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Sobre Política y Religión

por José Pablo Noriega

El ensayo trabaja temas de la Teoría Política. En él se continúan, se desarrollan y se amplían las tesis defendidas en nuestro primer ensayo sobre Política, que lleva por título Democracia Consecuente y que está publicado en esta misma revista.

Introducción

En el capítulo primero tratamos sobre tesis generales de la Teoría Política en cuanto que Filosofía y sirve de encuadre de todo el trabajo. En el capítulo segundo tratamos sobre los regímenes políticos, especialmente sobre aquellos que no pueden ser considerados como democráticos. En el tercero, se toca el problema de la transcendentalidad del conocimiento político, es decir, la temática que abarca la necesidad de llegar a construcciones verdaderas en el territorio de la Política. En el cuarto, se trabaja cono el complejo mundo de las relaciones entre Religión y Política, señalando que algunos de los tópicos en los que estamos obligados a trabajar en estas relaciones no son ciertos. En el capítulo quinto, se critica algunas posiciones teóricas distintas a la nuestra; y, por fin, en el sexto se escribe sobre la posibilidad de futuro de unas democracias, que según nuestra opinión, son perfectibles.

  Sobre la Filosofía Política

Las tesis de la democracia consecuente según hemos expuesto en el ensayo que lleva el título arrancan de unos conceptos determinados sobre las Ideas filosóficas y las categorías científicas así como de de las relaciones que deben mantener. En  este primer capítulo del ensayo que presentamos tratamos de nuevo sobre estos temas generales.

Desde posiciones positivistas se entiende en ocasiones que la Filosofía es una actividad que produce quimeras sin ninguna relación con la vida real y por ello con la vida política. Pero, por el contrario, las Ideas filosóficas tienen una productividad máxima de tal manera que puede afirmarse que forman  la línea más alta de lo que constituye la Política y el Derecho.

En efecto, el Derecho está regulado por las Ideas filosóficas vigentes en cada época. Así, por ejemplo, puede decirse que nuestra concepción de los Derechos Humanos impregna absolutamente nuestros ordenamientos jurídicos y tiene la virtualidad de producir unas normas y no otras, de tal manera que desde las Constituciones como Leyes de leyes, se produce un proceso descendente en el que se van incardinando las normas en una sucesión de derivación. De esta manera, las normas jurídicas dependen de las Ideas más generales.

    Es, por otra parte, claro que no se puede negar la efectividad del Derecho porque su imposición sobre una colectividad tiene la fuerza de la coerción en su aplicación. Pero ello no significa que tenga  sustantividad en sí mismo, sino que sustentándolo están las Ideas filosóficas y, por tanto las religiosas, de una época.

En efecto, los ordenamientos jurídicos no son axiológicamente neutros sino que responden a filosofías determinadas, por ejemplo a la hora de determinar cuáles son los fines de ellos o cuáles deben ser las relaciones del Estado  con la Religión. Ello hace que sean de una o de otra manera. De este modo, puede decirse que el concepto de soberanía popular o el de Derechos Humanos se sitúan en la parte alta del Derecho y se incardinan en las constituciones y de ahí por derivación en el resto del ordenamiento. Así por ejemplo, cuando la Constitución española como ley de leyes reconoce el derecho de asociación éste se incardina en el resto de la legislación de tal manera que no existe la posibilidad de que ninguna norma jurídica lo contradiga en cualquiera de las ramas del derecho español.

Por ello es obvio que las Ideas políticas y filosóficas registran una productividad máxima ya muchos de los aspectos de la vida de la mayoría de los seres humanos están regulados y organizados por ellas, pues suscitan las normas así como la aceptación de las mismas.

De otro lado, hemos puesto el ejemplo de los Derechos Humanos y podría parecer que pretendemos que la influencia de la Filosofía se mueve exclusivamente en el ámbito de la Teoría Política. Pero no es el caso, pues reconocemos que la Metafísica tiene una gran importancia. En efecto, no es la misma la comprensión que tenemos de nuestras sociedades, nuestros estados y nuestro derecho, ni se da el mismo tipo de estado o  de normas jurídicas si se acepta el laicismo como un valor positivo o negativo. Así, en le primer caso habrá unas relaciones Iglesia-Estado determinadas y en el segundo otras, abarcando todo ello grandes sectores del ordenamiento jurídico.

Es pues desde la Filosofía (o también desde la Religión) desde donde nace la fuerza de los ordenamientos jurídicos. Por ello, cuál es el más conveniente, no se decide por motivos pragmáticos sino desde el nivel de las Ideas filosóficas y religiosas. Como consecuencia, no puede afirmarse que las ideas políticas estén recortadas de tal manera que no admitan relaciones con las religiosas o las metafísicas por lo que, al igual que en el resto de las Humanidades, no cabe establecer una ciencia pura del Derecho, pues éste mantiene conexiones objetivas en una synploké con la Filosofía, con la Metafísica y con la Religión.

Una dependencia de la Metafísica se manifiesta también en el hecho de que no es lo mismo la sharía como Derecho Revelado que el Derecho que proviene de la manifestación de la Soberanía Popular. Del mismo modo, no es lo mismo en general que se considere que la Soberanía procede de Dios o que procede del pueblo, pues los resultados de la primera consideración son las Teocracias o las Monarquías Absolutas mientras que los de la segunda son las Democracias. Por tanto, los resultados son diferentes en los niveles más altos, lo cual derivadamente produce unas sociedades, una ordenación del estado y unas leyes completamente diferentes. Como ejemplo claro de lo que estamos exponiendo valga la comparación entre el Antiguo Régimen y las Democracias.

Así pues, el campo general de lo que trabaja la Política (al igual que la Economía, como hemos defendido en otros ensayos) no se puede decir que sea una disciplina que permanece cerrada sobre sí misma y en la inmanencia del mundo, sino que, al contrario, cabe asegurar que se encuentran vías por las cuales entra en conexión con la Transcendencia, de tal manera que puede verse que ésta está insuflando vitalidad y riqueza en aquélla. Por ello, no puede decirse que la Política (tampoco la Economía, como hemos visto en otros lugares) constituyan dentro de la realidad categorías cerradas sobre sí mismas y en el ámbito exclusivo del mundo, de la inmanencia sino que tienen una apertura a la Transcendencia, por medio de la cual se relacionan con Dios que insufla vida y fuerza en el mundo. Como consecuencia, puede afirmarse que en estas categorías no se da un cierre tal que olvida que la apertura a la transcendencia aporta ontológicamente riqueza y epistemológicamente racionalidad y sentido.

    Pero en nuestro ensayo Democracia consecuente, hemos sido capaces de tratar sobre Ideas de la Filosofía Política como las de Paz y Justicia y es nuestra intención trabajar en este capítulo sobre alguna matización ulterior.

En primer lugar, hemos de señalar que desde posiciones claramente determinadas (Habermas) se defiende como condición de una ética política dialógica la previa consecución de la igualdad, al menos en algunos aspectos. Pero en nuestra opinión, puede decirse que las diferentes posiciones políticas y religiosas ya se encuentran en condiciones de emprender el diálogo respetando por ello el principio de la Paz como bien absoluto, puesto que están unas frente a otras como alternativas distintas.

Además, el hecho de si debe haber igualdad, por ejemplo como condición previa al inicio del diálogo político racional, es algo que no puede ser puesto como condición porque es un concepto cuya conveniencia de implantación está en la propia discusión. Y aún más, la Idea filosófica de Igualdad mantiene posiciones contradictorias, pues puede determinarse como igualdad en las necesidades o como igualdad en los méritos, por ejemplo.

Por otra parte, Hans Küng ha manifestado que no puede haber paz en el mundo mientras no exista entre las religiones y aquí nos parece que le asiste la razón. Pero para ello las religiones no necesitan de excepcionales transformaciones o grandes reformas, sino solamente la extensión de lo que son sus virtudes esenciales al campo del diálogo, convirtiéndolas en dialógicas. Así la caridad cristiana se aplicaría en el diálogo con otras religiones como virtud propiamente dialógica, o la compasión budista tomaría un camino similar.   En este sentido, también el musulmán, tiene la posibilidad de transformarse porque es su misma obligación el ser, al igual que Dios, compasivo y misericordioso. Por ello, está en la obligación de no dar una interpretación literal de la doctrina de la Guerra Santa y así debe ser, puesto que el Islam en cuanto que religión tiene componentes de veracidad y santidad, según reconoce el Concilio Vaticano II. También pueden hacerse consideraciones parecidas a las anteriores en lo que respecta a la ahimsa hinduista.

En conclusión, puede asegurarse que las religiones mismas están más preparadas para el diálogo que los partidos políticos laicos, cuyos mandatos no vienen de Dios, en cuanto que el mandato del amor está en su centro y sus virtudes centrales admiten con un pequeño giro el diálogo como componente inexcusable.

Así, las lógicas consecuencias- tanto en el orden político como en el religioso- no son las de una paz impuesta, producto de la victoria de la violencia de una de las partes enfrentadas. Por el contrario, una de las resultantes de las posiciones que defendemos en la Democracia Consecuente, producto de la participación de todos- por medio del diálogo- es la elaboración de nuevas propuestas políticas y religiosas. Estas propuestas y el método de la alternativa defendida tienen como consecuencia el logro de una paz verdadera, esto es, no basada en la imposición de alguna de las partes sino en el diálogo y el asenso racional.

En efecto, en la medida en que todas las partes participan, por medio del diálogo y asistidos por la virtud de la misericordia, en la elaboración de las propuestas políticas y religiosas de la comunidad, las diferencias resultantes son mucho más pequeñas y se está en condiciones de asistir a un desarrollo pacífico en la resolución del desacuerdo; por ello, se está en camino para llegar a un asenso cada vez mayor.

Como consecuencia de ello, el progreso se haría más orgánico y no se conseguiría mediante el enfrentamiento, la fuerza, la guerra y la división. Sería un progreso en el que se podría avanzar política y religiosamente dentro de la unidad y la razón, con divergencias menores y también con un grado de violencia mucho menor que el actual, pues nos encontraríamos en un grado de comunión mucho mayor entre los seres humanos.

Por otra parte, en el anterior ensayo sobre Política, cuando planteamos que la Paz era el bien supremo y el punto de partida desde el que podía partir la construcción de la Teoría Política, no explicitamos si lo entendíamos como bien material o formal, o si lo planteábamos desde una perspectiva eudemonista o no. Lo que más bien hicimos fue denotar en qué consistía el bien, partiendo de un supuesto materialista que consistía en mostrar el hecho de que la guerra nuclear, la guerra total elimina la posibilidad de alcanzar cualquier otro bien, pues acabaría con la vida humana en el planeta. En este sentido, no dejábamos de reconocer el axioma escolástico de que ser y bien son convertibles, porque efectivamente sin ser no es posible alcanzar ningún tipo de bien, siendo, en este caso, la vida humana la condición de posibilidad de que se alcancen otros bienes.

Así pues, la virtualidad que tiene la Paz es que es condición del ser del hombre en la Tierra y que se presenta como un bien que permite la cadena de construcciones en el terreno político y moral, pues funda toda una constelación de construcciones propiciadas por las virtudes que dependen de ella. Así, en primer lugar, la misericordia, pero también después el perdón, la amabilidad, la afabilidad, el respeto y otras que permiten la construcción de una ética política a partir de aquella.

Como corolario se desprende que la Justicia como objetivo del ordenamiento político y como virtud política no se presenta como una primera evidencia sino que se reconoce que los hombres se encuentran divididos y enemistados en lo que a su concepto respecta por lo que le deben aplicar las virtudes del diálogo.

Ello, desde luego, no significa que pueda decirse que la Idea filosófica de Justicia sea equívoca, pues siempre existe un nivel de generalidad en ella que es universal. Pero el problema se plantea cuando se quiere determinar o concretarla, pues es entonces cuando aparecen las diferencias y de esta manera se puede entender que se debe distribuir según las necesidades o según las capacidades, por poner dos ejemplos.

