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Los sucedaneos enquistan los problemas de la senectud en vez de resolverlos.
Los mayores de 65 años, pensionistas y sus conyuges, componen ya la mitad del censo electoral. Hay que ganar sus votos. La realidad es que han sido víctimas de una expoliación de derechos.
Hace ya bastantes años que los
sociólogos suecos descubrieron uno de tantos Mediterráneos a
que estamos habituados en nuestro tiempo como consencuencia del
desprecio hacia la historia y hacia la cultura heredada, o
tradición. Llegaron a la conclusión de que los ancianos
necesitaban a los niños y los niños a los ancianos. Pero ya
para entonces estaba irremisiblemente destruido el ancestral y
orgánico tejido social de las agrupaciones humanas abarcables y
convivibles. Ya para entonces el hogar se había convertido en un
ocasional lugar de encuentro para la pareja, los niños pasaban
casi todo su tiempo hábil en guarderías y centros escolares, y
los ancianos vivían almacenados en residencias más o menos
cómodas. Los sociólogos suecos idearon entonces un sucedáneo:
edificar las residencias de ancianos en la vecindad de los
centros escolares. Los resultados, sin embargo, fueron tan pobres
como desalentadores. Se demostró una vez más que es asaz
problemático sustituir la espontánea y continuada relación
entre abuelos y nietos por el sucedáneo de la socialización del
afecto.
El individualismo, la masificación, la construcción en vertical
de grandes colmenas, la degradación del tejido urbano rural en
beneficio del crecimiento desmesurado de las urbes y otros
fenómenos característicos del tramo final del periodo
histórico por el que transitamos, han acabado con lo que podía
definirse la casa de las tres generaciones. O sea, con el
escenario natural de la célula familiar en su dimensión plena.
No sólo se ha roto la cadena que los sociólogos suecos
pretendieron reconstruir con un sucedáneo.Se ha desmantelado una
dinámica ancestral de solidaridad familiar y vecinal que
satisfacía a muy bajo costo y con gran equilibrio entrópico,
además de con muy humana relación, necesidades y servicios de
unas y otras generaciones. La calle ha dejado de ser un lugar de
encuentro para convertirse en carril inhóspito de paso,
monopolizado por los automóviles. Y su antiguo interclasismo,
merced al cual existía un activo intercambio de prestaciones,
está suplantado por la homogeneidad clasista de la capacidad
adquisitiva que diferencia entre sí a los barrios y a las
urbanizaciones. En multitud de ámbitos, la natural dinámica de
la relación se ha visto forzosamente suplantada por los
sucedáneos.
Vivimos inmersos en la sociedad de los sucedáneos y de los
eufemismos creados para enmascarar la realidad o evadirse de
ella. El lenguaje es aleccionador en tal sentido. En lo que a
nosotros atañe, se elude hablar de senectud, vejez o ancianidad.
Ahora somos mayores, lo que, con todos los respetos, no deja de
ser una estupidez, sobre todo si tomamos en consideración que a
efectos legales se comienza a ser mayor a los 18 años. O se nos
encuadra en la tercera edad, otro tonto eufemismo. En su riguroso
significado, la ancianidad es el "último periodo de la vida
ordinaria del hombre". ¿Y cuando comienza realmente la
vejez? El envejecimiento biológico del hombre es muy temprano,
según aseveran los científicos. O sea, que comienza desde el
momento en que el joven culmina su desarrollo. A partir de ese
momento se inicia el lento declive del envejecimiento. El hombre
maduro vive ya en trance de vejez, por mucho que se empeñe en
negarlo. Tampoco con criterios cronológicos tiene sentido hablar
de tercera edad. Si tomamos como referencia los estadios a que
comúnmente se hace hoy referencias para distinguir entre las
generaciones, la nuestra no sería la tercera, sino la quinta e
incluso la sexta edad. De otra parte, nuestra lengua es rica a la
hora de matizar las muchas variantes vitales que caben en cada
estadio. En lo que concirne a la ancianidad, el muy noble, digno
y natural periodo último de la existencia, el lenguiaje
distingue en el ambito de los ancianos, o veteranos, muy diversas
situaciones. Hay viejos, viejezuelos, viejarrones, vejancones,
viejetes, viejazos, carcamales, etc. Situaciones todas éstas que
no coinciden necesariamente con la edad. De la misma manera que
entre los maduros no son infrecuentos los casos de ancianidad
prematura, entre los viejos abudan los que conservan una
envidiable vitalidad hasta edad muy avanzada. De donde resulta
que a cada una de esas situaciones definidas por la rica lengua
española corresponde una actitud peculiar frente a la vida y,
como consecuencia, fenómenos específicos de relación y formas
pecualiares de asistencia y protección.
