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Desde 1985 un millón de abortos quirúrgicos y   varios más de abortos químicos, dentro de la legalidad constitucional. No permanezcas   indiferente ante una legislación tiránica

Juan Pablo II: Papa hasta el final

por Santiago Cantera Montenegro, O.S.B.

Sobre la idea de la unión y asociación del cristiano a Jesucristo en el dolor, de participar de la Cruz del Redentor y colaborar así en su Obra salvífica, de tal modo que el sufrimiento alcanza un valor trascendente y resulta de una gran eficacia para el mundo y de cara a la vida eterna

“¡Hermanos y hermanas! ¡No tengáis miedo de aceptar a Cristo y de aceptar su potestad! ¡Ayudad al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a la Humanidad entera! ¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce lo que hay dentro del hombre, ¡sólo Él lo conoce! Permitid, pues, –os lo ruego, os lo suplico con humildad y confianza–, permitid a Cristo que hable al hombre. Solamente Él tiene palabras de vida; sí, de vida eterna.

Me dirijo a todos los hombres, a cada uno de los hombres (y ¡con qué veneración el apóstol de Cristo debe pronunciar esta palabra: hombre!). Rogad por mí. Ayudadme para que pueda serviros.” [1]

Con estas palabras, en las que realmente recogía la doctrina del Reinado Social de Jesucristo y hacía una llamada a la conversión total del hombre y del mundo entero hacia Él, Juan Pablo II proclamaba brevemente el programa de su Pontificado, que entonces iniciaba. Hasta su fallecimiento el pasado 2 de abril a las 21:37 de la noche, sábado (día de la Virgen María) y víspera de la fiesta del Domingo de la Divina Misericordia que él mismo había instituido años atrás, han transcurrido más de veintiséis años, que han supuesto uno de los más largos Pontificados de la Historia de la Iglesia. Evidentemente, un tiempo así, que supone un cuarto de siglo, tenía que marcar profundamente la vida de la Iglesia y del mundo entero.

¿Renuncia al Pontificado?

Tras los duros años del Posconcilio [2], que entre numerosísimos hijos de la Iglesia se han visto llenos de confusión, de salidas de tono, de “pérdida del norte” y de una profunda crisis de fe, podemos afirmar que el Papado de Juan Pablo II ha supuesto una lenta recuperación de la sensatez en muchos ámbitos, tanto por la claridad doctrinal como por una restauración disciplinar. Ciertamente, la situación de crisis aún se vive en bastantes sectores y existen secuelas evidentes de ella, a veces incluso de forma más o menos generalizada, pero sí es posible tener la impresión de que, también de forma general, “las aguas han ido volviendo a su cauce”.

Tal vez por eso mismo, desde no pocas voces disidentes, autodenominadas como “críticas” y portavoces de una “denuncia profética”, se venía exigiendo desde hacía mucho tiempo la renuncia de Juan Pablo II al cargo, acusándole no sólo de involucionista y retrógrado, sino incluso de estar perdiendo sus facultades mentales. Y, sin embargo, como los médicos han dejado bien claro y todos hemos podido comprobar a la perfección, el Papa ha mantenido hasta el final una lucidez que a todos asombraba, además de una naturaleza fuerte y de una alegría vital de raíz espiritual que, en medio de su enfermedad y sus sufrimientos morales, han conseguido conquistar muchos corazones reticentes y aun abiertamente opuestos a él.

¿Quién era capaz de no quedar conmovido ante su cansancio y su dolor, pero más todavía ante el entusiasmo con que, por amor a Cristo y a los hombres, se sobreponía a ellos en los viajes? ¿Quién podía tener el corazón tan duro como para quedar inmune cuando se le veía espontánea y naturalmente besar a un niño que le acercaban, acariciar a un enfermo, amar a todos con su mirada, incluso a los políticos hostiles a él y a la Iglesia? Juan Pablo II, como su divino Maestro, era capaz de conquistar los corazones.

Ha resistido hasta el final, ha luchado hasta el último momento, ha ejercido el ministerio del Sumo Pontificado hasta su muerte.