Como consecuencia, el concepto de Justicia ofrece grandes dificultades para desbloquear la Teoría Política y es en este aspecto es cuando aflora la Idea de Paz, pues esta subordina a la Idea de Justicia de tal manera que si se quiere avanzar ésta debe someterse a la primera. De este modo los diferentes conceptos de lo que es justo deben someterse al concepto de Paz como principio superior de manera que la determinación de lo que es justo en el campo de lo concreto no puede darse por la imposición y la fuerza (como de hecho ha ocurrido y ocurre) sino por el diálogo movido por la virtud de la misericordia, sometiéndose por ello al ideal de la Paz.

Es en este sentido, como la Idea de Paz puede aparecer como transcendental, pues es evidente por la dinámica política que imprime el desarrollo del armamento nuclear, entre otras cosas, que sin la Paz ninguno de los bienes es alcanzable. Efectivamente la Guerra Total supone la integral posibilidad de destrucción. Por ello, la subordinación al ideal de la Paz aparece como un hecho casi evidente por sí mismo, que por su parte permite el acuerdo natural que puede impulsar el diálogo sobre otros temas y aspectos de la vida política en los que no se ha conseguido el asenso racional.

Por otra parte, la democracia pasa en muchas ocasiones por ser el sistema político más adecuado y en gran medida así es, pues forma la manera de organizar la discrepancia que permite mayores niveles de estabilidad y de paz. Pero se hace preciso señalar que no se da la ecuación perfecta entre Democracia y Justicia, pues en el seno de lo que se llama el desacuerdo moral contemporáneo (Mc Intre) se registran diversas concepciones de lo que debe ser la Justicia y es claro que no existe la misma concepción entre los partidos que forman nuestras democracias. Así, puede decirse que los conceptos de lo justo son diferentes de unos partidos políticos a otros. En este sentido, las diferencias organizan todo el entramado ideológico, pues en todos los temas que se tocan están implicadas las diferentes realizaciones de la Idea de Justicia.

Aún se puede decir más de la ecuación, pues en muchas ocasiones las democracias se comportan injustamente, por ejemplo cuando no se prestan a la misericordia y a la compasión con otros sistemas religiosos o ideológicos, sino que los juzga como si sus argumentos fuesen los únicos racionales. En este sentido, se necesita ser muy arrogante para pensar la forma propia de ver el mundo es la que es exactamente la adecuada y se carga así con el ejercicio de toda la razón, negando lo que otras teorías puedan tener de positivo. Y ello, aunque sea cierto que entre las facciones de las democracias inconsecuentes las hay más proclives a unos u otros regímenes no democráticos, pues la misericordia y la disculpa no se hacen universales en la medida en que los diferentes partidos políticos democráticos se encuentran más proclives   a unos totalitarismos que a otros.

Por último, hay que señalar que con ser ingente el acervo de la Revelación histórica es preciso que la propia razón política encuentre su camino, aunque en este terreno, como en otros, la razón se muestra claramente pequeña en relación con la problemática y tiene que desbrozar su camino con tanteos y errores. Efectivamente, este es el caso de las doctrinas políticas de la Edad Contemporánea (liberalismo, socialismo, fascismo…) que todavía no han encontrado la senda del asentimiento universal, producto del logro de la verdad, pues como estamos viendo existe un desacuerdo moral fundamental que se va perpetuando.

    Pero, aún con todo, los principios de la Revelación iluminan el camino para las ideologías políticas, pues la caridad (en otras tradiciones la compasión) todavía tiene mucho que aportar en el campo de la Política por lo que se muestra vigente y de plena actualidad para los problemas filosófico-políticos en los que el desarrollo de las Ideas nos tiene.

Por ello, según este desarrollo, la profesión política cuenta mayoritariamente con juristas y economistas, lo cual constituye una prueba del agnosticismo imperante, pues este hecho implica que las cuestiones filosóficas y religiosas no son importantes en el mundo de la Política. Pero, como hemos visto, el tema de Dios no es secundario sino principalísimo por lo que el agnosticismo imperante lo que verdaderamente hace es oprimir al ser humano en cuanto ser religado constitutivamente a Dios. Consecuentemente Dios es un tema central en la vida humana. Por ello la política debe contar con Dios, con su presencia en todo lo humano y con su Providencia.

Ello nos aproximaría al ideal platónico que aparece como el tema del rey-filósofo en cuanto que es desde la Filosofía entre las ciencias, desde donde se puede columbrar la presencia de Dios en los fenómenos políticos y económicos y en cuanto que es desde premisas filosóficas desde donde se puede reordenar enteramente el terreno de las Ciencias Antropológicas como ciencias que tratan del Hombre y de su vida. Es evidente que esta filosofía tiene su correspondencia en la Religión. Solamente desde esta perspectiva  se brinda una racionalidad antropológica capaz de de reorganizar el campo de lo humano abriendo las realidades humanas a otra posibilidad de ser inscrita en la religión verdadera.

  Sobre Regímenes Políticos

 En este capítulo examinamos someramente la posibilidad de regímenes políticos adecuados distintos del régimen democrático.

Así, por ejemplo, puede afirmarse que tiene escaso sentido hablar de determinados conceptos democráticos (así partidos políticos) en una sociedad en la que la formación de su voluntad proceda por acuerdos unánimes en los que la libre voluntad de los miembros de la misma está implicada.

Por ello, es claro que es posible  concebir un régimen político legítimo en una sociedad en la que la formación de su querer no pasa por la división en alternativas políticas diferenciadas sino que registra tal grado de asenso que, tomando parte toda ella en la formación de la voluntad soberana, sin embargo su decisión es unitaria sin que, por tanto, se registren divisiones políticas y morales.

En este orden de cosas puede reconocerse, con Max Weber,  la posibilidad del concepto de regímenes políticos legítimos, siendo la democracia un caso de los mismos. De este modo, puede reconocerse que son regímenes legítimos los que se apoyan en el consentimiento libre  de los gobernados. Este sería, por ejemplo, el caso de los regímenes teocráticos que, apoyándose, en una Política y un Derecho revelados, contaran con el consentimiento de sus ciudadanos.

Por otra parte, en este orden de cosas también se comprende la clasificación de los regímenes justos hecha por Aristóteles. Como se sabe, para el Filósofo existen tres regímenes justos que son la monarquía, la aristocracia y la democracia. Por ello, siguiendo al autor, no se debería considerar la democracia como el único régimen político posible, pues además del régimen basado en el gobierno del pueblo  también son posibles los  basados en el gobierno de los mejores o en el gobierno del mejor, que se encarnan respectivamente en la aristocracia y la monarquía.

En este sentido, tampoco puede decirse que se de la ecuación de igualdad y justicia en nuestros regímenes, de tal manera que el régimen democrático tenga por correlato inexcusable la justicia, pues tras la aparente igualdad formal se consagran las desigualdades enormes en los niveles económico y cultural. Como consecuencia, no puede ser afirmado que la democracia trae consigo el gobierno de la justicia necesariamente.

Pero, como en parte hemos señalado, además de los regímenes que consignó Aristóteles como justos cabe imaginar como régimen perfecto por definición el Reino de Dios, que quizá pueda ser determinado como Teocracia. En efecto, no puede imaginarse un régimen político mejor  y más justo que aquel en el que Dios es soberano; y ello sin menoscabo de lo que haya que tener en cuenta, por ejemplo que ello no implica la defensa de ninguna falta de libertad.

En este sentido, es evidente que el gobierno de Dios se presenta fácilmente como el más adecuado desde un punto de vista absoluto y el mismo como escatología del Reino es el que completa la Historia dándole la perfección que, de otro modo, no podría alcanzar. Pero el problema, entonces. que aparece es el de si es posible tal teocracia en las sociedades históricas que son todas transición hacia la consumación escatológica.

Aquí podemos afirmar que la teocracia ha sido imposible porque el acervo de las revelaciones históricas no prescribe soluciones o soluciones adecuadas para la estructuración política y social de las comunidades humanas en un sentido concreto. De ahí que cuando se la intenta instaurar  nos encontremos más bien con el gobierno de los clérigos, que se manifiestan con insuficiencias para dirigir sus sociedades históricas respectivas.

Pero, por otra parte, como hemos defendido la Democracia Consecuente como fin y proceso de perfección de las democracias actualmente existentes. En efecto, en el ensayo Democracia Consecuente  hemos abogado por un proceso que, mediante el diálogo mediado por la virtud de la misericordia, en el que los seres humanos son capaces de alcanzar el conocimiento político absolutamente cierto, transcendental, se desbloquea el desacuerdo y se permite la verdad en el campo de la política.

No obstante, como se puede advertir, este régimen en el que se alcanza la verdad política, en cuanto verdadero puede decirse que coincide con la Teocracia, pues no se puede concebir el gobierno de Dios de una manera contradictoria con el gobierno de la verdad (o también con el de la Paz y la Justicia absolutas).

Aún con todo, no puede pensarse el comienzo de la Democracia Consecuente como un gobierno en el que se ha alcanzado la perfección de los tiempos. Más bien habrá que concebir este comienzo, si queremos concebirlo dentro del campo de lo posible, como un reino en el que se alcanza la verdad en una gran medida, en el que la disidencia será menos al existir procesos de integración más eficaces; como un estado de cosas más armónico y pacífico, en el que ha desaparecido la voluntad dogmática.

En otro orden de cosas, se puede discutir sobre el socialismo como sistema político y las relaciones que guarda con la religión. En este sentido, ya hemos escrito en otros lugares que la idea de socialismo en cuanto que implica una defensa radical de los pobres y en cuanto que lleva con ella el hecho de que se compartan los bienes materiales no puede decirse que sea una idea de la izquierda y menos exclusiva de la izquierda.

De esta manera, como se sabe, ha existido y existe un socialismo cristiano en la Edad Contemporánea al calor de los movimientos de los pobres. Tampoco se debe olvidar que la idea socialista se encuentra ya presente en los primeros cristianos. Así, por ejemplo, los Hechos de los Apóstoles cuentan como los antiguos cristianos ponían en común sus bienes y era ejemplar la ayuda que se ofrecía a los pobres y a los débiles.

Por ello, de la misma manera que se reivindica un suelo cristiano para la Filosofía de los Derechos Humanos, también se puede reivindicar la cristiana opción por los pobres que desde su fundación late y vive en la Iglesia y que tuvo su realización continuamente en la caridad y la misericordia, en espíritu y obras, y esto salvando las críticas que sean necesarias.

Aún más, puede decirse que el socialismo tiene una realización en la Iglesia en la medida en que los bienes de que dispone no son propiedad privada sino que pertenecen a la institución.

Contrasta entonces el socialismo cristiano con el fracasado socialismo ateo de estado que se dio en el Este de Europa durante el siglo XX.

Por último, queremos tocar el tema de la relación entre razón moral y sistemas políticos. Parece evidente que los sistemas políticos se constituyen de manera eminente desde la razón moral. En este sentido es palmario que la razón puede idear sistemas que están llamados al fracaso, por ejemplo, porque sus presupuestos producen unos efectos inesperados.

Por ello, nos parece necesario que los sistemas políticos se ajusten a la naturaleza humana en la medida en que no se pueden construir utopías que vayan en contra de dicha naturaleza. Ello significa que se precisa cautela para aplicar la razón moral pues se debe hacer de acuerdo con las coordenadas precisas para que los resultados no resulten completamente negativos. En este sentido, parece también arriesgado promover utopías o sistemas políticos alternativos cuando se hace evidente que el sistema político democrático funciona y da buenos resultados. Por tanto, es una cuestión de cálculo de probabilidades la que hace preferir la evolución a la revolución, pues en esta última los cambios son tan radicales y drásticos que traen como consecuencia un gran sufrimiento siendo sus resultados negativos en muchas ocasiones.

Como consecuencia, cuando se atemperan los ánimos revolucionarios y radicales de todo signo son posibles las evoluciones políticas no traumáticas, como por ejemplo la que permitió la transición española a la democracia.

    Es por estas razones por las que el planteamiento de la Democracia Consecuente no se concibe como una razón moral que intenta hacer cambios revolucionarios, sino que por el contrario se defiende la evolución de los sistemas en la benevolencia y la caridad política.

