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Arbil, apostando por los valores de la civilización cristiana

Por la Vida, la Familia, la Educación, la dignificación del Trabajo, la Unidad histórica, territorial y social de la Nación, y por la Regeneración Moral y Material de nuestra Patria y el mundo

 


Indice de contenidos

- Texto completo de la revista en documento comprimido
- Elogio de la curva
- El tratado De Civitate Dei y la interpretación agustiniana de la Historia
- Acedia, Caridad e Historia
- Editorial: Secularización, consumismo y Navidad
- ¿Existe la Inspección de Trabajo?
- ¿Hacia una remodelación decisiva de los espacios políticos de la izquierda y el nacionalismo vasco en Navarra?
- Iglesia y Política. Cristo Rey
- Algunas de las principales armas de destrucción masiva
- Política y familia: necesidad de invertir los términos
- Una entrevista a José Miguel Aguado Palanco: la Asociación para el Diálogo y la Renovación Democrática y el catolicismo social
- Filipinas (1898-1946): el drama de la re-colonización
- Multiculturalismo e inspiración cristiana de la sociedad
- La buena prevención del SIDA es la educación
- "Librémonos de Hitler"
- Breves notas para un análisis del nacionalismo gallego
- Concentraciones provida en el día de los inocentes
- Garry Owen, himno del 7º de caballería. (Un irlandés, su canción y su caballo)
- La devoción hacia el Santo Padre no debe ser jamás a título personal
- Grafite, una experiencia católica en la nueva evangelización
- Algunos apuntes sobre el espíritu crítico español en su historia
- ¿Casarse por la Iglesia o por lo civil?
- Mundialismo y globalización
- Consideraciones en torno al verdadero Iraq
- La Editorial Católica en el primer Franquismo
- «Magnificat»,una ayuda para la oración del laicado y la familia
- Cuando no hay justicia "la culpa es de la víctima"
- ¿Tolerante o intolerante?
- Una nueva ley de reproducción artificial en Italia
- El agravio de los puercos
- México, un ejemplo para el catolicismo europeo
- Una heterodoxia que crece
- Las campañas de restaurar y vivir
- De cifras y dramas
- Camino a Auschwitz. Edith Stein
- XLII Encuentro de Universitarios Católicos
- Arbil-Bilbao con Nicolás Redondo Terreros en la presentaciòn del libro "Los Otros Vascos"
- Crónica de la cena que Arbil ofreció a la Dra. Mónica López Barahona
- Texto clásico: Historia de los Heterodoxos


CARTAS

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Revista Arbil nº 76

Iglesia y Política. Cristo Rey

por José Luis Serrano

En la cercanía de la festividad de Cristo Rey que la Iglesia celebra para resaltar las consecuencias sociales de la Fe el autor se hace y trata de responder a algunas cuestiones: ¿En qué consiste el Reino de Cristo?, ¿Cuál debe ser la influencia política de la Iglesia?, ¿Cuál es la incumbencia de la Iglesia en las cuestiones que se llaman temporales?


Una primera respuesta posible nos la ofrecen quienes han pensado que este influjo cristiano sobre lo temporal no existe o, mejor, no debe existir, ya que Cristo dijo: "Mi reino no es de este mundo". Y también: "Dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios", como separando la religión de la política, lo espiritual de lo temporal. La Iglesia debería ser entonces rigurosamente espiritualista, conceptuándose como traición a la voluntad fundacional de Cristo, toda ingerencia suya en el orden temporal. El cristiano tendría, pués, un sentido espiritual e interior: Se ocuparía de la eternidad, del más allá, no del transitorio más acá. Esto sería competencia de otras fuerzas no religiosas.

Pero interpretación érronea. Se reconoce aquí la vieja idea del protestantismo liberal, con su teoría de los dos regímenes distintos y separados. Ciertos cristianos opinan lo mismo. Repiten así la pretensión de los viejos liberales que marginaban a la Iglesia en los templos y en el "santuario íntimo de la conciencia", apartándola de la realidad. Idea renovada también en el mundo Marxista, y en general por cuantos quieren anular la potencia histórica y social del cristianismo.

No es cierto que la política no tenga nada que ver con la religión, pués como el objeto de ambas es el mismo ser, el hombre, y todo concierne a una manera de concebir el mundo y la vida, es evidente que entre ambos poderes debe haber mutua armonía y no enfrentamiento o contraposición. El destino del hombre -su destino eterno- se juega en el corazón de la vida social y política de los pueblos, que encierra siempre graves problemas morales.