Cuando hace unos años se reclamó con cierta fuerza su renuncia, es verdad que ésta habría sido un hecho canónicamente posible y que incluso contaba con un precedente como el de San Celestino V (Pedro Murrone, fundador de los benedictinos celestinos), quien fue elegido Papa en 1294 y renunció a los cuatro meses. No obstante, aquel mismo caso estuvo ciertamente rodeado de la polémica por la complejidad de las circunstancias que lo rodearon y por su propia muerte un tiempo después.

Juan Pablo II y el dolor.

Juan Pablo II, sin duda, sopesó bien las cosas y los problemas que podía producir una renuncia en la actual situación que aún vive la Iglesia. Pero, sobre todo, y ahí pensamos que está la clave, se atuvo, por una parte, a la Tradición y al ejemplo de todos los pontífices anteriores; y, por otro lado, entregado de lleno como estaba a su ministerio, que desde el primer momento había asumido como una vocación venida de lo alto, optó siempre por darse totalmente a la Iglesia con el máximo espíritu de servicio y de sacrificio, un espíritu que ha caracterizado su vida. Por eso, lo que hizo Juan Pablo II en los momentos en que se vio debilitado por su salud, fue pedir la oración de todos los católicos para que Dios le diera fuerzas. Algo muy distinto de todos los corifeos que dentro y fuera de la Iglesia exigían su renuncia, los cuales jamás hablaban de oración, sino de “nuevos tiempos”, “progreso”, etc.

El espíritu de servicio y de sacrificio, decimos, ha caracterizado su vida siempre, pero se ha hecho muy visible singularmente durante su Pontificado. Él lo ha vivido en todo momento desde el misterio de la Cruz, el único capaz de explicar al hombre el valor de la entrega por amor y el sentido redentor y reparador del dolor.

Puede sorprender así el comprobar cómo Juan Pablo II ha vivido perfectamente en propia carne aquello que enseñaba, de tal modo que ha demostrado tener una plena coherencia entre su magisterio y su propia vida. A él se le puede aplicar lo que otro de los mayores papas de la Historia, San Gregorio Magno, decía acerca de San Benito: “el santo varón en modo alguno pudo enseñar otra cosa que lo que él mismo vivió” [3].

La clave de esta vivencia profunda nos la da sin duda la escueta pero profunda y riquísima oración que Juan Pablo II compuso y rezó el 17 de mayo de 1981, después del atentado que sufrió en la Plaza de San Pedro del Vaticano: “Unido a Cristo, Sacerdote y Víctima, ofrezco mis sufrimientos por la Iglesia y por el mundo. A ti, María, te digo de nuevo: Totus tuus ego sum (Soy todo tuyo).” [4]

En 1984, por otra parte, el Papa publicó su Carta Apostólica Salvifici doloris, que es un magnífico compendio de la doctrina cristiana acerca del sentido y del valor del sufrimiento. En ella podemos oírle decir que “el sufrimiento, más que todo lo demás, hace presente en la historia de la Humanidad la fuerza de la Redención. En la lucha cósmica entre las fuerzas espirituales del bien y las del mal, de las que habla la carta a los Efesios (Ef. 6, 12), los sufrimientos humanos, unidos al sufrimiento redentor de Cristo, constituyen un particular apoyo a las fuerzas del bien, abriendo el camino a la victoria de estas fuerzas salvíficas.” [5]

Por lo tanto, en ambos textos nos encontramos con la idea de la unión y asociación del cristiano a Jesucristo en el dolor, de participar de la Cruz del Redentor y colaborar así en su Obra salvífica, de tal modo que el sufrimiento alcanza un valor trascendente y resulta de una gran eficacia para el mundo y de cara a la vida eterna. Por el hecho de que María Santísima, estando llamada por Dios a actuar así, fue la Socia de su divino Hijo en el Calvario, podemos decir con acierto que adquirió de lleno su condición de Corredentora. Y Juan Pablo II ha recordado en varias ocasiones la escena de la Virgen al pie de la Cruz y el modo en que allí le fue reconocida abiertamente por su Hijo la Maternidad espiritual sobre el género humano: “La dimensión mariana de la vida de un discípulo de Cristo se manifiesta de un modo especial mediante la entrega filial respecto a la Madre de Dios, iniciada con el testamento del Redentor en el Gólgota” [6].

