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Desde 1985 un millón de abortos quirúrgicos y varios más de abortos químicos, dentro de la legalidad constitucional. No permanezcas indiferente ante una legislación tiránica

¿Vietnam a los treinta años?

por Luis María Sandoval

El trigésimo aniversario de la victoria comunista en Vietnam es una ocasión idónea para recordar los trágicos costes de aquel triunfo comunista, examinar hasta que punto es cierta la comparación con la presente guerra en Irak, y reflexionar sobre el gravísimo coste que tendría para occidente un desistimiento norteamericano allí. Si la renuncia estadounidense a Vietnam, tras de un generoso sacrificio de vidas, tuvo una trascendencia nefasta, la conveniencia actual no puede ser sino que Estados Unidos consiga consolidar el nuevo régimen iraquí.

Victoria comunista legendaria

Hace treinta años, el 30 de abril de 1975, los tanques norvietnamitas irrumpieron en el Palacio Presidencial y en la Embajada norteamericana en Saigón. Con ello dejó de existir Vietnam del Sur, como apenas unos días antes, el 17, había caído Phnom Penh a manos de los comunistas camboyanos, el Khmer Rojo, y como en junio serían los comunistas del Pathet Lao los que se apoderarían de Vientiane.

No cabe duda de que el comunismo mundial, y no sólo el indochino, se apuntó en las vísperas de aquel Primero de Mayo una victoria rotunda, como ya lo habían hecho, coincidiendo con esa fecha, en el Reichstag de Berlín en 1945, o en Dien Bien Phu, en 1954, que capituló apenas unas fechas después.

En este aniversario redondo, y cuando muchos diagnostican –con algo de secreto deseo en el corazón- que Estados Unidos se ha embarcado en Irak en lo que será un nuevo ‘vietnam’ merece reflexionarse sobre quienes fueron los derrotados en Vietnam hace treinta años.

¿Quién fue el perdedor?

Efectivamente, el vencedor comunista es indiscutido, pero quién perdió, y quién perdió más y cuánto en la guerra de Vietnam, es cosa que conviene analizar y recordar.

Si bien se considera, los Estados Unidos, que ciertamente pagaron con vidas y prestigio, son los que menos perdieron en Vietnam, siendo muy superior el coste de la guerra para todos los vietnamitas y para el mundo no comunista en general.

La derrota norteamericana en Vietnam consistió, precisamente, en que no hubiera ningún combatiente norteamericano en dicho país desde dos años antes de la invasión y hundimiento de Vietnam del Sur, es decir, en que con anterioridad hubieran desistido y se hubieran retirado. Sólo así, abandonados a pesar de las solemnes promesas anteriores, los survietnamitas, que habían repelido con éxito la ofensiva convencional de Pascua de 1972 tan sólo con apoyo aéreo y logístico, y que en 1973 recuperaron muchas de las posiciones que los comunistas tomaron con vistas a retenerlas tras el inminente armisticio, se hundieron finalmente ante la nueva ofensiva convencional de hace ahora treinta años.

¿Qué perdieron exactamente los estadounidenses en Vietnam?

Después de una larguísima lucha perdieron un pequeño país aliado (y dos aún menores y simplemente favorables) de escaso peso político y valor económico, en cuya defensa, eso sí, se habían empeñado a fondo. El tributo de sangre fue oneroso, pero complarable al de la guerra de Corea. Sí perdieron abundante prestigio exterior, y voluntad de lucha y unidad política en su interior.

Ahora bien, si un cierto complejo de evitar involucrarse en ‘otro vietnam’ se manifestó durante casi veinte años, todavía perceptible en el modo de plantear -sólo contando con superioridad abrumadora- la expulsión de Irak de Kuwait (enero-febrero de 1991), la superación del síndrome de Vietnam lo marcó la elección de Reagan en 1980, que, inmediatamente, retomó la competición militar con la URSS, decidida aunque incruenta, y el apoyo en El Salvador, Nicaragua y Afganistán a los gobiernos o guerrillas que a la larga resultarían vencedores en los respectivos conflictos.