Antes de hacer una exposición sobre el verdadero significado de la cita Evangélica "Mi reino no es de éste mundo" citemos dos textos de Pío XII:

1º. "La Iglesia deberá hoy más que nunca vivir su propia misión; debe rechazar con mayor energía que nunca aquella falsa y estrecha concepción de su espiritualidad y de su vida interior que desearía confinarla, ciega y muda, en el retiro del santuario"

2º. "La Iglesia no puede, encerrándose inerte en el secreto de sus templos, desertar de su misión divinamente providencial de formar al hombre completo y así colaborar sin dencanso en la construcción del sólido fundamento de la sociedad. Esta misión es para ella esencial" (Pío XII, La elevatezza, BAC, doctrina política, pág. 927.)

Cristo es el Señor de la historia y el futuro juez de las naciones. El Verbo de Dios ha penetrado, por la Encarnación, en la totalidad de la existencia humana..

Cristo Rey.

Este principio que parece que se seculariza, que como hemos visto se aprovecha incluso por los maestros falsos del espíritu: El reino de Dios no es de este mundo o "Mi reino no es de este mundo". Ahora bién, si esta frase se intérpreta en su simplismo literal, si el reino de Dios no es de este mundo y, aún en el supuesto de que Dios exista, como no es de este mundo, como Dios es algo ajeno a este mundo, marginado, alejado del mundo, Dios debe quedarse como una pieza alejada de museo, mientras el vivir de la ciudad terrena discurre con autonomía por sus propios campos y sus propias directrices.

Para recordar que no sólo individualmente, sino que la sociedad como comunidad política también tiene unos deberes para con Dios, se instituyó por Pío XI la fiesta de Cristo Rey. Se hizo para que se reconozca y se proclame en sociedad la soberanía de Cristo, y los mismos gobernantes -que según el Papa, deben sentirse representantes de Aquél- den públicas muestras de veneración y obediencia al Señor (Encíclica "quas primas", 11 diciembre 1925).

Por ello se comprende y tiene sentido que diga el Papa en la citada encíclica:

"Cuando mayor es el indigno silencio con que se calla el dulce nombre de nuestro Redentor en las conferencias internacionales y en los Parlamentos, tanto más alta debe ser la proclamación de ese nombre por los fieles y la energía en la afirmación y defensa de los derechos de su real dignidad y poder"

Los ciudadanos y gobernantes cristianos no pueden actuar como si Cristo no estuviese presente o no fuese la clave de la Historia. Proceder así sería una apostasía pública, de la cual son formas actuales -además del ateísmo que niega a Dios, y del "laicismo" que intenta construir la sociedad prescindiendo de la religión (LG 36)- una secularización en la que se eclipsa toda referencia directa y operativa a Dios y a su Ley, la confesión del Señor se diluye vergonzosamente en vaguedades, y el supuesto "humanismo cristiano" de muchos elimina a Cristo degradándolo a mero símbolo de la autonomía del hombre.

Si, Jesucristo es rey. Rey universal... y, por tanto, rey de los reyes, rey de las naciones, rey de los pueblos, rey de las instituciones, rey de las sociedades, rey del orden político como del orden privado. Si Jesucristo es rey universal, ¿cómo podría esa realeza no ser también realeza sobre las instituciones, sobre el Estado: realeza social? ¿Cómo se la podrá llamar universal sin ella?

"Cristo es Dios, es hombre y es Rey".

Los Magos, que vinieron al pesebre bajo la luz insólita y desacostumbrada de una estrella, lo reconocieron y lo proclamaron así, asumiento la representación de la humanidad toda y ofreciéndole, como nos recuerda el evangelista San Mateo, "aurum, thus et myrrham" (II, 11), oro como Rey, incienso como Dios y mirra como hombre.

Y Cristo - la Palabra sin palabras durante la niñez desvalida- contestará más tarde -luego de transcurrir 33 años- con un triple "Sí" a ese triple ofrecimiento. A la pregunta de Caifás durante el proceso religioso, "¿eres Dios?", Cristo responde: "Tu dicis". A la pregunta de Pilato, durante el proceso civil, "¿eres Rey?", replica"Ego sum". A la pregunta, inquisitiva y escudriñadora, de los que le habían considerado como un fantasma, les dice entre los suspiros de la agonía: "consummatum est", dando con su muerte, el testimonio más inéquivoco de su perfecta humanidad.

Interesa destacar que el adelgazamiento operativo y la minimización progresiva de la fiesta que instiltuyó Pío XI al conmemorarse, en el año 1925, los 1600 años del Concilio de Nicea, se debe a que las causas que motivaron la institución de aquella festividad litúrgica, han producido consecuencias mucho más graves de las que, sin duda, el Pontífice autor de la Encíclica "Quas Primas", hubiera podido sospechar o predecir.

