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Desde 1985 un millón de abortos quirúrgicos y varios más de abortos químicos, dentro de la legalidad constitucional. No permanezcas indiferente ante una legislación tiránica

Nosotros, la “izquierda”

por Jorge García-Contell

Al disiparse el polvo que levantaron los cascotes del muro de Berlín dio comienzo un periodo de convergencia ideológica, origen del hoy llamado “pensamiento único” y sustrato de lo que Francis Fukuyama denomina “fin de la Historia” en la era de la globalización

Ni remotamente sospechaban los girondinos y jacobinos franceses que su ubicación en los escaños de la Asamblea Nacional revolucionaria haría fortuna hasta el punto de dar nombre a dos concepciones contrapuestas del hombre y la sociedad, pero ese fruto de la cosecha de 1789, como tantos otros, recubría con piel lustrosa una amarga pulpa. Las dos grandes categorías que desde fines del siglo XVIII pretenden monopolizar el pensamiento político y la acción de gobierno albergaron siempre un manifiesto espíritu sectario en su afán por neutralizar y excluir al oponente.

Ya avanzado el siglo XX algunos pensadores, europeos e hispanoamericanos, elaboraron cuerpos doctrinales fundamentados sobre la equidistante aprensión hacia los postulados clásicos de la izquierda y la derecha tradicionales y a partir de 1950 se acuñó el término “tercerista” para definir novedosos movimientos y regímenes políticos de difícil catalogación según los cánones vigentes. Si tradicionalmente habíamos manifestado nuestro orgullo de pertenecer a una de las principales comunidades nacionales de la civilización occidental y cristiana, correlativamente denunciábamos que buena parte de sus pretendidos defensores la negaban en la práctica con su adhesión a un sistema socioeconómico perversamente egoísta. Y lo que era mucho peor, esa flagrante contradicción de los llamados “conservadores” había suscitado la reacción de quienes se rebelaban contra un statu quo injusto pero que, equivocadamente, colocaban también en su punto de mira los nobles valores de orden superior pretendidamente defendidos desde la “derecha”, por más que su defensa fuera más aparente que auténtica.

Muchos más de los que desearían los valedores del Sistema mantenemos nuestra firme convicción en un puñado de principios y valores que durante gran parte del último siglo formaron parte del bagaje ideológico de la llamada “izquierda” y en otros tantos que la llamada “derecha” abanderaba como propios. No obstante, en las postrimerías del siglo XX y el comienzo del XXI hemos asistido a una profunda transformación en los idearios de las fuerzas políticas del mundo occidental, y de forma singularmente relevante en España, y ello nos obliga necesariamente a replantear no tanto nuestros postulados como la forma tradicional de expresarlos. Al disiparse el polvo que levantaron los cascotes del muro de Berlín dio comienzo un periodo de convergencia ideológica, origen del hoy llamado “pensamiento único” y sustrato de lo que Francis Fukuyama denomina “fin de la Historia” en la era de la globalización. La “izquierda”, corriente de pensamiento a la que los disidentes terceristas siempre hemos considerado groseramente materialista, abandonó su más que centenaria reivindicación de un orden social distinto y que constituía su razón de ser a la par que su mejor cualidad teórica. El mayo francés de 1968, sorprendentemente, cedía el paso a una sedicente izquierda rosácea y ávida de caviar. Había muerto la izquierda y se presentaba en sociedad el “progresismo” . Por su parte, la derecha, arrinconaba sus dos más inequívocos fundamentos: la preferencia nacional y la identificación con la ética y moral cristianas. En nuestros días la distancia que media entre las propuestas de los grandes partidos de izquierda y derecha, en cualquier país occidental, se mide exclusivamente en décimas de PIB y de carga tributaria. Eso es todo.

Cuando estas líneas se escriben gobierna en España un partido que se hace llamar “socialista y obrero”. Su primera etapa en el poder desde la II Restauración es recordada por hitos notables: desmantelamiento del tejido industrial español; crecimiento vertiginoso del desempleo y simultánea reducción de la protección social a los parados; paulatino abaratamiento del despido hasta convertirlo en casi libre; progresivo endurecimiento de los requisitos para acceder a una digna jubilación tras toda una vida de trabajo; creación de nuevos contratos laborales indignos de tal nombre y más propiamente conocidos como “contratos basura” ; masiva privatización de la industria y los servicios públicos; nepotismo y corrupción desenfrenada entre los altos cargos de la Administración, comenzando por el mismísimo gobernador del banco de España; incorporación de España – en contra de sus propias promesas electorales – a la OTAN. En verdad se trata de un sucinto y no exhaustivo resumen de la ingente labor de desgobierno que el segundo ministro de Economía de aquella época, Carlos Solchaga, sintetizó en 1988 en una frase lapidaria: “España es el país donde es más fácil enriquecerse en menor tiempo”. Certísimo, aunque el ministro olvidó precisar que se refería sólo al grueso pelotón de especuladores voraces y desaprensivos de variado jaez que por aquellas fechas confraternizaba con la “izquierda” en el poder y en ningún caso al pueblo llano que masivamente la respaldaba en las urnas.

