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La ética perfecta de la libertad.
Acierta la «ética de situación» al afirmar que la libertad se halla condicionada por la circunstancia. Yerra en cambio cuando piensa que la situación es más fuerte que la libertad, pero así , de paso se nos roba la libertad verdadera para entregrársela subrepticiamente a quienes dominan el "discurso cultural dominante", como propició el protestantismo al negar el libre albedrío y dar base filosófica y real a los estados totalitarios.
Para ser moralmente buenos, los actos
humanos:
1) han de tener como objeto cosas buenas, ordenadas u ordenables
al fin último de la persona que es Dios
2) han de ser realizados no con simple "buena
intención", sino con "intención buena", esto es,
realmente ordenada, derechamente dirigida, al menos
implícitamente, al último fin;
y 3) que las circunstancias o ingredientes accidentales del acto
humano no lo vicien (unos gramitos de arsénico convierten en
mortal una sabrosa y sanísima tarta helada).
Las circunstancias pueden hacer que una cosa buena se haga mejor,
o que una cosa mala venga a ser peor; también, en ocasiones,
atenúan la bondad o maldad de un acto. Sin embargo, no podrán
hacer nunca que un objeto intrínsecamente malo (por ejemplo,
matar a un inocente) se convierta en moralmente bueno. Dios
quiere ante todo y siempre la intención recta; pero ésta no
basta. El quiere además la obra buena (1). Por eso el Magisterio
de la Iglesia ha condenado reiteradamente los errores de las
éticas llamadas "de situación", según las cuales,
las circunstancias justificarían acciones opuestas no sólo a
las leyes evangélicas, sino también a la ley natural, universal
y objetiva (que, como se sabe, ha sido también objeto de
revelación divina en sus principios fundamentales).
Sin embargo, lejos de extinguirse, esos errores parecen
difundirse más y más; quizá por doble motivo: el decaimiento
de la fe, incluso en algunos teólogos católicos, y la
expansión del ateísmo teórico o práctico. En consecuencia, el
relativismo y pragmatismo éticos encuentran vía cada vez más
ancha hasta desembocar en las formas extremas de
"permisivismo" a ultranza.
La coherencia en la verdad siempre es difícil, pero posible. El
error, en cambio, siempre crea paradojas y esquizofrenias, que
resultarían cómicas de no estar en juego la felicidad temporal
y eterna de las personas afectadas.
El laberinto
permisivo
Se ha advertido con acierto que, en algunos países, en nombre de
la libertad se ha despenalizado la droga; se ha invocado incluso
un supuesto «estado superior» que alcanzaría el drogado, apto
para concebir insospechadas creaciones artísticas o literarias
de enorme valor para la humanidad. Después, se comprueba que
casi ningún drogadicto «crea» nada; más bien se convierten en
atracadores. Entonces se arguye la necesidad de «buenos»
Centros de Rehabilitación que permitan recuperar para «el buen
camino» a los adictos al estupefaciente (2).
La pregunta es inevitable: ¿cuál es el «buen camino»? El
relativista, el pragmático, el materialista, el situacionista,
no sabe responder: carece de una definición fundada de ''lo que
es bueno". En el ámbito de la vida pública, «lo bueno»
se suele confundir con los intereses de un grupo, de una clase,
de un partido o de un gobierno. Así, por ejemplo, si consigue
incrementar votos, se tiene por «bueno» la despenalización de
la droga, del aborto, la eutanasia, o lo que sea. Como, en rigor,
no se conoce lo que es en verdad el hombre --alma inmortal que
anima un cuerpo-- se carece de un código moral previo a la
acción. Para la acción, no disponen de otro criterio de verdad
y bondad que la acción misma (la praxis, tema típicamente
marxista). Como es lógico, lo normal es que yerren antes de
acertar; y a menudo los errores son de tal categoría que la
rectificación resulta muy penosa o punto menos que imposible.
No hemos de excluir a priori, de ese comportamiento, una vaga
intención bondadosa de procurar que los ciudadanos pasen la vida
«lo mejor posible». El problema es: ¿qué será «lo mejor»
para el ciudadano, si no sé qué es «lo bueno» para él,
puesto que tampoco sé qué y quién es el ciudadano? Quieren que
las cosas funcionen «bien», pero sin estudiar qué es el hombre
en su integralidad, cuál es su naturaleza, cuál es su origen y
cuál es su fin último.
