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Indice de contenidos

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Vintila Horia (I). Testigo de la verdad en el tiempo de las mentiras
Editorial
Entre lo pequeño, lo grande
El sueño del general Yagüe
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Reflexión acerca del problema electoral de los católicos
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Democracia, derechos humanos y legitimidad
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El cine de Woody Allen
El conflicto en Tierra Santa (I)
Reality Shows: Invasión a la intimidad personal
Sueños de libertad
Una breve historia de la arquitectura y el urbanismo de la España contemporánea
Actividades de Arbil en Chile
El movimiento personalista en España
El personalismo de E. Mounier
Anotaciones críticas sobre el personalismo
Primacía de la incomunicación de la persona
Polo político y polo profético
El gran engaño: derechos del hombre, Iglesia católica y Revolución Francesa
Ocaso y aurora. Perspectiva personalista y Ontología de la existencia


CARTAS

Revista Arbil nº 61

Ocaso y Aurora. Perspectiva personalista y Ontología de la existencia

Juan Carlos Valderrama. Universidad de Navarra

Decir ser personal es hacer referencia a algo más que a una determinada descripción esencial de una realidad tomada en su género y especie. Implica a la vez que un problema cierto para el intelecto, un misterio para la existencia humana. En ese misterio habitamos y a ese misterio tendemos. Pero la penetración en el misterio no puede hacernos olvidar su intenso carácter problemático, que nos lleva a plantearnos la pregunta por la persona desde un punto de vista tanto existencial como ontológico. Sin la consideración del fundamento, ningún sentido último alcanza la manifestación del ser que propiamente al hombre le conviene. La perspectiva personalista debe ser integrada en una prospectiva intelectual que la refiera a su fundamento ontológico propio, dando razón tanto de la naturaleza propia que le corresponde al hombre en tanto que realidad, como del peculiar modo en que éste se manifiesta concretamente en la existencia, adquiriendo un determinado valor relativamente absoluto.

1.- Personalismo: perspectiva y movimiento

¿De qué estamos hablando cuando hablamos del personalismo? ¿De una corriente filosófica, quizás, generadora de su propia tradición a través de un específico discurso? ¿O por el contrario hablamos de un presupuesto de partida para el conocimiento filosófico mismo, de una defensa explícita de la noción de persona y de una afirmación de la centralidad antropológica en todo el orden que describe la actividad filosófica? Si tal es el caso, ¿en qué consiste precisamente esa noción de persona, tan traída y tan llevada especialmente a lo largo y ancho de la literatura filosófica y ensayística del pasado siglo XX? ¿Y cuál es el sentido de su centralidad? ¿Cambio de perspectiva epistemológica? ¿Giro metafísico que se revuelve contra las pretensiones del idealismo y del empirismo en igual medida que contra las del existencialismo nihilista y el esencialismo desencarnado?

Debe distinguirse en un primer momento, para evitar errores de interpretación y tomas de perspectivas excesivamente generales, el movimiento personalista, transmitido a lo largo del pasado siglo con un discurso y un contexto temático e intelectual determinado, de lo que en algunos se da en llamar la perspectiva o el principio personalista, inserto en las disquisiciones propias de diversos autores no directamente vinculados a aquel movimiento o tradición.

El personalismo, como tradición, no configura un "corpus" doctrinal o teórico cerrado, ni mucho menos un sistema del que puedan participar, con mayor o menor número de matices, un grupo más o menos homogéneo de filósofos. Es más, puede llegar a pensarse, y no sin razón, que es su misma fragilidad sistémica (aparte de su plasticidad terminológica), precisamente, la que le ha proporcionado un gran número de defensores, tantos, quizás, como detractores en el cuerpo de profesionales de la filosofía.

Es irremediable que resuenen ahora las palabras de Mounier: "llamamos personalista a toda doctrina y a toda civilización que afirma el primado de la persona humana sobre las necesidades materiales y sobre los mecanismos colectivos que sostienen su desarrollo..." La teoría y praxis personalistas parecen abrirse a todo esfuerzo por defender tan sublime proyecto con independencia de toda vinculación de escuela, de toda circunstancia histórica, de todo sistema discursivo. Sin embargo, es precisamente en el rigor escolástico -sea éste cual fuere-, en el modo en que se intentan resolver los problemas de cada tiempo y en el sistema de discurso que se presupone donde el personalismo, como tradición, se juega su propia existencia. No basta, dicho de otro modo, defender el primado de la persona y su centralidad en el orden todo de la filosofía para poder ser considerado cualquier autor miembro del movimiento.