Durante los muchos miles de años en que prevaleció la
funcionalidad organizativa del orden natural, la senectud tuvo un
papel determinante en la vida de los pueblos. Los ancianos
configuraban algo así como el sacerdocio de la experiencia y de
la prudencia. Eran los depositarios de la tradición, cuyo
conocimiento es indispensable para un correcto abordaje del
futuro. Se ha dicho, en efecto, y no en balde, que los pueblos
que olvidan su pasado se ven forzados a repetirlo. Incluso en la
sociedad racionalista resultante de la revolución de la ciencia
mecanicista, la democracia inorgánica conservó de la orgánica
la ancestral institución del Senado, concebida como asamblea de
senectos, patricios y, en definitiva, personas respetables, a la
que accedían por sus méritos personales y no mediante elección
popular. La actual falta de entidad y función del Senado
proviene del desmantelamiento de su esencia y de la pérdida de
su respetabilidad, inseparable de la hurtada genéricamente a los
ancianos en la actual sociedad de masas. Un Senado como el que
ahora tenemos en España, compuesto en su mayor parte por
mozancones de demostrada y ovejuna servidumbre a los partidos que
les incluyen en las candidaturas cerradas, configura algo más
que una paradoja semántica. Es una aberración. O como se decía
antaño, con vigorsosa expresividad, un contraDios.
Las jubilaciones anticipadas son una consecuencia del agresivo
desprecio hacia la senectud que caracteriza nuestro tiempo. Lo
evidencia un hecho perceptible en cualesquier de nuestros
partidos políticos. En todos ellos existen, y muy mimadas por
cierto, secciones juveniles con sus propia personalidad. Pero en
ninguno una agrupación específica de ancianos. Dirán que los
ancianos participan en los partidos con la plenitud de los
maduros. ¿Pero cuántos respetables y respetados senectos
figuran en las respectivas ejecutivas y en cualesquiera de sus
cuadros directivos? Hay alguno que otro, conservado como mera
figura decorativa y vergonzante coartada. Sin embargo, ni pincha
ni corta. A lo sumo, es utilizado para faenas poco dignas. Los
ancianos son considerados como una carga, como oneroso lazareto,
tan sólo útil a efectos electorales. Es consecuente, por todo
ello, que en vez de una política encaminada a integrar a la
extensa senectud -en torno ya a los siete millones de españoles
con derecho a voto- en un gran esfuerzo colectivo de vida en
común y de auténtico progreso, se busque anestesiarla y
alienarla con sucedáneos. O sea, mediante la conversión falaz
en graciosas prestaciones gubernmamentales de los derechos a
ejercer con carácter personalizado, libre e independiente.
El ministerio de Acción Social, cuya gestión le hace merecedor
del título más ajustado de ministerio de Promiscuidad Social,
se ha convertido de hecho en una versión socializada de las
obrtas benéficas que antaño dispensaban arstócratas ociosas.
En vez de tómbolas, ropas de abrigo y refrescos festivos en las
alamedas, se organizan concursos, bailes nostálgicos y viajes en
grupo. A quienes vivieron las carencias de sus antepasados en la
ancianidad, les parecerá una formidable conquista. Pero si
usaran de la memoria como base de un análisis crítico,
descubrirían que siempre ha existido una estrecha relación
entre las formas de beneficencia y los niveles de la renta
nacional. Y llegarían asimismo a la conclusión de que los
grandes sacrificios y en el enorme trabajo realizado durante las
tres décadas de postguerra por las generaciones que hoy superan
los 65 años, hicieron posible generar tan importante riqueza
nacional que incluso todavía resiste a las arbitrariedes, la
prodigalidad, la corrupción y la incompetencia de quienes ocupan
el poder. Si existieran unas pensiones dignas, acordes con lo que
esas generaciones aportaron al desarrollo nacional y equiparables
con las europeas de las naciones de cabecera a las que se nos
dice que convergemos, y si además de ello dispusieramos de unas
mutualidades fuertes y eficientes, los ancianos no dependerían
para su solaz de los sucedáneos que dispensa el ministro de
turno con oscuros provechos marginales, según parece
desprenderse de lo publicado acerca de escándalos como el de
Ceres. La multitud de pensionistas europeos que desde hace años
pasan sus vacaciones en España no lo hacen bajo la tutela
electorera de un gobierno-partido, sino como resultado de una
decisión libre, acorde con unos ingresos razonables, tomada en
el seno de organizaciones propias e independientes. El avispado y
veraz dueño de un bar andaluz ofrecía en un cartel a sus
clientes: "Malta, 25 pesetas; café, 75 pesetas;
café-café, 200 pesetas". Los pensionistas de las naciones
europeas desarrolladas disponen a efectos económicos y sociales
de café-café. En España, por el contrario, tenemos malta
disfrazada de café-café.
Vaticinó el laborista británico Lasky en los albores del ahora
fementido Estado del Bienestar que en el futuro sería mucho más
difícil organizar el ocio que la jornada de trabajo. Se refería
a los problemas resultantes de la progresiva reducción de la
jornada laboral. La jubilación anticipada no sólo implica una
mengua en la capacidad adquisitiva, sino un corte radical en la
actividad profesional. Implica una zambullida a tumba abierta en
la gran piscina de la ociosidad, de la que muchos no logran salir
indemnes a superficie.La desocupación total subsiguiente a la
jubilación suele traducirse en un fuerte desgaste piscosomático
para quienes carecen de imaginación, de formación o de
posibilidades para combinar su amplísimo tiempo de ocio con
ocupaciones de una u otra índole, sean las propias de la
profesión abandonada o de aficiones antes insatisfechas, que les
hagan sentirse vivos y mantener en alguna medida relaciones
satisfactorias fuera del enclaustramiento generacional.