Hablaba, en efecto, el Pontífice, de la "fiesta del laicismo" como fundamento de una serie de males a los que la festividad de Cristo Rey, con las necesarias exigencias que la misma comportaba, pondría el deseado remedio. Naturalmente, que cuando el Papa hacía referencia al laicismo como proceso secularizador, tenía presente al ciudadano y a la sociedad civil, en los cuales "no maduró en un sólo día". Lo que el Papa no podía figurarse es que el proceso secularizador, estimulado por el laicismo, se desarrollase de tal modo que penetrara en el cristiano y en la sociedad religiosa, llegando a afirmarse que la Iglesia carece de autoridad para pedir a las comunidades políticas que acepten sus propias convicciones por ejemplo sobre la indisolubilidad del matrimonio, como si estas convicciones hubieran sido elaboradas en un círculo doctrinal, o pudieran ser sometidas a referéndum y no fueran -como lo son- un mandato de Cristo: "Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre".

El Papa imputaba al laicismo el hecho doloroso de que "la Religión cristiana había sido igualada a las demás religiones falsas y rebajada, indecorosamente, al nivel de estas".

¿Y qué el el laicismo, que de forma tan radical condenaba Pío XI?. Laicismo (acad.): doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado de toda influencia religiosa.

Ciertamente que el Papa no condenó la autonomía del orden temporal, ni la dignidad y libertad del hombre, exaltada en el Concilio Vaticano II. En su interpretación correcta, aquella autonomía no es independencia de la ley divina, sino reconocimiento de que, al lado de la normativa eclesiástica, existe un juego de leyes que, desde un punto de vista ontológico (del ser), la Iglesia nada tiene que decir. Así sucede con el cálculo de la resistencia de los materiales o el trazado de una línea de ferrocarril. La dignidad y la libertad del hombre, por otra parte, nunca encontrará más ardorosa y tenaz defensa que en la Iglesia católica. Cuando en el Vaticano II en la Constitución "Gaudium et spes" (punto 36) nos habla de la legítima autonomía del orden temporal, precisa que: "Esta autonomía no significa que las cosas no dependan de Dios y que el hombre pueda usarlas sin referirlas a Dios."

Lo que sucede es que, retorciendo el significado de las expresiones (autonomía de lo temporal como independencia de lo Divino), el laicismo pretendía y pretende, manteniendo su identidad, romper el triángulo Dios-hombre-mundo aplastándolo y reduciéndolo a una línea horizontal en la que Dios, como vértice elevado, pero unido a los otros desaparece. El orden temporal, tiene, a lo sumo (como en la fórmula teilhardiana) un principio y un fin, un alfa y un omega, un punto de partida y un punto final. De este modo, el Dios providencia y el Cristo camino y vida para el camino, se diluyen y acaban perdiendo toda vigencia y todo significado. ¿Qué puede significar, para estas concepciones acomodaticias y residuales del cristianismo, la fiesta de Cristo Rey?

Por lo que respecta al hombre, como vértice de ese mismo triángulo, el laicismo se empeña en un trueque fraudulento, al poner el énfasis de la dignidad del hombre, no en su filiacion divina, sino en el dictamen individual de la conciencia, haciendo de la conciencia subjetiva de cada uno, la fuente de los criterios de moralidad, olvidando que si hay conciencia sicológica libre, que hace al hombre responsable, es decir, capaz de diálogo con Dios y de respuesta afirmativa o negativa a sus requerimientos, no existe conciencia moral libre. (Se nos dice con frecuencia: Cada uno obre según su conciencia; ¡ayá cada uno con su conciencia!; aborto, cuestión de conciencia. etc)

"La conciencia, -ha dicho Pablo VI en su alocución del 12 de febrero de 1969-, no es por sí misma árbitro del valor moral de las acciones, sino intérprete de una voz superior. No es fuente del bien y del mal, sino advertencia tan sólo", añadiendo la Constitución "Gaudium et spes" (número 16) que "la conciencia descubre una ley que no se dicta a sí misma y a la cual debe obedecer." Ahora bien, si la conciencia individual es -como se dice de contrario (es decir equivocadamente)- fuente de los criterios de moralidad sin apelación a unos baremos revelados y objetivos, la idea de Dios se difumina o se rechaza, el hombre busca en sí la razón de su dignidad, se autocentra e idolatra, se estima su propio salvador y se convierte en el demiurgo (creador) de su propio destino. ¿Qué puede significar, para estas concepciones propias de un cristianismo autosuficiente y orgulloso, la fiesta de Cristo Rey?.