  Sobre lo transcendental en política.

I) La transcendentalidad política.

Como se sabe, la democracia es un sistema político que construye su legitimidad sobre la base de conceptos tales como soberanía popular, división de poderes, estado de derecho, partidos políticos, tolerancia y otros más. Aún con todo, su teoría se combina con un gran relativismo epistemológico, puesto que no puede decidirse sobre los términos del desacuerdo moral y político en el que se encuentra, y que divide nuestras sociedades contemporáneas y no sabe de qué lado se encuentra la razón.

De esta  manera, se gobierna y legisla según el partido que resulta vencedor en las elecciones sin que ello signifique que exista acuerdo de la gran mayoría en los grandes temas en los que está dividida la opinión pública nacional y mundial. Por ello, no parece existir medio que, dado el disenso en que nos movemos, diga en que lugar se encuentra la verdad, pues es un argumento en contra el hecho de la división de la misma humanidad en corrientes de opinión. Además, ninguna de estas corrientes cuenta con fuerza apodíctica que haga incuestionables sus posiciones y, por consiguiente, axiomáticas o demostrables. Como consecuencia, el gobierno de la mayoría no significa  gobierno de la verdad ni legislación de la mayoría, legislación de la verdad.

    Así, el problema de la verdad sigue existiendo porque no se  puede afirmar que no hay verdad  sin caer en contradicciones insalvables para el pensamiento, pues esta misma negación ya supone implícitamente la afirmación contraria, esto es, que existe la verdad. El problema es entonces cómo se puede alcanzar la verdad sobre los problemas políticos, dada la división actualmente existente sobre esta temática.

En este sentido, puede asegurarse que virtud política de la tolerancia democrática, como tal, deja la cuestión en suspenso puesto que se limita a aceptar el error como insuperable y a ser un medio cuya función principal es la garantía de la paz y la convivencia (lo cual no es poco).

Es desde esta problemática desde la que se eleva la necesidad del diálogo que necesariamente debe ir acompañado de la argumentación racional. Pero, para ello, la mera tolerancia no es suficiente porque deja intacto el desacuerdo. Así que, por estas razones, hemos defendido la necesidad de la virtud de la misericordia o caridad política en cuanto que con ella se desborda la mera tolerancia y, en un proceso de apertura ideológica, olvida la voluntad dogmática y se tienden puentes para comprender lo que pueda haber de verdadero en las posiciones políticas del oponente. Así se da el comienzo de un verdadero diálogo.

    Por su parte, ello supone que la verdad no está contenida en unos solo de los sistemas morales y políticos sino que, de modo oblicuo, se encuentra en muchos de ellos. De ello se sigue necesariamente que la verdad no es patrimonio exclusivo de ninguna de las corrientes políticas en liza y que el logro de la verdad pasa por el diálogo y la argumentación racional de unos principios y unas consecuencias. Para ello la virtud de la misericordia  ayuda en cuanto que la apertura mental que propicia permite la comprensión de los argumentos de los otros y una empatía que desbloquea el desacuerdo.

    Por otra parte, por medio de estos supuestos desbordamos la oposición que se da entre las dos alternativas que se oponen y han existido históricamente  en el mayor nivel de abstracción: la alternativa relativista que cuenta con la práctica de la tolerancia y la alternativa epistemológicamente consecuente que sostiene que la verdad existe y que determinadas corrientes tienen su posesión.

De esta manera, cuando se defiende que la verdad existe nos encontramos con que se aboga por los derechos de la verdad y con una posición epistemológicamente coherente, aunque si se afirma que la propia verdad es la exclusiva nos encontramos con el dogmatismo y la intransigencia. Por ello también aquí la autocrítica es totalmente necesaria.

Por consiguiente, hemos de aceptar que lo acertado es combinar una práctica que no permite el relativismo epistemológico en cuanto que se afirma que existe la verdad con la práctica de la misericordia política  y moral.

Así que, en conclusión, puede afirmarse que estamos con la crítica platónica al relativismo de los sofistas que sostenían que no existía ninguna verdad y con la crítica a la democracia en cuanto que ésta va acompañada de una teoría y una práctica que no cree posible ninguna verdad en el campo de la política más allá del puro formalismo. Por ello,  defendemos contra el relativismo de la verdad la única posición epistemológica coherente, cual es la de que hay verdad y que ésta es cognoscible.

 Ello no significa que dejemos de reconocer que desde determinadas perspectivas es fácil adherirse a la opción filosófica del relativismo. Así, constatando las diferencias políticas y morales que dividen a la Humanidad en clases opuestas y, a veces, antagónicas se hace fácil suponer que la verdad es un problema de perspectiva, que como tal esta no existe o que depende de los distintos puntos de vista en los que nos situamos. Pero, aún con todo, no puede olvidarse que el relativista se contradice en sus propios términos, pues si afirma que toda verdad es relativa, en ello también está incluida su posición.

    Es por ello por lo que  es natural que frente al relativismo surja el dogmatismo que se encuentra en la verdad en sus principios generales - pues es verdad que la verdad existe- y en ellos no registra contradicción alguna. Pero el paso siguiente que da el dogmatismo es afirmar que las posiciones morales y políticas en las que se encuentra son también las verdaderas y en esto es en lo que se equivoca.

 Por nuestra parte, como comprendemos que el proceso de acercamiento a la verdad es asintótico (de la Pienda) de tal manera que la misma verdad va incorporando sectores cada vez mayores de la realidad, es natural que tomemos lo que consideramos más acertado de cada una de las alternativas que estamos exponiendo.

Por ello en nuestro ensayo Democracia consecuente hemos defendido una posición acerca de la verdad moral y política que contiene estas tres posiciones de que venimos hablando. En efecto, la propuesta democrática consecuente contiene la afirmación de la verdad existe (no se puede afirmar cabalmente que la verdad no existe o, por ejemplo, que el principio de contradicción no es cierto), pero considera que no se encuentra, al menos de manera total, en ninguna de las alternativas políticas vigentes y que por ello se hace necesario un proceso que conduzca a la verdad política absolutamente cierta, transcendental, la cual se encontraría  al final del mismo.

Así pues, por medio de la doctrina de la democracia consecuente intentamos evitar las contradicciones epistemológicas de la democracia tradicional (relativismo, tolerancia…) sin negar sus virtudes. Ello significa que abogamos por una idea no relativista de verdad pero que no ofrecemos ninguna verdad en concreto, materialmente que subrogue la misma democracia tradicional.

Al contrario, lo que proponemos, sin renunciar al concepto fuerte de verdad y precisamente gracias a él, es el logro de la verdad transcendental en la materia política. Ello, como consta, lo planteamos a través de valores que tienen arraigo en la democracia convencional (el diálogo, por ejemplo) y de otros que la desbordan (la misericordia o caridad política, el entendimiento de la paz como bien político absoluto…). En este sentido, planteamos la necesidad de que todos ellos tengan un desarrollo por el cual las contradicciones que se registran entre la unidad racional del género humano y el hecho de que se encuentre dividido en clases ideológicas distintas, en diferentes alternativas éticas y políticas, queden clausuradas.

Por tanto,  se trata de perseguir no solamente la consecución de la Paz- el mayor de los bienes políticos- sino la transcendentalidad del conocimiento político, esto es el logro de un conocimiento político que por su verdad suscite el asenso racional. Con estos fines se dibujan, pues, los mecanismos democráticos, haciendo lo posible por la mejora de la deliberación colectiva que acarree la corrección de las alternativas políticas y la autocrítica, para así poder cuestionar y desbordar las propias posiciones.

En este sentido, desde la concepción democrática consecuente hemos mostrado que el gobierno de la mayoría no tiene que ser necesariamente el gobierno de la razón, sino que ésta puede también encontrarse en las minorías (Como vemos, aquí de nuevo se plantea el problema epistemológico y moral, el problema político transcendental al partir de las realidades políticas actuales de nuestras sociedades políticas contemporáneas).

Consecuentemente, se trata de encontrar el modo de abrir una dinámica que en su desenvolvimiento pueda terminar con la contradicción moral, política y epistemológica que hemos diagnosticado, una dinámica que abra la posibilidad al necesario acuerdo político y moral. Para ello se ha partido de la consideración de que los seres humanos tienen iguales capacidades de raciocinio y de que el error se encuentra, en todas partes y ello sin cuestionar que también la verdad se encuentre esencialmente en alguna de las partes en liza. Y por todo ello se hace necesario emprender un diálogo en materia política que abra las vías de acabar con las inconsecuencias y desventajas de nuestros sistemas políticos contemporáneos.

Por otro lado, para este diálogo hemos considerado de la máxima importancia terminar con la voluntad dogmática, es decir, con la voluntad de poder expresada en términos de discurso y de práctica política, en cuanto tanto que por ella se intenta imponer los propios criterios descartando irracionalmente los del oponente. En efecto, el fanatismo como voluntad de poder se concreta, en el nivel de las ideologías, como incapacidad para el diálogo y la misericordia dialógica, como búsqueda de la imposición de las posiciones propias por encima de cualquier otra consideración, como pretensión de que las propias posturas ideológicas tengan la absoluta verdad y de que sean incontrovertibles, no estando sujetas a la crítica y al diálogo, sino que buscan la imposición y el avasallamiento del adversario.

Lógicamente, a este nivel la voluntad dogmática es el principal obstáculo para el logro del verdadero diálogo, pues supone como resultado la imposición y, por ello, el conflicto y la guerra, más cuando se encuentra con otra voluntad igual a ella, igualmente violenta. Se abre así una dinámica de enfrentamiento y odio que exigirá otra vez un nuevo comienzo.

Pero también hemos considerado que el concepto de tolerancia deja cerrada la dinámica del cambio, pues se tolera lo que se considera que se encuentra en el error, sin que se pueda reconocer las razones que tienen los rivales políticos.

Así pues, si nos situamos exclusivamente en la perspectiva  de la tolerancia olvidaremos el momento de la comprensión por el que nos adentramos en las razones del que no piensa como nosotros y damos pábulo al fanatismo, puesto que las ideologías políticas tienen fuertes razones para ser como son y para prosperar.

Y esto es así porque la tolerancia deja las cosas intactas y no impulsa verdaderamente el esfuerzo del diálogo, puesto que, como su propio nombre indica, sólo tolera, con lo cual se aferra quien la defiende a sus posiciones particulares y realmente no se abre, según el propio concepto, la posibilidad del diálogo.

Como consecuencia, frente a esta insuficiencia de la tolerancia mera hemos propuesto la virtud de la misericordia o caridad política, lo cual significa una extensión de la idea de misericordia a contextos de los que estaba excluida.

Así, el núcleo que centra esta virtud es el amor entendido como amor al prójimo. Este núcleo, como se ve, tiene la capacidad de desarrollarse en el terreno de la política dirigiendo el comportamiento político, que de esta manera se hace fraternal, compasivo, dialógico y amante de la verdad como imparcialidad.

Es, por otra parte, evidente que la exigencia de la misericordia es universal y no solamente se presenta como un deber para las democracias y la tolerancia sino también para los totalitarismos y el fanatismo, que lógicamente deben realizar su autocrítica poniéndose en el lugar de la tolerancia para mostrar también la necesaria comprensión de los errores de ésta.

En concreto, es desde el diálogo verdadero, movido por la virtud de la misericordia política, como se pueden desactivar las estructuras profundas del desacuerdo abriendo un debate presidido por la razón en que, lo mismo que ocurre en otros campos, se pueda alcanzar la transcendentalidad, esto es, la verdad presidida por el acuerdo y la unanimidad en el campo del que estamos hablando.

Esto puede no significar la total eliminación de la desavenencia, pero sí una atenuación grande de ella. Obviamente, tampoco significa la eliminación de la capacidad de creación en el imaginario político, sino sencillamente que la operación de la política se realiza de otra manera. De ser así, esta nueva manera disminuye la gran fuerza de rozamiento del fanatismo y permitirá que el progreso se realice más rápidamente y con unas dosis de violencia mucho menores.