Existe una abundante y lacrimosa literatura sobre antiguos asilos
de ancianos. ¿Pero acaso es esencialmente diversa la realidad en
las actuales residencias? En primer lugar, son clasistas por
cuanto el ingreso en ellas está regulado por el precio. Pero la
entidad de las comodidades y de los servicios, acorde también
con lo que se paga en unas u otras, no compensa, salvo en casos
concretos, el abandono del hogar propio, la ruptura con
relaciones afectivas ahormadas durante una larga vida activa y la
renuncia a indudables márgenes de libertad. Las residencias
suplen sin duda alguna las graves dificultades de toda índole a
que un anciano debe hacer frente en el entrópico hacinamiento
urbano de la sociedad de consumo en masa. Pero por ello mismo
configuran una solución artificial a un problema provocado por
la estructura inhumana del actual estadio terminal de la
civilización racionalista. A la postre, un sucedáneo al que
debe recurrirse por fuerza, aunque el anciano deba autoengañarse
para no morir de tristeza y de añoranza. Es el motivo de que sea
creciente la tendencia de muchos a prepararse previsoramente una
casa para el retiro en sus pueblos de origen, con la ilusión de
encontrar en ellos una existencia más humana, una natural
convivencia, algún quehacer para distraer la ociosidad y un
coste de vida más acorde con la cortedad de la pensión.
¿Y cómo salir de este atolladero? ¿Cómo restaurar una
espontánea convivencia intergenaracional, facilitada por una
correcta aplicación de los avances tecnológicos? Ha de
admitirse con rigor que será muy difícil recrear un mundo
habitable para los ancianos sin una radical transformación de la
sociedad. Una transformación que se producirá de manera
inevitable y traumática a través del proceso sustitutorio de la
actual civilización inorgánica en agonía por el nuevo estadio
de civilización funcional hacia el que empuja la revolución de
la ciencia cuántica. Sin los rectores de la cosa pública
dispusieran de imaginación creativa y de auténtica vocación de
futuro, tratarían de sentar desde ahora mismo las bases para ese
mundo nuevo que emergerá del caos terminal del modelo de
sociedad en que hormigueamos.
Podemos iniciar una recreación avanzada del antiguo tejido
social mediante una aplicación inteligente de las lecciones que
emergen de la llamada economía sumergida. Las actuales
tecnologías y sus desarrollos previsibles permiten ya, y lo
harán aún más factible en el futuro, trasladar muchos puestos
de trabajo desde las fábricas y las oficinas al domicilio de
quienes los ejecutan, convertidos así en autónomos y dueños
por tanto de su tiempo, principal soporte de la libertad. Aún
contando con los aumentos de productividad resultantes de las
modernas técnicas agropecuarias, no son la agricultura y la
ganadería las que permitirán revitalizar los burgos
despoblados, sino la creación en los mismos de actividades que
de alguna manera, y en forma acorde con las necesidades
previsibles, reproduzcan el tejido artesanal que les dotó
originalmente de viabilidad y dispongan de servicios adecuados.
En un ambiente así sería posible que los ancianos continuaran
su vida activa en forma acorde con su disponibilidad vital,
reinventar asimismo la casa de las tres generaciones y
proporcionar a la senectud el escenario idóneo para transitar
humanamente el periodo final de la existencia.
Al hilo de las anteriores reflexiones sería sin duda muy
positivo que una Fundación epecífica de nueva creación,
abordara un estudio riguroso de los problemas que afectan a la
senectud, sus eventuales líneas de solución fórmulas posibles
de actuación en las direcciones apuntadas, e incluso abordara
algún ensayo de aplicación práctica.
En otro ámbito, sometemos a la consideración la propuesta de
que haga suya la reivindicación de que el Senado, que ahora se
pretende convertir en cámara de las autonomías para justificar
su existencia, retorne a su originaria configuración como
asamblea de patricios. Resulta congruente que unos siete millones
de pensionistas, en la actualidad orillados y convertidos en mero
objeto electoral, aspiren a estar representados de manera
congruente, a defender los problemas que además de serles
comunes muy poca relación guardan con las ideologías y a que se
oiga la voz de la experiencia. Los que por imperativo biológico
o por causa del forzamiento de las jubilaciones anticipadas
componemos el amplio mundo de la senectud debemos adquirir clara
conciencia del poder resolutivo inherente a su número,
potencialmente recrecido por obias razones de afinidad. No
tenemos por qué mendigar concesiones. Unidos dispondremos de
fuerza suficiente para exigir justicia.
Ismael Medina.
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