En tal coyuntura, las piruetas para conjugar el vicio con el
orden son realmente circenses. Les parece bien, por ejemplo, que
un hombre, en abuso de su libertad, se emborrache; pero les
disgusta que, borracho, estrangule a su mujer o la del vecino. No
se lamentarían de que haya drogadictos, con tal de que éstos se
ganaran honradamente los enormes dineros que cuesta cada
«ración». Es un modo de exaltar la libertad característico de
una mal llevada adolescencia. Se quiere el acto malo por ser
libre (y porque apetece), pero no se quieren las consecuencias
naturales, inevitables del mal uso de la libertad. El mal
absoluto sería la «represión» (palabra odiada, si las hay),
pero tampoco les parecen buenas las consecuencias de las faltas
de represión.
Algo habrá que reprimir, claro es, pero subrepticiamente, sin
que se note, de modo vergonzante, con cierto rubor. Habrá que
comprender, más aún, defender, que el hombre sea «un poco»
ladrón, «un poco» asesino, «un poco» violador, tratando de
evitar que lo sea «mucho», que vaya a alterar el orden de la
vía pública.
En tales laberintos sin salida se atrampa el situacionismo, falto
de un criterio objetivo de bondad, que permita discernir, al
menos en las cuestiones fundamentales, el bien y el mal antes de
la praxis.
La libertad que gritan es una libertad desmochada, amputada,
mutilada por lo alto y por la base; disminuida, reducida a
«posibilidad-de-hacer-sin-trabas-lo-que-me-venga-en-gana»,
excluyendo lo exclusivo de la libertad propiamente humana, la
libertad de ser, de poder llegar a ser lo que se debe ser: dueño
y señor de sí mismo y de la propia situación, con aptitud de
disponer de sí mismo en orden a la consecución de lo que
confiere a la vida en el mundo, su verdadero y gozoso sentido: lo
que está más allá de este mundo, de este tiempo, de este
espacio, de esta situación, es decir, la Suma Verdad, Bondad
infinita, Amor supremo, Dios.
Libertad
condicionada
Acierta la «ética de situación» al afirmar que la libertad se
halla condicionada por la circunstancia. Yerra en cambio cuando
piensa que la situación es más fuerte que la libertad; que la
persona debe ceder a la situación la primacía sobre las leyes
universales del orden moral, como si el hombre, en ocasiones,
«no tuviera más remedio» que saltarse esas leyes, que no
pudiera confesar su fe y ser consecuente en la conducta, que no
pudiera ser siempre casto, o fiel al cónyuge, u obediente al
Magisterio de la Iglesia.
A mi juicio, el que así piensa ostenta una grave ignorancia
sobre su propia libertad. No ha percibido la fuerza impresionante
de ese tesoro, don de Dios --participación en el poder y
señorío divinos-- que podemos llamar libertad interior y
profunda, personal
La fuerza
impresionante de la libertad
Como enseña Juan Pablo II, un «hombre puede estar condicionado,
apremiado, empujado por no pocos ni leves factores externos; así
como puede estar sujeto también a tendencias, taras y costumbres
unidas a su condición personal. En no pocos casos dichos
factores externos e internos pueden atenuar, en mayor o menor
grado, su libertad y, por lo tanto, su responsabilidad y
culpabilidad. Pero es una verdad de fe, confirmada también por
nuestra experiencia y razón, que la persona humana es libre. No
se puede ignorar esta verdad con el fin de descargar en
realidades externas --las estructuras, los sistemas, los demás--
el pecado de los individuos. Después de todo, esto supondría
eliminar la dignidad y la libertad de la persona, que se revelan
--aunque sea de modo tan negativo y desastroso-- también en esta
responsabilidad por el pecado cometido. Y así, en cada hombre no
existe nada tan personal e intransferible como el mérito de la
virtud o la responsabilidad de la culpa» (Ex. Ap.
Reconciliación y Penitencia, 2-X11-1984, n. 16).
Un ilustre científico afirmaba hace poco: «Estoy convencido de
que incluso dentro del ser manipulado hay suficiente remanente de
este factor llamado libertad que existe en la conducta humana.
Mientras se da un estado de conciencia es muy difícil asegurar
que está anulada la libertad. Incluso cuando está muy
disminuida o casi anulada, siempre hay suficiente remanente de
libertad y de responsabilidad para amar a Dios, que es el
principio de la santidad. Por eso estoy seguro que tanto un
depresivo como un neurótico pueden aspirar a ser santos, a pesar
de su neurosis o depresión». De otra parte, «por lo que se
refiere a la libertad interna, a lo que uno quiere dentro de sí
mismo, pienso que es casi imposible que el dolor llegue a anular
completamente la libertad de un individuo, aunque puede afectar
mucho su personalidad: cuando se trata, sobre todo, de dolores
crónicos puede llegar incluso a un cambio de personalidad, pero
sin que esto signifique pérdida de la libertad» (3).
