Arbil, apostando por los valores de la civilización cristiana

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Indice de contenidos

- Texto completo de la revista en documento word comprimido
- ¿Nadie es culpable en la expansión del sida?
- Una táctica del nacionalismo vasco: hartar al enemigo
- La toma de Bagdad. Crónica sobre una guerra
- Editorial: Viajes en el silencio: La voz y el desierto
- El tema de la vida y la muerte
- La fiscalidad como moneda electoral
- Principio antrópico
- Chile y el "Partido Popular"
- Sin miedo a destacar
- Regeneración y modernización cultural de España
- Diario de un skin: una incursión en la periferia de la sociedad
- La otra guerra
- Salvar al soldado Chirac: el petróleo, Sudán y la libertad religiosa
- La actualidad vasca en nuestros días, de Felipe González a José María Aznar
- El Partido Liberal, FPÖ (Freiheitliche Partei Österreichs)
- Algunas notas para votar con sentido
- "Tiempo sin horas: angustia de vivir"
- Algunas controversias vistas tras una guerra finalizada
- Aconfesionalidad, laicidad y laicismo: A propósito de la declaración de la Plataforma para una sociedad laica
- Una fecha
- Un catolico ante la muerte
- Revisión de la Guerra Civil Española
- XLI Encuentro de Universitarios Católicos
- «No me arrepiento de nada»
- Ejemplos de cómo una Nación se plantea la moralidad de una acción política o militar
- Católicos en la vida pública en Pamplona: por una presencia activa y transversal en política
- La Misa, un milagro de amor
- Cena de Arbil con el exdirector de los servicios informativos de RTVE
- Texto clásico: Historia General de las Indias de Francisco López de Gómara

Especial Celebración de la V visita de Su Santidad el Papa Juan Pablo II a España:

- Cristianos del canto del gallo
- Juan Pablo II, el Papa del Tercer Milenio
- Esperando a Juan Pablo II
- Los mártires beatificados y canonizados por el Papa Juan Pablo II. Una reflexión española
- El Papa de los Movimientos
- La Europa de Juan Pablo II, del telon de acero a la bandera de la Inmaculada
- ¡Viva el Papa!
- "Cum Petro", "sub Petro" hacia la civilización cristiana en el tercer milenio
- Dios parece que "recupera" su protagonismo en la cultura occidental
- El Concilio Vaticano II en el Magisterio Pontificio de Juan Pablo II
- Mi viejo Papa


CARTAS

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Revista Arbil nº 68

Un catolico ante la muerte
La muerte del escritor católico argentino Dr. Gustavo Martínez Zuviría (Hugo Wast)

por Juan Carlos Moreno.

El hombre muere según ha vivido. No hay hombre de algunas luces que no haya reflexionado sobre la muerte. La muerte ha sido tema de estudio de genios, como Dante, Shakeaspeare, Chateubriand, Dostoiewski, Calderón de la Barca. El tránsito de este mundo visible al invisible; el tremendo enigma del hombre que habla y se mueve, y que de pronto enmudece y se queda inerte, para comenzar a disolverse; la gran aventura de la que escribía el sociólogo norteamericano Marden; la primera y la segunda muerte de que habla el Apocalipsis... ¡Bienaventurado el que no padece la segunda muerte, la del alma!

El pensamiento de la muerte sobrecoge al hombre; pero el que se familiariza con él, no lo teme; lo afronta y hasta lo halla saludable. Quien espera la resurrección de la carne, no teme el gran salto.

Gustavo Martínez Zuviría, que pensó en la muerte y escribió sobre ella páginas elocuentes y consoladoras, fue un hombre alegre, de excelente ánimo y vivió muchos años. El gran pensamiento que albergó en su juventud y lo siguió hasta la vejez, fue la educación cristiana, la única que puede enseñar los más profundos misterios. Estaba convencido de eso. Y de ahí su desvelo por la propagación del Evangelio, las nociones de Dios, Creador y Providente, la doctrina vivificadora que da la salud eterna.