Y ello aunque la violencia se haya atenuado grandemente en los sistemas democráticos que no conllevan en el seno de sus disidencias la guerra, aunque sí, por ejemplo el terrorismo o, si nos situamos en otro terreno, la violencia de muy baja intensidad de los medios de comunicación que, según puso de manifiesto la escuela de Frankfurt,  no permiten en muchas ocasiones el ejercicio del libre pensamiento cuando se ejercitan en el adoctrinamiento inconsciente de la mayoría.  

  No obstante, parece claro que la misma tolerancia como virtud política no puede ser aplicada con aquellos que no la practican por lo que el estado y la comunidad internacional no pueden ser tolerantes con aquellos que son intolerantes y que por la violencia intentan destruir la sustancia de los estados democráticos.

Por unas razones parecidas, la misericordia tiene que ser inmisericorde con aquellos que no la aceptan e intentan imponer por la fuerza de la violencia sus tesis políticas. De lo contrario, los estados que tienen la misericordia como horizonte estarían desarmados ante los ataques de la violencia y el fanatismo, no siendo posible por ello la aplicación de estas tesis, pues el estado y la comunidad internacional serían presa fácil del fanatismo y la inmisericordia.

Ello significa que el correcto funcionamiento de las tesis del partido de la misericordia exige que todas las partes acepten las tesis para que efectivamente discurra el diálogo, pues de lo contrario lo que ocurriría sería que triunfaría el partido de la imposición y de la violencia.

Ello no implica que la misericordia no tenga, casi como un componente suyo, la comprensión como medio, pues debe intentar esta comprensión de las posiciones de la inmisericordia. No obstante, al mismo tiempo, debe mantener la crítica de las actuaciones de los violentos, crítica que se manifiesta en el uso legítimo de la fuerza naturalmente necesaria.

 En el orden de cosas que estamos tratando, pueden hacerse algunas consideraciones sobre el pensamiento político de Rousseau. El pensador era consciente de la problemática que estamos planteando en referencia al   problema de la relación entre  la democracia y la verdad, Así, pensaba que la voluntad nacional no podía equivocarse. Pero la tesis en sí es insostenible, por ejemplo, porque no se puede entender que se voten alternativamente tesis que son contradictorias.

Es entonces cuando de nuevo se plantea el problema de conciliar la voluntad democrática con la verdad. Se trata aquí de no olvidar los principios de la soberanía y las libertades, sino partiendo de ellos, plantear de otra manera el problema de la verdad.

Para ello, se pueden reconocer, por ejemplo, los planteamientos de los partidos políticos como partes oscuras de una verdad más general y abarcante, de una síntesis superior en la que quedan como partes transformadas de ella. Así,  se puede plantear para resolver la contradicción de una humanidad dividida políticamente y la necesidad de una verdad universal,  que la verdad es una realidad que se encuentra en el futuro en el que se consigue el asenso racional de los seres humanos.

No obstante, ello no significa el haber alcanzado la verdad definitiva porque, como hemos señalado más arriba, el proceso de acercamiento a la verdad es asintótico. En cambio, lo que sí se plantea es que se ha conseguido un cuerpo de verdad y que el avance futuro hacia nuevos fines morales y políticos se hace desde el asenso racional y el verdadero diálogo, en vez de ser hecho desde el disenso, la violencia y el extremo de la guerra. Es, en este sentido, por ello por lo que hemos propuesto como medios para estos fines las virtudes dialógicas de la misericordia política, la compasión o el perdón con todo lo que ello implica en la elevación de una nueva cultura política que inaugure unas nuevas relaciones humanas.

Aún con todo, hay que tener en cuenta la distinción entre materia y forma que ya hemos presentado en otras ocasiones. Entendemos por materiales los contenidos concretos que forman parte de los sistemas políticos y por formal el método de la consecuencia política en el que, por medio de la misericordia y el resto de las virtudes dialógicas, se emprende el camino de la deliberación acerca de la corrección de los contenidos materiales. En este sentido, se supone que por el empleo de lo formal se puede llegar a acuerdos en los contenidos concretos, a acuerdos materiales.

Por nuestra parte, hemos trabajado el nivel formal en cuanto que hemos planteado las inconsecuencias del nivel moral y político de la teoría política de la actualidad y en lugar de contenidos hemos defendido el método consecuente de la resolución de la diferencia y el conflicto que nos permita llegar a ese acuerdo global en cuanto a los contenidos, desbloqueando el desacuerdo.

 Para terminar con esto, diremos que no se puede interpretar el proceso conducente a la democracia consecuente como un proceso de consenso, es decir, como buscando una especie de término medio entre posiciones políticas contrapuestas, quedando el problema de la verdad y de la transcendentalidad del conocimiento políticos en un segundo plano. Por el contrario. consideramos que esta manera de entenderlo es equivocada por lo que abogamos por el diálogo transparente que elimine  los obstáculos que se interponen en el proceso de consecución de la verdad política. Por ello, no renunciamos a la verdad y no pensamos que la democracia consecuente pueda ser un sistema político de mínimos de consenso sino que es un sistema en el que se ha alcanzado la verdad política, aún con las salvedades que ello tenga.

 

II) Democracia consecuente, Religión y Metafísica.

 Ahora vamos a ocuparnos de las relaciones que pueden ser establecidas entre la problemática que plantea la doctrina de la democracia consecuente, y la Religión y la Metafísica.

Tocaremos en primer lugar la relación con la Revelación. En este sentido, lo que muestra la Revelación cristiana de manera general para las relaciones interhumanas - la obligación del amor y la necesidad de la fraternidad-, queda validado para el campo político, pues como estamos viendo el mandamiento de la caridad política es plenamente vigente.

Pero también la caridad como virtud teologal se manifiesta como plenamente adecuada, pues según hemos visto el mandamiento del amor queda reforzado cuando tiene su fuente en Dios, en la medida en que proporciona la felicidad y la buena voluntad que coadyuvan al cumplimiento de dicho mandamiento.

En efecto, la experiencia y el conocimiento del amor que Dios nos tiene nos da la felicidad que ayuda al cumplimiento del mandamiento de la caridad y, como el amor es difusivo, nos insufla también de la fuerza necesaria para la caridad para con el prójimo.

Pero este amor al prójimo, según hemos visto, en nuestra época (la época de la democracia, pero también la de la división y el disenso), se plasma como misericordia política que intenta adentrarse en las razones del adversario para conseguir un verdadero diálogo, que sea capaz de llevar a la unidad política y moral de la Humanidad dividida hasta hoy en diferentes círculos de pensamiento, ocasión para el enfrentamiento y la guerra. Así que también a estos niveles se encuentra la teoría con Dios.

 Por otra parte, también  desde la virtud de la misericordia cabe establecer relaciones teológicas. En este sentido, hemos  reconocido que los planteamientos de la misericordia aunque puedan presentarse desde una perspectiva agnóstica en su propia dinámica pide una derivación teológica o religiosa, de tal manera que la perfección de la virtud lo exige. Ello en la medida en que por medio de su incardinación religiosa se puede lograr una práctica más cabal de la misma, una optimización de ella de tal manera que se puede decir que es en la persona religiosa donde se encuentran la mayor facilidad para cumplir con el imperativo de la misericordia por la razón de que, como ya hemos visto en otros ensayos, la creencia hace al hombre moralmente mejor.

Desde esta perspectiva se puede comprender como la propuesta del Diálogo de las Civilizaciones implica la de la Civilización del Amor, puesto que el diálogo no puede ser verdadero si no va presidido por el ideal de la fraternidad, esto es, por el ideal de la caridad, del amor al prójimo. Por ello, del Diálogo de las Civilizaciones ha de nacer la Civilización del Amor, pues de otra manera el diálogo no puede ser llevado a cabo consecuentemente.

Pero, entretanto se llega al acuerdo transcendental, se pueden considerar las diferencias políticas que presenta el abigarrado mundo del hombre, como sensibilidades diferentes dentro de una comunión general que puede venir determinada por los presupuestos de la doctrina de la consecuencia política.

De este modo, estas diferencias en lugar de dar lugar al enfrentamiento podrían ser motivo de discusión dialógica en la perspectiva de dar soluciones a las diferencias en el acuerdo transcendental del porvenir. Si fuera así, los seres humanos, con un acuerdo en los principios más generales, podrían vivir en la fraternidad que proporciona el estar en una misma comunión. En este sentido, la Iglesia es el paradigma de la comunión, pues en ella se dan distintas sensibilidades, a veces muy distanciadas, que sin embargo mantienen la unidad y el sentimiento de fraternidad. Ello, además, constituye una prueba de que esta comunión entre los hombres es verdaderamente posible. Es por ello por lo que en esta nueva voluntad de preservar la paz y vivir en la caridad, la Iglesia será una referencia inexcusable, pues es un ejemplo fehaciente de cómo los seres humanos pueden convivir unidos en torno a unos principios, aún cuando haya sensibilidades diferentes. Así que, por tanto, en este orden de cosas, puede asegurarse que, a partir de unos principios generales, los hombres pueden vivir en unidad,  en una fraternidad dialógica.

En otro orden de cosas, en lo que se refiere al problema de la transcendentalidad del conocimiento político, parece que plantearse el conocimiento político absolutamente cierto que tiene como muestra la unanimidad, tiene sus problemas. En efecto, cuando después de guiados por la virtud de la caridad política se llegue al asenso político, parece lógico que nos planteemos el estatuto epistemológico de estos conocimientos. Nos parece que cabe considerar dos posibilidades distintas.

En primer lugar, aunque no sabemos cuál será el resultado final del razonar político movido por la voluntad de diálogo, puede plantearse como posibilidad que el examen atento permita afirmar la certeza del conocimiento político alcanzado, por tanto su transcendentalidad, como por ejemplo es el caso de los primeros principios en la Teoría del Conocimiento.

 En segundo lugar, también podría caber que nos pudiéramos plantear, al igual que  Descartes, la posibilidad de que un genio maligno nos hubiera engañado en el razonamiento político. En este caso, podríamos considerar también con Descartes que aquellos conocimientos que hemos alcanzado en el proceso del diálogo transcendental son absolutamente verdaderos porque Dios es veraz y bueno no permitiendo que nos engañemos tampoco en el terreno de la verdad política. Por ello, se puede decir que Dios sería el garante de la verdad, del conocimiento transcendental en este campo también. Así que la existencia de Dios, que funda su veracidad en su bondad, no parece hacer posible que nos engañemos que en aquellos casos en que hemos alcanzado la unanimidad de la certeza.

Pero todo ello no obsta para que podamos afirmar que el acercamiento a la verdad es asintótico, pues puede haber verdad aunque ésta no sea completa o la verdad total.

  Religión y Política.  La utilidad de la Religión

I) Religión y Política.

Tocamos ahora algunos de los aspectos de la relación entre la Religión y la Política.

En primer lugar, queremos señalar que muchos de los sistemas políticos europeos están construidos como si el hecho religioso no existiera o fuese una realidad con la que como mucho hay que contar pero que no es importante para el funcionamiento de las realidades políticas y sociales.

Pero, como hemos dicho en otras ocasiones, esta concepción olvida que el elemento religioso es algo que construye positivamente al hombre. Así que teniendo en cuenta esta dimensión sería adecuado, que en lugar de marginar la religión, se la promoviera. En efecto, desde la perspectiva que defendemos, consideramos la religión como un bien público que objetivamente y por su misma esencia contribuye al bienestar de los ciudadanos porque desde la religión se construye un ser humano más positivo, más optimista, más feliz y mejor.

    Por tanto, sería lógico que los poderes públicos en lugar de postergar la religión la favorecieran, puesto que una de las obligaciones de los estados es la promoción del bienestar de sus ciudadanos en todos los aspectos posibles, lo cual incluye la salud psíquica y corporal, por tanto, también la espiritual. Como resultado de lo anterior, una adecuada relación con la religión debe formar parte de los bienes que promuevan los estados, pues que se hace un flaco favor al bienestar público si no se promociona la religión.