¿Qué tienen en común Mounier y Ebner, Bergson y Stein, Guardini y Wojtyla? Lógicamente no una metodología. Tampoco en su escuela convergen de un modo claro y evidente. La filosofía del diálogo posthegeliana, la renovación de la fenomenología husserliana por el Círculo de Göttingen, la escolástica tomista..., todas pueden llegar a ser inscritas en una tradición personalista a la que, en realidad, no responden de un modo claro, ni metodológica, ni epistemológica, ni metafísicamente. Conviene relativizar, pues, la tradición o el movimiento denominado personalista para salvar, en lo posible, las intuiciones y descubrimientos alcanzados por sus seguidores. Pues es cierto, en todo caso, que más que el movimiento en sí mismo considerado son las aportaciones y logros de sus cultivadores lo que de veras interesa para la revitalización del término persona, presente en toda la tradición de la filosofía cristiana, sin que por ello deje de ser problemático hoy tanto como en su génesis.

2.- Retrospectiva personalista

Después del titánico esfuerzo de Kant por descifrar las condiciones de posibilidad de nuestro conocimiento de la realidad, y tras la sublimación de esta misma realidad en la Razón absoluta hegeliana, buena parte de la filosofía contemporánea ha partido de una pregunta tan elemental como necesaria: ¿qué significa...? No qué es, o cómo es posible, como antaño, sino única y simplemente ¿qué significa...? ¿Qué significa pensar, ser, la vida? ¿Qué significa atreverse a afirmar yo ante el orden creado, ante el Creador, ante los otros? Esta pregunta, que directa relación hace a la cuestión sobre el sentido, no puede ser resuelta al margen de los límites que la contextualizan en su planteamiento tanto como en su respuesta. No es la misma pregunta si surge de los labios de Heidegger o de Tomás de Aquino, de Husserl o de Kant, de Maritain o de Kierkegaard. Si la cuestión se centra en la noción de persona, será preciso atender al contexto en que se inscribe para advertir la totalidad de su sentido, tanto en cuanto pregunta como en la respuesta que se le otorgue.

Al margen de la contextualización histórica del movimiento, especialmente preocupada por la anulación de lo humano en el proceso de producción industrial y en las relaciones de intercambio, el personalismo, como tal, ha mantenido siempre su filiación cristiana, lo cual significa, de entrada, dos cosas. En primer lugar, la atención a las verdades que la Tradición y Revelación cristianas han asignado a la noción de persona. En segundo lugar, la afirmación de que tal concepto, siendo de raíz estrictamente cristiana, encuentra su adecuada interpretación en la tradición filosófica cristiana, aunque, se piensa, no siempre se han advertido todas sus implicaciones.

Respecto al primer aspecto, es ya lugar común señalar la génesis cristológica del concepto, más allá del sentido del "prósopon" griego y de la tematización jurídica de la noción por parte de los genios del Derecho Romano. Para el cristianismo, no es persona sólo aquél que se manifiesta, ni quien posee voz por sí mismo (per se sonans), haciendo de él sui iuris et alteri incommunicabilis. No poco profunda es esta noción aun desgajada de sentido trascendente. Un hombre sin nombre (transmitido por la estirpe) no tiene voz propia: sólo es caput, individuo indeterminado, sin posibilidad de reconocimiento alguno en cualquier orden dado. Sólo es persona el reconocido como tal: el que lo es ante y para alguien. Surge el reconocimiento de la persona, entonces, como fenómeno emergente en una relación humana.

Aunque no es ésta la noción específicamente cristiana, sí la recoge y eleva al plano de la Gracia, inserta en el Misterio mismo de la Creación. En este matiz lo tenemos todo. No se trata sólo de una dimensión moral ni social atribuida a cualquier sujeto en virtud de determinadas condiciones dadas, necesaria o eventualmente. Es la raíz y fuente misma de la subjetividad, su índole ontológica, su realidad más íntima. Es decir, es la sede y fundamento de la especificidad de cada hombre: su hypó-stasis, su sub-stancia. Precisamente así la describe célebremente Boecio contra el impulso nestoriano: "naturae rationalis individua substantia". Se manifiesta separadamente en cada sujeto humano, de forma irrepetible y, consiguientemente, incomunicable ontológicamente. La especificidad de su ser es tal que no puede ser transferido o adquirido sin acto creador divino. El ser personal no es el ser de lo meramente real, como tampoco el ser divino: ni es pura física sentiente ni conciencia absoluta o pura como Dios.