En cuanto a potencia militar, y aun a voluntad política, el efecto de la derrota vietnamita sobre los Estados Unidos mismos –que no sobre su bloque- no fue excesivamente grave ni duradero. Apenas treinta años después su hegemonía militar no tiene contrapeso y sus políticos se embarcan en ambiciosas intervenciones extranjeras. La importante derrota norteamericana en Vietnam no fue, por lo tanto, radical o decisiva. Sí fue muy sensible y sentida psicológicamente, por quebrar la invencibilidad que las armas norteamericanas habían ostentado hasta entonces desde su independencia.

* * * * *

Merece la pena concretar mínimamente algunos elementos militares del balance general expuesto:

En Corea, a lo largo de tres años (sólo uno de actividad a gran escala) los efectivos norteamericanos que allí tuvieron destino en algún momento fueron más de los dos millones, siendo los muertos en acción treinta y cuatro mil (que hacen un 1,7%).

En el periodo de implicación directa de unidades estadounidenses en los combates vietnamitas (1965-1973) estuvieron en algún momento destinados allí un total de dos millones seiscientos mil soldados que padecieron un total de 47.600 muertos en combate (un 1,83 %).

Puede comprobarse, en comparación con la precedente intervención asiática, que el peso de la guerra vietnamita no resultaba inusitado ni en movilización ni en pérdidas; por el contrario, habría que considerar que ambas servidumbres estuvieron diluidas a lo largo de un periodo que podemos computar casi como triple. Hemos de concluir que fue precisamente aquella larga duración (doble que la participación estadounidense en la Segunda Guerra Mundial), sin perspectivas de término a la vista, la que generó la percepción más negativa de aquella guerra.

Ciertamente, el ejército norteamericano pagó muy caro unos planteamientos que hoy juzgamos imprudentes y arrogantes, con exceso de confianza en la superioridad de material, de potencia de fuego y de medios de transporte, llegando a sustituir por completo en el combate abierto a las fuerzas survietnamitas, sin ocuparse de potenciarlas radicalmente, y desentendiéndose en cambio de controlar la disputa política y social de la población. Cuando, de resultas de la experiencia, esos planteamientos empezaron a ser corregidos y cosechaban sus primeros frutos, la voluntad política de la nación había padecido una derrota psicológica por desgaste, y advino la retirada. Pero en El Salvador, por ejemplo, los norteamericanos apoyaron al gobierno con éxito siguiendo aquellas lecciones para ‘conflictos de baja intensidad’ que no pudieron coronar en Vietnam.

Sin embargo, también debe recordarse que cuando los últimos norteamericanos se retiraron del Vietnam, a principios de 1973, podían haber sostenido combates particularmente gravosos, pero no habían sufrido ninguna derrota –entendiendo por tal la pérdida de posiciones defendidas o de unidades capturadas prisioneras- a lo largo de la guerra. Las noticias de 1968 presentaron la base de Khe Shan como el inminente Dien Bien Phu norteamericano: pero no hubo tal ni allí ni en ninguna parte.

A la derrota final coadyuvaron muchos factores, empezando por la dureza del enemigo y las dificultades del teatro: errores estratégicos en el empleo de la propia potencia, debilidades políticaa del aliado survietnamita, peso desproporcionado de la logística, noticiarios impactantes y a la postre desinformantes, desgaste prolongado, etc.

Pero conviene destacar un diagnóstico clave: si un bando tiene costes indefinidamente aceptables y puede imponer al otro costes que no son indefinidamente aceptables, a la postre no importa lo que suceda en los combates propiamente dichos. En Vietnam, efectivamente, los comunistas poseían la voluntad y la capacidad de imponer a toda la población, simpatizante o adversa, el encajar cualesquiera sufrimientos –y lo hicieron sin vacilación ni compasión- hasta que la población norteamericana, lejana y para la que el interés nacional involucrado era muy poco inteligible, desistiera.