Como consecuencia de lo dicho, como dice mi amigo Arsenio Alonso, se desprende que la ideología que intenta mostrar que la religión es un hecho secundario, antropológicamente irrelevante está equivocada. Como consecuencia, no puede ser puesta en un segundo término en la política de los estados. Al contrario, la religión es eminentemente significativa para el hombre y no debe ser considerada como una realidad prescindible, sino esencial en el concepto adecuado de lo que debe ser el ser humano.

De lo escrito hasta ahora, se desprende que los asuntos religiosos no pueden ser considerados ni como exclusivamente privados ni como unos fenómenos que no tienen relación con los asuntos públicos o con la política de los estados. Por el contrario, debe pensarse en la religión como un bien público, por lo que debe ser objeto por parte de los estados de una política positiva tendente a su promoción. En este sentido, el sistema internacional, que mantiene que la religión es un aspecto secundario, asumible o no por las personas y los estados, está en un error. De ahí, que encuentre una gran oposición entre las civilizaciones que son creyentes pues no admiten que se elimine de su horizonte ese bien preciado que es la religión.

No obstante, se hace preciso subrayar que aquí no vale el argumento contrario de que las religiones son fuentes de fanatismo, pues nosotros estamos hablando desde el punto de vista de una religión esencial, que conserva los elementos fundamentales de la fe, pero ha eliminado los componentes que pudiera haber de fanatismo, en la medida en que se apoya en la virtud de la misericordia entendida en su sentido ideológico y  dialógico.

Por estas razones consideramos que no se puede negar la intervención de Dios en la historia, pues el hombre es un ser abierto a la transcendencia. Así por ejemplo, desde la óptica de la Economía Política, puede decirse que el Dios del Amor y la Misericordia permite la instauración  del marco moral desde el que es posible la convivencia necesaria para el desarrollo de la economía que permite los mayores bienes.

Obviamente, este marco moral se sitúa en el campo de la Política lo cual hace posible demostrar la Providencia divina en el terreno político. Este es así hasta tal punto que podría asegurarse que la creencia en Dios aumenta la posibilidad de cumplir con el mandamiento, con la virtud política de la misericordia. En este sentido la presencia de Dios tiene una clara utilidad política en cuanto que ayuda a crear sociedades más pacificadas y más estables, lo cual prepara las condiciones del desarrollo económico.

Así pues, aún siendo indisponible, también la presencia de Dios contribuye al incremento de la utilidad, pues gracias a Él se posibilitan los bienes religiosos que tanto bien hacen al ser humano en cuanto que proporcionan la felicidad (de la contemplación o de la acción). En efecto, por ejemplo, por medio de la esperanza auténtica en un futuro de perfección, en un futuro absoluto se atenúa el paralizante miedo a la muerte eterna que provoca tanto malestar y sufrimiento.

 También desde otra perspectiva es eficaz la religión en el campo económico. Como me enseñó mi amigo Manuel de León, la presencia de Dios es capaz de levantar la ilusión. Así la presencia de Dios en el alma humana es fuente de vitalidad que potencia el trabajo humano, fuente de toda riqueza y de progreso.

De otro lado, no puede entenderse que existe una ciencia pura porque la filosofía juega el papel de construir presupuestos generales sobre lo que se construyen las ciencias. Así, por ejemplo, no se produce la misma ciencia histórica desde el agnosticismo -que piensa que la temática teológica no es objeto de ciencia- que desde una filosofía creyente- que impulsa un tipo de ciencia completamente diferente en cuanto que busca la huella de Dios, su Providencia y su Reino en la Historia-. De la misma manera, en el territorio de la Política no es lo mismo las construcciones del agnosticismo y del ateísmo que intentan arrancar la religión de la esfera pública (incluida la escuela), que una filosofía que considera la religión como un bien público, que completa al hombre y que debe estar presente en todas las manifestaciones humanas, incluidas las políticas.

En efecto, la religión en cuanto que da un sentido real al mundo del hombre y le proporciona felicidad y salud no debería estar ajena a la esfera de lo público, sino que debería estar incorporada al campo de lo político y promovida por el estado. Así pues, se puede aseverar que en la medida en que las visiones laicistas, agnósticas y ateas secuestran la voluntad, a veces inconsciente, de la mayoría hacen un flaco favor a lo público y a los ciudadanos. Por ello, se hace necesaria una mayor presencia de la religión en el foro público, contrarrestando así la influencia que grupos minoritarios de ciudadanos ejercen sobre la mayoría de la población, con su ideología minoritaria, mediante el secuestro de la creencia en Dios y su desarrollo natural en la religión.

En este sentido, existe el principio de que Religión y Estado deben estar completamente separados de tal modo que en los asuntos del estado no debe estar presente aquélla.

Pero este principio choca con la lógica de la democracia que exige la representación de la mayoría. Así que, puesto que la mayoría de la ciudadanía es creyente se debe suponer que ello se debe reflejar en las actividades del estado, pues si éste se considera democrático deber recoger y aceptar el sentir de la mayoría. Por tanto, es de exigir por la lógica de la inmensa mayoría creyente que los asuntos religiosos no estén orillados de la esfera pública, de la esfera del estado. Como consecuencia, en las propias ceremonias o en los mismos símbolos con los que se expresa el sentimiento del pueblo deben tener también su incardinación religiosa.

 Por ello, entendemos que sería razonable que  la mayoría creyente ejerciese el derecho que como tal mayoría tiene a sentirse reflejada, por ejemplo en las ceremonias del estado y en la simbología del estado, con una mayor presencia de la religión. En efecto, del mismo modo que en otros campos se arguye en lógica democrática, por esta misma puede pensarse que el estado debe seguir las leyes de las mayorías recogiendo los principios del sentir de la inmensa mayoría en sus actuaciones y también en su legislación, pues no es adecuado que la vida religiosa esté proscrita o marginada de la vida del estado que deber representarla y organizarse según la voluntad de las mayorías. Con respecto a ello, no creemos que no se nos pueda argumentar que intentamos volver a lo que se llamó el nacional catolicismo o a una visión dictatorial y antidemocrática de los asuntos religiosos, pero siempre es posible un estado que respete y promueva la religión sin que por ello olvide las libertades democráticas, incluida la libertad religiosa.

No obstante, no debe faltar por parte de la religión la autocrítica necesaria pues ha de reconocer  que tiene parte de culpa del actual estado de cosas. Así es, pues por ser la religión fuente de opresión y fanatismo, en la Modernidad nacieron y se desarrollaron corrientes de pensamiento que defendieron que la religión debía salir de la esfera de lo público. En este sentido, no pretendemos negar lo que de razonable tienen estas posiciones, pero pensamos que, contrariamente, la esencia de la religión no tiene como correlato el fanatismo, sino el mandamiento del amor. Y es desde este mandamiento desde donde se abre la posibilidad de los desarrollos que conducen al diálogo y a la fraternidad, que lógicamente tienen en la caridad transformada en misericordia política la fuente prístina y nuclear de una religión contraria a la intolerancia y su consecuencia, la guerra.

En este sentido, puede parecer extraño que el espíritu religioso sea capaz de motivar a los hombres y mujeres hasta el punto de la renuncia a los placeres del mundo, incluso hasta el punto de obligarse mediante votos a la castidad o a la obediencia. Pero, de la misma manera que la idea del Dios del Amor puede motivar al ser humano de este modo- porque ella da mayor placer y felicidad y mayor fortaleza-  también ella tiene la capacidad de poner en crisis los sistemas sociales y políticos. Efectivamente, ella ofrece alternativas capaces de hacer entrar a cualquiera de las construcciones humanas en crisis y entre ellas los sistemas sociales y políticos, debido a que lo exclusivamente humano no satisface el mismo espíritu, que necesita completarse en Dios, lo que hace mediante la relación religiosa en la que el hombre encuentra lo mejor de sí mismo. Como resultado, no es de extrañar que a pesar de los enormes errores de las iglesias y la fuerte crítica del ateísmo, los seres humanos hayan encontrado razones y argumentos para creer, para seguir creyendo.

II) Democracia consecuente y religión.

Podría parecer que mantenemos tesis que no se compaginan, cuando por un lado defendemos que la Democracia Consecuente es un régimen que implica el diálogo tanto en materias políticas como religiosas y, por otro, defendemos la conveniencia de la religión en la vida política.

La objeción la salvamos distinguiendo entre un nivel material y otro formal. En el nivel material aceptamos una política de contenidos y entre ellos contamos con los religiosos. En el nivel formal nos encontramos más propiamente con una metodología que parte de las diferencias y, a través de los métodos democráticos (la misericordia y el diálogo) intenta llegar a acuerdos transcendentales.

Ello implica que hay que distinguir entre dos niveles. En primer lugar, una democracia consecuente a nivel material que aporta unos resultados transcendentales  y que se manifiesta como el final de procesos diferentes de convergencia de las distintas alternativa; y en segundo lugar, una democracia consecuente formal, que se dibuja en el mismo proceso como método a través del que se van dirimiendo las diferencias y se va alcanzando el acuerdo transcendental mediante el uso de las virtudes democráticas.

En este sentido, no se puede decir que el diálogo se hace sin supuestos porque si no se parte de nada es imposible. Tampoco se puede defender que no se emplee la argumentación racional. Por tanto no se puede creer que los resultados trancendentales sean producto del consenso no estando la verdad en él. Por el contrario, estos resultados han de ser considerados con fuerza epistémica de verdad, han de ser verdaderos.

En otro orden de cosas, puede señalarse que en la construcción de la doctrina de la democracia consecuente hemos partido sin presupuestos metafísicos y teológicos, es decir, hemos tenido en cuenta los datos que ofrecen las realidades políticas como si Dios no fuese la primera realidad y como si no contase como principio y como término.

Sin embargo, hay que reconocer que tras la misma construcción de la doctrina, tampoco la inmanencia es suficiente de tal manera que se debe apuntar más allá de ésta. Así, por ejemplo, cuando hablamos de la misericordia como virtud central, tenemos que reconocer que no pueden militar en la virtud de la misma manera un creyente que un no creyente.

 En efecto, hay que reconocer que el creyente tiene más posibilidades de ser más misericordioso que el no creyente. En efecto, como ya hemos visto en otras ocasiones, por una parte en la medida en que el bien es también querido por Dios el mandamiento moral queda reforzado porque su transgresión es, además de falta moral,  pecado. Por otra parte, el creyente desde el momento en que tiene la posibilidad de un mayor bienestar o felicidad, y desde el momento que éstos estimulan el amor tiene mayores posibilidades de cumplir con el mandamiento del imperativo de la misericordia. En conclusión, la creencia no es neutral y se adapta mejor a los imperativos políticos que organizan los presupuestos de la democracia consecuente.

 III- La Iglesia

A veces se hacen críticas a la Iglesia desde principios políticos ajenos a ella, como si ellos fuesen superiores a aquélla. Pero ocurre justamente lo contrario, pues la Iglesia como obra de Dios en la Tierra es, por el mismo hecho de ser de Dios, superior a cualquier ordenamiento o principio político. Efectivamente, Dios tiene, como hemos indicado, la capacidad de poner en crisis cualquier sistema político y en su nombre, como principio racionalizador de lo real que es, se puede criticar cualquiera de aquéllos.

    En conclusión, desde el concepto de sociedad de Dios (Iglesia) se dibuja la posibilidad de efectuar una crítica a todo supuesto político. Efectivamente, una sociedad que está regida por Dios se manifiesta claramente superior a cualquier sistema que puede por tanto ser criticado desde el supuesto de Dios como cumbre de racionalización de lo real. Así pues, se plantea la necesidad de que los sistemas políticos puedan ser criticados desde una Eclesiología auténtica en el sentido de que las instituciones de Dios superan a las creadas por los hombres, sin menoscabar su bondad. Por tanto, como es claro que Dios supera infinitamente al hombre ello ha de ser así y por ello la verdadera sociedad de Dios ha de superar cualquiera de los poderes políticos temporales. En este sentido, su teoría debe tener lógicamente la virtualidad pare constituirse como superior a las teorías políticas que no tienen en cuenta a Dios para su construcción.

