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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Originalidad y Patria.

El sistema político español, dado que es claramente político y en modo alguno español, sirve, sobre todas, la idea falsamente ecuménica de España como Parte de Europa, en apoyo de la forzada homologación con las Democracias Liberales a que nos ha conducido la llamada transición y la UE después.

Curiosamente, mientras se afianzan nuestras falsas unidades políticas con el sistema dominante en Europa Occidental, se avanza en la división social dentro de nuestra Patria, y se recalcan las diferencias entre clases, regiones y partidos

Conviene hacerse la siguiente reflexión: Si unirnos (u homologarnos) con Europa supone dividirnos en lo interior, ¿es posible que marcar nuestras diferencias nacionales con los otros pueblos europeos sirva para unirnos como ciudadanos en lo fundamental de nuestra Patria? Quien esto escribe está convencido de la posibilidad de este razonamiento, expuesto, eso si, de forma elemental aquí. Si unirnos a Europa es desunirnos como españoles, separarnos de Europa será juntarnos entre nosotros.

Los pueblos nacen de la matriz de su propia historia, que supone comportamientos y direcciones distintas de los de otros pueblos. A historias distintas, pueblos distintos, y nada hay más diferente que la historia de las demás naciones europeas y la de España, tanto en la Edad Media, en el Renacimiento y, más aún, en la Edad Contemporánea, que culmina en este siglo en el que España es la única nación Europea de calidad ausente de las dos grandes guerras que cambian la historia mundial y el equilibrio continental, en favor de EE.UU. y del liberalismo.

Por otro lado, si se tiene la misma historia, se dispone de las mismas constantes. Lo que en común se ha padecido y en común se ha resuelto, une por encima de toda política y aun de toda ambición personal. Supone, en otras palabras, un conjunto de respuestas generales a los problemas históricos; la necesaria originalidad que está en la raíz de toda independencia y, también, de toda expectativa de futuro.

¿Existe una historia española, protagonizada por España, no coincidente con la historia de Europa? Como simple índice, señalo varios hitos no susceptibles de homologación y sin parecido con los del resto de Europa: La Monarquía Visigótica, civilizada mucho antes de que los francos hicieran lo mismo; la Reconquista, el leve feudalismo, el Renacimiento español, que no rompe con la tradición medieval; la obra americana, la no aparición de revoluciones en España, ni siquiera la Industrial o la burguesa; la no participación en los grandes acontecimientos de la Edad Contemporánea, incluido el repetido fracaso del constitucionalismo en España.

Esta historia distinta ha dejado, consecuentemente, huellas distintas en la cultura, en la sociedad y en las tradiciones españolas; huellas imborrables que, cuando se ignoran como es nuestro caso hoy, se convierten en generadoras de tensiones no sólo políticas, sino culturales.

Tendemos los españoles a aceptar con demasiada facilidad la triste versión de que somos capaces de increíbles esfuerzos de corta duración, mientras fracasamos en todo lo que requiere constancia. Si no bastara para negar esto la increíble tenacidad desplegada en ocho siglos de Reconquista o en mil ochocientos años de cristianismo, tendríamos otra prueba más de perseverancia en nuestro rechazo cultural -y visceral- a una forma de Estado Constitucional, liberal e importado en suma.

España lleva 186 años enfrentándose a una concepción no española del Estado y a un sistema representativo que no respondía en l812, ni responde ahora, a lo que el español considera su propio sistema de expresarse ante el poder; ni encarna lo que el español siente como Poder Legítimo. Me limito, pues, a señalar que, frente a esa inconstancia que se nos achaca, esa cierta frivolidad, están una serie de hechos conocidísimos que demuestran todo lo contrario: una tenacidad sin precedentes; una tenacidad poco visible para algunos, pero tan firme y permanente que conquista un continente, y que sólo es atribuible al conjunto de creencias que compartimos (no sólo religiosas) y a nuestra peculiar concepción del mundo y del hombre.

En los tres hechos usados como ejemplo de tenacidad existen razones idénticas y de peso: la necesidad de ser de lo español, que va mas allá de las creencias individuales. Lo español es un modo colectivo, un método de independencia que se aplica una y otra vez, precisamente cuando la independencia corre riesgos. También importa mucho lo universal de los planteamientos españoles, incapaces de atender solamente a lo práctico o, si se prefiere, convencidos de que lo metafísico es parte integrante de la realidad: de ahí esa permanente presencia de Dios y de la Muerte en toda obra española.