Se puede torturar y matar al hombre, pero no su libertad. Puede
ser anulada su capacidad de decisión, con procedimientos
psicológicos o farmacológicos, pero si conserva la consciencia
de sí, permanece la aptitud de trascender la situación y darle
un sentido, cara a lo eterno.
El hombre, mas
grande que el universo
El mundo puede aplastar al hombre, pero --decía Pascal--, aún
entonces el hombre lo trasciende, porque el hombre sabe que está
siendo aplastado, mientras que el mundo lo ignora. Por eso
incluso en situaciones degradantes, el hombre sigue siendo dueño
de sus actos y puede optar por abandonarse a la abyección o por
afirmarse en su humanidad. Los campos de concentración --nazis y
soviéticos-- lo han puesto de relieve muchas veces.
Los materialismos son incapaces de comprender esa libertad
interior, profunda, de cada ser humano. Los más coherentes la
han negado de modo explícito. Marx, por ejemplo, negaba la
libertad al decir: «la libertad es la conciencia de la
necesidad». Cierto que la consciencia de la necesidad es un
signo de libertad. Cuando me siento coaccionado, sé que tengo
libertad. Pero la libertad es más que conciencia, es capacidad
de decidir sobre mis asctos, al menos en cuanto a su sentido.
Con una mayor dosis de vigor intelectual (metafísico), Marx
hubiera podido concluir, de sus propias palabras, una gran
afirmación de libertad, porque si el hombre es «consciente de
la necesidad» sólo puede ser porque no está enteramente
inmerso en la necesidad: está en ella, pero también más allá
de ella. El que está dormido no puede distinguir entre la
realidad y el sueño; en cambio, el que está despierto juzga y
distingue perfectamente entre lo real y lo soñado o ensoñado.
Si el hombre estuviese del todo envuelto en la necesidad ni
siquiera podría pensar en la libertad, como el que está dormido
no puede pensar en la diferencia entre realidad y sueño. Si cae
en la cuenta de estar apresado por alguna necesidad, sólo se
explica porque no lo está totalmente, porque le queda un
remanente muy importante de libertad con el cual puede
simultáneamente estar en una situación y trascenderla; la puede
mirar como desde arriba, desde fuera y, hasta cierto punto --pero
punto muy importante-- dominarla y darle un sentido. Así, el
hombre puede, por ejemplo, sentir una pasión fortísima que le
impele a matar, a robar, a adulterar, etc. Pero si conserva su
consciencia de sí, es capaz de resistir el impulso, negarse a
cometer el robo o el crimen, en una palabra, el pecado. Pensar
que la situación o circunstancia --la pasión-- puede resultar
más fuerte que la libertad, es la negación práctica de la
libertad, de la trascendencia del hombre respecto al cosmos, de
su dignidad radical. Es claro, pues, que la «ética de
situación» es negadora de la libertad, al menos de la personal,
interior y profunda.
Cuando se capta la propia libertad interior, se entiende que el
hombre, estando en el mundo, situado y condicionado por el mundo,
es más grande que el mundo entero. Comprende lo que decía Juan
Pablo II en Segovia, con palabras de San Juan de la Cruz: «un
sólo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo» (4).
Esta sabiduría brota de la percepción de la dimensión
espiritual de la propia naturaleza -- esclarecida por un estudio
metafisico de la persona --, y funda una consciencia profunda de
la libertad profunda; una consciencia que aferra y asume, en
virtud de la libertad, la propia libertad.
En ese entonces, marxismos, materialismos en general, éticas de
situación, aparecen con toda su falsedad al desnudo. La vanidad
de sus argumentaciones resulta obsoleta e irrisoria. Surge un
verdadero sentido ético de la vida, fundado en el natural
señorío para el que ha sido creado el ser humano. Se comprende
en su pleno sentido lo que se lee en la Sagrada Escritura: «Dijo
Dios: Hagamos el hombre a imagen nuestra, según nuestra
semejanza, y dominen en los peces del mar, en las aves del cielo,
en los ganados y en todas las alimañas, y en toda sierpe que
serpea sobre la tierra» (5). Nace la formidable pasión por la
libertad íntegra, ancha, profunda y trascendente, con nervio
teleológico, es decir, con sentido de larguísimo alcance, con
un por qué y para qué divinos. La libertad aparece en su justo
valor, valor de medio magnífico para realizar valores aún más
altos: la verdad, la bondad, la belleza, el amor, la justicia, en
toda circunstancia, en cualquier situación, aunque para ello sea
preciso empeñar la vida.