El estaba preparado para el salto final. Había cumplido su misión, había peleado el buen combate. Podía esperar sereno la venida del Señor. Sabía, como Job, que un día sus ojos verían el Redentor, y, como San Pablo, que el hombre no perece, sino que se transforma; que Cristo es la resurrección y la vida, y quien cree en El, resucitará en el último día.

En sus escritos relevó la muerte del hombre perverso y la del justo.

Escribió en París un extenso artículo, que es una joya de la literatura hispanoamericana: El amor a la vida y el amor a la muerte. (Anatole france y Teresita de Lisieux). "El motivo de esta peregrina asociación de ideas es la formidable celebridad de ambos, una celebridad completamente moderna, que ha cubierto el mundo en tan pocos años, que podríamos decirla repentina."

El viejo filósofo que desdeñó la cruz y vivió epicúreamente, murió horrorosamente, clamando a su médico de cabecera que lo envenenara. Santa Teresita del Niño Jesús, que deseaba morir joven y sufrió con amor y esperanza, entregó alegremente su alma al Señor. Y mientras el alma del escritor blasfemo fue a parar a la Gehena "donde hay llanto y crujir de dientes", el alma de Teresita fue glorificada y pudo cumplir lo que había predicho "Quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra".

En su libro Navega hacia alta mar leemos estas reflexiones: "Se sabe de muchos que habiendo vivido como impíos, en la hora de la muerte se han convertido, y, por gracia de Dios, han muerto como fervorosos católicos: Pero no se sabe de ninguno que, habiendo vivido cristianamente, haya muerto como impío, renegando en su última hora de las convicciones de toda su vida."

La salud de Martínez Zuviría declinaba visiblemente. Había enflaquecido mucho. Aparecía muy cargado de espaldas, aquellas débiles espaldas que estuvieron inclinadas sobre la mesa de trabajo durante setenta años.

No permanecía ocioso sin embargo: Leía y redactaba. Sus escritos eran meditaciones, breves pensamientos, verdaderas gemas, asuntos del día o de la hora.

El 8 de marzo de 1962 lo vi por última vez. Lo hallé de buen ánimo, después del aire quebrantado que presentaba poco antes. Note en él un renovado vigor, puramente espiritual, era evidente, pues seguía padeciendo insomnio y agobiado por el asma que lo acompañó toda la vida. Díjome que había enviado un cuento, De la niñita que besó la Hostia, a su amigo Alfonso Junco, de México, con destino a la revista Ábside, que aquél dirigía. El título del escrito da una idea de su contenido: la piedad y la ternura. Añadió que estaba corrigiendo las pruebas de una nueva novela. Al preguntarle, sorprendido, cual era el título, respondió, sonriendo, que aún no lo tenía, que allí trataba el problema de la natalidad y que suscitaría discusiones (Esta novela se llamó Autobiografía del hijito que no nació, su obra póstuma, publicada un año después de su muerte, en 1963, cuyo dramático tema se ajusta a la encíclica Humanae vitae, de Paulo VI, dada en 1968).

Martínez Zuviría desmejoraba rápidamente. El 24 de marzo debió guardar cama, para ya no levantarse.

Estaba tranquilo, empero, y nadie preveía el próximo fin. Acaso él conocía el día y la hora, o los presentía misteriosamente, por aquella gracia que el Señor, a quien amaba y a quien había brindado la primicia de sus frutos, le concedía ahora abundantemente. Todas las mañanas después del desayuno rezaba el Rosario con su esposa, era hombre de oración y de meditación. Todos los días de su vida tuvo una piedad activa.

En sus últimos años asistía a Misa diariamente, con preferencia a la de las 6 de la mañana, por que era madrugador, y comulgaba en ella. Algunas veces sirvió de acólito.

Cuando vivía en la Biblioteca Nacional acudía a la de Iglesia de San Ignacio, y más tarde en su casa de la calle Uruguay, a la del Salvador o a la de Nuestra Señora de las Victorias. Creía en el dogma de la Comunión de los Santos y costeaba sufragios por las almas del Purgatorio.