La segunda etapa de gobierno “socialista y obrero” acaba de cumplir su primer año pero se antoja complicada la tarea de señalar sus realizaciones, más allá de un constante alarde de fuegos de artificio. La antigua izquierda, hoy reducida al progresismo de salón y convertida en mera filial política de una multinacional de los medios de comunicación, desempeña una sola tarea: mantenerse en el poder merced a un precario equilibrio parlamentario. Nada importa si sus aliados, mendaces resentidos de aldea, encarnan la antítesis del originario internacionalismo izquierdista. Y mucho menos parece inquietar la contradicción de alentar día a día a los enemigos confesos e irreductibles de la nación a cuya unidad y soberanía, presuntamente, todo gobierno debe servir.

Ellos, los “progresistas” , que supuestamente abanderan la causa del pueblo en su conjunto, acreditan una obsesiva fijación por satisfacer las ansias de cualquier minoría extravagante, siempre y cuando se halle constituida como beligerante grupo de presión. Homosexuales, travestidos y feministas son objeto de mimo y complacencia por parte del progresismo de cintura hacia abajo. Las familias - sin adjetivos; las únicas familias – reciben a cambio de sus impuestos el más olímpico desdén. Algo gravísimo sucede en España, el país con más baja natalidad de todo el mundo, cuando la ministra de Vivienda se atreve a proponer a los jóvenes en edad de formar una familia que habiten en ratoneras de treinta metros cuadrados. Sin duda la señora ministra considera fútil un tamaño ejercicio de desvergüenza y lo prefiere antes que fomentar la vivienda de protección oficial. En su mismo criterio abundan los gestores de las empresas constructoras. Se trata del mismo progresismo que reviste a la señora vicepresidenta cuando, todavía expuesto en Roma el cadáver de Juan Pablo II, perpetra la bajeza – y exhibe su carencia de tacto diplomático – de atribuir al fallecido Pontífice la responsabilidad de la propagación del sida en África. Un verdadero izquierdista hubiera más bien dirigido su munición contra las multinacionales farmacéuticas, sus astronómicos beneficios y los precios que fijan para sus productos retrovirales.

A estas alturas es evidente que no figura entre las preocupaciones del gobierno un asunto tan clásicamente izquierdista como la precariedad laboral y el subempleo. El mutismo al respecto del ministro del ramo es absoluto, presumiblemente absorto en su proceso de regularización de inmigrantes ilegales, en buena parte mano de obra fácil y barata que contribuye decisivamente a tensar las condiciones laborales de los trabajadores españoles.

Llegados a este punto, constatamos el desplazamiento de la vieja izquierda hacia el confortable vacío ideológico del pensamiento único neoliberal. El nuevo progresismo de la globalización - cínico, escéptico, ventajista, amoral y apátrida – no osará jamás subvertir el statu quo socioeconómico pero ha subvertido ya la semántica política. En su viaje hacia la nada ha modificado la ubicación de quienes nos reclamábamos “terceristas”, pues ha eliminado – de común acuerdo con la vieja derecha – las dos referencias opuestas que pretendíamos esquivar. Tal vez sean cuestionables la utilidad y claridad políticas al definirnos como la “nueva izquierda” , aunque no me cabe la menor duda de que esa denominación es aplicable con mayor propiedad que cualquier otra a quienes renegamos de la prosperidad de un tercio de la humanidad, si ella precisa de la miseria de los otros dos tercios. Nueva izquierda sería la definición óptima de quienes, guiados y obligados por una ética exigente e irrenunciable, entendemos el ámbito de lo público como sublime esfuerzo común en favor de la mayoría y frente al egoísmo sin control de los intereses particulares. Ahora somos nosotros, los que no inclinamos la cerviz ante Mammon y rechazamos la competencia y el éxito a cualquier precio, la nueva izquierda. Nos guste o no.

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Jorge García-Contell


Con Benito XVI, por la Verdad, contra el relativismo

 

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