Arbil, apostando por los valores de la civilización cristiana

Por la Vida, la Familia, la Educación, la dignificación del Trabajo, la Unidad histórica, territorial y social de la Nación, y por la Regeneración Moral y Material de nuestra Patria y el mundo

 


Indice de contenidos

- Texto completo de la revista en documento word comprimido
- Fin de la hegemonía española
- El quebrantahuesos
- Romano Guardini: El ocaso de la Edad Moderna
- Editorial: La declaración de derechos del hombre
- La ilusión monetaria
- El desconcertante mundo de la política
- "Movimientos antisistema". Foro Social Mundial
- Navarra: el final de la calma
- Historia de la guerra
- Capitalismo, globalización y dignidad de la persona
- La realidad del aborto: la frialdad de los datos
- El progresismo que viene
- "Feminismo" católico
- Algunas reflexiones en torno al conflicto iraquí y a la actitud de los católicos.
- El ornitorrinco en la playa: los jóvenes
- También en la guerra... el hombre es un ser para el amor
- La AK, Armia Krajowa, el Ejército Nacional Polaco (1939-1945)
- Combatir por la Fe
- San Ezequiel Moreno, un obispo molesto
- Fernando el Católico y los falsarios de la historia en Zaragoza
- Crónica de la Cena-Tertulia con José Ramón Losana, presidente de la Federación Nacional de Familias Numerosas
- Texto clásico: La Historia como obligación
- Texto clásico: Deberes de participación en el campo político. Código de Malinas

Especial: El caso Rosa, típica campaña abortista

- La violación y la muerte
- Un recuerdo para Rosa
- Nueve años y cuatro meses
- La niña Rosa ha sido manipulada miserablemente


CARTAS

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Revista Arbil nº 67

Textos Clásicos: La Historia como obligación

El texto, aparecido en la revista Alférez hace más de cinco décadas, conserva la actualidad y nos invita a responsbilizarnos en la construcción de la Historia

 

El católico, por serlo, cree en el libre albedrío. Pero esto, que suele aparecérsele bastante claro en el orden individual –su salvación o condenación dependen en última instancia de su voluntad–, se le olvida a menudo en el orden colectivo, en la trascendencia histórica. Existe un muy extendido «fatalismo histórico» que considera el curso general de los acontecimientos como algo no dependiente en ningún modo de los hombres, a modo de una gran bestia ciega y sin riendas que unas veces nos pisotea y otras nos lleva en su lomo. Y lo peor es que esta idea nace en ocasiones de un providencialismo mal entendido, según el cual la Providencia, al regir la historia, lo haría sin la menor colaboración con la libre actuación de los individuos; cuando lo cierto es que, tanto en lo particular como en lo colectivo. nuestra libertad tiene el rango de colaboradora en nuestra propia creación, rematando de un modo a de otro la actualización de nuestras posibilidades. Más claramente dicho: la historia, en el fondo, la hacemos nosotros, está en nuestras manos.

Naturalmente, el que no entiende bien el papel de su libre actuación en la historia, es porque no lo debe acabar de comprender en lo individual. Pues, en realidad, no hay una frontera entre los dos órdenes; todo acto, por privado que parezca, tiene una trascendencia –infinitesimal, si se quiere– en los siglos venideros y en las tierras más lejanas, siempre que caigan dentro del «cono del futuro absoluto», como dice Eddington.

Es cierto que cuando en la historia aparece un gran hombre de los que decimos que cambian su curso, lo hace como cúspide de una situación y apoyándose en unas posibilidades creadas por todos los demás, pero no es menos cierto que si ese hombre no apareciera, la historia iría de otro modo. Si Napoleón hubiera carecido de su circunstancia, por nacer en otro lugar o en otro tiempo, hubiera hecho muy poco, pero si la historia hubiera carecido de Napoleón –imaginémosle muriendo en el sitio de Tolón–, las cosas habrían marchado de otra manera; por ejemplo, no hubiera existido el 1808 español. Hoy día somos tal vez individualistas en exceso, y por eso se nos hace un poco difícil comprender esta gran suma arracimada de libres albedríos que mueve y hace la historia. Casi todo se nos da hecho, pero en nuestras manos queda una parte a realizar, infinitesimal en los más, de alguna importancia en muy pocos.

Hay que librarse del error, común en este tiempo entre muchos católicos, de creer que sólo hay que participar en la historia cuando las cosas vienen bien dadas, y que en cuanto los asuntos se ponen feos, se debe abandonar la historia en manos del diablo y meter la cabeza bajo el ala, refugiándose a esperar en una ilusoria catacumba bien aislada, que por esta misma sordera resultará precisamente lo opuesto a una verdadera catacumba. Una catacumba no es un refugio antiaéreo de ciudad, sino más bien una chabola de campaña de invierno. (Analizando bien, quizá se encontrasen unas gotas de este error en la actitud maritainiana. Y, sobre todo, en el abstencionismo –tipo M. R. P.– de tantos europeos.)

De aquí la obligación histórica del católico. Esto no quiere decir, ni muchísimo menos, que todos –a no ser pasivamente– hayamos de participar en la política, que es misión activa de unos pocos hombres con vocación, sino que hemos de poner al servicio de Dios la trascendencia histórica de nuestros actos, sin rehuir enfrentarnos con nuestra circunstancia. Siempre hay obligación de ataque o servicio a nuestro tiempo (o las dos cosas a la vez, sirviendo a lo que tenga de bueno y atacándolo para mejorarlo), jamás de indiferencia. Claro está, el hombre que sirve a una vocación individual –santidad, sabiduría, belleza– puede en algún caso no estar obligado a acordarse de la situación histórica en que vive, pero en realidad es él quien más influye en el curso de ésta. Y por eso, su deber histórico queda simplemente incluido en el particular, reforzándolo y agravando su responsabilidad por el camino que dentro de él tome.
 


Revista Arbil nº 67

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