La incomunicabilidad boeciana es mitigada por Sto. Tomás de Aquino atendiendo a las relaciones subsistentes que definen a las Tres Personas divinas y a la relación que la creación adquiere con su Creador. El hombre es la imagen misma de Dios (Cfr. Gn, 1, 26), y participa imperfecta y finitamente de sus atributos, de su conocimiento y su voluntad libre, capaz de culminarse en el amor y el don de su intimidad. Toda persona es reconocida como tal por Dios, como un absoluto relativo y derivado, como un tú subsistente, individual, capaz de relación, digno en sí mismo, sujeto de un valor innato y sus consiguientes derechos.

Pero el éxito de las nociones de substancia (como subsistencia) y, fundamentalmente, de ser como acto real distinto del mero existir, no sería largo. En la filosofía moderna caerán en el olvido, a través de una exacerbación cosificante de los principios intelectuales. ¿Qué será la persona cartesiana? El yo-consciente. La pregunta ontológica comenzará a ser abrazada por una cada vez más persuasiva y dominante perspectiva epistemológica. Y esto hasta la neutralización kantiana de toda ontología. Todo comenzará a centrarse en la razón y el individuo, basando toda la dignidad de éste en aquélla, piedra de toque de su especificidad, si bien reducida al constructivismo puramente intelectual, donde conocimiento y voluntad acabarán por con-fundirse. De ahí los posteriores y sucesivos intentos de definición de la persona desde la perspectiva positiva del Derecho, tras la aceptación del valor moral del individuo como sujeto insustituible cuya última resolución habrá de encontrarse en el ejercicio de su libero arbitrio, aquello que en mayor grado parece destacarle del mecanicismo natural. De la perspectiva psicológica cartesiana se alcanzará, con Kant, una perspectiva ética de aproximación a la realidad del hombre que, a corto plazo, terminará en puro consenso y descripción positiva. La persona no se manifestará en el orden del ser, sino en el del obrar, encontrando en éste la razón de su despliegue y su sentido.

Lo que esto traerá consigo, respecto al tratamiento clásico de la cuestión, será el olvido de la pregunta ontológica por la especificidad de la naturaleza que al hombre en cuanto hombre le conviene. La atención por la naturaleza, en todo caso, entendiéndola como principio de comportamiento fijo sólo atribuible al orden de lo físico, permanecerá bien para serle negada al hombre en virtud de su conciencia y libertad, bien para serle atribuida reduciendo todo acto presuntamente voluntario o intelectual a las diversas determinaciones que pueden asignarse a su índole física, biológica o social (especialmente centrada a las relaciones productivas y de intercambio).

3.- Perspectiva personalista

3.1.- El problema de la substancialidad: la filosofía del diálogo

Este es el ambiente intelectual que encontrarán ante sí los hombres de una nueva época, que, siguiendo en cierto modo las huellas del romanticismo y el clasicismo post-hegeliano, buscarán por todos los medios abrir el sentido de la razón humana a un horizonte que no se clausure en la reflexión sobre sus propios principios.

¿Cómo es posible la comprensión de lo humano desde el momento en que no cabe acercarse a su especificidad más que a través de la relación trascendental (sujeto-objeto) o del compromiso puramente ético? En Kant, es evidente que el camino de la razón no puede conducir a dar respuesta alguna a los problemas que la existencia humana plantea: sólo a través del camino de la razón práctica puede accederse al problema de la libertad. Si esto ya es problemático, cuánto más la absorción, celebrada por Hegel, de toda contingencia, de toda particularidad, por parte de la omnímoda Razón Absoluta en devenir...

El hombre, ahora, se alzará contra toda esta formidable fantasmagoría, intentando salir al encuentro de los resortes que le capaciten para afirmar frente al mundo objetivo su propia subjetividad, centrada en la experiencia psicológica del yo. Es el despertar de la conciencia frente a la objetividad y más allá de ella. Pero el acontecimiento de la conciencia de sí requiere como su fuente un encuentro intersubjetivo en el que pueda producirse. La experiencia del yo, por consiguiente, nacerá del diálogo que se establezca en ese mismo encuentro, como forma propiamente humana de relación: el hombre es un ser para el encuentro, existir es co-existir. Surge, así, la filosofía del diálogo, fundamentalmente guiada por los pasos de Kierkegaard y, posteriormente, de Bergson.