La gran derrotada: la nación vietnamita

Y ahora consideremos, en cambio, qué perdieron los vietnamitas en la guerra que lleva el nombre de su país.

Vietnam entero, y no sólo el sur, quedó destruído, entregado a una tiranía sanguinaria, y se vió involucrado por el régimen comunista en nuevos conflictos armados.

Todavía hoy, a los treinta años, tal dictadura totalitaria perdura, y sus efectos se hacen notar desde la persecución religiosa que padecen los católicos al evidente retraso económico de Vietnam frente a sus vecinos de condiciones en principio parecidas, como Thailandia, Malaisia o Filipinas.

Es difícil dudar que si Vietnam del Sur hubiera sobrevivido, por una diferente suerte de la guerra, su situación podría ser pareja a la de los citados, y que si su presente ya no es el de los norcoreanos, la derrota les privó de parecerse -diferencia abismal- a los surcoreanos. Es cierto que en las dos últimas décadas Vietnam sigue con éxito el modelo de ‘comunismo de mercado’ chino con el consiguiente rápido crecimiento, pero la gran diferencia respecto a sus vecinos la marcan no sólo la ‘guerra americana’, sino las décadas de régimen comunista consecuencia de la misma.

Algunos detalles, concretando las afirmaciones anteriores, demostrarán que estos dos párrafos constituyen un resumen y no una afirmación alegre.

* * * * *

En primer lugar, consideremos la destrucción bélica:

Las cifras de bajas vietnamitas se basa en estimaciones menos exactas que las norteamericanas. Los muertos del ejército survietnamita en el conflicto superaron los doscientos mil, los del vietcong y del ejército regular norvietnamita, juntos, se elevaron, según se repite, ¡a novecientos mil¡ ¡el cuádruple que sus enemigos! Y las bajas civiles alcanzarían posiblemente el millón.

Difícilmente se puede pensar en un coste más gravoso para un pueblo que al final de la guerra se acercaba a los veinte millones en el sur y aún menos en el norte.

La razón de aquel pesadísimo balance, en particular por lo que hace al tributo de sangre, se debe a la despiadada determinación de los dirigentes comunistas. Ya en 1945, frente a los franceses, Ho Chi Minh, había manifestado el modo en que se plantearía la lucha: “Ustedes matarán a diez de los nuestros y nosotros mataremos a uno de los suyos, y al final serán ustedes quienes se cansarán de la lucha”.

Que los comunistas consideraron la capacidad de encajar sufrimientos y sacrificio humano como el arma de la victoria lo prueba el diseño de ofensivas como las del Tet de 1968 o Pascua de 1972, exageradamente ambiciosas hasta lo quimérico, y que impusieron a los propios atacantes pérdidas numéricas abrumadoras y la pérdida de toda capacidad operativa orgánica durante largos periodos.

También debe considerarse la represión padecida por los vietnamitas a causa de la victoria de 1975.

En Vietnam del Sur se habían refugiado en 1954 hasta 900.000 vietnamitas procedentes del norte, la mayor parte católicos, cuando Francia entregó la región a los comunistas victoriosos.

Lógicamente, buena parte de la población, y no sólo éstos antiguos fugitivos, temía por su suerte al caer finalmente en manos de los dirigentes de Hanoi, sobre todo teniendo en cuenta que durante los veinticinco días de febrero de 1968 en que el vietcong y los norvietnamitas tuvieron en su poder Hue (tercera ciudad del país, con cien mil habitantes más los refugiados), los comunistas eliminaron a más de cinco mil componentes de las élites sociales, los cuerpos de cerca de tres mil de los cuales fueron encontrados posteriormente en fosas comunes, en el mejor estilo de Paracuellos o Katyn.

Y, efectivamente, a los dos meses de la victoria comunista todos los oficiales y soldados del vencido ejército survietnamita, además de los funcionarios del régimen –cientos de miles de personas- fueron conducidos a campos de reeducación. Hasta 1986 no se dictó siquiera un código penal y empezó a liberarse a los supervivientes de dichos campos.