En una época presidida e influenciada profunda e incisivamente por el ateísmo doctrinal o práctico (en la vida), en la época del eclipse de Dios, en un mundo caracterizado por la huída de lo divino, en un tiempo en que no ser ateos es ir contra corriente, en una ocasión como la actual en que no nos enfrentamos con herejías parciales, con amputaciones dogmáticas o con podas sacramentales, sino con la herejía completa, radical y absoluta de la negación de Dios, ha podido hablarse, en una atmósfera decadente y contaminada, de un cristianismo vaciado de Dios y de una teología de la muerte de Dios que, inexorablemente, conduce a una antropología hueca y careada, porque se queda sin el hombre al que, quizá queriendo ensalzarle, lo anega y hunde. (antropología: Ciencia que tiene por objeto el estudio del ser humano) ¿Y qué puede significar, para estas concepciones del cristianismo sin Dios, la fiesta de Cristo Rey?

Ahora bien, si Cristo da testimonio de la Verdad, y para eso vino al mundo, y Cristo aseguró en un instante solemne, "ego sum rex" ¿De qué y de quienes es rey?. Porque cabe admitir, por pura obediencia formal, la fiesta litúrgica de la realeza de Cristo, pero ¿a qué reinado hacemos referencia en la misma?

En esta hora de confusiones doctrinales conviene clarificar las ideas y hay dos direcciones, quizàs mantenidas y divulgadas de la mejor buena fé, en torno al reinado de Cristo, que son equivocadas porque distorsionan su contenido y su hacimiento. En un esquema simple, tales orientaciones equivocadas son las siguientes.

- En primer lugar, la que, de algún modo, aunque con un transporte del tiempo y de la circunstancia histórica, sigue calificando y queriendo al Cristo "Rex Israel" (Juan XIX, 13) de la dominica de ramos, hasta el punto que cuando este anhelo no se cumple, con sentido irónico, pondrá, en una tablilla, sobre su cadáver: "Iesus Nazarenum Rex Iudeorum" (I.N.R.I.) (Juan XIX, 19)

Bajo ropajes distintos, el "rex iudeorum" es un rey en el tiempo y para el tiempo, del mundo, según el mundo y para el mundo. Pero fue el propio Cristo el que afirmó: "Regnum meo no est de hoc mundo". Por eso Cristo contestó a Pilatos: "Si mi reino fuese de este mundo, mis gentes (mis súbditos) habrían combatido para que no cayera en manos de los judíos" (Juan19,36).

Entre los gritos desgarrados y los sarcasmos de los que pensaban en un reino de este mundo, y, por tanto, creían que la crucifixión de Jesús era el final de toda esperanza ("Si eres Rey, sálvate y sálvanos, baja de la Cruz"), uno de los crucificados descubre de pronto la admirable trascendencia del Reino de Cristo; increíblemente se convence de que el moribundo, muriendo, va a reinar: "Jesús acuérdate de mí cuando llegues a tu reino". El le dijo: "En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso".

En 2º lugar, otra orientación equivocada, es la que atiende de un modo exclusivo (único), al "regnum caelorum", o sea, a un reinado que se situa mirando hacia arriba, o hacia el final. Hacia arriba, en una zona ausente, yuxtapuesta o, a lo sumo, tangencial al derrotero histórico, en la que distanciado, despreocupado o ajeno a nuestras cosas, Cristo, encarnación del "Deus absconditus" (escondido, desconocido), se introduce y arropa, luego de cumplir la misión que el Padre le encomendara. Hacia el final, en una perspectiva puramente escatológica (1) y, por ello, en un reinado ultimista y postrimero, que comenzará con la Parusía (2) cuando los hombres oigan las palabras de Cristo que recoge San Lucas: Para que comais y bebais "in regno meo". (Luc. XXII, 29)

Entre el "Rex Israel" y el "Regnum Caelorum" hay una posición ortodoxa (3) Su reino no es de este mundo, es decir, no proviene de este mundo, y, porque viene de arriba y no de abajo, ninguna mano terrestre podrá arrancarselo. Mi reino no es de este mundo, es decir no es como los reinos de la tierra, limitados en el tiempo y en el espacio; no depende de un prebiscito ni del sufragio universal. No es rey de este mundo porque los reyes de este mundo pueden engañar y ser engañados; se puede uno librar de ellos; se puede huir de su justicia. Nada de esto es posible a su respecto.

Tal es el sentido de la fórmula evangélica. Nada que indique que no se ejerza sobre este mundo, sino únicamente que no procede de él. De ningún modo resulta de estas palabras que Jesucristo no deba reinar socialmente, es decir, imponer sus leyes a los sobertanos y a las naciones.

