es advertida por los cristianos, sino también por los no cristianos, incluso no creyentes, por eso hay filántropos, por eso hay unos Derechos Humanos universales, porque tenemos capacidad de percibir lo bello, lo bueno y lo verdadero en los demás y advertir el valor que tienen. 

      Volviendo a nuestro tema, ¿qué pasa si no advertimos el valor de una persona? Cuando cerramos los ojos a la consideración metafísica, espiritual, corremos el riesgo de juzgar a las personas de manera superficial y detenernos sólo en un aspecto que puede ser negativo, y al juzgar un aspecto negativo, ya lo hacemos extensible a todo su ser, de modo absoluto, así surge la “persona mala”. Este impulso es una reacción frecuente, sobre todo afectiva, que puede corregirse con argumentos; pero también puede radicalizarse fomentando un odio visceral hacia esa persona. Es el mecanismo de los distintos fanatismos. 

      Cuando no tenemos la mirada más completa hacia los demás, tratando de descubrir el valor de cada uno por lo que es esencialmente, y lo reducimos a algo plano, simple, objetuable, deformado y anodino; cuando lo juzgamos como algo “malo”, es entonces cuando despierta el sentimiento de aversión y de odio —lo opuesto al amor—, y somos capaces de pasar por alto cualquier aspecto de bondad para sacarlo de nuestra vista o de nuestra vida.  

      Los mayores genocidios de la historia se llevaron a cabo por la simplificación acerca del juicio del hombre, por su clasificación en una categoría que significaba “malo”, “pésimo”, “aborrecible”, “indeseable”. El motivo pudo haber sido no participar de una idea, de alguna creencia, por tener un color de piel o rasgos determinados, o por pertenecer a una cultura diferente, o peor todavía, por pertenecer a un “partido político”. Basta eso para dividir la sociedad en “buenos” y “malos”. La etiqueta nos ciega ante la realidad de una vida humana. 

     Al realizar esa reducción, el hombre se tiene que violentar porque va contra su naturaleza, que le lleva a descubrir el valor del “otro”; y en esa transformación se autodestruye moralmente. Puede buscar justificaciones para su acción, que más bien son excusas: he eliminado algo malo. Pero ¿en realidad lo era?, más bien he pensado que lo era. Lo he percibido como una amenaza, como un daño público, como el mal encarnado. Así los hombres nos degeneramos moralmente. Muchas veces instigados por las mentiras de los poderosos, muchas veces forzados para sobrevivir, para que no sufran daño nuestros seres queridos... hay muchas maneras, pero siempre se reduce a la triste dicotomía: hombre bueno - hombre malo.  

      La verdad es que no hay hombres “buenos” y hombres “malos”; todos somos “buenos y malos” en algún sentido, y nuestra lucha consiste en conquistar interiormente cada vez más cosas buenas, en todos los aspectos y facetas de nuestra vida; y dejar poca tregua a las cosas malas. Más que “hombres buenos” hay “buenos hombres”, cuando en esa lucha interior ganan las virtudes y los valores que lo perfeccionan como ser humano; y hay “malos hombres” cuando tienen muchas batallas perdidas y dejan de luchar por crecer en el bien. El buen hombre es el que pelea por evitar cometer actos malos y mantenerse en la búsqueda y consecución de lo bueno; aunque también tenga cosas malas, que seguro las tiene. 

      Como cristianos también sabemos que hay un instigador del mal, que posee en sí el modo de obrar malvado, el demonio. Este es un misterio que dejo a los teólogos y místicos, así como su influencia en hombres que ostentaron mucho poder y han causado las atrocidades que comentaba al principio. Lo que sí es bueno recordar es la lección que nos ha dado Jesucristo y que nos recuerda Benedicto XVI, la esencia del cristianismo es amar a Dios y al prójimo; únicamente de esta manera alcanzaremos nuestra plenitud y nuestra felicidad. Es el amor el que purifica y profundiza nuestra mirada para ver en los demás sus muchos aspectos de bien. Es el amor el que ayuda a comprender y perdonar: la caridad, el agapé. Lo contrario nos hunde, nos destruye y con nosotros a los demás seres.  

      Esto no significa olvidarnos de la justicia, o pasar por alto las cosas malas. Esto no significa debilidad, nada más lejos. Lo malo se tiene que evitar y si hay culpa, tiene que haber un castigo que permita mantener el orden social. Lo que no podemos es jugar con la justicia a nuestro antojo y decidir arbitrariamente lo que es bueno o malo según nuestros intereses, conveniencias o deseos. Qué cosa sea lo bueno y lo malo es motivo de otra reflexión, porque ya alguno estará pensando en la crítica de Moore y su falacia naturalista. 

      Esta cruzada de caridad que trae el cristianismo, este ejemplo que nos han dejado tantos santos a imitación de Cristo, nos reclama mayor comprensión hacia los demás, especialmente hacia los que no han tenido la oportunidad de encontrarse con la luz divina de la revelación. Esa comprensión hará que no nos precipitemos en juzgar y tachar a “los otros” de “malos”. Sí hay que atacar las ideas, y defender la justicia, insisto, no estoy hablando de debilidad y mucho menos de estupidez, pero dejemos siempre un margen para admitir en los demás su aspecto de bondad. Si de entrada calificamos a alguien de “hombre malo”, nos cerraremos a todo lo que él pueda mostrarnos, y nos podríamos oponer a ideas válidas y legítimas por nuestra cerrazón.  

      Tal vez éste sea el momento de comenzar a practicarlo, ahora que se palpa un ambiente de crispación en la sociedad española, cuando muchos intentan enfrentar a esa sociedad hablando de “dos Españas” y mostrando los puntos de ruptura más que de unión. ¿Realmente hay dos Españas? ¿No será ésta una división simplista que nuevamente intenta enfrentar a “hombres buenos” y “hombres malos”?

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Miguel Acosta



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