Por su parte, ello no significa que la misma Iglesia no sea perfectible y que se la debe concebir sin posibilidades de cambios cualitativos, pero lo que no compartimos es el hecho de que en nombre de algunos principios políticos se consideren superiores los ordenamientos políticos y jurídicos a la sociedad de Dios. Ello es así porque, como tal sociedad de Dios, puede presentarse como superior a cualquier ordenamiento político, no solamente por el hecho de que se haya instituido por Dios sino también por la vocación que tiene de cambiar la Humanidad a través de los tiempos por Dios.

Ello también es corroborado empíricamente en nuestros tiempos en la medida en que sus doctrinas tienen la capacidad de implantarse en el mismo corazón del sistema democrático cuando éste reconoce la virtud de la caridad como virtud capaz de provocar los cambios que perfeccionan los sistemas democráticos. Como consecuencia, puede entenderse la caridad política como superior a las otras virtudes de la democracia, de tal manera que puede insertándose en ellas, ofrecer un desarrollo nuevo a las democracias Ello es así porque el Amor sigue conservando aquella fuerza que tuvo desde sus inicios, en la Antigüedad, como agente transformador de las estructuras sociales y de las mentalidades.

Según estas consideraciones, se puede asegurar que la Iglesia, conservando el tesoro de la virtud de la caridad, puede con él iluminar las sociedades políticas. Si este concepto, si esta virtud no hubiera sido guardado y acendrado teórica y prácticamente, estaríamos sin guía.

Por ello, no debe extrañarnos que desde el concepto de la Soberanía de Dios y desde los conceptos que manejamos se pueda criticar a las sociedades en las que vivimos en cuanto que son construcciones humanas. De este modo, el laicismo y sus conceptos políticos, que pretenden reprimir la religión, no pueden ser considerados como verdaderos en la medida en que tiran por la borda el tesoro de la tradición y el de la inhabitación de Dios en el Hombre y en la Historia.

En otro orden de cosas, cabe decir unas palabras sobre el principio monárquico. Así, la Iglesia se representa el cuerpo central de sus instituciones como proviniendo de Dios mismo y ahí encuentran su legitimidad y su justificación. Entre ellas se encuentra el primado de Pedro, que constituye un verdadero principio monárquico que se ha probado capaz de superar los avatares de los siglos y se presenta en el siglo XXI con toda pujanza.

Ello nos parece en sí mismo una justificación, pues el principio- en cuanto que la Iglesia se legitima a sí misma en el servicio a Dios y, como consecuencia, al ser humano- si es efectivo encuentra en ello una fuente de legitimidad. Por tanto, el principio encuentra su validez en sí mismo en la medida en que los fines a que sirve- la extensión del germen Reino de Dios en la tierra- son plenamente potenciados por él. Ello, por supuesto, no significa que concibamos el principio como eterno, sino que ha sido efectivo y aún lo es en el desarrollo del transcurso de la Historia, aunque pudiera dejar de serlo en el futuro siendo sustituido por otras formas que fuesen igualmente eficientes según el devenir de los tiempos.

Para acabar con el capítulo nos quedan unas palabras de defensa de la Iglesia en lo que a la Idea de Tolerancia se refiere. En este sentido, se la acusa en muchas ocasiones de haber practicado la intolerancia y la persecución. Ello es cierto y se necesita la conveniente autocrítica, pero se pueden hacer algunas consideraciones de descargo, ciñéndonos a la Edad Moderna, la Edad de las Guerras de Religión.

 Así, se puede decir que si la Iglesia fue intolerante fue, al menos en parte, debido a que  el mismo concepto de tolerancia no existía y  a que toda Europa  lo fue, de tal modo que puede decirse que la misma Iglesia participaba de la Cosmovisión de la época. Prueba de ello fue que los movimientos religiosos que se enfrentaron a ella no destacaron tampoco precisamente por tener prácticas muy distintas, pues también vivían en el espíritu de la época, de tal modo que fue más la concepción general de la religión y de las relaciones entre las diferentes confesiones lo que se manifestó en las distintas guerras y enfrentamientos.

Fue, entonces, la tolerancia abriéndose paso por un largo y tortuoso camino, pues incluso los que las defendían eran proclives a los excesos en las organizaciones de sus comunidades.

Por último, también hay que tener en cuenta la tolerancia solamente puede ser efectiva cuando todas las partes la practican o, quizá también, cuando los partidos de la tolerancia tienen la suficiente fuerza para implantarla y sostenerla, imponiéndose a los que son contrarios a ella.

  Crítica

Se constata que a nivel político en la mayoría de los países europeos se encuentra, de modo minoritario, implantado el ateísmo. En efecto, desde que aparece en el siglo XVI ha ido ganando posiciones a todos los niveles de tal manera que en la actualidad nos encontramos con estados laicistas, en gran parte porque una minoría ha secuestrado el sentir de la mayoría creyente, por lo que predomina el ateísmo político práctico con la consiguiente marginación de la religión.

Es en este sentido en el que es preciso reconocer que la creencia está perdiendo posiciones en la batalla por la fe, pues se ha mostrado incapaz de levantar nuevas alternativas que puedan presentar una buena argumentación racional que penetre en la argumentación de la increencia y la refute. Por todo ello, parece conveniente dedicar nuevas armas intelectuales para levantar discursos que porten  estas nuevas argumentaciones con el fin defender la fe al nivel de la razón.

Nos parece que desde esta primera urgencia que la nueva filosofía podría  inspirar la construcción de nuevos valores en otros terrenos (el Arte, por ejemplo) de modo que se motivaran las producciones en todo el ámbito de la cultura que defendieran la fe. Pero también somos de los que opinan  que no debe faltar tampoco la consiguiente puesta al día de las tradiciones religiosas en su armonización con la razón  en la Metafísica y en  el ámbito de la moral.

Por nuestra parte, apuntamos que la construcción teórica en política, al igual que en las Ciencias Humanas, no puede hacerse prescindiendo de la Metafísica y la Religión. Así es que, puesto que uno de los fines del estado es la promoción de la felicidad humana, y ello implica, según hemos expresado en otros ensayos anteriores, la  promoción del hombre religioso, el estado debe tener entre sus fines el promover la religión.

Pero no solamente por la razón arriba indicada sino también, por ejemplo, porque siendo la garantía de la Paz el fin esencial del estado, la religión esencial es la fuerza que más  la impulsa al contar con la caridad política como virtud teologal, pues ésta alimenta el desarrollo político que se armoniza mejor con la Paz.

Quizá haya quien malentienda pensando que estamos defendiendo regímenes totalitarios, pero la promoción de la religión por parte del estado no es incompatible con las libertades. Por el contrario, como venimos diciendo, lo que no se entiende es que la mayoría de los ciudadanos no se encuentre representada en las instituciones del estado que fingen una neutralidad que, en realidad, se manifiesta como ocultación de la conciencia mayoritaria, de la religiosidad popular.

Así pues, de la misma manera que, según  hemos mostrado, el conjunto de las Humanidades no puede construirse como saberes o técnicas cerradas sobre su categoría sino que experimentan una apertura a la transcendencia, tampoco la Política puede mantenerse como un sector solamente dependiente de su categoría o de sus Ideas. Ello significa que la Política está abierta a Dios y a la Religión, en cuanto que es una disciplina antropológica y el ser humano se encuentra abierto a la religación con la Transcendencia.

Y todo ello sin salirse lo más mínimo de los principios democráticos. Así es, porque los no creyentes deben respetar las creencias de la mayoría y parece natural que la mayoría reclame el reconocimiento de su fe en términos democráticos, de tal modo que los estados abandonen el pensamiento laico y reflejen en su vida este sentir mayoritario que de otra manera está como abandonado. No obstante, es obvio que ello no significa que no se puedan establecer que no sea posible el establecimiento de unos principios comunes para creyentes y no creyentes en la ordenación de los estados: lo único que defendemos para este caso es que en lugar de ser dominante la posición de la minoría lo sea la de la mayoría y el peso del estado caiga sobre el lado de la fe. Como consecuencia, respetando la mayoría y cumpliendo con los fines que le son propios el estado se debería transformar en promotor de la religión y, por ello, del bien común.

Pero no sólo ocurre que la voluntad de la mayoría esté alterada en muchas ocasiones en lo que respecta a la religión en el nivel de la política interior de los estados, sino que la alternativa laica también tiene sus consecuencias en lo que a la política exterior de nuestros países se refiere. En efecto, desde una política favorable a la religión y creyente, el diálogo con el resto del mundo sería mucho más fecundo, pues  en su mayoría esta constituido por poblaciones  con estados en los que la religión tiene un gran peso. De esta manera, su cosmovisión se vería enaltecida en vez de ser minusvalorada o ignorada, lo cual lógicamente acarrearía unos efectos beneficiosos en el trato con ellos.

Por otro lado, también nos toca ensayar la crítica de las posiciones que consideren la Democracia Consecuente como relativista y, por ende, la misma crítica del relativismo. En efecto podría parecer que a la doctrina de la Democracia Consecuente se le puede objetar que es relativista en torno al tema de la verdad en cuanto que se puede pensar que defendemos que todas las doctrinas políticas son igualmente válidas, aunque se sostenga que en ninguna de ellas se da totalmente la verdad. Así, se consideraría que todas las posiciones políticas son igualmente válidas.

Pero así se entienden mal nuestra postura, porque ella no es incompatible con la  afirmación de que existe un depósito de verdades asumidas por la mayoría de la humanidad como nucleares de los ordenamientos políticos. Así, por ejemplo, no pueden existir regímenes políticos que no castiguen el robo o el asesinato; también desde nuestra atalaya se pueden levantar un cuerpo de verdades: así por ejemplo la necesidad de resolver pacífica y dialógicamente las diferencias políticas, tanto al nivel intraestatal como, según señalara Kant, a nivel interestatal.

Por ello, no puede asegurarse que desde la Democracia Consecuente se deba construir sobre la base de la ausencia de presupuestos, porque cabe hablar de regímenes radicalmente inadecuados que niegan la fraternidad y el diálogo necesario, como pudo ser, por ejemplo, el nacional- socialismo o el estalinismo. Pero no obstante, la condena de sus principios no impide pensar que la culpa de su iniquidad esté exclusivamente en ellos, sino que más bien se debe considerar que las aberraciones políticas se forman como soluciones extremas en las que se recurre a la violencia impulsada por la ira ante injusticias cometidas anteriormente. Es, pues, una violencia que responde a otra anterior aunque no sea adecuada como reacción. Así que ante los extremos es lógico que se levante una postura que tienda a usar la disculpa y el perdón.

Por otro lado, se puede pensar que es loable todo afán por mejorar la realidad humana y cambiar su condición. Por ello se entiende el esfuerzo de las izquierdas tiene elementos positivos. Pero no basta con idear modelos sociales y políticos porque los resultados pueden resultar negativos, entre otras cosas porque el intento de imponerlos por la fuerza tiene que impulsar una política de imposición que lleva a una mirada falta de caridad o misericordia contra el oponente político.

Por consiguiente, no basta simplemente con levantar ideales filosóficos, éticos y políticos para que con la carga correspondiente de voluntarismo tengan éxito, pues es fácil su fracaso. Nuestra alternativa defiende más bien la puesta a disposición de los demás las ideaciones, de tal manera que se consideren como una contribución y una propuesta y no como un cuerpo de doctrinas que se deban imponer por el uso de la fuerza, pues como dice el refrán popular de buenas intenciones está empedrado el infierno.

    Cuando ello no se hace así puede resultar la constitución de regímenes totalmente inadecuados, que intentando llevar a cabo sus propuestas no se detenga ante ninguna resistencia provocando la violencia y la dictadura; o si pueden ser contenidos el enfrentamiento y la discordia, pues ante estas propuestas que buscan la imposición de sus postulados se levanta la correspondiente defensa con el grado de violencia que fuere necesario.

De esta manera, nos toca lamentar que históricamente se hayan dado unas dosis altas de violencia en la imposición de las alternativas políticas correspondientes, resultando además el esfuerzo inútil, pues, por poner un ejemplo. las grandes divisiones en lo que se refiere a las grandes alternativas económicas han desaparecido y lo que se evidencia es el triunfo del capitalismo.