España no hace el cristianismo, pero es ella la que lo convierte en catolicismo. España no hace su primera unidad administrativa (la hace Roma), pero España la convierte en Imperio, y, aún más, en unidad espiritual. España tampoco ha hecho ninguna aportación política en la Edad Contemporánea, época de las ideologías que se basan, todas sin excepción, en una diferenciación -a veces grotesca- entre hombre y sociedad. Para bien o para mal España no distingue claramente, tajantemente, entre el hombre y su obra, entre el individuo y su entorno y, por lo tanto, no opta jamás entre las supuestas dos opciones básicas de la modernidad: El hombre como exclusiva pieza social o la sociedad como fundamental y racional creación del hombre. El español sabe que su realidad no depende de diferenciar la obra del creador, ni de dar preeminencia al uno sobre la otra o al revés. Todos sabemos muy bien que hay cosas que sólo puede hacer el hombre individualmente, y cosas que sólo se pueden hacer en grupo. Sólo que el español no hace ni ha hecho nunca grupos homogéneos, sino diversos, variados, más unidos por una fe compartida que por el hecho de compartir unos intereses.

Las Patrias sólo pueden ser originales por ser, previamente, comunidad de Historia y comunidad de Destino, por lo tanto comunidad de respuestas. Esto es así hasta tal punto que, si se pierde la originalidad, se pierde la acción y, por lo tanto, la capacidad de seguir haciendo historia. Esa historia nuestra que depende y ha dependido no sólo del esfuerzo fulgurante, sino de la tenacidad que tantas veces nos negamos, y que no es más que el reflejo de la identidad común, de la necesidad de seguir siendo siempre lo que fundamentalmente nos define.

Hay que encontrar, volver a descubrir en todo caso, los pilares donde el español asienta sus acciones; las causas generadoras de historia en las que hoy creemos, para dar, quizá , con el método español de hacer España, esa política que no se encasilla en la derecha ni en la izquierda, la política de lo necesario y de lo cotidiano, la política de lo común, de lo previo, de la raíz que aún nos alimenta.

Lo cotidiano

No pienso cansarme de repetir las tres ideas fundamentales de este trabajo: Que la soberanía reside en la fe del pueblo, es decir en lo que se cree legítimo; que lo fundamental de la Patria es, precisamente, su originalidad, nacida de una historia compartida y distinta de la de otras naciones; y, por último, que España es un método para el pensamiento y para la acción, no sólo por su cultura común a todos, sino también porque España sigue siendo la identificación básica del hombre español frente al mundo.
Hablar de lo español nos resulta, salvo a minorías tribales, la más exacta forma de hablar de cada uno, de la parte de cada uno que es homogénea en todos, es decir del aspecto social y sociable de nuestra personalidad individual. España es, en principio, cuanto podemos compartir los españoles además de un simple marco de referencia político o geográfico.

Lógicamente, si lo español es susceptible de compartirse, y las ideas políticas no pueden ser compartidas por la generalidad de nosotros, la política actual no se asienta sobre lo español -que es nuestra realidad inmediata- sino sobre todo un tipo de diferencias que surgen de considerar a la nación como lo que no es: una unidad de discusión en lugar de una unidad de acción.

A la fuerza existen otras realidades anteriores y más amplias en las que basar otro tipo de política (o de antipolítica) que atienda a lo constructivo y unificador, en lugar de a lo diversificador y reducido. Estas realidades están descubiertas ya, y no tienen que ver, más que eventualmente, con la división de clases, con las derechas o con las izquierdas. Estas realidades son de tres órdenes: Históricas (la razón por la que hemos llegado a ser lo que somos), Culturales (cómo vivimos lo español) y de Fe (en qué formas de ser lo que somos creemos)

Los Grandes principios, cuando se definen como válidos para todas las sociedades y todas las épocas, sólo son caricaturas de unas ideas -las que sean- sometidas al tiempo y al espacio y, por lo tanto, en graves dificultades para ajustarse a la temporal y cambiante realidad geográfica.