Porque si el reino de Cristo no es de este mundo, es decir, según los criterios y los esquemas del mundo, tampoco es un Reino abstracto, quimérico, algo así como un arquetipo inalcanzable o situado en el más allá de una frontera escatológica. Rex. "cuius regnit nom erit finis", pero de un reino que tiene un principio y ese principio no está en la segunda venida del Señor, en la Parusía del Apocalipsis, sino en su primera visita, en el instante en que el Espíritu, al cubrir con su sombra a María, le engendró en sus entrañas virginales. El "fecit mihi magna qui potens est" no hace sólo relación a María, como madre de Jesús, sino a María como madre del Rey de Reyes y Señor de los Señores.

Si "Mi reino no es de este mundo" significara que la realeza de Nuestro Señor no sobrepasa el orden de la vida interior de las almas, sería necesario admitir que aquella otra frase de Jesús "TODO PODER ME HA SIDO DADO EN EL CIELO Y EN LA TIERRA" no es más que una amable jactancia. Sería preciso decir que otros muchos pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento son fórmulas huecas y sin valor. Habría que decir, sobre todo, que la Iglesia no ha cesado, desde hace 20 siglos, de equivocarse en este punto.

Porque es verdad que el reino de Dios no es de este mundo, según este mundo, pero se incoa, comienza, en este mundo, se prepara, empieza a construirse en este mundo. No es de este mundo el reino de Dios, sencillamente porque no tiene las características y las comnotaciones de los reinos temporales y, además, porque incoándose, preparándose, construyéndose en el mundo solamente en la eternidad adquiere su plenitud y su perfeccdión, pero es un reino también que se incoa en este mundo, porque fué Cristo el que dijo a Pilatos: "Yo soy Rey, tú lo has dicho". Es Cristo el que proclama públicamente, solemnemente, con las palabras que tienen más tensión cuando la muerte se aproxima, que el era Rey.

Cristo con su Buena Nueva, vino a predicar el Reino y suyas son las llamadas PARABOLAS DEL REINO -el grano de mostaza, la siembra, la lámpara sobre el celemín, la perla de gran valor, el dracma perdido, la pesca milagrosa-; Cristo dice que está cerca de los que escuchan su palabra, y, ciertamente, los que le escuchaban estaban en el mundo. El dice que busquemos el reino de Dios y su justicia y lo demás se nos dará por añadidura. El dice que el Reino de Dios padece violencia; cuando nos enseña a orar dice al Padre que se haga su voluntad así en el cielo como en la tierra, de tal manera que si la voluntad es un principio de soberanía que se impone y Cristo, maestro de la verdad, quiere que se haga su voluntad así en el cielo como en la tierra, queramos de una vez, proclamenos de una vez, que nosotros creemos en la soberanía de Dios, creemos en el gobierno de Jesucristo, en el reinado de Cristo sobre la tierra.

Y suyas son las llaves del Reino, que de manera simbólica, entrega a Pedro con toda la carga teológica y jurídica que dicha tradición supone.

El reino de Cristo, que no es como los reinos de este mundo, está, sin embargo, aquí y, aquí, en el tiempo, se inicia y se constituye, galvanizando y vitalizando, trabando y uniendo sus piezas, que somos los hombres, por el misterio de la gracia, que limpia y edifica, en lucha constante con el misterio de la iniquidad, que mancha y corroe.

Por eso, porque el Reino ya está aquí, porque queremos, como Cristo quiere, que se edifique, al extenderse la gracia vivificadora que la Iglesia administra y distribuye, decimos con la gran oración que el Maestro nos enseñara: "Venga a nos tu Reino". Pero que venga ahora, como sin duda está viniendo en cada segundo, cada vez que un alma se convierte, o aumenta en santidad, cada vez que una familia se aprieta, más hondamente, con amor en el seno del Amor, cada vez que una sociedad deviene más justa y sus miembros se saben y se conducen como hermanos en la andadura y en el destino.

Cristo que se negó a que lo proclamaran rey luego de la multiplicación de los panes, no se negará al hosanna (bendito) que precede a su elevación en el trono de la Cruz y al "crucifique eum" que lo anticipa y ello porque al no ser su reino como los reinos de este mundo, la cruz, por contraste, será el paso doloroso para la victoria de la Vida, que muriendo, se desbordará, a torrentes, para darla al mundo. Así el "adveniat regnum tuum" es una impaciente solicitud a esa sangre martirial del reino para que nos transforme, de tal modo, que siendo sus súbditos, al participar de su sangre seamos también sus hermanos.

De esta manera, el Reino de Cristo no es un reino metafórico, (un reino en sentido figurado), sino un Reino, como dice la Encíclica "Quas Primas", "en sentido propio y estricto". Si Cristo afirma "Rex sun ego" (Jn 18,37), Yo soy Rey, lo es en su plenitud, del cielo y de la tierra, del "regnun coelorum" y de los "regna mundi". El Reino, pués, se consuma después de la muerte. Pero germina y crece antes de la misma. Jesús Resucitado no nos espera solamente al final de la Historia. Va con nosotros en nuestro camino intrahistórico: El mismo es nuestro camino. Es "la clave, el centro y el fin de la Historia humana" (GS. 10).