Por todo ello, “el sufrimiento es también una llamada a manifestar la grandeza moral del hombre, su madurez espiritual. De esto han dado prueba, en las diversas generaciones, los mártires y los confesores de Cristo, fieles a las palabras: «No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que el alma no pueden matarla»” [7]. ¡Y cuántos mártires ha beatificado y canonizado Juan Pablo II, entre ellos muchos españoles asesinados in odium fidei en 1934 y 1936, todos los cuales mostraron la grandeza del amor cristiano perdonando a aquellos mismos que les arrebataban, no sin frecuencia con crueldad, su vida terrena!

De este modo, “el sufrimiento, más que cualquier otra cosa, es el que abre el camino a la gracia que transforma las almas” [8]. “Cuando este cuerpo está gravemente enfermo, totalmente inhábil, y el hombre se siente como incapaz de vivir y de obrar, tanto más se ponen en evidencia la madurez interior y la grandeza espiritual, constituyendo una lección conmovedora para los hombres sanos y normales.” [9] Y lo grandioso es observar cómo “los manantiales de la fuerza divina brotan, precisamente, en medio de la debilidad humana. Los que participan en los sufrimientos de Cristo conservan en sus sufrimientos una especialísima partícula del tesoro infinito de la redención del mundo y pueden compartir este tesoro con los demás.” [10]

Ciertamente, leyendo estas frases del Papa, resulta inevitable recordar cómo vivió su recuperación tras el atentado de mayo de 1981, cómo asumió siempre sobre sí la carga de la Iglesia y cómo afrontó hechos de lo más desagradables, tales como aquella serenata que el gobierno marxista entonces dominante en Nicaragua, con la íntima colaboración de algunas de las más destacadas figuras de la “Teología de la Liberación”, le organizaron en su visita a aquella nación hispanoamericana [11]. Pero, sobre todo, lo que más recientemente nos traerán a la memoria estas citas, es la propia imagen de un Papa, en los últimos años de su vida, enfermo y en ocasiones agotado, y sin embargo emprendedor y entusiasta, lleno de una vitalidad capaz de superar esas limitaciones físicas por puro amor a Cristo, a su Iglesia, a la Humanidad entera y a cada hombre concreto. Sin una fuerza interior venida de una estrecha unión con Dios a través de la oración y del ofrecimiento de los propios sufrimientos, es imposible comprender esa energía sorprendente de un Juan Pablo II comido por el dolor y, sin embargo, derrochando alegría. ¡Qué actitud más distinta, tanto en lo doctrinal como en la vivencia personal, con respecto a quienes hoy hacen apología de la eutanasia so capa de humanitarismo! ¡Qué diferencia de miras, qué distancia entre la altura moral y espiritual de quien afronta así el dolor y quienes defienden la supresión de la vida para acabar con él! ¡Qué madurez y qué integridad humana las del que, como Juan Pablo II, ama la vida como un don de Dios, acepta el dolor viendo en él un valor trascendente y se abre a la muerte cuando se presenta como el paso a la eternidad!