Hay otra clase de grandes principios, los que no incluyen respuestas cosificadas, métodos generales para problemas generales; los que atienden a la esencia misma de la nación sin ser por ello elementos políticos. En España se puede hablar sin error posible de dos (al menos) de estos grandes principios, que están en la base de los mayores acontecimientos históricos: La Unidad y la Independencia. Tanto es así que es imposible hablar de política sin tropezar con ambas, ya sea para tomar partido a favor o en contra.

No se trata de que España sea una, sino de que tiende, inevitablemente a la unidad; ni se trata de que España sea independiente - que no lo es- sino de que sólo se siente España si busca su Independencia.

Lo demás, con ser mucho e importantísimo, desde la estructura del Estado hasta la fórmula de participación en la vida política, es puro comentario y puede llegar a ser -de eso se trata- un desarrollo armónico de las dos básicas necesidades: Independencia y Unidad.

Sólo que ese desarrollo, para ser español, ha de ajustarse a los acontecimientos españoles antes que a cualquier otro tipo de sucesos; debe de responder a las necesidades españolas, que son otro tipo de necesidades que las básicas de alimentación y alojamiento, por ejemplo. El futuro que viene sólo nos llegará cuando desplacemos el centro de gravedad político, que hoy está en las diferencias que nos enfrentan, para apoyarlo en las igualdades que nos puedan unir. Estas igualdades son las que nos llevarían a la política de lo cotidiano, las que tienen que insistir en lo que es más necesario y desde dónde es más necesario.

Es inútil empezar una labor política desde el Estado y desde las necesidades del Estado, considerando a éste como ente capaz de transformar la sociedad. El Estado nada transforma, como se viene demostrando, sino que puede ser -y no es- el cauce, el marco de las transformaciones de todos los días. Pero antes está la vida de los grupos, desde la familia a los ayuntamientos. Hoy se trata de que el municipio reproduzca, en pequeño, un parlamento y un Estado-Ciudad, cuando el básico problema español ha sido y sigue siendo el contrario: que el Estado reproduzca, en grande, al Ayuntamiento; que atienda al problema diario del hombre diario, a la convivencia diaria ,a la necesidad diaria, conociéndolas y practicándolas en lugar de organizándolas.

Dónde se hace la historia

No está de más aplicarle a la historia las clásicas preguntas de cuándo, dónde y por qué. Personalmente no creo que la historia se haga cuando sucede, sino mucho antes, y, por supuesto, que no sucede sólo en los campos de batalla, en los parlamentos o en los despachos financieros. En cuanto al por qué, discrepo desde atribuírsela a la casualidad, a los hechos económicos, a la lucha de clases, a los dirigentes geniales o nefastos y al pueblo.

La Historia, como acontecer, es inevitable por cuanto los hombres actúan sobre el mundo que les rodea y sobre ellos mismos. Pero la acción de cada hombre parte de dos hechos profundos: de su propia personalidad y, tanto o más, de lo que suele llamarse (sin serlo) la personalidad colectiva de su pueblo, que es la cultura en la que ha nacido, los usos que ha practicado y la característica visión del mundo que comparte con sus compatriotas.

Hay una serie de hechos que han cambiado o movido la historia de la humanidad y que son ajenos a lo español, es decir que jamás se nos hubieran ocurrido a los españoles: porque no salen -más bien chocan- de su particular visión del mundo: la revolución Industrial, con su consiguiente explotación de las colonias; el actual imperialismo económico; la llamada revolución sexual que, en el fondo, pasa por la adopción de roles masculinos por parte de la mujer.

Hay otra serie de hechos que también cambiaron la historia que son exclusivamente españoles: la protección de Bizancio, evitando la caída de una Europa por entonces dividida. La Reconquista, que cumplió en Occidente la misma función; la permanente lucha mediterránea que, en Lepanto, vuelve a proteger a Europa y, por último, América, que más que el Nuevo Mundo fue, y sigue siendo, la Nueva España. Y, por ello, la Nueva Europa, esa que pertenecía, por patrimonio, a nuestro rey.

La Historia inevitable responde a un exclusivo por qué: a la particular visión que cada pueblo tiene del mundo y que informa su misión colectiva. ¿Cuál es la misión española? Muy difícil se presenta la respuesta, sobre todo si se aceptan criterios políticos. No pocos responderían que llegar a ser Europa, que no es pequeña contradicción. Otros -yo entre ellos en un principio- que seguir siendo España. Sólo que, ¿para qué ser España? ¿Por un simple y tozudo mantenimiento de nuestra personalidad, o porque nuestra personalidad como Patria es tan inevitable como nuestra historia?