En la cabecera de su cama pendían de la pared los retratos de San Ignacio de Loyola, en cuya orden pensó ingresar, y el de San Juan Bosco, el magnífico educador, cuya admirable vida escribió.

Amaba a la Virgen Santísima. Comenzó su veneración por la Madre de Dios en el Colegio de la Inmaculada en Santa Fé. A ella le dedicó las más finas alabanzas, entretejiéndolas en sus libros y en sus relatos autobiográficos.

En los últimos meses, quien lo visitara, podía verlo con uno de los tomos de la Sagrada Escritura, o con el Breviario Romano, que meditaba con asiduidad como un monje. Un día a la hora del crepúsculo, lo ví acercarse con paso lento, al vestíbulo, portando una lamparilla de aceite, cuya mecha acababa de encender, que luego depositó al pié de un gran cuadro, impreso en Francia, con una magnífica imagen del Sagrado Corazón de Jesús.

El 26 de marzo pidió a su hija Madelón que llamara al confesor, el Padre Max. Acudió el redentorista, a quien le suplicó que le llevara el viático.

El mismo día lo visitaron sus amigos los médicos Roque A. Izzo y Oscar Ivanissevich. El escritor estaba de buen ánimo, sentado en la cama, con las piernas hacia fuera, bromeando.

El 27 de marzo el enfermo recibió con devoción y buen espíritu el postrer Sacramento de la Iglesia, y comulgó en compañía de su esposa. Parecía animado de extraña vida. Después de la Extremaunción, pidió y recibió la bendición pontificia. Quería morir adherido a la Iglesia de Cristo, por la cual había luchado.

Por la noche llegaron el doctor Ivanissevich y su yerno el doctor Carlos Riviere. A instancias de éste, el enfermo tomó una cucharada de sopa de fideos, y no pudo sorber otra. Doña Matilde permanecía al lado de su marido, asistiéndolo constantemente, por que él no quería que lo atendiese otra persona. La anciana matrona no había podido dormir las últimas noches y estaba sumamente fatigada. El doctor Ivanissevich le mandó que descansara, y ella se recostó en la cama de al lado, vestida. Le preguntó al enfermo si necesitaba algo y él le dijo que reposase.

El escritor no durmió esa noche. Presentía la cercanía del tránsito ¿en qué se mantuvo pensando, desvelado, , la última noche de su vida terrena, el magnífico escritor? Estaba viviendo uno de los pasajes culminantes que había descrito con su pluma celeste.

Acaso recordase alguna escena, algún personaje: la enfermedad, la confesión, el Viático... Tal vez acudía el Angel de las tinieblas a perturbarlo, a desesperarlo; y su Angel guardián, en quien creía, alejaba al maligno, y lo guardaba y lo confortaba con alguna bebida misteriosa, como aquella que bebió el Señor desfalleciente en el Huerto de los Olivos.

Eran las cinco de la mañana del día 28 de marzo y apuntaba el alba. Entonces despertó a su mujer, diciéndole:

-Vamos a rezar el Rosario.

Doña Matilde se incorporó ¿Tan temprano rezar el Rosario! Nunca lo habían hecho a aquella hora, sino después del desayuno. Ambos repasaron las menudas cuentas, las fáciles y repetidas salutaciones angélicas, la devoción de los hombres y de las mujeres piadosas; aquella que mandó rezar el Duque de Austria, antes de la batalla de Lepanto, aquella que el Gral. Belgrano rezaba con sus tropas, y aquella que misia Rosa, su abuela, desgranaba plácidamente a la hora del crepúsculo.

Al concluir el Rosario, doña Matilde le pidió que postergaran las letanías para la tarde, por que estaba rendida. Poco después cuando llegó uno de sus hijos, él señaló a su abnegada compañera, diciéndole:

-Rezó el Rosario conmigo.