Y es que él, como decimos, comprendía bien ese sentido trascendente del dolor, según lo plasmó en algunos textos más de la misma Carta Apostólica Salvifici doloris, de la que estamos citando ciertos pasajes. Por ejemplo, en ella dice también: “El sufrimiento pertenece a la trascendencia del hombre; es uno de esos puntos en los que el hombre está en cierto sentido destinado a superarse a sí mismo, y de manera misteriosa es llamado a hacerlo.” [12]

Sólo desde la Cruz de Cristo, que nos permite ascender al misterio de Dios, es posible descubrir el misterio del dolor: “La Cruz de Cristo arroja de modo muy penetrante luz salvífica sobre la vida del hombre y, concretamente, sobre su sufrimiento, porque mediante la fe lo alcanza junto con la Resurrección.” [13] “Las debilidades de todos los sufrimientos humanos pueden ser penetradas por la misma fuerza de Dios, que se ha manifestado en la Cruz de Cristo. En esta concepción, sufrir significa hacerse particularmente receptivos, particularmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios, ofrecidas a la Humanidad en Cristo.” [14] “Para poder percibir la verdadera respuesta al porqué del sufrimiento, tenemos que volver nuestra mirada a la revelación del amor divino, fuente última del sentido de todo lo existente. Cristo nos hace entrar en el misterio y nos hace descubrir el porqué del sufrimiento, en cuanto somos capaces de comprender la sublimidad del amor divino.” [15]

Ahora bien, lo más precioso para el discípulo de Jesucristo, no es tanto alcanzar una compleja y abstracta comprensión racional del sufrimiento, sino fundamentalmente participar de su Cruz uniendo los propios dolores a los suyos con un sentido de expiación, de reparación y de redención: “Cristo no explica abstractamente las razones del sufrimiento, sino que ante todo dice: «Sígueme»; «Ven»; toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de mi Cruz. A medida que el hombre toma su cruz, uniéndose espiritualmente a la Cruz de Cristo, se revela ante él el sentido salvífico del sufrimiento. El hombre no descubre este sentido a nivel humano, sino a nivel del sufrimiento de Cristo.” [16]

Todas estas citas nos pueden ayudar a descubrir también, por lo tanto, el propio misterio de Juan Pablo II: el misterio de su fortaleza en medio de la debilidad, de su alegría en medio del dolor, de su paz en medio de la turbación externa. Vivía interiormente lo que enseñaba, y lo vivía porque lo oraba: “Unido a Cristo, Sacerdote y Víctima…” Personalmente, he de decir que, a partir de que el Papa rogó con una mayor solicitud que los católicos rezasen por él, comencé a recitar haciendo mía y suya esta oración todas las noches, y ella me permitió unirme más a él, valorar el peso de su carga y comprender la profundidad de su vida espiritual. ¡Cuántos juicios temerarios sobre él me ha evitado esta oración!

Caridad y justicia social.

Juan Pablo II, con esta comprensión del valor del sufrimiento para el hombre, entendía al mismo tiempo la importancia esencial de la caridad hacia el que padece: “Es necesario cultivar en sí mismo esa sensibilidad del corazón, que testimonia la compasión hacia el que sufre. A veces esta compasión es la única o principal manifestación de nuestro amor y de nuestra solidaridad hacia el hombre que sufre.” [17] De un modo aún más profundo si se quiere: “El mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro mundo: el del amor humano; y aquel amor desinteresado, que brota en su corazón y en sus obras, el hombre lo debe de algún modo al sufrimiento.” [18]

Ha sido, sin duda, un Papa singularmente volcado hacia el ámbito de la caridad y la beneficencia y muy hondamente conmovido por las situaciones de injusticia social. Amigo de gigantes de la caridad del siglo XX, como la M. Teresa de Calcuta, a la que tuvo el gozo de beatificar, y del P. Werenfried van Straaten (el “Padre Tocino”), otro gran luchador contra el marxismo como él, Juan Pablo II afirmó claramente: “La caridad, en su doble faceta de amor a Dios y a los hermanos, es la síntesis de la vida moral del creyente. Ella tiene en Dios su fuente y su meta.” [19] Por este motivo, “toda la Iglesia como tal está directamente llamada al servicio de la caridad.” [20]