El camino a la realidad, desde la óptica de Ebner, por ejemplo, uno de los máximos exponentes junto a Bubber de la filosofía dialógica, es doble: uno objetivo centrado en su exterioridad (el espíritu de geometría bergsoniano) y otro comprometido con su interioridad (en Bergson, espíritu de finura o razones del corazón). La persona humana no se constituye frente a objetos, sino a través de la relación dialógica con los otros, tomados en su radical índole subjetiva. Sólo a través de esta experiencia con el puede comparecer el yo en toda su plenitud. El hombre es un ser hecho para el diálogo, si es cierto que es imagen de Quien "al principio era el Verbo y el Verbo era Dios". La palabra, dirá Ebner, es el camino del yo. Como asentara Kierkegaard, es ante el Tú divino como el hombre no sólo puede reconocerse como un específico yo, sino que puede reconocer el carácter radicalmente subjetivo de los otros, más allá de su manifestación objetiva o fenoménica.

La tesis ebneriana encontrará en Bubber uno de sus más bellos desarrollos, con un desigual influjo de la escuela fenomenológica, la teología protestante y la católica, aparte de su convencido judaísmo. La experiencia del yo sólo surge ante el compromiso de la totalidad del ser dado en el infinito en que Dios consiste o, más finitamente, el humano. El Ello, propio del ámbito de lo objetivo, no genera compromiso alguno por parte de la totalidad del propio ser: sólo el (finito o infinito) me revela el auténtico sentido del yo. Y es en cada tú particular como se nos manifiesta el eterno, como signo misterioso que a Él remite y se abre.

El interés de las exposiciones de Bubber radica, como en el resto de sus compañeros de escuela, en la reivindicación de la categoría de la relación como piedra de toque de la propia identidad. No se trata de dar razón de la subjetividad del hombre aislado, como individuo, ni tampoco de su inserción en un horizonte de sentido global o colectivo, sino que supone un verdadero cambio de perspectiva que hace pender la identidad personal precisamente de la relación en que ella se manifiesta. La naturaleza misma del hombre, siendo constitutivamente relación, sólo se cumple en ella, más que en el ejercicio de su libertad o del resto de sus potencias operativas. Es tal la esfera del entre (Zwischen), protocategoría en Bubber de la realidad humana, donde el otro se manifiesta como todo-otro, sólo accesible a través de la proximidad, del contacto, del diálogo respetuoso (Levinas).

La tematización escolástica de la persona desde la noción de substancia, tras la reducción de ésta a individualidad aislada en el racionalismo, no tendrá perfecta cabida en el nuevo paradigma antropológico. La clásica inserción de la noción de relación en el plano predicamental, no afectante, por lo tanto, al núcleo del ser personal, será negada en beneficio de su radicalidad en el orden dinámico-existencial. Dicho de otro modo, la recuperación de la subjetividad y de la noción de persona, no se dará en estos autores de la mano de una nueva consideración ontológica de su realidad, sino desde una perspectiva fundamentalmente psicológica dirigida a dar razón del despliegue existencial del mismo ser humano. En el acontecimiento que supone para el yo el encuentro que le constituye, la persona, más allá de su índole entitativa, descubre la maravilla de una sola cosa: su misterio, el misterio de su ser y del ser que le envuelve, en el que se reconoce incluso a sí mismo. El reconocimiento de la persona no es la penetración ideal en su esencia, ni un compromiso moral con ella, sino algo que es para ambas cosas su principio: que el yo crece en el "entre" intersubjetivo que le envuelve, que sólo ante el (donde brilla escondido el misterio del Ser divino) puede el yo comparecer ante uno mismo y afirmar en la realidad de las cosas su propia realidad.

3.2- La epifanía del otro y su reconocimiento: la filosofía personalista

Es ésta también la convicción que, con posterioridad, los miembros del movimiento personalista pondrán en la base de todas sus aportaciones filosóficas, ya sea desde un punto de vista especialmente cristocéntrico como existencialista o incluso social-revolucionario.