Cuando se proclaman, con deje de absolutividad, los derechos del hombre, se deja en la penumbra una idea básica y es la siguiente: que el hombre, en cuanto criatura, es, ante todo y con respecto a Dios, un sujeto de deberes. Por eso Dios manda al hombre en el Paraíso y en el Sinaí, y Cristo le dicta un mandamiento nuevo. Sólo manda el que tiene la autoridad para hacerlo, el que es Rey. De aquí, siendo verdad que el hombre tiene derechos, tales derechos le corresponden y puede enarbolarlos y esgrimirlos en función del cumplimiento de sus deberes. (4)

A este argumento, que apoya la realeza de Cristo, su facultad de mando y la obediencia del hombre, se añade, además, lo que llaman los teólogos el derecho de conquista, y conquista sagrada, puesto que Jesús, al derramar su sangre por todos, nos ha ganado para El, para su Reino y a El, moralmente, pertenecemos.

Sigamos con los argumentos.

Después de la pregunta de Pilatos: "¿de dónde eres tú?"..., dicho de otro modo: ¿Quién éres? Y ante el silencio de este singular prisionero, amenaza al Justo en nombre de lo que él cree su autoridad. "¿No me respondes? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y para crucificarte?", y Jesús responde: "No tendrías ningún poder sobre mí, si no te hubiera sido dado de lo alto".

"No tendrías..." tú Pilato... Es decir: tu hombre político cualquiera investido de una parcela de autoridad..., quienquiera que seas: simple funcionario, juez, diputado, ministro, gobernador, príncipe o rey..., no tendrías ningún poder si no lo hubieras recibido de la Alto, es decir: de Dios, es decir, de Mí.

El origen divino del poder prueba, sin posible discusión, que la realeza que Cristo reivindica, aunque no es de este mundo, se ejerce sobre él, sobre los individuos, como sobre las naciones. Este reinado es un hecho individual, en tanto en cuanto considerado en la obediencia que cada alma fiel presta a Nuestro Señor Jesucristo. Así pues, el alma de cada uno de nosotros es una parcela del campo de jurisdicción de Cristo Rey. El reinado de Cristo será un hecho social, si las sociedades humanas le prestasen obediencia. Por consiguiente, se puede decir que el Reino de Cristo se hace efectivo (realidad) en la Tierra, en un sentido individual y social, cuando los hombres en lo íntimo de su alma y en sus acciones, y las sociedades en sus instituciones, leyes, costumbres, manifestaciones culturales y artisticas, etc, se configuran según la Ley de Cristo.

Es también una realeza social; puesto que está en el origen mismo del poder de Pilato. Prueba cierta, pues, de que el poder civil no escapa de ningún modo a su imperio. Por eso se dice que la soberanía es atributo de Dios y que el principio según el cual la soberanía reside en los hombres es una herejía. Por eso cuando se profesa esta, entonces sólo tiene cabida en la ciudad terrena el puro capricho de los hombres, los votos de los hombres, el sufragio electoral sin ninguna limitación..

Cristo es Rey de los reyes de la tierra (1 Tim. 6, 15 y Apoc. 12, 14 y 19, 16) y opone su Reino en la ciudad terrena al reinado de Satanás, que en las tentaciones del desierto le ofrece - pués los considera propios- los reinos de este mundo (Mt. 4, 8 y Luc. 4, 5-7).

La última consecuencia de esta interpretación simplista y equívocada "El reino de Dios no es de este mundo" es la consigna clara de Marx y sus seguidores: Toda apelación a lo divino es alienante, todo lo que sea religioso aranca al hombre de su inquietud por construir la ciudad terrerna. La religión, en definitiva, no es más que el "opio del pueblo".

No se entiende como puede conciliarse ese impetú de la "consecratio mundi" (Lumen gentium núm. 34) y de la animación cristiana del orden temporal, con el enfriamiento de la devoción y el escamoteo de la doctrina de la realeza social de Cristo. Si la sociedad civil está compuesta por hombres, si la comunidad política busca el bien común, del que es fuerza clave la viabilidad de los medios que conducen a la salvación eterna de los hombres, parece lógico que la ley y la justicia se alimenten de los mandatos de Cristo y que los gobernantes, no sólo como individuos, sino como representantes y agentes del Estado, rindan culto público al Señor, tal como lo pedía Pío XI y como lo pide la Iglesia en el himno tantas veces recitado:

"Que te honren con culto público los Jefes de las naciones,
que te adoren los magistrados y los jueces, que las leyes y las
artes te ennoblezcan".