En medio de la “moda de la solidaridad” que ha recorrido nuestra sociedad en los últimos años, no tanto en el sentido de la virtud cristiana que es la caridad (y como virtud, es un hábito, una disposición permanente), sino con un matiz pasajero, circunstancial y de moda, más propio de la filantropía de cuño ilustrado-masónico, el Papa resaltó el auténtico carácter de la solidaridad cristiana: “La solidaridad nos ayuda a ver al otro –persona, pueblo o nación–, no como un instrumento cualquiera para explotar a poco coste su capacidad de trabajo y resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un semejante nuestro, una ayuda (cf. Gén. 2, 18.20), para hacerlo partícipe, como nosotros, del banquete de la vida al que todos los hombres son igualmente invitados por Dios. De aquí la importancia de despertar la conciencia religiosa de los hombres y de los pueblos.” [21]

Sin las tergiversaciones que han hecho las tendencias izquierdistas que en el seno de la Iglesia se dedican más a política marxistoide y liberacionista que a lo religioso y a un auténtico espíritu de caridad y de justicia social, y al mismo tiempo frente a las actitudes conservadoras asociales que podrían decantarse por un olvido práctico de los necesitados y sufrientes, Juan Pablo II explica el valor y la extensión del término “opción preferencial por los pobres”: “En la búsqueda de la promoción de la dignidad humana, la Iglesia demuestra un amor preferencial por los pobres y los que carecen de voz, porque el Señor se identifica con ellos de modo especial (cf. Mt. 25, 40). Este amor no excluye a nadie; simplemente encarna una prioridad de servicio atestiguada por toda la tradición cristiana.” [22]

El Papa que trabajó como obrero, que fue amigo de su compatriota el sindicalista y luego presidente Lech Walesa y que ha promulgado tres encíclicas sociales (Laborem exercens, 1981; Sollicitudo rei socialis, 1987; y Centessimus annus, 1991, a los cien años de la Rerum novarum de León XIII), afirma que “la enseñanza y la difusión de la doctrina social forman parte de la misión evangelizadora de la Iglesia. Como se trata de una doctrina que debe orientar la conducta de las personas, tiene como consecuencia el compromiso por la justicia según la función, vocación y circunstancias de cada uno.” [23] ¡Lástima que muchos eclesiásticos, en vez de optar por un compromiso con la Doctrina Social de la Iglesia, con el Magisterio Social de la Iglesia, hayan preferido hacerlo por teorías más o menos inficionadas de marxismo! Y eso que Juan Pablo II ha advertido que “el marxismo había prometido desenraizar del corazón humano la necesidad de Dios; pero los resultados han demostrado que no es posible lograrlo sin trastocar ese mismo corazón.” [24] Y esto, porque “la negación de Dios priva de su fundamento a la persona y, consiguientemente, la induce a organizar el orden social prescindiendo de la dignidad y responsabilidad de la persona.” [25] Ahora bien, el Papa no sólo se opuso de lleno al comunismo marxista, sino igualmente al capitalismo salvaje, y por ello recordó que se debía evitar que, ante el hundimiento del sistema comunista por su propio fracaso (y por la acción providente de Dios a través de la mediación de María Santísima y del mismo Papa), se cayera en la difusión de “una ideología radical de tipo capitalista” que confía la solución de los problemas sociales “al libre desarrollo de las fuerzas de mercado.” [26]

Para evitar ambos males (marxismo y capitalismo), pues, Juan Pablo II resaltó el valor de la Doctrina Social de la Iglesia, fundamentada sobre el reconocimiento de Dios, del orden natural creado por Él y de la dignidad y el carácter social de la persona humana.

Apóstol de la verdad, de la esperanza y de la vida.

Juan Pablo II ha sido hasta su muerte también un eminente apóstol de la Verdad, en medio de un mundo occidental que está cayendo a pasos agigantados en el relativismo religioso, filosófico y moral, a raíz de las doctrinas ilustradas y liberales de los siglos XVIII y XIX. Fruto de ese amor a la Verdad y a la vez exposición de ella, fue la encíclica Veritatis splendor, de 1993, que comienza con las siguientes palabras: “El esplendor de la verdad brilla en todas las obras del Creador y, de modo particular, en el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gén. 1, 26), pues la verdad ilumina la inteligencia y modela la libertad del hombre, que, de esta manera, es ayudado a conocer y amar al Señor.” [27] Y es Jesucristo mismo Quien ha dicho de Sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn. 14, 6), tal como el Papa recordó en numerosas ocasiones, especialmente a los jóvenes, a los que siempre les proponía ardientemente a Cristo como Modelo. De acuerdo con la enseñanza del divino Maestro en Jn. 8, 32, el Pontífice asevera que “es la verdad la que hace libres ante el poder y da la fuerza del martirio.” [28]