El agobiado escritor pidió que le leyeran las preces de la recomendación del alma que se dice por los moribundos. Leyólas su hijo Gustavo y él siguió con serenidad las augustas oraciones de los que abandonan este mundo. Eran aquellas mismas estremecedoras y consoladoras invocaciones que Marcela rezó ante el agonizante Pedro Pablo Ontiveros, principales protagonistas de Desierto de Piedra, para muchos su obra maestra. El escritor cosechaba ahora, piadosamente, lo que había sembrado en su cristiano hogar.

"Señor mío Jesucristo, Dios de bondad, Padre de misericordia: me presento ante ti con el corazón contrito y humillado y te encomiendo mi última hora y lo que después de ella me espera.

"Cuando mis pies, perdiendo su movimiento, me adviertan que mi carrera en este mundo está próxima a su fin: ¡Jesús Misericordioso, ten compasión de mí!

"Cuando mis manos trémulas y entorpecidas no puedan ya estrechar el Crucifijo, y a pesar mío lo deje caer sobre mi lecho de dolor: ¡Jesús Misericordioso, ten compasión de mí!

"Cuando mis ojos, vidriados y desencajados por el horror de la inminente muerte, fijen en ti sus miradas lánguidas y moribundas: ¡Jesús Misericordioso, ten compasión de mí!

Entraron en el aposento los doctores Ivanissevich y Reiviere, examinaron al enfermo y, cuando se retiraban, dona Matilde los interrogó:

¿-Cómo lo encuentran?

-Animo, señora. Lo encontramos bien -dijo Ivanissevich.

-Lo encontramos mejor que ayer -añadió el doctor Riviere

Al volver a la habitación, ella transmitió a su marido:

-Dicen que te encuentran mejor.

Martínez Zuviría, con un gesto y un movimiento de la mano, le dio a entender que no era así. Ya no hablaba. Ella parecía aún no advertir la inminencia del fin. Se disponía a alejarse, a buscar un vaso de agua, cuando él le hizo seña de que se aproximara, como si quisiese hablarle al oído. Ella notó que estaba intensamente pálido

-¿Qué te pasa? -le preguntó inclinándose.

El la tomó con la mano de la cabeza le hizo la señal de la cruz y le dio un beso en la frente. Era el ósculo de la despedida. Enseguida volvió el rostro y expiró. Había rendido su alma a Dios.

Eran las 11 y 15.-Nunca ví una muerte más tranquila -díjome mas tarde la viuda, suspirando con los ojos humedecidos por las lágrimas.

Llegaron todos los hijos del escritor. Algunos quisieron ponerle la mortaja; pero doña Matilde no lo permitió. Gustavo el militar, mandó a Héctor Quintana, su sobrino, el hijo de Matilde a buscar un hábito de los sacerdotes de la Compañía de Jesús. El padre Furlong le dio el suyo, y sus hijos se lo pusieron. Luego el Jesuita acudió a rezar un responso ante el cadáver de su querido amigo y confidente. Maravillóle al sacerdote

la contemplación de la dulce faz del escritor yaciente, bajo el retrato de San Ignacio de Loyola, a quien se parecía no solo en los rasgos angulosos del vasco, sino en el carácter indomable y constante. Ambos habían trabajado Ad mejorem Dei gloriam.

El escritor católico fue ungido con todos los carismas de la Iglesia y ahora ingresaba en el ejército triunfante de la gloria eterna. Había recibido todos los sacramentos salutíferos: El Bautismo, la Confirmación, la Penitencia, la Eucaristía, el Matrimonio, la Extremaunción, el Orden Sagrado...¿El Orden Sagrado? En su infancia creíase inclinado a la vocación eclesiástica, y si Dios lo llamó a formar un hogar, él ejercitó su apostolado en el mundo como un sacerdote.

Sólo que como San Francisco de Asís, diría yo, que fue diácono, nada más, no había recibido el carácter sacerdotal. A través de su vida cristiana práctica, de sus trabajos apostólicos, de sus muchos libros, donde late el espíritu divino, se advierte la acción de los ministros del Señor.