Los mártires han sido --y siguen siendo-- no sólo los grandes
testigos de la fe, sino también los grandes testigos de la
libertad, frente a todo situacionismo.
A la luz de la fe
Para comprender lo dicho hasta aquí no es menester la luz de la
fe, pero indudablemente la luz de la fe permite ver todas las
cosas con mayor claridad y certeza. Si se consideran cada uno de
los actos humanos en particular, toda persona puede y debe vencer
el mal, cualquiera que sea su situación. Sin embargo, es
teológicamente cierto que el hombre, en estado de naturaleza
caída, sin la gracia divina actual, no puede moralmente cumplir
durante largo tiempo toda la ley natural (6). El Concilio
Vaticano II constata que «el hombre se siente incapaz de
domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el
punto de sentirse aherrojado entre cadenas» (7). Sucede que el
libre albedrío «está viciado en todos» (8); «quien comete
pecado es siervo del pecado» (9), y «quien comete pecado es del
demonio» (10).
Tales afirmaciones parecen remitirnos de nuevo a alguna ética de
la impotencia, ética de situación que nos consuele ante la
imposibilidad de obrar el bien por largo tiempo, diciéndonos que
si en algunas situaciones no podemos hacer otra cosa que pecar,
Dios no nos lo tendrá en cuenta. Lutero incluso nos diría:
pecca fortiter!, pecad mucho, sin inconveniente, porque al fin y
al cabo estáis tan corrompidos que no podéis hacer otra cosa;
vuestra libertad es esclava y ancha es Castilla...
Sin embargo una ética semejante no puede «consolar» ni a Dios
ni al hombre que ama a Dios. Quien ama no se consuela diciendo:
«no puedo dejar de ofenderte, no me lo tengas en cuenta». Quien
ama a Dios aspira a la justicia en sentido bíblico, es decir, a
la santidad. Y Dios en su infinita misericordia ha querido que
podamos satisfacer toda justicia (11). Se ha hecho hombre para
redimirnos, rescatarnos del poder del demonio y del pecado, y
conquistarnos con su Sangre la gracia salvífica, que aniquila
las culpas y nos confiere vida y fuerza divinas, aptas para
vencer todo mal, no sólo por largo tiempo, sino durante la vida
entera.Cristo, con su Vida, Pasión, Muerte y Resurrección nos
redime, nos libera tan profunda y radicalmente que nos libra
también de toda ética de situación, y de la hiriente
humillación que supondría la salvación al estilo imaginado por
Lutero: radical negación de libertad y dignidad.
La liberacion
radical
Cristo nos ofrece la liberación radical. Si nos
«in-corporamos» a El por el Bautismo y los demás sacramentos,
por El, con El y en El somos capaces de cumplir siempre no sólo
la ley natural, sino también la evangélica (que incluye la
natural), con todas sus exigencias sin cuento, porque al darnos
la Ley, nos ofrece al mismo tiempo la gracia --fuerza
sobrenatural-- para cumplirla. Por eso, la Ley de Cristo, como
dice el Apóstol Santiago, es la Ley perfecta de la libertad
(12), la ética que emana de un real señorío --real y regio--
del hombre sobre sí mismo y sobre toda circunstancia y
situación.
Debemos felicitarnos: ya no tenemos excusas para las derrotas
morales. Debemos «comprender» al hombre en su circunstancia, y
por eso, comprenderle «libre», con la libertad que Cristo nos
ha ganado (13) para toda situación.
Bien claro lo dice San Pablo: «no habéis sufrido tentación
superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá
seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la
tentación os dará modo de poderla resistir con éxito» (14).
Es la Ley perfecta de la libertad. No estamos condenados a pecar:
«la vida que está en Cristo Jesús te ha liberado de la ley del
pecado y de la muerte. Pues lo que era imposible para la Ley
(antigua), al estar debilitada a causa de la carne, (lo hizo)
Dios enviando a su propio Hijo en una carne semejante a la carne
pecadora, y por causa del pecado, condenó al pecado en la carne,
para que la justicia de la Ley (nueva) se cumpliese en nosotros,
que no caminamos según la carne sino según el Espíritu» (15).
La Misericordia y la Justicia se funden en Cristo. El, con su
misericordia, nos conquista la justicia: la gracia para que
podamos ser santos e inmaculados en la presencia de Dios (16).
La verdadera ética cristiana, la Ley de Cristo, se encuentra
pues a muchas leguas de cualquier ética de situación. Es la
ética del señorío y de la justicia, la ética de la libertad y
del Amor, que otorga un amor capaz de vivir libre, esforzada y
plenamente la amabilísima Ley del Amor, que es Dios.
Antonio OROZCO ARVO.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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