Por otro lado, es conveniente recordar otros documentos del magisterio de Juan Pablo II, como la encíclica Fides et ratio de 1998, en la que nuevamente sostuvo la existencia y el valor de la Verdad frente al relativismo, aclaró las cuestiones concernientes a la Filosofía y, entre otras cosas, resaltó una vez más la figura y el pensamiento de Santo Tomás de Aquino como fundamento seguro para el filósofo y el teólogo católicos. No en vano, él mismo, siendo aún el cardenal Karol Wojtyla, en vida de Pablo VI y bajo su presidencia en el acto, fue uno de los principales impulsores de la fundación en Roma de la “Sociedad Internacional Tomás de Aquino” (S.I.T.A.).

Asimismo, Juan Pablo II ha sido un apóstol de la esperanza y amigo de otros testigos eminentes de ella en la segunda mitad del siglo XX, como el vietnamita Nguyen Van Thuan, a quien él mismo otorgó el capelo cardenalicio, en gran medida como premio a la perseverancia martirial en medio de sus sufrimientos en las prisiones comunistas. El Papa recordó en la ciudad de Los Ángeles (Estados Unidos) en 1987 que “la esperanza viene de Dios, de nuestra fe en Dios”, y que “no podemos vivir sin esperanza. Hay que tener una finalidad en la vida, un sentido para nuestra existencia. Tenemos que aspirar a algo. Sin esperanza, comenzamos a morir.” Y en Tertio millenio adveniente explica que “la actitud fundamental de la esperanza, de una parte, mueve al cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera existencia y, de otra, le ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad, para hacerla conforme al proyecto de Dios.” [29]

En fin, el Papa ha sido además un enamorado del don de la vida y un defensor a ultranza de ella, frente a lo que ha denominado la “cultura de la muerte”, la cual está hoy ampliamente difundida en un Occidente que se aparta cada vez más del Creador. Ha combatido con energía, como la Beata Teresa de Calcuta y el “P. Tocino”, entre otros muchos, contra el aborto, la manipulación genética, la eutanasia, etc., y ha sostenido con la misma fuerza el valor del matrimonio, de la familia y del amor cristiano, sin los cuales es imposible una “cultura de la vida” que haga frente a esas aberraciones. En su preciosa encíclica Evangelium vitae, de 1995, asevera: “La vida humana es sagrada e inviolable en cada momento de su existencia, también en el inicial que precede al nacimiento. El hombre, desde el seno materno, pertenece a Dios que lo escruta y conoce todo, que lo forma y lo plasma con sus manos, que lo ve mientras es todavía un pequeño embrión informe y que en él entrevé el adulto de mañana, cuyos días están contados y cuya vocación está ya escrita en el libro de la vida.” [30]

Pero, a un mismo tiempo, este hombre enamorado de la vida y defensor de ella, al igual que comprendía el sentido trascendente del sufrimiento desde la perspectiva cristiana, contemplaba el misterio de la muerte como un paso necesario hacia la vida eterna, como una realidad que el hombre debe afrontar con realismo y a la vez con esperanza, porque es la puerta definitiva que le conduce a la presencia del Dios Inmortal que le ha creado para Sí. En la encíclica que acabamos de citar, dice estas palabras: “El hombre, que no es dueño de la vida, tampoco lo es de la muerte; en su vida, como en su muerte, debe confiarse totalmente al agrado del Altísimo, a su designio de amor.” [31] Y es Jesucristo, una vez más, Quien con su Pasión y Muerte en la Cruz nos ha descubierto plenamente el sentido de la muerte y la actitud ante ella: “Con su muerte, Jesús ilumina el sentido de la vida y de la muerte de todo ser humano. Antes de morir, Jesús ora al Padre implorando el perdón para sus perseguidores. La salvación realizada por Jesús es don de vida y de resurrección.” [32] En efecto, así, “la muerte es algo más que una aventura sin esperanza: es la puerta de la existencia que se proyecta hacia la eternidad y, para quienes la viven en Cristo, es experiencia de participación en su misterio de muerte y resurrección.” [33]