Martínez Zuviría y su esposa no rezaron esa tarde las letanías lauretanas.

El 29 de marzo por la mañana el padre Furlong celebró el Santo Sacrificio en la capilla ardiente erigida en casa del escritor.

"Ayer contemplé el rostro cadavérico del doctor Martínez Zuviría-dijo el padre Furlong-, y me impresionó su sonrisa, una sonrisa bellísima, como de aurora refulgente, que si añadía un hilo a la trama sutil de su larga y fecunda existencia, decía a las claras, así lo he interpretado, cual era la felicidad de aquel que, habiendo hambreado la belleza, el amor y la verdad y habiéndolas expresado tantas veces y con tanto éxito, las poseía infinitas y para siempre"

La noticia de la muerte del novelista, cuyo nombre y cuyos escritos llenaron durante medio siglo los diarios y las revistas del país, fue parcamente dada por los periódicos.

La mañana del sepelio acudió a la casa de la calle Uruguay 725 un gentío extraordinario, entre el que se veían sacerdotes, militares y funcionarios, y mucha gente desconocida, lectores y admiradores de Hugo Wast..

A pesar de que éste no era partidiario de las flores, las ofrendas colmaron la capilla ardiente, el zaguán y la acera. La carroza fúnebre condujo el féretro a la cercana Iglesia del Salvador, donde se habían congregado los parientes y amigos para asistir a la Misa Exequial. El insigne escritor muerto asistía ahora, corporalmente, a la principal celebración litúrgica que había descripto con su pluma de oro, inmóvil como él.

Celebró la Misa un sacerdote jesuita. Y aunque por disposición del extinto no debía haber discurso en su sepelio, el padre Furlong no pudo dejar en esa hora de exteriorizar sus sentimientos: subió al púlpito y pronunció el panegírico. Habló de la vida y la obra del escritor, e hizo un paralelo entre Manuel Belgrano y Gustavo Martínez Zuviría. Dijo que ambos murieron en horas inciertas de la patria, que ambos tuvieron especial dedicación por la educación popular y que ambos fueron ciudadanos cristianísimos. El general Manuel Belgrano quiso que sus restos fueran revestidos con el hábito de Santo Domingo, y el doctor Martínez Zuviría fue sepultado con la sotana de los hijos de San Ignacio de Loyola.

El traslado del féretro al cementerio de la Recoleta fue otra expresión del ambiente que rodeara la vida del escritor y de la estima que se había conquistado. No hubo representación de la Sociedad Argentina de Escritores ni de la Biblioteca Nacional, que había dirigido durante un cuarto de siglo. Pero veíase allí gente aristocrática, los mejores hombres de las letras, de las artes y de las ciencias, modestos empleados de la Biblioteca Nacional, que lo conocían y lo amaban, y muchos corazones anónimos a quienes el encanto de sus libros había hecho derramar lágrimas o contribuido a transformar su existencia.

Los grandes diarios absorbieron sus páginas con las novedades políticas y las comunes informaciones cotidianas, dedicando pocas líneas a quien había escrito millares de cautivadoras páginas con el más bello mensaje dirigido a sus compatriotas y a todas las almas de buena voluntad del mundo.

La muerte no pudo sorprenderlo distraído, por que jamás dejó que los alientos de humanas vanidades sofocaran la antorcha que debía mantener encendida a través de una larga vigilia de siervo fiel.

Momentos antes de su muerte había estado bromeando con quienes lo acompañaban, y cuando tal vez oyó más acentuados los sones del clarín, pasó a la oración y se puso a desgranar, con mariana piedad, el último Rosario de su vida. Poco después el abandono de las fuerzas le privó del habla, pero las tuvo todavía para signar con una cruz y un beso la frente de Matilde de Iriondo, la buena madre de sus trece hijos, a la que miró con ternura expresándole su "a Dios".

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Juan Carlos Moreno.

 


Revista Arbil nº 68

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