Signo de la desgraciada suerte de la población vietnamita bajo el régimen comunista fue su huida, durante años y por centenares de miles (medio millón sería un mínimo absoluto), a bordo de embarcaciones inadecuadas y sin esperanza de encontrar quien los acogiera. En la tragedia de los ‘boat people’ estuvo particularmente implicada la minoría china en Vietnam, doblemente perseguida por su naturaleza urbano-burguesa y extranjero-enemiga.

Suerte mucho más desdichada todavía la tuvieron los camboyanos, cuyas ciudades fueron desalojadas a las veinticuatro horas de su captura en éxodos logísticamente impreparados, a los que sucedieron nuevas deportaciones internas y sucesivas oleadas de eliminaciones masivas difíciles de entender.

El fanático genocidio ideológico que advino en Camboya alcanzó proporciones inusitadas respecto a la población total involucrada: la cifra más baja que se baraja de muertos por causa del régimen (que duró sólo tres años y medio), es de un millón, que algunos han duplicado, para apenas cinco millones largos de supervivientes. Todo lógico cuando en Kampuchea Democrática la fórmula antiindividualista más repetida fue “Perderte no es una pérdida, conservarte no es de ninguna utilidad”.

Finalmente, recordemos que a cambio de institucionalizar una gigantesca represión interna, el comunismo tampoco llevó a Vietnam a la paz militar.

En 1975 el Vietnam reunificado y comunista lindaba únicamente con otros regímenes comunistas: China, Laos y Camboya. Pero los respectivos comunismos no facilitaron una común plataforma de paz, sino que potenciaron las ambiciones y animadversiones nacionalistas entre ellos.

Respondiendo a continuas provocaciones camboyanas desde 1975, los comunistas vietnamitas invadieron Camboya a fines de 1978 y derrocaron a los khmers rojos filomaoístas, que retomaron la resistencia guerrillera. Como réplica al ataque a su protegido y a la persecución a sus connacionales, China lanzó una campaña de castigo convencional (febrero de 1979) en la frontera del Tonkín, corta e infructuosa, pero costosa en vidas y prolongada en incidentes fronterizos durante años.

De modo que hasta el derrumbe del bloque soviético con todos los cambios que suscitó, las tropas norvietnamitas ejercieron un protectorado en Laos no sin resistencias, mantuvieron una intensa campaña antiguerrillera y de ocupación en Camboya, y se mantuvieron en pie de guerra cubriendo la frontera China. Sólo a partir de los años noventa, quince años después de la victoria de Saigón empezó a llegar algo de paz y respiro a la población vietnamita.

Por todo ello caber concluir que fueron los vietnamitas y los indochinos las grandes víctimas del triunfo comunista de 1975.

Una derrota mundial

Ya mientras se prolongaba, la guerra de Vietnam tuvo una nefasta repercusión mundial, que se agravó tras el desenlace de 1975.

La focalización de presupuestos y medios en Vietnam, y su notable desgaste allí, erosionaron la superioridad militar americana sobre el bloque soviético, desde el armamento nuclear estratégico a las flotas oceánicas. Estados Unidos pasó a conformarse con una paridad relativa suficiente, y en la OTAN se llegó a especular posteriormente, a mediados de los años setenta, con la indefensión de Europa.

A la vista de la incapacidad norteamericana de imponerse decisivamente en Vietnam se extendió mundialmente un cierto fatalismo frente al comunismo que condujo a una diplomacia apaciguadora y condescendiente. Hasta el Vaticano se embarcó en aquella ostpolitik común a todo occidente.

Los izquierdistas occidentales convencidos catalizaron los sentimientos pacifistas difusos para dialectizar a europeos de norteamericanos, y para promover una nueva revolución, no política ni sangrienta en principio, pero no por ello menos destructiva a largo plazo, que es lo que conocemos como ‘el 68’.