Quiero detenerme aquí para precisar los conceptos. De un lado, la Iglesia es el gran sacramento de la salvación, y es a la Iglesia a la que, por ministerio y misión, corresponde la tarea de evangelizar y santificar. De otro lado, la comunidad civil no puede confundirse con la Iglesia, ni convertirse, so pretexto del reino social de Cristo, en una teocracia, en la que el poder político se asume por la Iglesia, so pretexto de ser la continuadora de su divino Fundador y en nombre de éste. Pero la comunidad política, obra de Dios, creador del hombre como ser social, y al Estado que la rige, corresponde la tarea de asumir, de hacer suya la Verdad y la Voluntad divinas reveladas en los textos sagrados en orden a su propia constitución y al cumplimiento de los fines que le son propios, es decir, al origen del poder, a la noción del bien común y a los principios conjugadores de la autoridad y de la libertad.

Son los príncipes de este siglo, siguiendo a San Pablo (1 Cor. 2, 6-8) los que deben entender la sabiduría divina y no rechazarla, repudiando y expulsando esa sabiduría, encarnada en Cristo, de las comunidades políticas que le fueron encomendadas. Sus reinados (el de los "regna mundi") gozan de la autonomía de lo temporal y se regulan por sus propias leyes, como la de movilizar a los súbditos para su defensa, pero no se independizan, ni por razón de su origen ni de su cometido, de quien los quiere para el bien común que comprende el logro, sin obstáculos en la comunidad política, de su salvación eterna.

El Reino de Cristo, siendo escatológico y personal, debe ser, sin duda, un reinado social.

Esta conclusión, que, a mi juicio, es irrefutable, conlleva unas afirmaciones que a los oídos de la teología liberal estoy seguro que parecerán escandalosas, aunque en realidad son de una lógica ortodoxa convincente.

Si Cristo, en efecto, se autodefine como la Verdad (Juan 14, 6) y asegura que ha venido al mundo para dar testimonio de Ella (Juan 18, 37), esa Verdad no puede rehuir la contemplación de la ciudad terrena en que el hombre habita, y cuya ordenación influye notoria y decisivamente en su forma de ser y de comportarse, y, por ello, en su destino trascendente.

Más aún, si Cristo, según el pasaje antes aludido (Juan 18, 37), asegura que "todo el que permanece en la Verdad escucha su voz", la voz de Cristo, cuando nos enseña a orar pide al Padre que así como su voluntad se hace sin problemas en el cielo, se haga también, aunque haya que resolver los problemas del "status viatoris", en este mundo. Si el cristiano, pues, conoce por el testimonio de Cristo la voluntad del Padre y, por ello, la de que a El queden sometidas todas las cosas (Mt 18, 28), sin excluir la sociedad temporal, resulta evidente de toda evidencia que el Reino de Cristo, siendo escatológico, para después, cuando alcance su plenitud o realización perfecta (Luc. 21, 31), y personal "ad intra", en la intimidad de cada hombre, es igualmente un Reino social, en la "Civitas" terrena del tiempo presente.

Esta línea encadenada de ideas nos conduce, no ya a la legitimidad, sino a la exigencia de una "Civitas" terrena, no diabolizada, sino cristianizada (es decir, convertida), cristiana (es decir, estructurada conforme a la Voluntad y Verdad divinas) y cristianizante (es decir, comprometida en una tarea de servicio apostólico coadyuvante).

La Cristiandad es así una consecuencia -realidad o proyecto todavía no logrado- del Cristianismo, la manifestación temporal y social de éste, la revelación de que los "regna mundi", que Satanás tiene como suyos (Juan 4, 6), le han sido arrebatados, porque también para su remate fue derramada en la Cruz la sangre redentora del Mesías.

De tal forma se vinculan Cristianismo y Cristiandad -Cristianismo como hecho religioso y Cristiandad como fruto de la asunción por la comunidad política de la Verdad y voluntad reveladas sobre ella-, que en la medida en que la Cristiandad se debilita por la agresión externa o la descomposición interior, el Cristianismo retrocede y la sociedad se paganiza recuperándola y sometiéndola de nuevo el príncipe de este mundo a su dominio homicida.