Quizá sea Marcel quien, en la tematización del problema de la existencia personal, se muestra entre todos como el autor más destacadamente personalista, desde la base de la inabarcabilidad de la persona tal y como ésta comparece en el misterio ontológico, en cuyo corazón no es posible penetrar ideal o conceptualmente, sino únicamente cercarlo mediante una actitud contemplativa (la "pasividad respetuosa" de Levinas). Esto no significa que toda especulación resulte inútil, sino que exige regresar a la realidad desde la relación que ésta mantiene con el hombre sujetándolo y situándolo en su lugar ontológico. En ello consiste la disponibilidad de la persona: en su capacidad de darse, de entrar en una relación participativa con ella. Es tal el misterio que constituye a la persona más allá de cualquier problema que se le plantee. Un mundo cuajado de problemas, tal y como mantiene el proceso de racionalización iniciado en la modernidad, es un mundo desgajado de la percepción del misterio, un mundo, al fin y al cabo, insignificante para el hombre. De ahí la enfermedad de Occidente: la angustia, donde el ser pierde su lugar propio y todo su despliegue se centra en el obrar y en su fruto, el tener. La vida propiamente humana, por el contrario, se encuentra atravesada de acontecimientos en los que el misterio del ser se le hace manifiesto como vocación y destino de su compromiso y fidelidad. No se trata, en definitiva, de problematizar el misterio del ser, sino de vivirlo en toda su intensidad habitándolo.

Mounier, fundador de Esprit (1932), despliega la noción de relación y el compromiso con la totalidad de sentido que el hombre es hacia el ámbito socio-político, pretendiendo recuperar la larga tradición europea de los movimientos intelectuales, quizás adormecida en el periodo de entreguerras. El cambio de perspectiva que otorga la primacía al ser sobre el tener y al espíritu sobre la materia, el primado de la persona, en definitiva, sobre el orden social (ya tenga tendencias colectivistas o individualistas), será la base de la nueva revolución personalista y comunitaria que Mounier decididamente impulsa, a través de la defensa de las dimensiones espirituales del hombre concreto: su capacidad de compromiso, de renuncia de sí y de entrega, hasta llegar al grado máximo de comunión intersubjetiva. Su intento, no obstante, no logrará escapar, pese a sus esfuerzos, al empuje de la ideología, tan utópica como bien intencionada. En este sentido, la filosofía política de Maritain poseerá mayor densidad conceptual y mayor capacidad creativa.

Maritain es de hecho quien en mayor grado logra el diálogo, por todos pretendido, entre la filosofía moderna, con su cumbre en el existencialismo, y la más propiamente clásica, especialmente tomista. Aceptará sin lugar a dudas la distinción, fundada en las reflexiones del Aquinate, entre las nociones de individuo y persona. Si bien el hombre es individual en virtud de su dimensión material, y por lo tanto se convierte en una realidad ontológicamente impenetrable, inalienable y diverso, es también, por su principio formal personal, un ser abierto a la relación, capaz de poseerse, darse, amar, siendo así apto para crecer en su dignidad moral (que se apoya sobre la dignidad ontológica que ya como hombre le corresponde).

Se supera así, aunque relativamente según los casos, la tendencia primera a convertir el misterio del ser personal en un acontecimiento puramente válido en el orden psicológico (algo radicalmente presente en la filosofía del diálogo previa). En la relación no sólo acontece la conciencia del yo, sino que éste aparece como hecho real, superando el hombre el límite de su materialidad hacia la comunión intersubjetiva en la que el y el yo se muestran a la vez heterogéneos por su oposición y homogéneos por su comunidad en el acontecimiento del encuentro (Nédoncelle). Pero que en cierto modo se supere el plano psicológico no significa que se elabore decididamente una ontología de la persona en sentido estricto, dado que las implicaciones que más habitualmente se harán presentes serán sobre todo de carácter ético: el otro exige ser, acercarse a él a través del amor, del respeto, de la veneración del misterio que pone de manifiesto.

El problema en pie sigue siendo el mismo: dar razón en el plano real de la naturaleza que al hombre le conviene como propio, de la participación de su ser, de la relación y de cómo todos estos aspectos se hacen manifiestos en el orden existencial. O dicho en otros términos, ¿cuál es la especificidad del ser personal ante el ser propio de las realidades mundanales y el ser divino? ¿En qué medida la categoría de la relación, aceptando que pertenece al orden predicamental o accidental, afecta al perfeccionamiento del ser del hombre y al cumplimiento de su naturaleza? La persona no sólo es un misterio para la vida del hombre, sino también un problema para su intelecto. Las dimensiones que la corriente personalista asigna a la persona tienen que ver con la expresión de su naturaleza en el orden histórico y existencial, pero no dan razón suficientemente de su fundamento ontológico: se encuentran en el orden de la manifestación o lo fundado.