La guerra de Vietnam se convirtió durante una década en el ejemplo preferido para fundamentar el mito del avance ineluctable de las fuerzas progresivas de la historia (entiéndase del comunismo) y aún más de la invencibilidad de las guerrillas.

Escogemos muy intencionadamente el término ‘mito’, porque la perspectiva histórica demuestra más bien lo contrario de aquella creencia que llegó a ser dominante y cuyos rastros perduran agazapados en las mentes.

Lo cierto es que en raras ocasiones el comunismo fue implantado por el triunfo de insurgencias guerrilleras, y sí mucho más a menudo por golpes de estado o por la intervención armada de potencias comunistas. Las guerrillas comunistas fracasaron una y otra vez, como el maquis español de 1944 y sus coletazos, en la guerra civil griega de 1946-1949, en la península malaya contra los ingleses en 1948-1954 o los huk de Luzón en Filipinas entre 1948 y 1953. Y si en 1954 ciertamente triunfó el ejército vietminh de origen guerrillero sobre los franceses, el peso y la decisión de la posterior guerra del Vietnam lo soportó el ejército regular norvietnamita trasladado al sur, y no una mera guerrilla.

Precisamente, el mejor testigo de la vacuidad del prejuicio guerrillerista sería el Ché Guevara, erigido precisamente en personificación idealizada del mito guerrillero. El Ché, que ciertamente participó en el triunfo de la guerrilla castrista, fracasó en la exportación de la receta de los ‘nuevos vietnams’ tanto en el Congo como en Bolivia, donde pereció sin haber puesto en marcha ningún movimiento imparable. De hecho, ninguna de las muchísimas guerrillas castristas en Hispanoamérica consiguió éxito alguno, sino los sandinistas pasados veinte años.

Pero el mito de la invencibilidad de la guerrilla, suscitado por la propaganda de guerra de Vietnam, fue trascendente por la acomodación psicológica en occidente a esa idea de una historia que había de desembocar en el ‘socialismo’ a la que ya hemos aludido.

* * * * *

Si lo dicho vale como consecuencia del desgaste mientras se alargaba la guerra, el triunfo comunista en Vietnam, iniciado con la retirada norteamericana de 1973 y coronado con la conquista de Saigón trajo consecuencias más tangibles y sangrientas en diversas partes del mundo.

Los comunistas alcanzaron triunfos notables en varios países, que, a su vez se transmitieron a sus vecinos en la anunciada reacción en cadena de las filas de dominó.

Ya entre 1973 y 1975, la retirada americana y la caída de Saigón, el crecimiento de la audacia comunista y el desánimo y la cortedad occidental repercutieron notabilísimamente sobre Africa.

El golpe de estado portugués de 1974, para poner fin a su propia y fatigosa guerra ultramarina contra guerrillas nacionalistas y comunistas, no sólo convirtió temporalmente a Portugal en un estado de tendencias comunistizantes, sino dicho gobierno transfirió el poder en exclusiva a las guerrillas de oposición de obediencia comunista. Esa política entregó Angola, Mozambique, Guiné-Bissau o Timor a estados tiránicos e ineficaces, sumidos en guerras civiles con sus connacionales no comunistas, que han sido de duración mucho más larga y sangrienta que las precedentes campañas anticoloniales.

También en 1974 el derrocamiento del Negus de Etiopía dio paso a un régimen marxista extraordinariamente extremista, que con la connatural incapacidad comunista supo proporcionar a su población represión, la mayor hambruna de Africa (fue la política ideológica la que agravó la desfavorable climatología) y dos guerras, guerrillera y convencional respectivamente, con los vecinos también progresistas de Eritrea y Somalia.

Tanto en el Cuerno de Africa como en el Africa lusófona aparecieron contingentes militares castristas, muy superiores incluso a los antiguos ejércitos coloniales, por si cupieran dudas de que se habían establecido unos nuevos satélites comunistas. Y se pudieron escuchar las declaraciones de Kissinger –personaje clave de la política exterior norteamericana en la época- en el sentido de que esas tropas comunistas eran un factor de estabilidad. Estados Unidos se inhibió de intervenir.