En efecto, esa manera de entender las posiciones propias como la única alternativa adecuada y posible sin atender a las razones de los otros; ese buscar la imposición de las propias posiciones eliminando la posibilidad de un diálogo verdadero y la posibilidad del compromiso pueden ser considerados como el núcleo de lo que en política democrática se llama fanatismo.

Así, puede decirse con respecto a ello lo que toca a las democracias, aunque en ellas el recurso a las armas y a la violencia radical está descartado. Pero ello no significa que se descarte absolutamente la violencia pues se practica igualmente la imposición de las propias ideologías mediante los mecanismos propios de estos regímenes. Aquí entonces no hay violencia abierta sino lo que se puede llamar violencia de baja intensidad.

Por ello, lógicamente se puede decir que el fanatismo no ha desaparecido, aunque sí los aspectos más radicales de unos métodos que así se hacen más tolerables y más civilizados.

 Pero el fanatismo no sólo es criticable desde estas perspectivas, pues a la misma distinción de nuestro tiempo entre izquierdas y derechas le falta consistencia. En efecto, puede decirse que no es una división natural, según la cosa. Por el contrario, más bien puede señalarse que son posibles otras combinaciones políticas y que su razón de ser se encuentra en la división de las sociedades de la Edad Contemporánea (Bueno). En este sentido, son posibles otras variaciones de los idearios políticos además de las que jalonan la división de las sociedades de nuestro tiempo y de nuestra historia reciente.

 Así, por ejemplo, según hemos señalado en otros ensayos, ni el ideal socialista es ajeno a la religión ni tampoco el anticlericalismo tiene por qué ser una de las señas de identidad de las izquierdas. En efecto, se ha criticado a la Iglesia desde el ideario de la igualdad y del socialismo, pero no hay que olvidar que desde su mismo nacimiento el cristianismo supuso una extensión del principio de igualdad desde el mismo momento en que entendió que todos los hombres eran iguales como hijos de Dios. Así, esta igualdad se entendió como solidaria con la fraternidad, pues no olvidemos que mucho antes que el lema y los ideales de la revolución francesa, existió la fraternidad cristiana. Por ello, no debe olvidarse que los ideales de la revolución francesa, los ideales que están en el origen de las izquierdas están originalmente en el mismo cristianismo  así como en la tradición de toda la filosofía europea.

En lo que respecta al ideal socialista permítasenos el sencillo recordatorio que, como hemos indicado, ya en la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén se ponían los bienes en común y se compartían. Tampoco hay que olvidar que ha existido un socialismo cristiano que se prolonga en nuestros días en la Teología de la Liberación y que en la misma Iglesia se encuentra el ideal comunista puesto que los bienes pertenecen a la institución. Y a todo ello se añade que el mismo fundador del cristianismo predicó el Evangelio de los pobres. Por todo ello nos parece incomprensible el actual anticlericalismo, más si entendemos que también el origen del ideal socialista se encuentra, como vimos, en la misma Iglesia y en su tradicional defensa de los pobres, aunque haya momentos en que la misma institución olvide los ideales que la vieron nacer, entre los que está la misma pobreza como modo de vida.

Se comprende entonces que la distinción derecha- izquierda es aleatoria y por tanto no está justificada, más si a las consideraciones de arriba añadimos las que siguen.

En primer lugar, si tomamos el ideal socialista en sus variadas formas para describir la distinción a la que nos estamos refiriendo hemos de constatar que éste se ha dado en momentos de la derecha como fue el caso del nacional-socialismo.

 En segundo lugar, si tomamos la laicidad o el ateísmo como elementos de la izquierda habrá que reconocer que ellos no solamente se dan como signos distintivos de la izquierda (como por ejemplo el estalinismo) sino también en el mismo nazismo.

En tercer lugar, si tomamos la libertad como distintivo de la izquierda o la derecha hemos de reconocer que la falta de libertad se dio tanto en regímenes de derechas como en los de izquierdas. Así el fascismo o el comunismo.

En conclusión, se hace necesario comprender que los elementos definitorios de las identidades políticas (laicismo, estatalismo, ideal socialista…) deben ser tomados como elementos separados que  se pueden organizar según diversas combinaciones y que por consiguiente la división entre las derechas y las izquierdas es convencional, que más bien responde a constituciones pragmáticas. En este sentido, no se reconoce ninguna idea que esencialmente esté organizando la división política en sus constelaciones diversas. Como consecuencia puede afirmarse que las divisiones fundamentales de la política son correlaciones que se han dado empíricamente en la que por comodidad aparecen los conceptos, pero sin que verdaderamente tenga una realidad correspondiente en la que se fundamente. Por estas razones, consideramos las actuales divisiones políticas y sus conceptos, en cierto sentido, obsoletas.

Por todo ello podemos preguntarnos dónde está el origen de la división entre los seres humanos, pues desde antiguo es sabido que el hombre es lobo para el hombre y que por tanto falta la mirada fraternal en nuestras pupilas, aunque también puede constatarse que la falta de fraternidad estaba atenuada en Europa cuando en esta reinaba la unidad espiritual. Es, entonces, a partir de la Reforma cuando, en cierto sentido, se reanuda s  la mirada hostil, que se manifiesta en el nivel religioso e ideológico desde el momento en que se mira al diferente como intrínsecamente malo. De este modo se olvidan las propias faltas, los propios errores y se ve al hermano separado como radicalmente perverso, lo que constituye una falta al espíritu fraterno, tendiendo a exagerar las faltas ajenas y disculpando las propias

Este tipo de mirada continúa en la Revolución Francesa y en la época que se abre con ella en el campo político, que supone la división de Europa en izquierdas y derechas que, por tanto, lleva también la perspectiva del enfrentamiento y la guerra olvidando tratar al otro como hermano. Al contrario, se actúa con la arrogancia que da el considerar  la teoría política propia como la única que contiene absolutamente toda la verdad, como la única racionalmente posible. Por ello,  también en este caso, del lema de la revolución francesa, la fraternidad es la parte más postergada.

En este sentido tampoco puede olvidarse que el propio cristianismo esté exento de culpa y por ello se hace necesario reconocer que la Iglesia también ha faltado al Orden de la Fraternidad. Así es y así se reconoce. Pero también es preciso apercibirse de que en el mismo cristianismo, en la Edad Antigua, es donde han nacido y se han desarrollado los valores encarnados en dicho Orden, por lo que se hace difícil pensar que donde ha nacido sea el lugar donde se encuentran las mayores transgresiones. Por el contrario, hay que reconocer los méritos del cristianismo en el izamiento del ideal de la Fraternidad e incluso en su defensa en los mundos que surgen en Europa con la Reforma y la Revolución Francesa. Y, aún más, hay que pensar que la parte fundamental de la verdad está de su lado, pues Dios existe y el mantenimiento de un concepto relativista de verdad, que acompaña la Idea de Tolerancia, es contradictorio. 

Para terminar con nuestra argumentación, solamente nos queda añadir que es desde los mismos ideales del cristianismo desde donde se puede construir la Idea de Misericordia Política que permite otras posibilidades políticas distintas de las actualmente existentes, a las que tal vez pueda superar.

 En otro orden de cosas, se puede criticar a las democracias desde diferentes puntos de vista. En primer lugar, se puede indicar que, desde posturas críticas, es altamente discutible que el principio de organización de las sociedades y los estados deba ser la salvaguarda de los derechos individuales. En efecto, pueden contemplarse otros fines de la organización política además de la salvaguarda de los derechos individuales como puede ser la defensa del bien común.

En segundo lugar, puede concebirse un estado como una organización de los deberes de todos y cada uno hacia la comunidad política, resaltando el hecho de somos seres sociales, que vivimos en relación unos con otros, por lo que no sólo tenemos derechos sino también deberes con los demás y con la propia comunidad.

En tercer lugar, desde la construcción teórica nos parece que no es válida la concepción que distingue exclusivamente entre el estado y los individuos poniendo aquél al servicio de éstos, puesto que la relación de los individuos y la comunidad es tal que no sólo puede argumentarse que la comunidad es anterior al individuo (Aristóteles), sino que ni siquiera el individuo puede componerse como una realidad independiente de la misma comunidad. Así, las relaciones en el momento de la construcción teórica son biunívocas de tal manera que no puede considerarse el estado anterior al individuo ni éste anterior a aquél. En efecto, no se dan por una parte los individuos y por otra el estado. Nunca ha sido así, por lo que el individuo no tiene derechos sino también obligaciones. El individuo no puede construirse como una unidad que no es solidaria con nada.

En cuarto lugar, desde cosmovisiones religiosas (por ejemplo el Islam) resulta imposible hablar de los derechos del hombre, si se los concibe como posibles al margen de la religión. Son sociedades que no comparten nuestro laicismo y se organizan de tal manera que el componente teológico es esencial y ,por ello, hablar de los derechos de un hombre autónomo no tiene sentido.

Como consecuencia de lo que venimos expresando, cuando se teoriza sobre la democracia y se busca la imposición de ella al margen de las consideraciones que otras civilizaciones y culturas tienen se incurre en la falta de pensar que las razones occidentales son las únicas posibles y que las teorías que se generan en otros ámbitos son irrelevantes para la comprensión y composición de la realidad política.  Ello no significa que desde esta atalaya se justifiquen prácticas perversas que no respetan la libertad y la dignidad de la persona, pero hay que tener en cuenta que toda nuestra teoría puede tener menos sentido en sociedades que no están políticamente divididas, pues no hay que olvidar que en la misma Europa las libertades aparecen después de la guerras de religión, esto es, cuando ya estaba dividida en corrientes de opinión diferentes.

Pero ninguna crítica a nuestras democracias capitalistas tiene la fuerza del hecho del hambre en el mundo. En efecto, estas democracias no pueden ser la última palabra en el terreno de la política, pues ellas se están mostrando incapaces de resolver el mayor problema de nuestro tiempo que es el de la pobreza, manifestado en los llamados Tercer  y Cuarto Mundo. Se hace entonces necesaria la crítica de los sistemas de libertades formales y apostar por sistemas que no solamente garanticen estas libertades, sino que lo hagan también con las libertades materiales que son más perentorias, libertades que tienen que ver con el más elemental derecho a la vida que se concreta en primer lugar como derecho alimentario. Por ello, la crítica que el mundo comunista hacía a nuestros sistemas económicos sigue teniendo plena vigencia, lo cual significa otra vez que no hemos llegado a la perfección de los tiempos con la democracia liberal  y que queda mucho por hacer y en muchos campos como vamos teniendo ocasión de ver.

  Prospectiva

Las nuevas ideas políticas nacen en muchas ocasiones con los lastres del fanatismo y la inmisericordia, de tal manera que prenden entre las masas con estos defectos que les acompañan en todo su desarrollo. Según ello, como es natural, buscan en lugar de la exposición de la teoría a la crítica y al diálogo, la imposición por la vía de la práctica como producto del convencimiento tenaz de quienes las sustentan.

Desde luego, reconocemos que en la mayoría de los estados occidentales las propuestas se desarrollan por los cauces democráticos y por ello son preferibles a aquellas vías que no descartan el uso de las armas para imponer sus políticas, pero según hemos ya indicado existe también en las democracias una considerable dosis de violencia y de imposición, aunque las reglas del juego sean muy diferentes a las de los modos que emplean la violencia de las armas como modo de propagación.

Por estas razones y porque es inconsecuente que la unidad de razón del ser humano se encuentre dividida en diferentes alternativas políticas, no nos parece utópico defender una dialéctica  nueva para las constelaciones y teorías políticas que, en lugar de pasar por el fanatismo y la propaganda o incluso por vías más radicales,  pase por la vía de la exposición y la argumentación presentando las posiciones como alternativas que se han de probar en el diálogo favorecido por la misericordia.