Lo que satanás desea es que todas las cosas ("Ya comáis, ya bebais, hacerlo todo en nombre de Cristo") que hay sobre la Tierra - las instituciones, el poder, las modas, la enseñanza, los espectáculos, la prensa, la literatura, la radio, las ciencias, las artes, la atmósfera de la calle, el trabajo y el descanso, la comida y la bebida, (por ejemplo el pecado de la gula), el amor y el matrimonio, la religión - todo, en lugar de acercar al hombre a Dios lo alejen de El. En realidad lo que hacen los estados modernos, tanto las democracias liberales como los estados socialistas es invadir un terreno que no es el suyo, creando lo que podriamos llamar una especie de "poder espiritual laico" distinto e independiente y por lo tanto diferente su magisterio al de la Iglesia.

Con esta afirmación queda respondida la siguiente pregunta: ¿Hasta que punto los Estados actuales son lo estrictamente temporales para responder al espiritu de la distinción entre el poder espiritual y el temporal? Elaboran su idelogía, DETERMINAN SU MORAL. Estados modernos tendentes a ser su propio Pontífice. Crean su propio magisterio y en este sentido son en realidad espirituales tanto como temporales. Es decir "acaparadores" de lo espiritual. TOTALITARIOS POR ELLO MISMO. Crean su propio "magisterio, cuando sólo puede y debe haber un magisterio con el sucesor de Pedro a la cabeza. Vicario de Jesucristo, puesto al frente de la Iglesia Universal con potestad suma, como maestro de la doctrina, de la moral y de la fe. Caen en el error, que advertía y llamaba Pío XII de crear una "Teología Laica".

Cristo es el "Kyrios", el Rey, el Señor que, como dice San Cirilo de Alejandría, gobierna como soberano a todas las criaturas. El -dice la Encíclica Quas primas - es "la fuente no sólo del bien privado, sino del público".

De aquí la fiesta de Cristo Rey que ahora celebramos, de aquí la denuncia ministerial y profética a un tiempo de Pío XI, de los "Estados que prescinden de Dios" y la solemne afirmación de que "la regia dignidad (de Cristo) exige que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al administrar justicia, ora, finalmente, al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres"

La Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política -de la Congregación de la Doctrina de la Fe-, de 24 de noviembre de 2002, firmada por el cardenal Ratzinger y aprobada por Juan Pablo II, tres días antes, arranca con un párrafo bien orientador: "No todas las posibles concepciones de la vida tienen igual valor, pues hay una norma moral, ontológica y arraigada en la naturaleza misma del ser humano a cuyo juicio ha de someterse toda concepción del hombre, del bien común y del Estado"

Ya se que la hora no es fácil. Pero nosotros queremos ser fieles a Cristo Rey, al magisterio de la Iglesia que nos urge a "militar con infatigable esfuerzo" bajo su bandera y a los que murieron con tan bella advocación en los labios y en el alma.

Nosotros profesamos la lealtad a Cristo Rey. Nos inclinamos reverentes, ante su poder y ante su amor, y, con amor y con obediencia, queremos seguirles, como quería San Ignacio, en su meditación de las dos banderas.

"Ego sum veritas" Tenemos un Rey-Verdad, y los suyos, los que pertenecen al reino de la verdad, escuchan su voz, oyen sus mandamientos y los guardan. "¡Cristo vence! ¡Cristo reina! ¡Cristo Impera!. Nada puede acallar este júbilo interior en medio de la hecatombe. Queremos que Cristo reine. Nosotros no gritamos aquello de la multitud embriagada y envilecida: "¡No tenemos más rey que al César!", porque cuando no hay más Rey que un César -sea cualquiera el nombre con que se disfrace- cuando el César no reconoce a Dios, ni le teme, ni le ama, entonces ese César terrenal es un tirano, que, al no respetar a Dios, esclaviza al hombre con la más brutal y la más despreciable de las tiranías.

Vosotros, los que tanto habláis de amor a los hombres, no olvidéis que este amor a los hombres no es posible en la sociedad, si la sociedad, politicamente organizada, no admite de veras el Reinado de Cristo, que es un Reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz.

De aquí la necesidad de instaurar todo en Cristo

Como dice Juan XXIII (Mater et Magistra), "Si el Señor no edificara la casa, en vano trabajan los que tratan de edificarla". Y Pío XII: "Es todo el mundo el que hay que rehacer desde los cimientos".

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José Luis Serrano

Notas

1.-Escatológico: Que pertenece o se refiere a lo que sucede después de la muerte, del destino final del hombre y del mundo.

2.- Parusía: La segunda venida de Jesús, para el Juicio Final o Universal y el fin del mundo (final de la Historia de la Salvación para la humanidad).

3. Ortodoxa: veraz; conforme al dogma católico en este caso.

4. Cristo no nos dice: todos tienen derecho a la vida o a la propiedad privada. De nada sirven estos derechos si no tienen otros la obligación de cumplirlos. Cristo dice, impone, deberes: No matarás, no robarás, etc.

 


Revista Arbil nº 76

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