Por supuesto, durante unos años después de 1975 prosiguió la misma inercia de audacia comunista y de cortedad occidental, frutos de Vietnam. Las pruebas fueron el incendio de Centroamérica con la implantación del sandinismo en Nicaragua tras una campaña guerrillera (1974-1979) y su inmediato contagio a guerrillas en El Salvador, o la intervención directa y convencional del Ejército Rojo en Afganistán para apuntalar a una facción comunista frente a otras en un satélite aún reciente (1979).

La derrota americana y survietnamita constituyó una auténtica derrota mundial por sus repercusiones inmediatas.

* * * * *

Y en esa misma atmósfera de ‘movimientos ineluctables’ y retroceso occidental se produjo una revolución antioccidental pero no comunista, que enlaza directamente las consecuencias de la guerra de Vietnam con los grandes problemas del mundo postcomunista de hoy.

También en 1979 fue derrocado el Sha de Persia y se implantó en Irán una república islámica. Hasta entonces en los países musulmanes, fundamentalmente los árabes, había dominado políticamente una opción nacionalista y socialista que en mayor o menor medida tendía a romper o disminuir la influencia mahometana en la sociedad. Pronto se vio que este triunfo novedoso del islamismo en la estela de Vietnam iba a tener un eco insospechado y gigantesco.

Aplicación del Vietnam para hoy

Hemos explicado una página de historia de hace treinta años que ha sido víctima, ya desde entonces, de mentiras y vilipendios.

¿Qué utilidad para hoy tiene aquella lección?

En primer lugar, que desconfiemos de los que de alguna manera se congratulan al celebrar los treinta años de la caída de Saigón. Porque si la guerra de Vietnam fue una amarga humillación para los Estados Unidos, fue, ante todo, una catástrofe trágica para Indochina y un cataclismo de dolorosas repercusiones para el resto del mundo. Las veleidades de nostalgias por el comunismo son anuncios de nuevas crueldades y desatinos, como estamos viendo en España: son siempre los mismos que homenajean a Carrillo o Castro los que procurarán traer la eutanasia tras el aborto como versiones más ‘civilizadas’ y mucho más ‘eficaces’ y ‘productivas’ de Paracuellos.

Y frente a los que se guían por la envidia o el resentimiento, debemos decir que los cuarenta y siete mil caídos norteamericanos, al lado de sus doscientos mil compañeros de armas survietnamitas (y surcoreanos, australianos, neocelandeses, filipinos y tailandeses), no importa si su dirección política estuvo acertada, ni si la suerte de las armas les fue adversa, cayeron defendiendo una justa causa. Y, por cierto, recordemos que no había en Vietnam intereses petrolíferos ni similares. La más denostada de las intervenciones internacionales norteamericanas fue en este sentido la más altruista, de ahí precisamente que muchos estadounidenses tuvieran dificultad para identificar el motivo de su participación en el conflicto.

Pero la lección más importante de todas es la aplicación a Irak de las similitudes con Vietnam.

Un sentido para el nuevo vietnam mesopotámico

Se puede discutir acerca de las analogías de la intervención norteamericana en Irak comparada con la guerra de Vietnam. Las hay, como también existen notables diferencias.

De momento, la intervención convencional hasta el derrocamiento de Saddam Hussein fue un éxito y no un Armagedón; el volumen de la implicación americana y las tasas de sus bajas se sitúan en niveles considerablemente menores; y, sobre todo, si entre los iraquíes no existe ni un solo partidario de la ocupación norteamericana, lo cierto es que, a pesar de los llamamientos al boicot con amenazas ciertas de muerte, la inmensa mayoría acudió a votar las instituciones ofrecidas por el ocupante y rechazadas por los islamistas.