Pero, como hemos mostrado, las ideologías políticas y la dialéctica política de la Edad Contemporánea nacen de la crítica de la izquierda al Antiguo régimen. Nace así una dialéctica en la que la izquierda y la derecha se han ido transformando constantemente de tal manera que ha habido diversas etapas en su desarrollo, que, por su parte, no se han producido pacíficamente sin que ha tenido unas formas violentas, con guerras y mucho sufrimiento humano.

En este sentido, no compartimos la posición que mantiene que fue exclusivamente la lucha desarrollada por las izquierdas la que ha promovido el progreso. Creemos que esta posición olvida, por una parte, que la dinámica histórica no siempre ha sido de progreso y que en muchas ocasiones ha desembocado en regímenes de oprobio que destrozaron los ideales de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Ello implica – dicho sea de paso- que se idearon utopías y se las intentó plasmar a cualquier precio y rápidamente de manera no muy responsable. Por otra parte, la argumentación que estamos discutiendo, no tiene en cuenta que las derechas y las izquierdas no son conceptos absolutos sino relativos,  porque  en la dialéctica histórica que se abrió después de la Revolución Francesa los dos polos de los sistemas políticos se fueron transformando recíprocamente.

    Por tanto el progreso histórico se hace con la mediación de todas las alternativas políticas por lo que es más un hecho resultante  de determinadas relaciones, que en la Edad Contemporánea se materializan como formaciones políticas de derechas e izquierdas.

En tercer lugar, no hay que olvidar que entre las derechas y las izquierdas más clásicas existen otras posibilidades, que no responden a los rasgos distintivos de lo que son las concreciones históricas clásicas, que ofrecen también un cuestionamiento de esta idea de Progreso que nos parece equivocada.

Estas consideraciones nos hacen ver que no conviene tomar la ideología propia como si fuera la verdad absoluta y que hay que reconocer nadie se encuentra con el patrimonio de la verdad, por lo que es conveniente relativizar las creencias y someterse al espejo de la crítica. Y en este sentido hay que aceptar incluso la crítica de los totalitarismos con quienes las democracias forjaron su propio desarrollo y que la pusieron en cuestión, que construyeron su propia argumentación, aunque ello, obviamente, no signifique la legitimación de los mismos sino solo un grado más o menos grande de disculpa y de reconocimiento de sus razones particulares, pues la realidad tiene razones poderosas para ser como se manifiesta.

Aún con todo, hay que reconocer que en Europa se ha avanzado con respecto a lo que debe ser la dialéctica del verdadero diálogo, pues hasta hace relativamente poco se resolvían las diferencias por la vía de las armas. Pero todavía consideramos que queda un buen trecho por andar para que verdaderamente las alternativas políticas practiquen un verdadero diálogo, capaz de llevar al conocimiento político transcendental que termine con el desacuerdo moral, político y religioso moderno y contemporáneo.

Por ello, se pide un nuevo comienzo que consistiría en poner fin a la voluntad dogmática e inaugurar una nueva dialéctica política en la que se resuelvan las diferencias y el desacuerdo en el espíritu de la fraternidad instaurando una verdadera comunidad dialógica en todos los niveles.

Ello puede ser así porque la Política no ha encontrado todavía el camino seguro de la ciencia en cuanto que haya alcanzado una verdad incuestionable y ocurre que nos encontramos con el hecho de que la voluntad dogmática en todos lados entorpece la posibilidad de alcanzar esta verdad. Así pues, sin perder el momento demostrativo, como tarea colectiva, es natural que el acuerdo transcendental  sea logrado por medio de métodos dialógicos.

De este modo, el problema es en qué nivel se deben situar la argumentación y el diálogo. Nos parece claro que en el terreno político existe una sucesión de principios y consecuencias. Así es, porque como hemos visto el desacuerdo contemporáneo se concreta en aspectos particulares, pero ello es consecuencia de los desacuerdos que se sitúan al nivel de los principios. Por tanto, puesto que es en los supuestos generales, donde se sitúa el disenso hay que concluir que desde ahí debe empezar la discusión dialógica. Ello significa que es una discusión filosófica y que se sitúa en los niveles más generales de la Política y consecuentemente de la Metafísica, pues la Política también depende de supuestos metafísicos.

Lógicamente, desde los principios que defendemos, es natural que se proponga un nuevo comienzo. En él se trataría de apagar las enemistades políticas (también las religiosas), puesto que se trata de comprender las razones del oponente y reconocer la propia culpa que es universal. Se trata, en la tradición del pactismo (Locke, Rousseau…), de un nuevo Pacto en el que diera comienzo el verdadero diálogo, sin imposiciones, posible por el perdón y  que inaugurara una Civilización del Amor.

Un requisito de ello sería la comprensión de las ideologías políticas como posiciones provisionales de la verdad total, que en su propia dialéctica deben ir cambiando hacia una representación del hombre y sus realidades que sea universal, comprendiendo también que no existe una necesidad absoluta para que las ideología políticas y espirituales sean como son en la actualidad. Pero comprendiendo también que ninguna ideología política o cosmovisión tiene la verdad total, sino que en esta nueva civilización del amor se deberán recoger las aportaciones de todos los círculos culturales del planeta (cada uno a su nivel), pues hombres somos y nada de lo humano nos es ajeno. Ello no significa que no pueda haber algún núcleo verdadero cuya potencia sea tal que sea capaz de desarrollarse incorporando lo demás en su desarrollo transformándolo en realidad nueva; pero el problema es descubrirlo.

Por otro lado, como se sabe, hemos distinguido entre un nivel material y otro formal en la Política. En el sistema formal hemos abogado por un método general que permita los acuerdos concretos del sistema material. Por ello parece inevitable que los acuerdos materiales se alcancen tras un proceso de diálogo y discusión entre las distintas alternativas políticas.

Parece entonces comprensible que mientras se alcanza esta síntesis material la teoría política se encuentre con el problema de qué hacer. Parece que, al igual que propusiera Descartes con la moral, se hace necesaria una Política provisional que permita evitar el conflicto entre las distintas ideologías y cosmovisiones. Por ello parece mostrarse como conveniente que se comprenda que, en tanto se alcanza la transcendentalidad del conocimiento político, lo deseable es la Paz para lo que, en la medida de lo posible, es aconsejable conservar el actual estado político de cosas, no introduciendo dinámicas de cambio que aumenten la discrepancia y, como consecuencia, el conflicto, pues se trata de alcanzar, como decimos, una nueva dinámica entre las ideologías.

Por otro lado, cabe establecer una prospectiva de la dinámica política en la democracia consecuente. En nuestras democracias inconsecuentes el desacuerdo moral es grande y las diferencias políticas están fuertemente arraigadas, de modo que hay poca fluidez en la resolución de los conflictos ideológicos y de todo tipo. Por ello, más bien se registra una evolución divergente de las variantes políticas, que  ofrecen al ciudadano  el derecho al voto. Es natural que,  frente a esta evolución divergente, de lo que se trate sea de abrir un diálogo verdaderamente fraternal en el que las distancias políticas puedan ir disminuyendo en la búsqueda del acuerdo que hemos llamado material.

En este sentido, se debe pensar que la democracia consecuente no es un sistema político en el que no se reconozca las libertades políticas sino que es un estado en el que la formación de las políticas se hace mucho más fluida precisamente porque la voluntad dogmática de las partes ha desaparecido y todas ellas contribuyen de una manera más eficiente en la formación de la voluntad política y la opinión pública. Como consecuencia, la dinámica política tendrá un carácter mucho más apacible, más orgánico y con menos enfrentamientos que en la actualidad, pues todo se deberá dar en la cordialidad y con una estabilidad mucho mayor, que tienda a la convergencia en la medida en que no se busque la imposición de las ideologías correspondientes.

Para terminar con este apartado, nos queda por intentar resolver la objeción que manifiesta que la política de la consecuencia es utópica, imposible porque la naturaleza humana es malvada, no puede practicar el bien y, por consiguiente, no es capaz de inaugurar un tipo de relaciones políticas más pacificadas.

 Pare ello hemos de acudir a la experiencia histórica. Efectivamente cuando apareció el ideal de la Tolerancia encontró fuertes resistencias y, sin embargo, hemos podido alcanzar unas relaciones políticas en las que está presente, de tal manera que sin su práctica nuestros regímenes políticos no serían los mismos. Por ello, argumentamos que  con el ideal de la Misericordia puede pasar de una manera semejante e ir abriéndose camino como forma de estructurar las relaciones políticas dentro de los estados y a nivel internacional.

Aún puede añadirse más en la presente argumentación, porque la capacidad de mejora del ser humano es evidente, pues es un animal cultural que tiene la posibilidad de plantearse ideales morales cada vez mejores que se pueden incardinar en su naturaleza y hacerlo progresar en el camino del bien. Así es, porque la ley moral actúa de tal manera que nos impulsa a trabajar por su acatamiento puesto que manda incondicionalmente (Kant), aunque ella no esté dada de un modo acabado, sino que se van explicitando con el dinamismo de la historia, según el hombre se va enfrentando a nuevos problemas que intenta resolver y que lo van haciendo crecer moral, políticamente y, en general, en todos los sectores de realidad que va construyendo.

II: Religión y Política

En otro orden de cosas, nos corresponde ahora hablar de algunas de las múltiples relaciones que la Religión y la Política mantienen entre sí.

    Así, desde nuestras posiciones hemos planteado a ciertos niveles la teoría de la democracia consecuente como si las cosas en el campo de la política estuvieran en una inmanencia en la que no está presente la religión. Pero, como hemos defendido, la dialéctica del mundo es tal que el ser humano no puede cerrarse sobre sí mismo en dicha inmanencia, aunque esta sea una hipótesis de la que se parte temáticamente en muchos campos antropológicos.

En política ocurre lo mismo porque la propia dialéctica de la práctica de la consecuencia acarrea la necesidad de que la propia inmanencia se salga de sí misma por su dinámica particular. Así lo hemos planteado como posibilidad desde la Idea de Verdad y así lo defendemos desde los desarrollos naturales de la Idea de Misericordia o Caridad, pues el cabal cumplimiento con ella persiguiendo el imperativo del deber con el que manda, nos lleva a postular la necesidad de incluir la Idea de Caridad Política en la Idea general de la caridad y por ello efectuar un desarrollo teologal de aquella. Es decir, que el desarrollo de la caridad política como amor que viene de Dios y va al prójimo es la perspectiva que nos permite hablar del óptimo desarrollo de la caridad política. Como se ve, en Dios estamos y en Dios tenemos que movernos si queremos ser hombres más plenamente, también en los desarrollos de la Antropología Política.

    Por otra parte, puede pensarse que desde los inicios de la Edad Moderna ha habido grandes progresos en Europa en el desarrollo de la libertad; pero también puede afirmarse que este proceso no se ha dado sino con la  gran pérdida del peso de la religión en la vida de los europeos.

De esta manera, se ha perdido, en gran medida la capacidad que suscita la idea del   Reino de Dios de creación de expectativas positivas, por tanto, cierta capacidad de suscitar energía que se vuelca al futuro. En efecto, la pasión por el Reino- que todavía mueve a millones de personas que consagran su vida a Dios- tiene la capacidad de entroncarse en cualquier sistema económico y político, insuflándoles vitalidad. Ello quiere decir que la religión no sólo en sí, objetivamente, aporta riqueza y felicidad sino que también tiene la potencialidad de provocar el entusiasmo necesario para promover la vida económica y política de los estados, multiplicando las posibilidades de desarrollo  y engrandecimiento que tienen.

Para terminar, no queremos dejar de señalar que las democracias que son laicistas presentan el gran defecto de intentar marginar la religión con sus ideas políticas y jurídicas, por lo que no debe parecer extraño que se encuentren con la fuerte oposición de regímenes para los que la religión es algo positivo e importante. Nos parece que sería importante que reflexionaran sobre la inadecuación de sus postulados y se abriesen a una presencia de la religión en la vida pública mayor. De este modo se favorecería por ejemplo el Diálogo de las Civilizaciones, pues una de las características de los planteamientos dialógicas es la capacidad de autocrítica y de apertura a la racionalidad de las filosofías de los oponentes políticos.

·- ·-· -······-·
José Pablo Noriega



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