Hubo un estelar momento español y convendrá preguntarle a él. Ese momento se inicia justo en la crisis de la Edad Media y de los valores que la movieron y que la sostuvieron. España salía de dos guerras civiles, la primera y anterior en Aragón y la segunda, inmediata, en Castilla. Se producían los fenómenos renacentistas, no sólo el arte, sino el auge del comercio y, de la banca. La filosofía escolástica, con sus aciertos y con sus errores, se derrumbaba, incapaz de aportar nuevas ideas. Aparecían, ya muy graves, las fisuras más importantes de la única unidad que tuvo Europa: la espiritualidad cristiana. El Sacro Imperio perdía, con la crisis del feudalismo continental, la mayor parte de su cohesión.

España, con intereses en todo el Mediterráneo y singularmente en Italia, consigue, casi a la vez, la unidad política con el matrimonio de los Reyes Católicos y la unidad territorial con la guerra de Granada. Basta con leer la literatura de la época para comprender la extraordinaria efervescencia española y la aparición de algo nuevo entre nosotros: el Fecho de Imperio, aún antes del Descubrimiento.

España se sentía reconstituida, entera, fuerte y capaz de elegir un destino que hasta entonces había estado condicionado por la batalla del Guadalete y la obligada, tenaz y forjadora Reconquista. España, por fin, era libre para volver a mirar al mundo y actuar sin condicionamientos, y ese mundo que la rodeaba estaba en crisis: Bizancio, último lazo con la Gran Edad, estaba liquidado. El feudalismo europeo había llegado a estrangular los avances económicos y no podía sobrevivir al nuevo auge comercial. La Iglesia vacilaba también en su unidad y el Renacimiento rompía con la filosofía, las costumbres y el poder medievales.

Pero el feudalismo español, como hoy el capitalismo español, nunca fue el europeo. La Europa medieval se hizo sin España , pues nuestra Patria tenía su propia historia que hacer. Igual se ha hecho sin España la Edad Contemporánea, a lo largo de la que nos hemos dedicado a la discusión interior, a la guerra interior y a la durísima batalla entre tradición y liberalismo.

Curiosísimamente, España vive también un Renacimiento anómalo o, más exactamente, lo que hace en esta época es desarrollar con modernidad las ideas medievales. El mismo Imperio no es más que el desarrollo moderno del viejo Sacro Imperio, ya decadente. Este aspecto del desarrollo de lo medieval, contrario a la ruptura que el Renacimiento supone en otras partes, se manifiesta en literatura, en arte , en la misma composición del Estado y en el mantenimiento a ultranza de las tres grandes unidades conseguidas: la de la Fe, la de la Patria y la del Poder.

Con todos los riesgos que esto supone, conviene hacer un razonamiento analógico : El medioevo español es, como mínimo, atípico y original, centrado en lo español y en el grave problema español de Reconquista y, también, de enfrentamiento entre los reinos cristianos. No olvido la política Mediterránea del Reino de Aragón, pero, con ser importantísima, no es tan notable al lado de casi ocho siglos de Reconquista.

La Edad Contemporánea española es también atípica y se centra en las discordias civiles y en la lucha contra la Invasión. España resuelve la crisis de la Edad Media no rompiendo con ella, sino modernizando activamente lo medieval. El resultado es una Edad Moderna de clarísima hegemonía española en el mundo. España, pues, debe resolver la crisis de este cambio de edad desarrollando, con modernidad, su propia Edad Contemporánea, tan distinta a la del resto de Europa, y dando forma institucional a la experiencia acumulada en más de dos siglos de búsqueda de su identidad perdida.

Sólo lo conseguirá, como antes lo hizo, mediante las tres unidades: La Espiritual, la Territorial y la Política, y con el hallazgo de su misión exclusivamente española. Así, ahora se pueden responder las otra preguntas del principio: ¿Dónde se hace la historia? ¿Todavía no se percibe? No en los campos de batalla ni en las Cortes, sino en la búsqueda de la verdad y en el corazón del pueblo.


A.R.


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