Y en Estados Unidos el esfuerzo de guerra posee un consenso más amplio pues se entiende mejor que hace tres décadas la implicación en Vietnam el lazo existente entre el interés nacional golpeado por el terrorismo islamista a domicilio y la intervención en los países islámicos.

Y es que existe además una dimensión, no por oculta necesariamente injusta, en la guerra de Irak.

Bush junior no emprendió una guerra con Irak, sino que la reanudó. Clinton había mantenido sin cerrar la guerra de 1991, con ataques aéreos periódicos en las zonas de exclusión y un bloqueo comercial que resultaban inconcluyentes pero generadores de resentimiento, con lo cual buena parte del ejército norteamericano estaba, más que desplegado en el golfo pérsico, retenido indefinidamente en él. De paso: con todas las afirmaciones que se hicieron sobre los niños iraquíes víctimas mortales masivas del bloqueo norteamericano (que ahora se podrían comprobar con datos objetivos, si la prensa estuviera interesada), la culminación de la guerra internacional que ha puesto fin a esa situación debería verse como el fin de una pérdida de vidas mucho mayor.

La reanudación y finalización de la guerra de 1991, parecen responder muy bien a un objetivo lógico y lícito pero no pregonable: la liberación de los efectivos norteamericanos inmovilizados en orden a su empleo activo en el gran oriente medio para combatir de raíz el desafío islamista. Para liberar los medios militares necesarios para esgrimirlos ante el islamismo era necesario derrocar a Saddam Hussein, por otra parte un tirano cruel y amenazador para occidente, aunque no fuera islamista.

Que existe un desafío islamista en el mundo que se manifiesta en terrorismo desde Madrid a Thailandia, pasando por Cachemira, Sudán o Chechenia es evidente. Y no es cierto que al terrorismo se le haya de combatir sólo con medidas policiales, porque cuando estados enteros simpatizan con su causa (el caso del Afganistán de los talibanes) se convierten en santuarios (los mismos que permitieron el esfuerzo de guerra comunista en Vietnam) que burlan la capacidad policial antiterrorista.

Que Estados Unidos muestre el músculo de occidente (el único) debe servir de disuasión a los regímenes de la zona para ser tolerantes con el islamismo, les ha de reforzar en su lucha interna contra el mismo, y debería servir para impulsar una transformación de fondo del gran oriente medio mahometano.

Observemos que tras la caída y captura de Saddam Hussein otro musulmán progresista análogo, Gadaffi, ha efectuado una rendición completa en sus veleidades proterroristas; y que tras la reelección de Bush, una simple alusión a Siria ha bastado para conseguir la rapidísima retirada de los ocupantes del Líbano. Esto último repara en parte la complicidad con que la administración de Bush padre aceptó la liquidación de la presidencia de Michel Aoun para conseguir la participación de Siria en la superioridad abrumadora sobre Irak exigida por el síndrome de Vietnam.

¿Cómo se pueden ignorar, minimizar o negar estas victorias norteamericanas logradas por su decidida intervención en Irak?

Es cierto que no todos los musulmanes son islamistas, pero sí lo es que un retorno a las fuentes mahometanas en orden a la coherencia interna del musulmán no permite rechazar la visión jihadista. En el propio sustrato coránico de todo musulmán está ese jihadismo como uno de sus elementos, si no como esqueleto nuclear. El mundo musulmán es y será un peligro latente en tanto no podamos contemplar una conversión del mismo al cristianismo (vid. nuestro artículo en Arbil nº 88 “Esquizofrenia e Islam” http://www.arbil.org/(88)sand.htm ).

Entretanto, no es cierto que las demostraciones de fuerza susciten más unión y enemistad entre los musulmanes. Profundamente desunidos a todos los niveles no hemos visto eso, sino más bien lo contrario, un cierto silencio tras el primer griterío.