Podemos de esta manera comprender que Juan Pablo II, que había vivido su vida en plenitud y se había entregado de lleno al ministerio confiado a él por la Providencia, y que había afrontado el sufrimiento físico y moral siempre con entereza y con una visión trascendente, al llegarle la hora de la muerte mostraba paz, alegría espiritual e incluso buen sentido del humor.

Testimonio de vida.

Juan Pablo II ha sido grande por su doctrina: ha proporcionado a la Iglesia una copiosa y valiosa cantidad de documentos que enriquecen el Magisterio. Pero, sobre todo, podemos decir que ha sido grande por su talla humana, por su vida, por haber sido un auténtico testigo de esa fe que profesaba y que anunciaba. Y hoy en día, en realidad como siempre, lo que a la hora de verdad tiene mayor capacidad de conquistar los corazones, son los testimonios de vida, los testigos vivientes que demuestran una perfecta coherencia entre lo que piensan y creen y lo que hacen y viven.

En el siglo XX, la Beata M. Teresa de Calcuta, el P. Werenfried van Straaten (“P. Tocino”), el cardenal Van Thuan, Lech Walesa y otros más que no hemos mencionado en estas páginas, has sido verdaderos testigos del Evangelio de Jesucristo. Sus vidas han sido (lo es aún en el caso de Walesa) un constante y elocuente testimonio de Jesucristo, Camino, Verdad y Vida. El respeto general que la M. Teresa se ganó en el mundo entero, incluso entre los no católicos, y a excepción de algunos liberacionistas y de muchos marxistas que la acusaban de “no cambiar las estructuras”, es una prueba evidente del valor que ante el mundo tiene el ejemplo de una vida total de entrega y de coherencia. A su muerte hubo una explosión de multitudes, sobre todo entre los pobres, pero también entre los ricos, y eso demostró el cariño tan extendido que se había ganado sin buscarlo. Y lo mismo puede decirse de Juan Pablo II, tal como lo hemos podido observar en los últimos días.

Asimismo, recordaré siempre con una profunda impresión la preciosa escena que vi y viví unos días antes de abrazar la vida monástica, cuando el cardenal Van Thuan visitó Madrid y fue objeto de un inmenso y prolongado aplauso en la sala de conferencias donde iba a intervenir, nada más aparecer su figura por la puerta. Pensé entonces que era algo que se repetía allí donde iba, en cualquier parte del mundo, y que era la justa recompensa que Dios le concedía en la Tierra en agradecimiento por la fidelidad con que él le había amado en medio de las torturas y del aislamiento en las cárceles comunistas de Vietnam. Aquello era como los aplausos y las aclamaciones entusiastas al Papa que se nos ha ido de la Tierra, quien ha sido un verdadero testigo del Evangelio, que con el testimonio de su vida nos ha dejado un ejemplo a seguir y ahora es ya un intercesor ante Aquél a Quien sirvió hasta la muerte.

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Santiago Cantera Montenegro, O.S.B.

 



[1] JUAN PABLO II, Homilía de la Santa Misa del comienzo del Pontificado, Plaza de San Pedro de Roma, 22-X-1978.