4.- Prospectiva personalista

En este sentido, la síntesis actualmente en marcha, desde el Círculo de Göttingen especialmente (desde Husserl y Brentano a K. Wojtyla), de fenomenología y ontología puede ser de una gran utilidad. La perspectiva de la interioridad, exitosamente desarrollada por el movimiento personalista, no puede acceder realmente al problema del fundamento ontológico del ser personal y su especificidad en el orden de lo creado, si no se completa con una perspectiva objetiva en dos sentidos correlativos: en primer lugar, saliendo a la búsqueda del fundamento último u ontológico de los datos que la experiencia de la interioridad proporciona; en segundo lugar, como movimiento inverso, abriendo el debate ontológico al problema que al ser real le plantea el despliegue de su existir, encaminándose así a una verdadera ontología de la existencia que desde luego el existencialismo imposibilita en su raíz, pero no menos que un esencialismo férreo que pretendiera reducir todo el problema del ser a la dilucidación de la esencia de lo que es.

El tratamiento puramente esencial del ser no basta para dar razón de la especificidad de ese peculiar ser que a la persona le corresponde, sino que éste debe ser tratado antropológicamente tanto remitiendo al plano esencial como al existencial. Hasta cierto punto, y sólo hasta cierto punto, puede llevar razón Levinas cuando sostiene que las ontologías de la esencia no permiten que comparezca la dimensión real ni de la relación ni de la diferencia, diluyendo ambos principios en una totalidad abstracta. Pero lo que tampoco puede hacerse es confundir el plano de lo fundamental con el de lo fundamentado, el plano ontológico con el dinámico-existencial. En el primero de ellos la persona puede ser aprehendida objetivamente como substancia individual ("soporte óntico", lo llama Wojtyla) de ser incomunicable, pero -y he aquí lo radicalmente específico en ella- abierto intencionalmente a toda la realidad, en virtud de lo que Millán-Puelles, retomando tanto a Aristóteles como a Heidegger y Scheler, denomina libertad trascendental o L. Giussani, bellamente, tematiza como sentido religioso. Igualmente, en el plano de lo dinámico-existencial, la persona comparece como aquello que se determina a través de sus acciones libres, pero no sólo eso, sino que también a través de su obrar cumple su propia naturaleza y la perfecciona en su dignidad.

La filosofía contemporánea, gracias a su especial atención al plano de lo manifestativo, más que al de lo fundamental, nos ha legado una serie de rasgos que expresan el peculiar estatuto ontológico del ser personal, como ser a la vez distinto del ser del mundo y del divino. Estos rasgos no entran en contradicción con los intentos metafísicos clásicos de comprensión de lo humano, sino que fácilmente vienen a abrir su perspectiva objetiva con un interés por lo subjetivo.

En primer lugar, por su radical apertura a todo lo que es (o lo que puede aparecer como efectivamente siendo), puede el hombre abrirse a sí mismo a la vez como objeto y sujeto de su conocer. Rasgo de la totalidad de la persona es, pues, la autoconciencia, sin que en ella pueda el sujeto aprehenderse totalmente en su ser. En segundo lugar, la persona no es algo dado ontológicamente sin más, sino que también se va realizando y determinando a través de su acción. En sus acciones, la persona se proyecta. Pero ser-personal y libertad no se identifican formalmente, como a veces el planteamiento personalista, en parte heredero de las tesis existencialistas, parece llegar a concluir. La libertad no pertenece a la esencia metafísica del hombre, sino que se funda en la constitutiva racionalidad humana. La libertad puede ser tomada como aquello que en mayor medida da razón de la especificidad de lo personal siempre y cuando se advierta que se trata de un rasgo en el cual el hombre no consiste formal y totalmente, sino que se desprende de su esencia consecutivamente.