Y si las intervenciones norteamericanas, sobre contener a los regímenes más peligrosos, introdujeran y consolidaran algunos grados de liberalismo en algunos países, eso sería un paso positivo en orden al único objetivo plausible de la reintroducción de la fe cristiana en el Gran Oriente Medio donde tuvo su origen y de la que ha sido casi extinguida por el mahometismo. Puesto que los diversos regímenes islámicos no han sido particularmente beneficiosos para el cristianismo allí, no estará prohibido probar si las libertades democráticas en el mundo árabe no le serán más favorables.

¿Alguien puede querer un Vietnam en Irak

Es de temer que la inmensa mayoría de los periodistas, herederos espirituales del 68, celebren más la costosa victoria de la tiranía comunista en Vietnam que se duelan de la derrota del pueblo vietnamita, sobre todo por continuidad en el antiamericanismo.

Y no faltarán implícitas comparaciones de Irak con Vietnam teñidas del mito guerrillerista de la derrota necesaria e ineluctable de los imperialistas.

Sugiero que hagamos el ejercicio de imaginar un nuevo vietnam americano en Irak. Con sólo mil quinientos muertos en dos años, una población irakí muy dividida frente al jihadismo de una parte de los sunitas, y unos islamistas que en poco superan el nivel de atentados individuales suicidas (dirigidos principalmente contra otros irakíes), por frecuentes que sean, es difícil creer en su verosimilitud, pero hagámoslo.

Si Estados Unidos se retirara de Irak, permitiendo el derrocamiento del actual régimen incipiente, proveniente de elecciones libres, y viéramos la implantación de una dictadura islamista, el que menos perdería, salvo prestigio y un número de muertos no tan grande sería Estados Unidos. Europa y Japón poseen menos recursos petrolíferos propios que Norteamérica, y los dos grandes océanos separan el nuevo continente de las tierras musulmanas.

Sin duda la que perdería más sería la población irakí. Y no sólo en libertades. El odio furibundo entre sunnitas y chiítas, los kurdos diferenciados de los árabes, los militares, policías, políticos y funcionarios comprometidos con el régimen traído en el furgón americano, serían ocasión para sangrientas venganzas implacables, que para los creyentes islamistas, justificados e imperados por su dios, no frena ninguna compasión ni cálculo.

El efecto de una victoria islamista sobre los norteamericanos y sus aliados locales repercutiría como mínimo en todo el mundo árabe sin descartar Turquía, Cáucaso, Turquestán, Indostán (no sólo Pakistán, en la India hay un diez por ciento de musulmanes: cien millones) e Indonesia.

En el mundo árabe sería de temer el resurgir de poderosos movimientos de guerrillas y terroristas islamistas hoy dominados o contenidos, como en Argelia o Egipto. Recordemos que el peligro islamista amenaza en primer lugar a los países árabes con la guerra civil. En cuanto a la amenaza de un islamismo triunfante en las fronteras de un Israel dotado de armas nucleares y partidario del ataque preventivo, las perspectivas son temerosas.

Finalmente, todos los países europeos débiles, o limítrofes con el mundo islámico, o con fuerte minorías de inmigrantes de éste en su seno, se verían amenazados por las exigencias de los islamistas.

Y recordemos que nuestra España es débil, tiene conflictos de intereses y soberanía con un país musulmán, Marruecos, y alberga una poderosa minoría inmigrante islámica entre la que ya se ha reclutado en una ocasión la banda terrorista capaz de infligir el atentado terrorista más sanguinario de occidente tras el de las torres gemelas neoyorquinas.

Por mucho que rechacemos el liberalismo que tiene una de sus plazas fuertes en Estados Unidos, y por mucho que la política norteamericana entre en conflicto con los intereses hispánicos en otros campos, el antiamericanismo no puede guiar nuestra consideración de la guerra de Irak.

A nadie sensato puede interesar un nuevo vietnam en Irak. A los cristianos, occidentales y españoles nos interesa la consolidación del régimen postsadamista en Irak y debemos colaborar a ello, siquiera sea en el campo de la opinión.

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Luis María Sandoval


Con Benito XVI, por la Verdad, contra el relativismo

 

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