[2] Una de las obras que mejor recoge la crisis de esta época y los desvaríos doctrinales, es sin duda la del sacerdote pasionista Bernardo MONSEGÚ, Posconcilio. Hechos y cuestiones polémicas, 3 vols., Madrid, Studium, 1975-1977; y también, del mismo autor, Retablo posconciliar. Seis años entre las olas, Madrid, Studium, 1978. El P. Monsegú (1909-2003), modelo de religioso fiel al espíritu de su fundador y de su Congregación, participó activamente en el Concilio Vaticano II y conoció de primera mano muchos de los problemas que afectaron a la Iglesia desde esos años. Debemos encuadrarle dentro de un magnífico círculo de religiosos de diversas Órdenes que, como el filósofo y teólogo tomista P. Fray Victorino Rodríguez, el carmelita descalzo P. Efrén de la Madre de Dios, el claretiano P. Hilario Apodaca, el jesuita P. José R. Bidagor o el monje jerónimo P. Fray Antonio de Lugo, entre otros más, que giraron en torno a revistas como Roca Viva, Iglesia-Mundo o Verbo, han sido un verdadero ejemplo de observancia, ortodoxia doctrinal, y fidelidad a la Tradición unida a una capacidad de auténtica renovación. Ya que mencionamos al P. Victorino Rodríguez (1926-1997), debemos recordar que instituyó la “Cátedra Juan Pablo II” en el Convento de Santo Domingo el Real de Madrid, del que fue prior en los últimos años de su vida. En cuanto al P. Antonio de LUGO, su obra El santo propósito, Madrid, Roca Viva, 1979, recoge la auténtica doctrina del Concilio Vaticano II (fundamentalmente del decreto Perfectae caritatis) acerca de la vida consagrada, contrastándola con las disparatadas interpretaciones que se hicieron en el Posconcilio y con los tremendos errores del Concilio Pastoral Holandés de 1970. También es muy interesante, en este sentido, la obra del teólogo dominico P. Fray Armando BANDERA, Religiosos en la Iglesia. ¿Avances? ¿Retrocesos?, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos (B.A.C.), 1995, donde recoge además toda una serie de textos de Juan Pablo II, previos a su Exhortación apostólica Vita consecrata de 1996.

[3] SAN GREGORIO MAGNO, Diálogos, lib. II, cap. 36; en San Benito. Su vida y su Regla, ed. de García M. Colombás (O.S.B.), León M. Sansegundo (O.S.B.) y Odilón Cunill (O.S.B.), Madrid, B.A.C., 1954, pp. 234-235.

[4] Recogida en Oraciones de los Papas a la Virgen María, Abadía Santa Cruz del Valle de los Caídos, Cuadernos “Pax”, 1981, B-2, p. 30.

[5] Carta Apostólica Salvifici doloris (en adelante, SD), 1984, n. 27.

[6] Encíclica Redemptoris Mater, 1987, n. 45.

[7] SD, n. 22.

[8] SD, n. 27.

[9] SD, n. 26.

[10] SD, n. 27.

[11] Cabe apuntar que el marxismo nicaragüense, bajo el título de “sandinismo”, en realidad no hizo sino manipular y tergiversar la auténtica figura de Sandino.

[12] SD, n. 2.

[13] SD, n. 21.

[14] SD, n. 23.

[15] SD, n. 13.

[16] SD, n. 26.

[17] SD, n. 28.

[18] SD, n. 29.

[19] Carta apostólica Tertio millenio adveniente (en adelante, TMA), 1994, n. 50.

[20] Exhortación apostólica Christifideles laici, 1988, n. 41.

[21] Encíclica Sollicitudo rei socialis (en adelante, SRS), 1987, n. 39.

[22] Exhortación apostólica Ecclesia in Asia, 1999, n. 34.

[23] SRS, n. 41.

[24] Encíclica Centessimus annus (en adelante, CA), 1991, n. 24.

[25] CA, n. 13.

[26] CA, n. 42.

[27] Encíclica Veritatis splendor (en adelante, VS), 1993, Preámbulo.

[28] VS, n. 87.

[29] TMA, n. 46.

[30] Encíclica Evangelium vitae (en adelante, EV), 1995, n. 61.

[31] EV, n. 46.

[32] EV, n. 50.

[33] EV, n. 97.


Con Benito XVI, por la Verdad,   contra el relativismo

 

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