Un tercer aspecto de la manifestación de lo personal se centra en la noción de intimidad. La individualidad metafísica que a la persona le corresponde se expresa en la vida consciente como intimidad, como su ámbito interior último accesible sólo, y relativamente, por el propio sujeto. Lo cual no significa que este máximo grado de inmanencia no pueda ser compartido en la relación intersubjetiva. Al ser de la persona debe también asignarse este otro rasgo manifestativo que muy acertadamente ha sido descrito como diálogo por los filósofos previos al personalismo francés. Es en la participación recíproca de la intimidad como el hombre alcanza de hecho la conciencia de sí mismo y de su intimidad. Lo cual lleva al último rasgo que expresa la especificidad de lo personal: la donación como forma máxima de participación de la intimidad en la relación interpersonal, dando muestra, asimismo, de la capacidad personal de autoposeerse relativamente, dado que sólo se entrega aquello de lo que se es, más o menos perfectamente, dueño.

Todas estas manifestaciones del ser personal no se identifican formalmente con la esencia metafísica de la persona. Más bien, presuponen el acto de ser personal. De él se derivan consecutivamente como auténtico núcleo de la personalidad. Son, pues, manifestaciones dinámico-existenciales que expresan a la persona, pero no la fundan. El yo personal ya se encuentra fundado en su ser, con prioridad causal respecto a su obrar, y permanece idéntico ontológicamente a pesar de todo cambio en lo manifestativo. Es esto, precisamente, lo que Tomás de Aquino defiende con su noción de naturaleza, que Millán-Puelles, gráficamente, describe como principio fijo de comportamiento, no como principio de comportamiento fijo, tal y como habitualmente ha venido a ser interpretada la noción tanto por parte de quien pretende negarla para garantizar la especificidad de lo humano como por parte de quien la afirma para reducir todo acontecimiento personal a pura entidad corpórea sentiente. Hay en la persona un fundamento permanente ontológico que se expresa en el plano psicológico y en el antropológico como yo. El yo, pues, es la persona tomada en su plano dinámico, que permite reconocer diferentes caracterizaciones a lo largo del proceso existencial del hombre aun permaneciendo en él una identidad fundamental permanente.

En conclusión, debe evitarse concebir el tratamiento metafísico de la persona como un esencialismo que de ningún modo se abre a los problemas que plantea el hecho de la existencia. El esencialismo es una exacerbación unilateral de lo metafísico. El ser personal, por su complejidad y especificidad ontológicas, debe ser tratado tanto con relación a su fundación metafísica en el orden creado como a su expresión existencial en la cual el ser se manifiesta, se hace inteligible, significativo y se abre a su propia perfección natural. Esto conlleva a la exigencia de, por un lado, no reducir el planteamiento antropológico a lo pura y estrictamente ontológico, pues en éste se penetra en lo que hay de común en todos los seres, no en lo que cada uno de los diversos géneros poseen específicamente. Pero, por otro lado, precisa no reducir tampoco el problema y el misterio de lo personal a lo puramente manifestativo, pues siempre toda manifestación es de algo que le es ontológicamente previo. La perspectiva de la interioridad en la que la filosofía moderna y el personalismo contemporáneo especialmente han penetrado, debe salir de su dimensión subjetiva hacia una tematización objetiva de los datos que la experiencia proporciona, por lo que tanto la dirección metafísica como la existencial se conjuntan inevitablemente en la dilucidación de ese misterio que es, para la persona, ella misma.

El personalismo, en su afán de huir del abstraccionismo objetivista, puede suponer una cierta renuncia a una sistematización ontológica que, sin embargo, es del todo necesaria si se quiere dar razón de quién es, en su totalidad, el hombre. Ahí, las aportaciones del Círculo de Göttingen pueden abrir mayores perspectivas que las intuiciones fundamentalmente estéticas o psicológicas del personalismo cristiano francés. Todas sus aportaciones pueden resultar efectivamente válidas, pero deben ser sistematizadas en una comprensión estructurada del ser real y conforme a él. El esfuerzo vario de sistematización de la perspectiva fenomenológica (Husserl y Brentano) con la ontología realista aristotélico-tomista y los hallazgos válidos del personalismo o incluso el existencialismo, puede ofrecer no pocos beneficios al actual debate antropológico en torno a la noción, todavía problemática, de persona. Karol Wojtyla, Romano Guardini, Edith Stein, Millán-Puelles, Leonardo Polo, el mismo X. Zubiri..., siguiendo caminos bien diversos, han dado pasos efectivos en la misma dirección. No puede olvidarse el titánico esfuerzo de nuestros antiguos, pero tampoco despreciar, sin más, los logros de la filosofía moderna y los actuales hallazgos sobre el problema. Pero, evidentemente, éste es ya otro problema, afortunadamente no falto de polémica.

Juan C. Valderrama .
 


Revista Arbil nº 61

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